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El Leviatán: Corazón de GEO
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Libro electrónico507 páginas8 horas

El Leviatán: Corazón de GEO

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El agente de policía, David Guzmán, lleva años sin levantar cabeza, pero un encuentro inesperado remueve desde el pasado su mundo, impulsándole a emprender una aventura en la que se pondrán a prueba sus habilidades junto a las ansias de venganza.
Bienvenidos a un mundo de emociones intensas; a una obra ecléctica donde géneros de novela tales como la negra, misterio, espionaje e histórica se conjugan alrededor del acontecimiento más atroz de nuestra historia reciente; origen y fin de un amor eterno.
IdiomaEspañol
EditorialOlelibros
Fecha de lanzamiento12 ene 2024
ISBN9788410053137
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    El Leviatán - Jorge Jesús García Bermúdez

    I. EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE

    Hoy está siendo un día raro. Tanto es así que, incluso por momentos, he sentido algo parecido a la satisfacción. Sus agridulces historias sobre la guerra aún resuenan con emoción en mi cabeza y el afable calor del brasero, oculto bajo las falditas de la mesa camilla, dilata cada uno de los capilares de mis piernas, que, algo inquietas, me impulsan a salir a volar.

    —Voy a entrenar un poquito, preciosa, parece que ha es-campado.

    Pese al gesto contrariado de mi nonagenaria abuela, sé que debo hacerlo, no me queda más remedio. En unos meses regresaré a la Academia Nacional de Policía de Ávila y tendré que estar a punto para darlo todo, las pruebas de acceso al Grupo Especial de Operaciones, el GEO, no son cualquier cosa y los chorizos de orza con los que me ha agasajado a lo largo la tarde rompen por completo mi rigurosa dieta.

    Es la primera ocasión en la que me presento y sé que lo tengo muy crudo. Físicamente me encuentro bastante bien y las veinte dominadas de bíceps en barra sumado a mi ritmo en carrera de tres minutos por kilómetro me auguran superar la primera fase. Además, los test psicotécnicos no se me dan nada mal, sobre todo los más complicados: razonamiento abstracto y espacial; sin duda, un gran punto a mi favor, pues dicen que suelen caer y esas endiabladas figuritas, cubos y desplegables de poliedros serán una gran tortura para el cerebro de la mayoría de los aspirantes.

    Pero el problema es otro y radica principalmente en mi absoluto deseo de soledad, que me incapacita para trabajar con fluidez en equipo, así que, tras pasar las dos primeras fases, la tercera y última, la entrevista personal, pondrá las cartas sobre la mesa y me dejará al descubierto. No hará falta llegar al duro curso de Guadalajara, nueve meses en su base de operaciones y sometido a una extrema exigencia física y psicológica, pues pronto verán como en estos momentos, y pese a mis buenas condiciones, supongo un grave riesgo para el perfecto engranaje de un equipo geo. Aun así, debo intentarlo y, al menos mientras ella continúe aquí, luchar por seguir adelante.

    Levemente, como un pícaro niño que desea conseguir su capricho, levanto mi sonrisa y con la mano, suavemente, acaricio su brillante y arrugada mejilla. En la cama, la arropo y le doy el más sentido de los besos; nadie podría decir que esta mujer, quien ahora parece una muñequita que se desliza al son de sus anécdotas entre la risa y el llanto, en tiempos fue una aguerrida luchadora que plantó cara al más duro de los enemigos, su propia vida. Desde el pasillo se escucha con claridad que, realmente, fuera continúa diluviando; ella me mira incrédula, pero al comprobar lo férrea de mi decisión, se gira y apaga la luz de su mesita, después se abraza al pequeño peluche, un osito panda que hoy mismo le he regalado, y entre tibios suspiros la dejo conciliando el sueño tras susurrarle al oído:

    —Vengo enseguida, preciosa.

    Una vez en la calle, comienzo a volar. Así lo llamo yo: quiero ser geo y los geos no corren, son águilas, águilas doradas a la caza de una maligna serpiente y en la penumbra de la noche, con el rostro cubierto por el agua y el frío, visualizo su insignia, el regio trance de agarrar al vil reptil. Subo las colinas entre los caminos embarrados y pedregosos, cruzo sin miramiento los arroyos que, tras una tarde de lluvia otoñal, afloran en forma de torrentera sobre la seca tierra de La Mancha. Mi cuerpo está helado, pero siento que es ahora, en este instante abisal en que la oscuridad y el miedo lo pueden todo, cuando debo dar el máximo de mi entrega, la mayor de mis fuerzas, arrancando el hacha de su ondulante cuerpo y usándola para acabar con ella.

    Distrito de Carabanchel (Madrid), varios años después

    —Te va a encantar, cariño, la he llamado «Luz del andén» y está escrita para ti, ¿sabes?

    Tumbado en la pradera,

    loma del altozano,

    donde el santo cosechaba

    entre tomillo y guijarros,

    observo tu barranco

    frontera de la urbe,

    paraíso de los sueños

    al que el abandono huye.

    El gran dragón llegó

    revelando profecías

    de sangre y odio,

    de almas sobre vías.

    Faro portentoso,

    pese a iras y venganzas,

    continúas dirigiendo

    hacia el cielo la esperanza.

    Los cimientos siguen nobles,

    las cavernas son refugio,

    si en fuego te convierten,

    resistir es nuestro orgullo.

    Fuente de mil cauces,

    equis de los mapas,

    bajo tierras fértiles,

    un océano de plata.

    En fin, muchas felicidades, cariño.

    —Gracias, mamá, bonita poesía...

    —¡David!

    —¿Sí, mamá?

    —Hijo mío, solo quiero recordarte algo: sabes que la principal virtud del pastor no es la melancolía ni tampoco la soledad. Escucha, David, ¿a quién podrás proteger cuando ya nada quede de ti? Cuídate mucho, por favor.

    Hoy es 19 de enero de 2013 y cumplo treinta y dos años. Estoy solo en mi apartamento, no hay tarta ni restos de papel de regalo y mamá sigue preocupada. La pobre, como siempre tan sensible, se ha convertido en el pulsómetro viviente de mi alma y de esa manera, sabedora de la completa detención de mis latidos, intenta, a través de sus poesías, encauzarme hacia un nuevo destino y me las recita de improviso para, de esa manera, asestarme un latigazo directo al corazón.

    Tras despedirnos y colgar el teléfono, retomo a mi comida; hoy toca menú especial: una lamentable lata de pasta precocinada. Mastico marcialmente al tiempo que observo sin interés la pantalla de televisión y, de golpe, sufro un amago de palpitación, un fuerte impacto visual que me inunda, no pienso, introduzco el tenedor en mi boca, continúo masticando y subo rápidamente el volumen con el mando.

    Qué escena tan rotunda: un hombre fornido y con ira en los ojos aparece junto al atril, pistola en mano. El político que en esos momentos daba un mitin se gira, encontrándose así con el arma en la frente. El hombre presiona el gatillo, pero no percuta, vuelve a cargar, el conejo salta y se refugia como puede, el cazador lo intenta nuevamente, ahora debajo del atril. Buena seguridad, machacas por todas partes reducen al individuo, ya no se ve el arma, nadie lo esposa y comienza un baile de patadas y puñetazos, no se resiste, continúan los golpes.

    Es tan grande mi exaltación que no puedo evitarlo y grito a viva voz:

    —¡Pero qué coño es esto!

    Ahmed Dogan, político de la minoría turca de Bulgaria y líder del partido Movimiento por Derechos y Libertades, fue encañonado con una pistola en la cabeza por un individuo mientras realizaba un mitin ante miembros de su partido.

    El ministro de Interior de Bulgaria, en sus declaraciones acerca de los hechos, indicó que el autor de los mismos utilizó una pistola para el repugnante atentado, si bien no consiguió percutir el arma.

    El autor de los hechos ha sido ingresado, por disposición judicial, en la prisión estatal central de Sofía (Bulgaria), donde quedará a la espera de juicio. Del mismo, solo se conoce que se trata de un joven de veinticinco años, perteneciente, al igual que Ahmed Dogan, a la minoría turca de Bulgaria y que en todo momento se ha negado a colaborar con la acción de la justicia, no declarando nada sobre lo que le motivó a realizar dicha acción.

    Parte del público y miembros de seguridad privada que cubrían el evento actuaron a continuación interceptando al individuo y agrediéndole con gran virulencia, incluso cuando se encontraba sin conocimiento como consecuencia de los golpes recibidos.

    Ahmed Dogan, líder de la minoría turca en Bulgaria, la cual asciende al menos al diez por ciento de la población del país, cuenta con cincuenta y ocho años de edad y ha participado en varios gobiernos de coalición, incluyéndose en ellos la coalición que dio el gobierno de su nación al Movimiento Nacional Simeón II, partido dirigido por el zar Simeón II de Bulgaria, el cual, como saben, ha vivido durante muchos años exiliado en nuestro país, además de estar casado desde 1962 con una miembro de la aristocracia española, doña Margarita Gómez-Acebo, familia política de don Juan Carlos I, rey de España.

    II. EL ENCUENTRO

    —¡Mierda de cobertura!, ¡joder!, parece mentira que sea el puto 2016...

    Salí del locutorio, el más cercano a mi apartamento en pleno corazón de Carabanchel. Había revisado el email, Facebook y demás, si bien aquel día únicamente me interesaba un documento para mi hermana Ville. Recientemente terminó su carrera y pretendía optar a una beca para realizar así en el inminente verano unas prácticas en el ayuntamiento de nuestra ciudad, Albacete.

    «Amalarico, Chindesvinto, Recesvinto y Witiza».

    Deambulé por el barrio de forma errática y buscando desesperado que mi móvil cobrara vida. Como siempre hacia, iba repitiendo para mis adentros las nomenclaturas de las calles por las que cruzaba, algo que, en aquel concreto paseo y de haber sido un niño en los años setenta, me hubiera resultado muy provechoso para la clase de historia y su terrible y mítica memorización del listado de los monarcas visigodos. Por desgracia ya no era un niño, sino un policía nacional que iniciaba el tramo final de su juventud y al cual le obsesionaba conocer el exacto lugar donde se encontraba en cada momento.

    Dicha manía podía llegar a ser realmente agotadora, aunque en mi defensa diré que, en muchos casos, me resultó de vital importancia. Tuvo su origen varios años atrás, el día que, patrullando tranquilamente durante mi época de prácticas en Gandía, un hombre se desplomó a nuestro paso en plena calle. Raúl, mi compañero, me avisó desde el asiento del copiloto y rápidamente acudimos en su auxilio. Sus síntomas eran claramente los de un infarto, así que Raúl, como veterano y responsable de mi formación, inició con decisión el masaje cardiaco, mientras que yo debía encargarme de dar el comunicado a la sala del 091 y solicitar a su vez la asistencia médica.

    De inmediato caí en la cuenta de que desconocía el nombre de esa calle, lo que me dejaba en una situación muy comprometida, pues tras advertir al operador de emergencias respecto a la gravedad de la intervención, no podía indicarle el lugar a donde enviar a la ambulancia. Aquellos eran mis primeros días de uniforme, apenas conocía la ciudad y no tenía referencias concretas de la misma, y fue gracias a un viandante como pude solventarlo y conseguir que salvaran la vida de este hombre.

    De hecho, fue peor aún apresar a su Damián, el perrete más feo que se pueda imaginar: marrón oscuro, con pelo corto y un flequillo desaliñado. Recobrada la conciencia en el hospital, el dueño nos indicó su dirección, informándonos de que seguramente Damián, ante el revuelo de la gente, médicos y maderos, habría regresado asustado a casa. Al llegar al portal del edificio, no había ni rastro de Damián. Una vez en el interior y alertados por el eco de unos gruñidos, subimos corriendo a su rellano, donde, muy rabioso y junto a la puerta de su piso, nos aguardaba. En la tenue oscuridad de aquel pasillo, sus ojos que, parecían inyectados en sangre, brillaban con una inusitada furia, lo que sumado a sus amenazantes dientes no nos invitaba a iniciar el protocolo de caricias y mimos relajantes. Lo reducido de su tamaño otorgaba tintes grotescos a la situación que, pese a todo, se trataba de la primera intervención de mi carrera profesional ante un sujeto violento y, de hecho, con él estrené mis recién comprados guantes anticorte, a pesar de los cuales me costó decidirme a cogerle. De todo aquel insólito trance solo puedo decir que, hasta ese momento y sin tener en cuenta la dinamita, nunca había presenciado en mi vida a nada ni a nadie que, con tan poca materia, fuera capaz de tan soberbia reacción, tanta que incluso los de la perrera se vieron obligados a sedarle, evitando así que, al igual que su amo, Damián sufriera un infarto.

    Mis pasos, acuciados por la necesidad, se dirigieron hacia el parque de San Isidro, donde poco a poco la señal obtenía más fuerza. Aquella zona de Carabanchel la componía una extraña amalgama de callejuelas formadas por altos y envejecidos edificios de ladrillo rojo que, repletos de oxidados balcones, fueron alzados a toda velocidad para alojar a la gran masa emigrante que acudía a la floreciente urbe. Hasta allí llegaron miles de humildes familias en busca de la promesa de un mundo mejor y huyendo del hambre en los pueblos, sumidos aún en la miseria tras la guerra civil, cambiando sus luminosos amaneceres bajo el rocío de hojas de parra por la espesa y oscura neblina que emanaba de la nueva industria nacional.

    Entre esas calles siempre resultaba difícil mantener una conferencia telefónica sin interferencias y más aún desde el interior de mi apartamento, por lo que, en muchas ocasiones, me veía abocado a salir del mismo para hablar, eso sí, extremando la prudencia y, pese a lo desesperante de los cortes, no alzando la voz, sobre todo si se trataba de trabajo, pues era realmente desaconsejable que en el barrio se conociera mi actual profesión, guardaespaldas del exdirector del CNI, el Centro Nacional de Inteligencia.

    —¡Ville!, ¡por fin!

    —Hola, David.

    —¿Has solucionado algo?

    —¡Sí!, ya tengo mi vida laboral, bueno, mejor dicho, mi «no» vida laboral.

    —OK, para lo demás deberías llamar a las oficinas. Pregunta si disponen de alguna solicitud oficial y, en caso contrario, yo la redactaré, que para algo fui abogado, ¿no?

    —¡Vale, perfecto! ¿Nos vemos el fin de semana? —preguntó espontáneamente y en busca de una nada improvisada reacción por mi parte, si bien y como siempre, disponía de alguna excusa preparada.

    —No puedo, me toca currar, cacería de don Pablo, ya sabes, creo que viene el rey.

    —¡Vaya!, no has vuelto desde Navidad. David, mucha gente aún pregunta por ti y varios de tus amigos me insisten para que te diga que les llames; ¿es qué no recuerdas a Kike, Jesús y Patxi? Y además, te tengo guardadas innumerables tarjetas de invitaciones a bodas e incluso bautizos, ¿sabes? Perdona, sé lo que acordamos, pero han pasado muchos años y tienes que rehacer tu vida. Por favor, David, vuelve de una vez al mundo real.

    —Adiós, preciosa, nos vemos pronto. ¡Ah! y no le des más vueltas: real o no, mi mundo es así.

    Ella también se despidió, otorgándole a sus palabras cierto tono a tristeza en un claro ejercicio de manipulación emocional que, ambos sabíamos, fracasó en su intento. Era 11 de mayo, uno de esos días frescos de primavera, y acababa de parar de llover. Aún mantenía el móvil junto a mi rostro cuando una ráfaga de viento me sorprendió por la espalda. Daba la impresión de ser mucho más agresiva de lo normal y, de hecho, me caló hasta los huesos, provocándome un intenso escalofrío. De repente y fruto del mismo, me giré leve e intuitivamente hacia la derecha y en ese momento divisé una inquietante presencia al otro lado de la calle.

    Desde allí un hombre parecía observarme, motivo por el cual esforcé vivaz y sutilmente mi vista, si bien no me hizo falta emplearme en exceso, pues su silueta le delataba y de inmediato comprendí de quién se trataba. Como un resorte, giré de nuevo el rostro y me hice el despistado, intentando de esa manera disimular. Quería que aquel individuo pensara que ni tan siquiera había visto a una persona, pero, como si de un fuerte e inesperado resplandor se tratara, su malévola sonrisa quedó perfilada sobre mis pupilas.

    Ginés era un fantasma del pasado, un tormento que apenas recordaba. Comencé a caminar con firmeza. Estaba seguro de que anhelaba una reacción, algo que me delatara y le hiciera saber que le había reconocido, como así él pretendía demostrarme. Sin embargo, en lugar de eso y a pesar de haber concluido la conversación con mi hermana, seguí con el teléfono en la oreja e incluso verbalicé alguna palabra carente de sentido en un vergonzante acto de sobreactuación.

    En medio de la inmensa urbe, nuestros caminos nuevamente se cruzaron y, como siempre, él llevaba ventaja, por lo que cualquier precaución sería poca. Continué caminando, acercándome conscientemente al vehículo más próximo de los aparcados en aquella calle y donde, en uno de sus cristales, pude ver reflejada su espalda mientras, a buen paso, se marchaba en sentido contrario al mío. El peligro había pasado, por lo que, tras un gran suspiro, susurré:

    —Gracias a Dios.

    Muchos años atrás, Ginés no hubiera dudado en venir hacia mí y buscar algún tipo de enfrentamiento, que siempre iniciaba con frases tales como: «Jodido niñato, te voy a matar», pero en estos momentos nuestras vidas eran muy distintas, él se escondía y yo sabía el motivo. Pese a su inaudita y recién adquirida prudencia, estaba seguro de que a cada uno de sus pasos apretaba con más fuerza los puños de pura rabia. Nunca llegamos a confraternizar y nuestra herida aún no había cicatrizado, por eso el hecho de tenerme desprevenido y de espaldas sin que aprovechara tan favorable situación, daba un giro radical a nuestra historia en común, pues al parecer, era yo quien ahora no tenía nada en absoluto que perder.

    III. GINÉS

    En los largos días de verano, su jornada laboral comenzaba pronto, muy pronto. A las cuatro de la madrugada, él y su hermano mayor, Ramón, cogían la furgoneta de su padre y se dirigían a las faldas del cerro de los molinos de Alcázar de San Juan, en pleno centro de La Mancha, para llenarla de los melones recién cortados de la tierra.

    En una ocasión, Ernesto, su principal secuaz, me contó como un agricultor, harto de la sangría de robos, los esperó toda la noche escondido y escopeta en mano, dejando que las moscas se acercasen a la miel, y cuando ambos empezaron a cargar los melones, este apareció súbitamente. Ramón salió corriendo, pero Ginés se quedó mirándole fijamente, presintió en sus ojos que el agricultor se encontraba asustado, desde luego más que él, pues pese a que le estaban apuntando con una escopeta, no eran precisamente sus piernas las que temblaban, como así empezaba a ocurrir con las de su oponente. En ese momento, Ginés se dio lentamente la vuelta y al ver a su hermano escondido tras la furgoneta sintió vergüenza y odio, caminó con singular parsimonia, recogiendo a su paso dos melones previamente cortados, se subió a la furgoneta, giró la llave en el contacto y arrancó dejando a Ramón atrás. Ginés tan solo tenía ocho años.

    Durante varios cursos, Ginés fue mi compañero de clase en el colegio. Cuando lo empecé a sufrir, yo no contaría con más de nueve años y, por contra, él pasaba los doce. Desde siempre tuvo una predilección especial para causarme problemas y lesiones varias. Era evidente que no me tragaba y aprovechaba cualquier circunstancia para acosarme, como cuando se percató de la ortodoncia en mi boca, la cual literalmente quiso arrancarme de cuajo, pero, sobre todo, nunca soportó que yo le hiciera frente.

    El día que comenzó el curso y le vi aparecer por la puerta, quedé estupefacto, pues no me podía creer que Ginés, conocido por todos como el Mandril, fuera a ser nuestro nuevo compañero. Era poseedor de una fama casi mitológica como el más maligno y cruel del colegio, no respetaba nada ni a nadie y los maestros no sabían qué hacer con él. En mi caso, incluso ya habíamos tenido algún que otro encontronazo, motivo por el cual me reconoció nada más sentarse en su pupitre, lanzándome aquella mirada que, de inmediato, provocaba un nudo en la garganta.

    —Ginés, ponte de pie —le pidió el maestro entre sonrisas y con un evidente ánimo conciliador.

    —No me da la gana, estos pijos de mierda no merecen que me levante.

    —En fin, niños y niñas, os presento a vuestro nuevo compañero, se llama Ginés y espero que seáis muy agradables con él. Pensad que nunca es fácil un cambio de clase.

    Dicho cambio respondía a que en la suya no quedaba ningún niño ni niña al cual no le hubiese ajustado las tuercas y, por ello, las familias exigieron al director su expulsión. Sin embargo, el bueno de don Daniel, no dado a grandes escándalos ni a medidas drásticas, los tranquilizó cambiándole de clase al año siguiente.

    Ginés había repetido curso en varias ocasiones, por lo que siempre se jactaba jocosamente de su situación:

    —Me encantan vuestras putas leyes. Ahora puedo hacer lo que quiera, me da igual, porque ya no repito más.

    Realmente, así lo establecía la famosa y nostálgica EGB: sin estudiar llegaría a octavo, estábamos condenados. Nuestra única salvación era que le diagnosticasen una discapacidad intelectual o algo parecido y le mandasen a un centro especial, si bien en el colegio todos sabíamos que ese no era su problema, sino lo contrario. De hecho, era asombroso su manejo de las matemáticas, ni siquiera le hacía falta estudiarlas, pues se pasaba todo el verano vendiendo melones y, precisamente, no se dejaba engañar con las cuentas.

    De sol a sol, Ginés recorría las calles del pueblo cargando melones en una vieja carretilla de obra, posiblemente también robada al igual que su propia carga y sobre la que, bien anclada, portaba una oxidada báscula romana a la cual dominaba con talento. Se podría decir que, a la hora de calcular su peso, era un gran maestro y, para ser justo, reconozco que nunca nadie se quejó de sentirse estafado por él; imagino que, considerando la ilícita procedencia de la materia prima, no quería poner en riesgo con clientes descontentos lo que sin duda era un negocio redondo.

    A su alrededor y siempre con caritas tristes, se encontraban sus hermanos pequeños: dos niñas gemelas con aspecto famélico, Marina y Montse, y un niño, el más pequeño de la familia, el pobre Luis Eduardo, con su enigmática calva en la coronilla, según decían, causada por jugar en la tierra donde meaban los gatos. Luis Eduardo estaba predestinado a seguir los pasos de sus hermanos, pero en un inesperado giro del destino, años después apareció ahorcado junto a una emotiva nota en la que, entre otras razones, justificaba su acción en el deseo de huir de un futuro de dolor y odio. Por último, la familia la completaban los mayores, Ramón y su adorada hermana, Matilde, la primogénita de la familia y causante, muy a su pesar, de la inmensa erupción del magma que Ginés portaba en su interior.

    En aquellos tiempos, mi familia vivía en una de las pocas zonas de edificios de Alcázar de San Juan, pues sus bellas calles manchegas aún seguían dominadas por pequeñas casas de fachadas encaladas, cegadoras en las tórridas y brillantes siestas de julio. Entre mi barrio y el de Ginés se erigía la gran iglesia de San Francisco, oficiosamente conocida como la Catedral de La Mancha, coronada por una monumental y enigmática torre de rojiza arenisca, la cual actuaba entre ambos como una verdadera trinchera física y espiritual que nunca debíamos cruzar.

    Corrían los años finales de la década de los ochenta, los niños aún surcábamos las calles despreocupados y aquella inmensa torre nos protegía con su sombra del calor veraniego; del viento, con su pétreo cuerpo en primavera; de la lluvia, con los aleros de su techumbre en otoño; y del frío, bueno..., del invierno en La Mancha, ni siquiera una torre mágica te podría proteger. Bajo ella me crie, jugué al fútbol, a las chapas, a los cochecitos de carreras; tuve amigos y verdugos, pues los únicos lobos éramos nosotros mismos.

    Tras el colegio, las tardes se iniciaban divertidas, pero a la mínima oportunidad se rendían violentas cuentas por inocentes rencillas y con la puesta del sol su hechizo protector comenzaba a diluirse, los sentimientos más profanos florecían y era difícil no escuchar algún llanto. Después, cuando el cielo ya enfurecido había perdido completamente a su astro rey y la torre era envuelta por sombras siniestras, nuestra salvación llegaba en la forma de un divino coro de sirenas que, transfiguradas en nuestras madres y colmadas de rulos de colores, entonaban sus cantos. Aquellos castizos recitales, lejos de los agudos suspiros provenientes del fondo marino, ahora se convertían en asombrosos gritos anunciadores de recetas imposibles, coliflores que se enfriaban y empanadillas rellenas de atún que habría que tirar.

    Con sus pros y contras, aquel era un mundo feliz, el de los niños de la creciente clase media española, sin lujos, pero con todo lo necesario, el verdadero inicio de la prosperidad. Al caer la noche, los ecos de sirenas no cesaban y tocaba apretar el paso; nuestras tropas volvían al cuartel y el ejército enemigo tomaba posiciones. Sus vidas, muy distintas a las nuestras, estaban cargadas de lucha y responsabilidad, pues para ellos comer era un lujo, sonreír una proeza y estudiar una futilidad; solo la luna los protegía y, sin duda alguna, Ginés era su rey.

    A pesar de que todos sabíamos interpretar nuestro papel en la vida, el destino tenía previsto que ambas dimensiones colisionaran sin remedio y, cierto día de verano, Ginés apareció en mi barrio con su carretilla repleta de melones y en la habitual compañía de sus hermanos pequeños. Lamentablemente, ya éramos compañeros de clase y, por supuesto, nos habíamos convertido en rivales irreconciliables, por eso, al verme jugando al futbol con mis bermudas nuevas, me gritó:

    —¡Pardillo, te vas a cagar! —Avanzó hacia mí con sus puños en posición de ataque.

    Yo me encontraba con varios amigos del barrio, los cuales observaban la escena con entusiasmo, pues me consideraban un cabecilla y, sabedor de ello, debía evitar por todos los medios que la llegada de otro león pudiera auspiciar una rebelión en mi propia manada. Por suerte jugaba en casa y esto me hizo sentirme poderoso. Mis amigos, pese a no conocerle, advirtieron que se trataba de alguien peligroso y esperaban con avidez mi reacción, así que también me dirigí contra él y, sin pensármelo un instante, le propiné un inesperado puñetazo en la cara. Ginés se revolvió, momento en el cual pedí colaboración a mis secuaces:

    —¡Vamos, chicos, a por él! —A la vista del despliegue de tanto arrojo, acudieron en mi apoyo sin vacilar.

    Sus hermanos pequeños, como si de una manada de ñúes perseguidos por hambrientas hienas se trataran, huyeron con su carretilla ante dicha caterva. Ginés dudó, pero tras verlos alejarse perdiendo cuantiosos melones en su desbandada, continuó su camino. Parecía ciertamente aturdido por los acontecimientos, pues en reiteradas ocasiones giró su rostro, entretanto que yo suspiraba porque siguiera adelante con su retirada. Llegado a una distancia prudencial y poseído por la testosterona, se detuvo súbitamente, volviéndose por completo para mostrarme la más severa e intimidatoria de las miradas, al mismo tiempo que se cruzaba un dedo por el cuello, mientras en sus labios pude leer con claridad: «Te mataré».

    Pese al terror que le tenía, dejé fluir la ceremonia de mi más suprema inconsciencia varonil y, lejos de achantarme, corrí tras él, a la par que agarraba un melón del suelo que, sin gran puntería, les lancé. Ginés entendió que había perdido la batalla, desapareció y no regresó ese verano, si bien yo sabía que, cuando comenzara el nuevo curso, seguramente me arrepentiría de aquel día.

    Y así fue. Los meses iniciales me supusieron brutales y continuas peleas de las que, en mayor o menor medida, me pude defender; sin embargo, su obsesión contra mí no aparentaba albergar fin alguno, extendiéndose más allá de lo físico, pues a base de encerronas e insultos buscaba mi más completo sometimiento y humillación. Gracias a mi resistencia, al fin comprendió que yo era tan tozudo y orgulloso como él, además de un chaval realmente fuerte, y de esa manera se cansó de mí e incluso hasta me cogió cierto respeto; había pasado la tormenta y ya no era su objetivo prioritario, así que, al menos por un tiempo, pude descansar. A partir de entonces y pese a todo lo sufrido, siempre me acompañó el recuerdo de aquella tarde de verano en la que me convertí en el héroe del barrio y de las consecuencias de la misma, claro, ayudándome de alguna manera a subsistir y a forjarme en una recia aleación para el resto de mis días.

    Conforme pasaban los cursos, los niños íbamos siendo cada vez más inmunes a los funestos poderes de Ginés, que, por el contrario, poco a poco se convertía en un auténtico marginado social. En su último curso, únicamente Ernesto le quedaba como amigo, quien, hijo de una paya y de un calé, se sentía excluido por su condición. Al parecer, ni unos ni otros le consideraban de los suyos, por lo que se vio empujado sin más remedio a ser el acólito del Atila del cole y eliminando así cualquier posibilidad de relacionarse con el resto; bueno, con todos menos con uno.

    Al contrario que con Ginés y casi a sus espaldas, entablé una buena amistad con Ernesto, a quien valoraba por su bondad, inteligencia y constancia. De hecho, era el único de su etnia en el colegio que, a esa edad, seguía asistiendo a clase, y ello pese a trabajar todas las tardes en el desguace de su padre. Sus historias sobre las hazañas de Ginés eran hipnóticas para mí, abriéndome a inéditos y peligrosos mundos, sutilmente adornados y engrandecidos gracias tanto a su gracejo particular como al uso de expresiones y maldiciones surgidas de lo más profundo de sus raíces. Por suerte y con los años, el camino de Ernesto tomó nuevos senderos, huyendo justo a tiempo del punto de no retorno, la línea roja no fue traspasada y solo tuvo que acarrear por un periodo con la inquina de su antiguo líder. Gracias a él, conocí todos los secretos de Ginés, o al menos eso pensaba yo, y así, de esa manera, comencé a empatizar con su vida, pues donde los demás veían maldad, yo veía dolor, y donde los demás veían pobreza, yo humildad y esfuerzo por subsistir.

    En invierno, cuando ya no había melones que vender, Ginés y su plebe rebuscaban entre los contenedores de basura de los supermercados, incluidos los de mi barrio, donde muchas tardes, mientras él sacaba y entregaba a sus hermanos la escasa comida aprovechable, se cruzaron nuestras miradas. Esa visión me provocaba un nudo en el estómago, sobrecogiéndose mi alma ante tanta miseria y girando de inmediato el rostro, sabedor de que, pese a mi aflicción, sus ojos hervidos en pura rabia aún seguían fijos e hirientes sobre mí.

    Aquella situación suponía una brutal contradicción. Estaba meridianamente claro que me despreciaba y todos mis compañeros esperaban que los protegiera de él; era mi gran enemigo y nadie salvo yo disponía de la fuerza y corpulencia suficiente para hacerle frente. Sin embargo y aunque siempre fuimos completamente opuestos, nunca pude odiarle, pues sentía como propia su tristeza, su angustia, y todo ello a pesar de no conocer aún la realidad de sus infernales vidas.

    IV. EL AROMA PERFUMADO

    Evidentemente, no se trataba de la palabra técnica más correcta, pese a lo cual, me gustaba pensar que mi trabajo era el de guardaespaldas. En realidad, mi puesto pertenecía a la Brigada Central de Escoltas de la Comisaría General de Seguridad Ciudadana, si bien era cierto que, ante todo, yo era un policía nacional.

    Recién entrado en el cuerpo, mi objetivo no era la de vestir de traje y corbata, con gafas oscuras y pinganillo en la oreja, pues mi vocación buscaba otros derroteros. Todo partía de atrás, mucho antes incluso de ser policía, cuando era un chaval de dieciocho años y me encontraba en el primer curso de la carrera de Derecho, concretamente en la clase de Administrativo I. Aquella era una asignatura dura y aburrida que tenía al señor Piqueras como actor protagonista. Dicho profesor era poseedor de semejantes características personales a las de su asignatura, si bien, por algún extraño sortilegio y harto de suspender a todo el mundo, cambió el sistema habitual de calificación mediante examen por el de evaluación continua a base de trabajos semanales.

    Los viernes eran unos días realmente duros en la facultad, pues históricamente era el jueves por la noche cuando los apremiantes universitarios invocaban con gran ímpetu al incipiente fin de semana. Iniciábamos la velada con un potente botellón en los alrededores del campus para después, y una vez consumidas un gran número de copas, dirigirnos a los pubs de la calle Tejares y Concepción hasta altas horas de la madrugada. Aquel día y como casi siempre, la excusa a mis padres fue que me quedaría en vela estudiando en el piso de unos compañeros de clase, aunque mi intención tenía una finalidad algo más profana, y Luisa, la única estudiante de Ingeniería Industrial sin bigote, era su principal estímulo.

    Abrí los ojos muy sofocado, pues la resaca no me dejaba ni respirar. La luz entraba en la habitación en forma de diminutos rayos que, a través de los huecos de la persiana, dibujaban cual aura mágica la perfecta figura de Luisa. Su visión me relajó de inmediato, ya que a su lado todo era mucho más placentero y fácil. Pese a que habíamos conectado desde el principio, tardamos varias semanas en conocer nuestros nombres y, de hecho, nunca llegamos a pedirnos el número de móvil, pero con tan solo cruzarnos una mirada, irremediablemente nuestros labios se fusionaban. Debí cerrar aquella persiana, olvidándome de que existía un mundo allá fuera, seguramente todo hubiera sido distinto de no haberme levantado de su cama, quizás ahora mi vida aún tendría sentido y quién sabe si también quedaría algún rescoldo de mi alma.

    —¡Coño, las nueve! —exclamé sobresaltado y tratando de poner mis ideas en orden, cuyos borrosos recuerdos no iban más allá de mi casual encuentro con Luisa en la biblioteca.

    Me vestí rápidamente y salí corriendo con la carpeta en una mano y el Código de Leyes Administrativas en la otra. Recorrí la avenida de España sin detenerme, aguantado marcialmente el impulso de acceder a alguna de sus múltiples cafeterías sucumbiendo así al suntuoso olor a café y bollería recién horneada. Cuando al fin entré en el hall de la facultad, habría transitado al menos tres kilómetros; sin embargo, el fresco viento de marzo aún me mantenía activo y sereno.

    Continué a buen paso a lo largo del pasillo del aula y ya muy próximo, apuré con ansia las últimas micras del cigarrillo, mientras, con la otra mano y torpemente, peiné mi indomable flequillo. A escasos metros de la puerta, adelanté a una chica de pelo castaño que también parecía dirigirse a clase y lancé el filtro del cigarro al suelo en señal de victoria, pero cuando me disponía a entrar, Piqueras apareció, dándome con la puerta en las narices a la par que, muy flemático, proclamaba:

    —Ya no pasa nadie, tenéis la oportunidad de entregar el trabajo a segunda hora, eso sí, únicamente los que seáis voluntarios para su pública corrección.

    Tras el impacto por el fracaso mi boca quedó abierta de asombro, suspirando apesadumbrado y al mismo tiempo que, aún cabizbajo, podía sentir cómo todo el ímpetu se desvanecía. Después me giré, levantando inconscientemente la frente justo antes de que, por accidente, impactara con la chica castaña, la cual aún seguía mi estela. Nuestros torsos se unieron causando que, con mis labios, acariciara la comisura de los suyos y dejando así frente a mi vista, la suntuosa imagen de sus enormes ojos.

    No sabría expresar qué ocurrió en ese momento. De repente mi corazón, aún algo agitado por la carrera, se detuvo en seco y entonces, una vez con el cuentakilómetros a cero, me vi envuelto por un torrente de sensaciones que manaban en la forma de una infinita cascada, fundiéndose en su caída sobre un renovador crisol incandescente. La turbación inicial me hizo balbucear y apenas pude pedirle perdón, correspondiéndome ella simultáneamente. Acto seguido, caminé hacia el banco situado frente al aula y allí me desplomé, quedando absorto y mirando al vacío, mientras la chica se sentaba en la otra punta del mismo banco, reinando entre ambos un incómodo silencio que ella rompió de inmediato.

    —No me voy a atrever —se lamentó con la voz algo entre-cortada.

    —¿Perdón?

    —A salir voluntaria.

    —¡Ah!, eres tímida, a mí me pasa igual, pero no me queda más remedio, no la entregué la semana pasada y solo permite una falta. Me tiene cogido el puto Piqueras. —Dicho lo cual, me levanté a la vez que proclamaba mi próximo destino—. En fin, qué se le va a hacer, por lo pronto yo me subo a la cantina.

    Estaba realmente hambriento, pues tras una noche de alcohol, risas y sexo, mis baterías quedaron bajo mínimos. Además, su magnética presencia aumentaba de intensidad por momentos, no podía creer lo que me ocurría y pensé que todo era fruto del cansancio, pero de alguna manera el contacto de sus labios comenzó a ejercer algún extraño efecto en mi interior y ciertamente confundido, opté por huir. Los pies parecían querer revelarse con cada uno de mis pasos, así que, envuelto en un mar de dudas, me giré hacia ella. De nuevo nuestras miradas se enfrentaron y me deleité con la cándida dulzura de su precioso rostro redondeado, provocando que mi corazón suavemente recuperara su normal palpitar.

    Comencé a alejarme por el pasillo y ella se despidió, adornando unas exiguas palabras con sus perfectos labios de cera rosa y activando por otra parte aquella tierna sonrisa repleta de luz y pasión. Obviamente deseaba que me acompañara, pues llegado a la segunda planta y tras comprobar que no había seguido mi estela, fui dominado por la pesadumbre. La batalla se me antojaba perdida antes incluso de comenzarla, si bien aún debía aguardar para mi total rendición.

    Prácticamente arrastrándome, conseguí entrar a la cantina de la facultad. Por aquellos tiempos se trataba, sin duda alguna, de mi lugar favorito del mundo; en ella, ocasionalmente jugaba una partidita de cartas, pues, a pesar de que intentaba acudir asiduamente a las clases, en caso de faltar a alguna, el turno de guardia siempre estaba dispuesto para un buen tute o un no menos intenso chinchón. Pedí al camarero un café con leche y una napolitana de chocolate. Extrañamente no encontré a los habituales, aunque enseguida recordé que era viernes y, por tanto, Lucas y compañía estarían durmiendo la mona o en su defecto, muy activos en la cama de alguna estudiante, así que tomé el desayuno y tras ojear el periódico regresé al ring.

    Quedé muy aliviado por no volver a verla en el pasillo, pensé que se habría marchado y que, por suerte, ese día no haría más el ridículo ante ella. De lo que ocurrió a continuación únicamente me quedan recuerdos borrosos, pues, cuando Piqueras pidió un voluntario, yo levanté rotunda e intuitivamente el brazo.

    —Vamos allá —susurré con cierta rabia y a la vez que subía al atril en el que me observaban unas trescientas almas.

    Sobre la mesa planté con decisión el Código de Leyes Administrativas y me dispuse, folio en mano, a explicar a aquella jauría la diferencia entre el silencio administrativo positivo y negativo. Lo había logrado, el trabajo tendría validez, pero lo que no podía imaginar era que, con una materia tan árida y sin que hubiera transcurrido aún el plazo legal establecido, otra solicitud distinta también había sido aceptada y todo se disponía para alterar por completo mi existencia.

    Aquella era la última clase del día y ante mí ahora se abalanzaba el fin de semana. Mis planes eran sencillos a la par que excitantes; tras comer con mis padres y hermana, dormiría todas las horas posibles, puesto que a las doce había quedado con los compañeros de clase para continuar con la juerga del día anterior. Mientras intentaba conciliar el sueño, sentí de nuevo en los míos la suavidad de los labios de la chica castaña, despertando así mi virilidad. La posesión seguía su curso y comenzaba a lamentar haberme levantado de su banco, además, en ese justo instante el veneno debió alcanzar algún órgano vital, pues en tan solo unos segundos, deseaba desesperadamente tenerla entre mis brazos. La inquietud me dominaba, agitándome brutalmente dentro las sabanas, pensé que debía haberla invitado a tomar un café. ¿Quién sabe?, quizás le habría insuflado la confianza necesaria para salir al frente de la clase, pero no fue así y seguramente se marchó a su casa, sumida en el fracaso.

    —Ojala, ojala, —repetí continuamente y al tiempo que, de forma pausada, al fin me fundía en un profundo sueño.

    Desperté cerca de las once y en casa no quedaba nadie. Mis padres habían salido de cena y posiblemente mi hermana estaría con sus amigas, jugando al pimpón en los recreativos Rotonda de la calle «ancha». En la cocina encontré un bocadillo de sobrasada de los que solía hacer mi madre, es decir, con más chicha que pan, pues, como siempre, se preocupaba mucho de que no saliera con el estómago vacío:

    —Hijo

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