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De barro
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Libro electrónico183 páginas2 horas

De barro

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¿Podrías ser tú? ¿Se pueden complicar tanto las cosas para que todo se desmorone y acabes matando? De barro es una novela donde se refleja que los actos no obedecen a los pensamientos y las equivocaciones se acaban pagando. ¿De qué serías capaz cuando la situación es insostenible? ¿El amor lo justifica todo?

En los campos de L´Horta Nord, donde el Mediterráneo y la industria química dibujan el horizonte, un hombre llega al límite. Cuando sus impulsos desembocan en un crimen, una serie de coincidencias le servirán de coartada. Pero los problemas no dejarán de crecer y en su camino se cruzará alguien capaz de desvelar su secreto.

De barro es una historia relatada con un peculiar punto de vista que caracteriza a su protagonista, donde el humor y el sarcasmo están servidos. Recuerda: él todo lo hace por amor, pero toda acción tiene una reacción.

De barro forma parte de la colección de narrativa Cum Sideris de Olé Libros.
IdiomaEspañol
EditorialOlelibros
Fecha de lanzamiento29 sept 2020
ISBN9788418208485
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    De barro - Andrés Guadix

    DE BARRO

    Andrés Guadix

    DE BARRO

    © Andrés Guadix Ferrández

    © Corrección ortotipográfica: Pau Almenar Subirats

    © de esta edición: Olé Libros, 2020

    ISBN: 978-84-18208-48-5

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

    KALOSINI, S. L.

    Grupo editorial Olé Libros

    equipo@olelibros.com

    www.olelibros.com

    A Fernando y Ángeles.

    DE BARRO

    Cada vez que intento despejar mi mente, el silencio me lleva a revivirlo. Cada vez que busco paz, termino sintiéndome mal. Sentado, con mis manos apoyadas en el volante, espero a que se deshaga el nudo en mi garganta. En la radio suena una canción que le gusta a Maica.

    —... ya hay paz, ya hay paz... ¿Por qué gritaba?... —Recuerdo cómo la cantaba mientras yo conducía.

    Apago la radio del coche, otros recuerdos se apilan detrás de mis ojos empujando las lágrimas. Veo el reflejo cansado de mi mirada en el retrovisor interior. Esta semana las pesadillas me han despertado antes que el despertador. En la de esta noche Maica bailaba para mí en un habitáculo metálico, el cielo estaba en llamas y la oscuridad se hacía cada vez más presente. De forma súbita yo me encontraba mirando el suelo, observando la agonía de una cría de ciervo, mal herida, cubierta de sangre, temblando, con sus ojos clavados en mí. He salido de la cama de un salto, sudando y aterrado.

    Dos meses sin recibir ningún ingreso, aún no ha llegado el primer subsidio por desempleo. Dos meses han pasado desde que dejé de trabajar..., desde mi último sueldo. El taller iba de mal en peor. Don Fernando, el propietario, aguantó el taller hasta que no pudo más. Aun así, no me despidió antes por lástima, conocía mi situación. De hecho, es el sentimiento que más despierto en los demás; o doy lástima, o pena, incluso a mí mismo. Nadie quiere tener cerca a alguien que cruza el umbral de la pobreza, como si se tuviese la certeza de que fuese contagioso, como una enfermedad o una maldición.

    Yo era un hombre en todos los aspectos: me dedicaba a un trabajo para el cual me había preparado; tenía una mujer, y con ella unos planes de futuro. Éramos completos, nos teníamos el uno al otro, no necesitábamos nada más. Nunca le pregunté qué fue lo que vio en mí. Por mi parte, solo puedo decir que en ella encontré la felicidad. Éramos una pareja normal, ella trabajaba en una perfumería. Era valiente, de buen corazón y guapa como para convencer a otras mujeres. Yo era mecánico en un taller multimarca de mi barrio, donde trabajé desde que dejé el instituto.

    Mi jefe, don Fernando, era amigo de mi padre. Un buen hombre que me trató como a un hijo, a pesar de tener el suyo propio. Las similitudes con su hijo, en cambio, eran escasas. El hijo de don Fernando era un personaje. Tan egoísta y consentido que ni siquiera merece que lo recuerde. Salía de casa el jueves y no volvía hasta el lunes. Por supuesto, sus salidas no estaban relacionadas con ningún asunto laboral. No tuvo que esforzarse para llegar a fin de mes o pagar el alquiler. El muy desagradecido se dedicó con empeño a que su padre perdiera la salud. Y lo consiguió: multas, juicios, coches nuevos que destrozaba y un largo etcétera. Hace tres meses que se encontraron a don Fernando infartado en su Mercedes, después de cerrar el taller, cuando no pudo más. El vehículo se encontraba aparcado delante de su casa, con el buen hombre sentado al volante de un coche que no volvería a conducir. No lo pudieron enterrar hasta que su hijo volvió de fiesta.

    Su hijo no duró ni un mes como jefe del taller. No sabía tratar a las personas ni sabía tratar con los clientes —no son lo mismo—, y lo más importante: no sabía gestionar un taller. La última vez que lo vi estaba inconsciente en el suelo. Lo tumbaron de un puñetazo que se ganó por decir algo inadecuado. Ni lo recuerdo ni importa. Por lo que sé, ya no tiene el taller. A estas alturas, debe de haber consumido ya la mitad del esfuerzo de su padre por la nariz.

    Lo cierto es que ahora se me han acabado las opciones porque ya no me queda qué vender. En menos de seis meses, nuestra vida se ha desmoronado. Mientras trabajábamos los dos, cubríamos los gastos. Ahora me he desecho de regalos, de electrodomésticos, de aquello que habíamos conseguido con nuestro esfuerzo. He vendido nuestros recuerdos. Apenas duermo, solo vivo pensando en el dinero, en un dinero que no tengo, en el que me reclaman, en las cabriolas que hago para no dejar sin pagar las letras, que es una de las reglas fundamentales que me enseñaron en casa.

    Así que debo elaborar un encaje de bolillos matemáticos para poder pagar. Eso es lo único que importa. Pagar la hipoteca. Ya no se puede tener una tarifa de móvil más baja, vendí uno de los dos portátiles que teníamos para sacar menos de la mitad de lo que se gastó Maica. Vivo sin caprichos. Siento pura desesperación, creo que se llama así. Incluso he llegado al extremo de tener que vender nuestro coche, con todos los momentos y las horas que pasamos juntos en él. Y todos nuestros recuerdos impregnados en la tapicería. En un mes llegará el seguro del coche, así que, si lo vendo, no tendré que comerme el sofá.

    Es curioso cómo pasan las cosas. Si te remontas al porqué, a veces, solo a veces, la causa puede parecer una broma macabra del destino. Para contar todo tal y como sucedió, debo remontarme a principios de verano. Recuerdo que una tarde salí de ruta con la bicicleta con unos conocidos. Uno de ellos es, por cierto, el yerno del dueño del taller al que voy a venderle mi coche... He pasado por tantas circunstancias que ni me acuerdo de su nombre. De la escapada en bici hará más de seis meses. Gente de la que ya no sé nada a raíz de lo de Maica, al vender la bici fui desconectándome y desvinculándome de todos. Pero esa es otra historia; lo importante es Maica, ella y su gran corazón. Su bondad salía a relucir cuando veía un animalillo abandonado, el que fuera: un gato, un perro, un erizo... Cualquier criatura desprotegida le afligía. Su sentimiento proteccionista se ponía en marcha como una maquinaria firme y eficaz, y tenía que ayudar y salvar al animalillo en cuestión.

    Esa tarde era un día más. Ella estaba en casa organizando lo que solíamos llamar bromeando «intendencia doméstica», y yo había quedado para ir en bicicleta, no recuerdo por dónde, una ruta sencilla. Hizo desaparecer ella misma las revistas de coches de ocasión, que yo había prometido lanzar al contenedor porque se acumulaban sin fin en el cuarto de baño y en el estante inferior de la mesa pequeña del comedor. Las llevó hasta el contenedor azul sin contar con mi aprobación. Con su pijama de unicornios, salió a media tarde ese sábado cargada con mis revistas y calzada con sus zapatillas de andar por casa. Se dirigió, guapa y solvente, a la zona donde se encontraban los contenedores. Observó que por allí merodeaba un gatito color canela que tenía un ojo infectado. Me la imagino embargada por la pena ante semejante imagen. Me envió un ligero resumen por WhatsApp, no recuerdo el qué. Pero mi respuesta fue breve: «No. ¿Un gato sucio y enfermo? No, gracias». En su línea, prefirió no contestarme y seguir con su intención de ayudar. Al llegar a casa me contó que el jodido gato la había arañado. Y que no había encontrado tiritas, gasas ni nada, ni siquiera un botiquín vacío. Fin de la historia.

    Cuando me lo contó, yo no podía parar de reír. Recuerdo cómo me reía de ella: «Eso te pasa por meterte donde no te llaman, sabía que te tenía que pasar algo así», y un par más de frases de ese estilo. Se enfadó hasta que hice la cena, puse la mesa y empezamos a reírnos los dos, sobre todo yo, otra vez, hasta que se puso seria de verdad.

    Una semana después, empezó a tener fiebre y malestar. Sin saber por qué, tuvimos que esperar dos semanas para que nos atendiera el médico de cabecera y en urgencias no nos hacían ni caso. No podía levantarse de la cama, después de tres días sin ir a trabajar, la llamaron diciendo que no volviera. Terminó recibiendo un burofax con un despido disciplinario, sin indemnización.

    La broma, sin darnos cuenta, se convirtió en una encefalopatía. Ahora tiene respiración asistida y está sedada en una cama de hospital. Aún intento creer que no es por culpa de un gato callejero. Está en la UCI del Hospital Clínico de Valencia porque, como no se cambió la dirección del DNI, es el que le corresponde. No entiendo las explicaciones de los médicos, aunque tampoco me dan muchas. Hace unas semanas pregunté si despertaría, si había una posibilidad, buscaba algo de esperanza. Un médico argentino, alto y rubio, se ofendió porque le insistí. Al parecer muchos médicos no dominan su ego... y este se llevó un puñetazo. Por lo que sé, ahora estamos pendientes de juicio. Que no me espere, que no me presentaré.

    Así me veo a primeros de mes, en un miércoles cualquiera de diciembre, sin el ingreso de una nómina. Así me veo, quedando para vender mi coche, nuestro coche. Lo compramos a medias, he tenido que tomar esta decisión yo solo, sin poder escuchar el consejo de Maica. Estoy en un concesionario de un pueblo a veinte minutos de Valencia. He llegado a las nueve y llevo una hora solo en el coche, haciendo este resumen mental. Faltan cinco minutos para las diez.

    Esta campa es de un cliente de don Fernando, del que me aconsejó que me mantuviera alejado. Se dedica a la compra-venta de coches en Foios y es uno de los seres más despreciables que he conocido. Es un tiburón de los negocios, un tío sin moral ni ética. Cuando tenía una reparación fácil nos lo traía; don Fernando no le cobraba, eso sí, las que implicaban horas de trabajo se las llevaba a otro. Yo solía hacer la revisión de los coches que sus mecánicos nos traían. Más de una vez me ofreció trabajo, nunca acepté: no le llegaba a la suela de los zapatos en honestidad al que fue mi empleador.

    El dinero del coche se terminará en unos meses. Necesito un trabajo y un coche para ir a ese trabajo. Tengo que hacer este negocio y salir del bache, aunque sea tratando con ese usurero. Gordo y cabrón usurero. Mi vida no se recuperará, podré seguir pagando el piso con las cosas que nos quedan y luchar por nuestra vida juntos. Nuestra mierda de vida juntos: ella en el hospital, yo deambulando por Valencia hasta la hora de la visita.

    Son las diez en punto, la hora en que habíamos quedado en el concesionario. Siento una miscelánea de sensaciones, sentimientos..., cosas. Vergüenza, asco, rabia, lástima: todas contra mí. ¿Cómo he llegado a esto? Hay que tragar saliva y continuar. Salgo del coche presionando el botón de encendido y sabiendo que es la última vez que lo haré. Cerca de la entrada hay un empleado.

    —Buenos días, ¿está el señor Ramón? —En casa me enseñaron que con educación se llega a cualquier sitio.

    —¿Señor? ¿El patrón? Sí, sí que está. Por ahí anda —contesta un empleado ecuatoriano.

    —Había quedado con él para enseñarle el coche —le informo mientras me giro hacia mi coche, pero no tiene muchas ganas de trabajar.

    —Pues pasa —dice. Si le llego a hablar así a un cliente, don Fernando me hubiera deslomado.

    Me indica un lateral de la campa y me dirijo a una caseta de obra prefabricada con un rótulo que reza: Gerencia. Donde termina la exposición de vehículos hay una zona de trabajo, tal y como avanzo puedo ver a un empleado verter aceite usado de un barril por un desagüe. A plena vista, sin ningún rubor. Y eso, a parte de un asco, es un delito contra el medio ambiente. Este señor es un fantoche y no solo por cómo le hablaba a mi jefe. Llego hasta la caseta prefabricada que parece ser su despacho, encuentro la puerta abierta y decido entrar sin llamar. Lo encuentro mal sentado en una silla, detrás de una pantalla de ordenador desfasada y con montones de carpetas amarillas que contienen folios. Ni se ha enterado que he entrado.

    —Buenos días, ¿me recuerda? Trabajaba en el taller de don Fernando —digo aguantando los nervios.

    —¿De quién? No lo recuerdo —contesta sin levantar la vista.

    —Hablamos ayer por teléfono. Usted le llevaba coches para que hiciera revisiones y no le pagaba. —Se detiene un momento y levanta su enorme cabeza, he conseguido captar su atención.

    —¿Perdona? ¿Cómo? —Ahora me mira.

    —Sí, el de don Fernando, yo era su mecánico —digo mientras intento mantener la mirada sin parecer desafiante.

    —Aaahh, ya me acuerdo, el de San Isidro. ¿Qué quieres? ¿Cómo está ese viejo santurrón? —responde con sorna. Consigue darme asco sin esfuerzo.

    —Ese viejo santurrón murió y venía a traerle el coche. —Acelero, quiero que esto se acabe rápido.

    —Vaya, sí que lo siento. ¿Era tu padre? Ay no, no, no..., su hijo era el inútil. Ya me acuerdo de ti, sí, sí... Y, ¿qué quieres? —contesta. Tengo que mantener la calma.

    —Venderle mi coche. Lo hablamos ayer y me dijo que pasara hoy, a las diez. —Lo miro mientras pienso en que, si vendo el coche, tengo una posibilidad de arreglarlo todo.

    —Cierto, es verdad. Ahora caigo... Tú eras el que le decía que me cobrara, ¿no?, que yo no era tan bueno como él..., algo así, ¿no? —Pues sí que se acuerda de mí.

    —Sí, ese era yo, ¿hablamos del Accord? —No puedo controlar el temblor de la pierna.

    —Entonces, ¿ya no trabajas con su hijo? ¿No prefieres que te contrate? —pregunta mientras me mira. ¿A qué viene esto ahora?

    —La verdad es que sí, pero necesito vender

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