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Las aventuras de Juaco
Las aventuras de Juaco
Las aventuras de Juaco
Libro electrónico181 páginas2 horas

Las aventuras de Juaco

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Las aventuras de Juaco es un relato alegórico que rescata, a través del personaje central de un chorlito o queltehue, como se le denomina en la sociedad chilena a este tipo de ave, al prototipo de hombre rural chileno de las décadas entre 1960 y 1980. Cada capítulo va transparentando costumbres, creencias, tradiciones, relaciones humanas y formas lingüísticas de comunicación muy propias de la ruralidad chilena y, sobre todo, de aquella época.
Asistimos a la transición de Juaco desde la niñez hasta la adultez mayor, tiempo que transcurre en casa de Domingo y su esposa Albina. En esta relación se va construyendo una simbiosis interespecie e intercultural, lo cual se evidencia en la construcción de un lenguaje compartido basado en señales e interpretaciones por parte de los dueños de casa y sus hijos con respecto al ave y, a su vez, de la interpretación de Juaco acerca de los sonidos y vibraciones de las palabras humanas. En estricto rigor, van fabricando un idioma nuevo para ellos cuya precisión dependerá siempre de la voluntad biunívoca de comunicación.
El relato presenta una locación geográfica específica centrada en Chile, en la Sexta Región del Libertador Bernardo O'Higgins Riquelme, en la comuna de Chimbarongo. Tal locación es hoy en día una ciudad pequeña con una economía centrada en la producción agrícola y hortofrutícola. Sin embargo, en el tiempo histórico del relato, la locación era eminentemente muy rural y pobre; la usanza del lenguaje lo devela con claridad. Por otro lado, se van mostrando sueños, anhelos, ideas, creencias, supersticiones y modismos del lenguaje muy propios de la sociedad rural de un Chimbarongo tradicional que se aferraba a su cultura; sin embargo, Juaco demuestra que hay sueños nuevos que van agrietando el muro de la tradición.
En suma, Las aventuras de Juaco es un relato sencillo, refrescante, cómplice de nuestras estructuras culturales de la niñez que se guardan en nuestro interior y que afloran al ritmo de la lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2024
ISBN9788411819824
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    Las aventuras de Juaco - Edmundo Patricio Silva Soto

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Edmundo Patricio Silva Soto

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-982-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    INTRODUCCIÓN

    ¿Se han imaginado que, viajando hacia el campo, puedan ocurrir innumerables aventuras? Pues sí, cada vez que hoy en día se viaja hacia un lugar del campo ocurren cosas increíbles, y solo basta mirar por la ventanilla del bus o del automóvil y ya está ahí: un tiuque que se abalanza sobre una tórtola, una familia de codornices que se cruza velozmente frente al vehículo corriendo a sorprendente velocidad, en fin.

    En este libro, amigos, les invito a viajar con la imaginación que ustedes poseen hacia un lugar pintoresco del campo en donde un queltehue, de lo más acampado que puedan imaginar, vivió en una casa de un antiguo pueblo rural llamado Chimbarongo, en la VI Región del General Bernardo O’ Higgins, en este largo país de Chile.

    Ustedes se preguntarán qué relación tengo yo con las aventuras de tan agallado personaje. En realidad, no tengo grado de parentesco alguno, pero sí lo conocí en la casa de don Domingo, quien lo cobijó durante los 16 años de la vida de Joaquín, que así se llamaba este noble plumífero.

    Don Domingo, o Dominguito, como lo llamaba la gente, siempre comentaba los bellos colores tornasolados del plumaje de Juaco (diminutivo cariñoso). Y es que era un pajarito bastante inteligente, pues poseía con el abuelo un código propio de comunicación. «¡Juaco, Juaco!» o «¡Caquín, Caquín!», le llamaban, y el muy ladino corría como alma hacia el purgatorio a donde estaba su amo. Trocitos de fruta, miguitas de pan, entre otras exquisiteces, gozaba.

    Pero, ¿saben?, ya no les cuento más para que así acompañen a los relatos de estas loquísimas aventuras de Joaquín el Queltehue. ¡Ah!, y si me preguntan cómo las supe, este…, les cuento el milagro, pero no de qué santo, ¿estamos?

    El autor

    UNA VEZ UN HUEVO

    Un día muy temprano, Domingo, el zapatero más hábil y prestigioso del pueblo, después del desayuno, se aprestó a iniciar sus diarias labores, como barrer los gallineros, asear el chiquero o darles de comer a las aves de corral y al chancho del año; todo ello antes de regar ligeramente para que se mantuviera húmeda la tierra de su gran jardín que crecía bajo un frondoso parrón. De repente, entre las matas de unos gladiolos, escuchó un grito fuerte, muy agudo y metálico. Era el nido de una madre queltehue que, muy sorprendida y enojada, con su pico y las alas abiertas en alto, le estaba diciendo: «Déjame en paz, vete, vete», o a lo menos eso entendió nuestro noble zapatero, quien amaba a los animales. Desde ese día, la queltehue anidó muy a gusto en el jardín, recibiendo los cuidados de Domingo y de Albina, su esposa.

    A los 25 días, muy de mañana, Domingo sintió más ruido del acostumbrado en la nidada. Adivinó que la queltehue estaba con su nueva familia. Muy calladito, para no molestarla, se acercó a observar, y claro, éste no se había equivocado. Ahí estaban tres polluelos picoteando el suelo en busca de alimento, como lombrices —que abundaban en el jardín—, semillas, en fin. Y si bien su plumaje los habría camuflado muy bien en pleno campo, allí resultó menos útil de lo esperado, porque el jardín estaba rebosante de verdor y colores de las flores que habían eclosionado con la llegada de la primavera. Además, la madre y sus crías se sentían muy seguras y confiadas; no les faltaba el cuidado, el maíz bien molido, las lombrices, etc. Así que se desarrollaron muy rápido los pequeños.

    A medida que crecían, uno de polluelos se iba acercando cada vez más a Domingo, quien le daba migas de pan o le reservaba un suculento puñado de maíz muy chancado. A donde iba, este lo seguía de cerca, incluso cuando almorzaba en el corredor interior de la gran casa, frente al jardín y al lado de la entrada de la cocina. Pronto se hizo necesario tener una comunicación mejor y decidió bautizarlo con el nombre de Joaquín; y, por lo visto, le agradó al pajarito. El asunto es que, de ahí en adelante, todos lo conocieron por Joaquín o Juaco. Después, el zapatero, al percatarse de que pronto emprendería la familia el vuelo, le cortó las plumas de vuelo para que no se arrancara y, de todas formas, creo que a Juaco en nada le molestó quedarse allí a vivir.

    EL SEÑOR DEL JARDÍN

    Era Juaco, sin duda alguna, el rey del jardín. Nadie lo patrullaba mejor que él. Un jardín como ese era una ruda labor que gustoso él asumía con gallardía y valor.

    No me olvides; gladiolos, rosas, bugambilias, crisantemos, rayitos de sol, orejas de oso, cardenales rojos y blancos, claveles blancos, rosados y rojos; hortensias rosadas, azules, blancas, entre otras flores, eran el dominio indiscutido de Juaco. De hecho, imponía el orden y la disciplina con severidad. Se paseaba con un caminar pausado y distinguido, con su pecho blanco al frente, su cabeza altiva y atento el oído a cualquier ruido extraño, ya fuera una lombriz incauta, una mosca o cualquier bicho apetecible que, de inmediato, pasaban a formar parte de su selecta dieta alimenticia. ¡Ah!, y otra cosa era la diaria revista que impartía en cada momento a las flores. Se movía sigilosamente entre los grupos de gladiolos o claveles, inspeccionando que no tuvieran pulgones ni hormigas que afearan su presentación ante el amo. Esos indeseables visitantes de las plantas eran sometidos a riguroso engullimiento, pues lo que no se perdonaba era que las flores se presentaran indecorosamente ante Domingo cada día.

    Las abejas sabían que el pajarito les facilitaría su amigable trabajo de polinizar las flores del bello jardín. Los aromas que allí se percibían eran tan variados como apetecibles. Juaco observaba este trabajo tan meticuloso que solo se comparaba al suyo como guardián del jardín. Respetaba a las abejas, pues sabía que una abeja enojada podía causar un dolor muy molesto.

    Un asunto diferente constituía el problema llamado «gorriones». Y si bien sabía respecto al parentesco como aves que él y ellos tenían, le molestaba la actitud de pillaje, hurtos, bullicio y escándalos que estos armaban durante el día. Cuando Domingo y Albina dejaban el maíz chancado en los gallineros, la bandada de bandidos se introducía sin permiso alguno para robar la comida. El pobre gallo casi se volvía loco repartiendo picotazos y aletazos para mantener a raya a la horda de bandoleros de plumaje café pardusco y negro. «¡A la salida verán, a la salida verán!», les gritaba Juaco. Y, efectivamente, al salir los perseguía con ferocidad; pobre de aquellos que se metieran con su comida, más de uno había probado sus picotazos y lo respetaban, aunque no perdían ocasión de robarle algo y luego reírse bulliciosamente de él.

    JUACO, EL GRAN GOURMET

    Un día ya entrado el verano, Albina había horneado un delicioso pan amasado para acompañar los ricos porotos con mazamorra, la ensalada a la chilena y las humitas. Juaco estaba extasiado con ese aroma que ya conocía muy bien y seguía de cerca todas las alternativas del cocinado. Sabía que Domingo le iba a reservar sabrosos trocitos de pan y humitas, pero, como de costumbre, los gorriones estaban preparando una incursión a gran escala lejos del teatro de los hechos, en una enorme higuera de quince metros de altura. En el bullicio, el más decidido de los pajarillos dijo a los demás:

    —¡Hermanos gorriones!, quiero preguntarles algo, ¿por qué ese pajarraco de patas y ojos rojos se lleva la mejor parte de todo? Yo digo que le robemos todos los trocitos de pan y humitas que le den.

    Todos piaron y vitorearon al unísono:

    —¡Sí, muy bien!; ¡viva nuestro hermano!

    Sin embargo, el más anciano de todos habló así:

    —¡Oigan con atención! Si ahora bajamos cerca del horno o del árbol de durazno que allí está, el hombre sabrá de nuestras intenciones y nos lanzará piedras con su honda. A lo menos, uno de nosotros ha de morir.

    El alborozo se hizo mayor y más bullicioso mientras comentaban los dos discursos, pero nadie atinaba a ofrecer una idea de solución al problema, pues no era menor el hambre que sentían y ya era bien avanzada la mañana. El anciano habló nuevamente; luego de llamar al orden y pedir silencio, dijo:

    —De acuerdo, de acuerdo, pero no peleemos entre nosotros. El asunto es cómo vamos a comer hoy, así que se me ha ocurrido una audaz y temeraria idea, no exenta de riesgo, claro está, pero de resultar, hermanos, podremos comer a gusto, rápido y con éxito.

    —¿De qué se trata? —gritaron al unísono.

    —Muy bien —dijo el viejo—, haremos esto… bsssss.

    Habló en secreto para evitar que Juaco escuchara mientras este se relamía de placer pensando en el festín que sería su abundante almuerzo. Por lo demás, ya había probado algunas migas de pan amasado y la verdad es que había quedado muy sabroso.

    Fue así entonces que, después de almuerzo y luego de haber reposado los trocillos de pan engullidos con fruición, Domingo depositó en el platito de Juaco dos puñados de comida que, sin duda, era la preferida del queltehue: migajas de pan amasado y trocitos de humitas. Joaquín no requirió ser llamado, más bien voló y corrió lo más pronto que su cuerpo pudo. Pero quiso su mala suerte que alcanzara a dar los primeros picotazos en el plato, porque, al retirarse el amo lejos de él, se dejó caer una horda de gorriones hambrientos quienes, agresivos, se adueñaron de la comida y en un dos por tres se lo zamparon todo, sin dejar ni para muestra un botón.

    Joaquín, herido en su orgullo, él de paladar tan fino, no atinaba a comprender cómo no se había percatado de la trampa que tan viles ladrones le tendieron y se decía a sí mismo: «Pero…, ¿¡cómo no me di cuenta de la treta de estos pillos!?». «Pero me las van a pagar, molederas, ya verán el castigo que van recibir por su traición», les dijo con indignación.

    El zapatero, al regresar desde la cocina para observar cómo su mascota comía con deleite, se llevó una sorpresa al ver que el plato estaba más limpio que sus manos recién lavadas. Le pareció insólito que, en tan escaso tiempo (no más de 5 minutos), hubiera terminado con toda la comida. «¡Hummm!», se dijo, «aquí algo anda mal». Mientras, los gorriones, muy ladinos, se habían dispersado por la floresta del jardín para no despertar sospechas y observaban los acontecimientos desde lugares estratégicos, listos para echarse a volar si la situación lo ameritaba. El hombre se dio cuenta, por lo que conocía al queltehue, de la imposibilidad de lo ocurrido, mas aún cuando Juaco, para llamar su atención, picoteaba las pequeñas migajas esparcidas alrededor del platillo, dándole a entender que el hambre lo estaba matando y que él no había probado bocado alguno. Sus tripas no mentían, pues sonaban como si fuera una fiesta del 18 de Septiembre.

    Entonces, tomó el plato del ave, lo corrió cerca del comedor exterior y volvió a la cocina con el fin de prepararle una nueva comida a su ave preferida. Luego, la depositó como la vez anterior, tomó su honda y esperó. Al igual que antes, los gorriones se dejaron caer, pero estos no se dieron cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta y, detrás de ella, Domingo con su honda preparada. Joaquín, intuyendo lo que pasaría, se retiró del plato unos metros. En eso, silbó por el aire una piedra y, como consecuencia, un gorrión muerto; una segunda piedra y otro gorrión fallecido; una tercera piedra con igual resultado. Los gorriones tarde se percataron de la trampa y, al tener tan pesados sus cuerpos, tuvieron que hacer grandes esfuerzos para levantar el vuelo. Mientras lo hacían, la muerte seguía visitando sus filas. En suma, 8 compañeros cayeron ese día.

    Tras el alboroto, la comida se revolvió un poco, pero ahí estaba. Juaco comió con un placer por él desconocido. Derrotados sus enemigos y deliciosa la comida —¡oh, Dios, qué satisfacción!—, ¿qué pasó con los gorriones? Pues, nada de tontos, de ahí en adelante aprendieron la lección, ya que solo bajaban después de que el queltehue dejaba de alimentarse.

    ¿DÓNDE ESTÁS, DOMINGO?

    En una mañana de verano, muy soleada, llena de aromas frescos y del canto de los pajarillos —es decir, gorriones detestados por Juaco—, ocurrió algo muy curioso.

    Los rayos del sol ya habían traspasado la gran copa de la higuera del jardín y Domingo aún no se asomaba por parte alguna. Eso no era lo habitual. El zapatero se levantaba con el alba cada día, excepto en invierno, que retrasaba en dos horas su aparición. Es decir, ya era las 07:00 a.m. y nada. Albina estaba en pie recorriendo el baño, la cocina, en los gallineros dejando la comida, en la porqueriza para alimentar al cerdo, pero de Domingo, ni noticias.

    A pesar que se acercaba a ella inclinando su cabeza hacia el costado derecho, signo indiscutido de pregunta —¿qué ocurre?, ¿por qué no viene Domingo?, ¿dónde está mi amo?—, Albina no entendía, lo miraba pero no respondía como Domingo siempre lo hacía. «Ella no me entiende», se decía, «y creo que debo averiguarlo por mi cuenta». Sin duda, Juaco quería a Albina, la esposa de

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