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Quien ha leído "De noche, cuando me acuerdo" y "Al mejor postor" sabe el estilo genuino y autentico del autor, José Arenas Merino, es garantía en su siguiente entrega.
Y en efecto su pluma aún más afilada, más experta y hasta con cierta arrogancia, nos vuelve a sorprender en "No hay vacantes", a través de situaciones audazmente armadas e ingeniosamente contadas.
En este su tercer hijo literario nos presenta una radiografía del México actual, donde encontrar un empleo por el camino correcto, que dignifique la capacidad  de trabajo y provea un sustento al que todos tenemos derecho, pareciera ser una falacia. Incisivo hurga en las heridas y explota con poca piedad.
Se ha abierto la caja de Pandora, y desfilan los demonios internos en algunos de los actos de los personajes; actos que hablan de la conciencia dormida, o tal vez de la conciencia en crisis de la "insoportable levedad del ser", como escribiera Milan Kudera.
Pero siendo justos, también en varios momentos de la narración se abre la ventana para que entre un soplo de aire fresco.
Perplejidad, acción, emociones encontradas, misterio... acompañaran al lector en esta novela viva que narra escenas tan cotidianas que lo moverán a sentirse identificado.
Marissa Magaña.
 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 feb 2021
ISBN9781393334217
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    No hay vacantes - José Arenas Merino

    No hay vacantes

    Novela

    JOSÉ ARENAS MERINO

    No hay vacantes

    Novela

    José Arenas Merino© 2018

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático su transmisión de ninguna forma o por cualquier método, ya sea electrónico, mecánico o por fotocopia, por registro u otros medios, ni su préstamo, alquiler o cualquiera otra forma de cesión o uso del ejemplar, sin la autorización manifiesta por escrito del titular del Copy Right.

    Derechos reservados a nombre del autor

    SEP-INDAUTOR

    Registro Público 03-2018-053112383800-01

    Cuernavaca, Morelos, 2015

    Contacto con el autor: josearenasmerino©gmail.com Teléfono celular:

    777 274 - 8657 

    Diseño de portada, corrección de estilo y asesoría editorial: Ezequiel Ramos Aparicio por Margen Creativo, servicios editoriales.

    Impreso por:

    Pino 17, Fracc. Villas del Descanso, Jiutepec, Mor. Tel: (777) 4300561 arturogonzalez17@gmail.com

    El trabajo aleja de nosotros tres grandes males:

    el aburrimiento, el vicio y la necesidad.

    Voltaire

    Arbeitmachtfrei "El trabajo os hace libres"

    Texto en la puerta del campo de concentración nazi de Auschwitz

    La única forma de acabar con la pobreza en México, de forma permanente y digna, es con el empleo.

    Carlos Slim Helú

    A modo de prefacio:

    Como me ha ocurrido con las obras anteriores a ésta, una vez concluida, y luego de escribir la palabra FIN, tuve la enorme suerte de encontrar en mi camino hacia la publicación del texto, amigos solidarios que apoyan mi trabajo.

    Esta no fue la excepción: Ezequiel Ramos Aparicio -o Cheque Aparicio como prefiere que lo llamen- se ocupó de una concienzuda corrección del escrito; y más, diseñó la portada, que mereció la aprobación de quienes consulté antes de la impresión.

    Y si de impresión se trata, una vez más me puse en manos del mejor: Arturo González Díaz, editor experto en el tema pero más: generoso hermano que hizo posible que tengas en las manos este libro, amable lector.

    A ambos, mi agradecimiento fraterno.

    La foto del autor es de Malú Ruiz, a quien agradezco con el corazón por haberme acompañado en una etapa de mi paso por aquí.

    Dedico este libro a dos seres a quienes amo profundamente y por cuyas vidas daría la mía si fuese el caso: Bernardo y Mauricio, mis hijos.

    Cuernavaca, invierno de 2019.

    JULIETA Ø AGUSTÍN

    U

    n par de lágrimas rodaron desde sus mejillas y cayeron sobre la blusa que estaba planchando. También la noche anterior lloró, en silencio, pausadamente. Permitió que afloraran sus sentimientos, sus emociones. Reconoció que estaba frustrada: los planes se esfumaron, se hicieron humo…

    Desconectó la plancha y la puso en el piso, para que se enfriara más rápido y guardarla sin riesgo. No pudo dejar de pensar mientras la usaba que el medidor de luz corre muy rápido porque la plancha consume, según supo, al menos mil watts por hora, y su economía seguramente lo resentiría.

    Bueno –pensó– fueron sólo unos minutos: la falda y la blusa, nada más.

    Quería estar lo más presentable para la entrevista. Necesitaba desesperadamente ese empleo. Colocó sobre la silla ambas prendas y entró al baño para ducharse rápido, con agua fría, lo que le chocaba, pero así ahorraba gas.

    Desayunó una pera con queso cottage, cereal con le-

    che descremada, un té de manzanilla y dos galletas de avena.  No quería más calorías, ni podía darse el lujo de algo más. Tampoco quería sumar un gramo más a su peso, pues siendo casi delgada, al menor descuido brincaba a la siguiente talla, por ello se cuidaba en extremo.

    Luego de maquillarse y peinarse se miró en el espejo del baño y se dio por satisfecha. Era una mujer aún joven, de 28 años, blanca, de facciones finas –en particular la nariz, que le merecía frecuentes elogios– y abundante cabellera castaña, que no se había teñido, aún. Lo que más llamaba la atención de los hombres –y de algunas mujeres– eran sus grandes ojos cafés, adornados de largas pestañas, vivaces y de sincera mirada. Aunque no sonreía frecuentemente, cuando lo hacía mostraba una blanca y armónica dentadura, a la que prodigaba especial cuidado y atención. De labios finos a los que aplicaba sólo un poco de brillo, Julieta era una hermosa mujer.

    Constató, antes de salir con el bolso del brazo y una bolsa de tela que ella misma cosió, que llevaba el recipiente de plástico con la ensalada que sería su único alimento. Notó que las suelas de sus zapatillas requerían con urgencia ir al zapatero, so pena de terminar en la basura. Tendría cuidado al sentarse y cruzar las piernas, de no mostrar las suelas que amenazaban con agujerarse.

    Pensó en guardar en su bolso el teléfono celular, pero recordó en ese momento que era inútil, ni siquiera lo había conectado para recargar la batería, pues no tenía servicio: no pagó la mensualidad.

    Luego de cerrar con llave la puerta del departamento, se persignó y le pidió a San Cayetano, el patrono del trabajo, que la acompañara a su entrevista.

    Caminó desde la calle de Bélgica, en la colonia Portales, hasta la calzada de Tlalpan, cuatro calles largas hasta la estación Ermita del Metro. Vio su reloj por segunda vez mientras llegaba el convoy; estaba a tiempo, pero reconoció que estaba nerviosa. Ésta era la sexta entrevista y quería que, ahora sí, le hicieran una buena oferta: le urgía trabajar en algo diferente de lo que estaba haciendo hacía ya varias semanas, pues no era lo suyo no se sentía cómoda en aquel callcenter intentando lo que le parecía más difícil: vender. Y como no tenía buenos resultados, estaba cierta de que, más temprano que tarde, la despedirían.

    Por enésima vez se reprochó no haber terminado la carrera de abogada; si ahora tuviera el título de licenciada en Derecho, otra sería su circunstancia. Tuvo que reconocer que su madre tenía mucha razón cuando le advirtió: No cometas el mismo error de tu prima Laura, y de tantas y tantas otras mujeres. Estar enamorada te impide pisar el suelo, hija, qué tal que algo, lo que sea, te obliga a trabajar, ¿cómo vas a encontrar un buen empleo sin un título? aprovecha que la vida y tu padre te dan esa oportunidad.

    Le faltaban sólo tres semestres. Debió escucharla, pero sólo tenía entonces oídos para el amor. Ofreció continuar más adelante… pero no cumplió.

    Estaba intranquila. Había vivido ya varias desagradables experiencias en ese ir y venir en busca de un mejor empleo; desde decepciones por no dar el ancho, hasta lo contrario, está sobre calificada para el puesto, lo que lejos de ser un halago –que además no creía–, resultaba una frustración; y entre ambos extremos, mentiras y falsas expectativas, y en no menos de dos ocasiones una clara insinuación de orden sexual. Pero no podía cejar: en algún lado cabría. Hacer lo que sabía y podía, y que le pagaran lo justo, eso le pedía a Dios cada noche.

    Julieta Alpízar Ramírez llegó de Guadalajara con su marido, casi un año antes, con cajas, bolsas y maletas, además de ilusiones, ilusiones que se evaporaron como gotas de agua al sol de mediodía, porque a Agustín Mendieta Flores, su marido, no le dieron finalmente el trabajo que le ofrecieron. Ella mantuvo un prudente silencio, para no pelear; sin embargo, no olvidaba que antes del cambio le advirtió que no renunciara a su anterior empleo, mientras no firmara un contrato o tuviera alguna garantía de que le cumplirían en la empresa que le hizo la oferta. La plaza que era para él −le comentó casi entre dientes, porque el enojo le trabó la quijada−, se la dieron a un sobrino del director general, que se quedó sin empleo.

    —Pudieron avisarte, al menos, así no nos habríamos desplazado con todo hasta acá.

    No le respondió, no pudo; estaba mudo de rabia y repelando contra su mala suerte. Ya había pasado por algo similar al menos una vez. Y sabía que Julieta se lo dijo con anticipación suficiente. Pinche gente, pensó, no tienen palabra… no tienen madre.

    Sus planes eran rentar un departamento cerca de donde, se supone, habría de trabajar, en el rumbo de Tlalpan, en uno de los laboratorios transnacionales de medicamentos. Era sin duda una magnífica oportunidad, pues además de que sería jefe del Departamento de Registro de Patentes y Marcas (en lo que casi se había especializado como técnico laboratorista), el salario que le ofrecían era prácticamente el doble de lo que ganaba en esa empresa de medicamentos veterinarios en Guadalajara. 

    —No, Agustín, no puedo liquidarte, además de que no quiero que te vayas. Y mira que entiendo que es una buena oportunidad; sin embargo, como eres tú quien se separa voluntariamente, no estoy obligado por la ley, lo sabes. Piénsalo bien, quédate a crecer con nosotros.

    —Jefe, hace cuatro años ya que estoy aquí, y no me crea desagradecido, la verdad que ha sido una excelente experiencia, pero Julieta y yo estamos ya pensando en tener familia, y el sueldo que percibo aquí no será suficiente para cuando lleguen los hijos. Sinceramente no creo que seguir esperando sea mejor que aprovechar esta oportunidad. Y no es que me guste tampoco la idea de vivir en la gran capital; sé que será difícil habituarse allá, pero es un ascenso en el escalafón, aunque en otra empresa, y el salario es un poco más que el doble.

    Agustín estaba temeroso de oirla decirle que se regresaran a Guadalajara, a pedirle a su jefe que lo reinstalara, pues, sin proponérselo, él fue preparando a Mariano, su sustituto, que tenía apenas un año de haber salido de la Escuela de Técnicos Laboratoristas cuando llegó a la empresa, y le fue enseñando lo que ahora sabía, suficiente para ocupar la plaza a la que él renunció para incorporarse a donde finalmente no lo contrataron. Como el perro de las dos tortas, pensó.

    Hacía seis días que habían llegado a casa de su primo Mateo, por el rumbo de Tlalnepantla, en el otro extremo de donde planeaban vivir, pero ni por aquí le pasó que no le darían el empleo. Ahora estaba en un atoro: sin empleo, arrimado con el primo, sin casa y con poco dinero, muy poco.

    De Mateo escuchó lo que era de esperarse:

    —No te preocupes, primo, ni modo, qué le vas a hacer. Por nosotros no hay problema, se pueden quedar cuanto sea necesario, acuérdate que así nos enseñaron los mayores: de rincón a rincón, todo es colchón.

    La casa era una casita, porque Mateo era un empleado menor en una empresa propiedad de unos judíos, una fábrica de zapatos deportivos de marca gringa en la zona industrial de Naucalpan. Estaba encargado de la logística y su responsabilidad era surtir los pedidos de compra de un reducido equipo de vendedores, de modo que esa casa –casita, pues– de interés social sólo contaba con dos habitaciones, así que para darles cabida temporal, según acordaron, Mateo, su mujer Angelina y su hijo se acomodaron en una y les dejaron la otra a Julieta y Agustín.

    —No hay marcha atrás, mi vida. Ya hablé con mi ex jefe y me dijo que le dio mi puesto a Mariano, de modo que no puede ahora quitarlo para que yo regrese. Me ofreció hablar con un conocido aquí en la capital, a ver si me acepta en su empresa, creo que de dulces y chocolates, o algo así le entendí. Me llamará mañana, me prometió.

    —Ay, ojalá que sí, porque yo estoy muy apenada con tu primo, aquí, ocupando la recámara de tu sobrino Sebastián. Sé que nos recibieron de muy buen grado, pero ya es casi una semana de estar aquí y acuérdate de lo que dice el refrán: el muerto y el arrimado, a los tres días apestan… y nosotros ya tenemos cuatro más.

    Prefirió guardar un prudente silencio; el mismo estaba incómodo por la situación, pero no podía hacer mucho más que esperar. Su ex jefe, el ingeniero Arellano, le prometió llamar a su amigo, a ver si le encontraba algo, al menos provisional, para salir de esa circunstancia.

        Para no ser una carga tan pesada, Agustín le pidió a Julieta que fueran al mercado a comprar víveres para compartir con sus parientes; y así lo hicieron, aunque con gran mesura, pues sus recursos tenían un límite… y estaban cerca de él.

    Transcurridos tres días, ante el silencio del ingeniero Arellano, llamó y la secretaria le dijo, la primera vez, que estaba en una junta; la segunda, por la tarde, que ya había salido y no le había dejado ningún mensaje. Al día siguiente lo intentó nuevamente, dos veces: nada, o no estaba disponible, o no estaba en la planta. Entendió que no tenía caso insistir. Una promesa más, sólo eso.

    —Primo, ya no puedo seguir esperando; de hecho nada tengo qué esperar. Yo no conozco la zona, pero aquí hay varias industrias, hasta donde sé, de modo que te ruego que me orientes. Voy a comprar un plano de la ciudad y mañana me voy contigo a tu trabajo y recorreré la zona, a ver si hay vacantes.

    Julieta le insistió en que se pusiera una corbata, como te ven te tratan, le dijo; sin embargo, Mateo le sugirió no hacerlo, pues no era usual que para un puesto como el que él pretendía, por su nivel académico, los solicitantes fueran de corbata. Ignoró la opinión de su primo y no se la quitó. Se despidieron en la entrada de la fábrica de zapatos y, con la orientación que le dio, echó a caminar por esa avenida, plano en mano.

    A las once y media de la mañana entró en una tiendita y pidió un refresco. Sediento como estaba, y acalorado, mientras se tomó un segundo refresco, se quitó la corbata y la guardó en la bolsa del saco.

    —Oiga, imposible encontrar empleo por aquí, ¿eh?— le dijo al hombre que estaba tras el mostrador, que hacía cuentas en un cuadernillo.

    —Huy amigo, y que lo diga. Mire, hace 14 años que vivo en el rumbo, he visto crecer la zona industrial y sí, hace todavía, digamos, 12, quizá 13 años, creció y creció, pero repentinamente dejaron de instalarse nuevas fábricas; es más, le puedo asegurar que han cerrado varias. La cosa, como ya vio, está muy, pero muy difícil.

    — He caminado desde las 8 de la mañana y hasta ahorita, que ya no aguanto los pies, me detuve a tomar este refresco… bueno, éstos, porque son dos. Le puedo jurar que no tuve una sola oportunidad de siquiera tocar una puerta: en todas había un letrero que dice:

    No hay vacantes

    —¿Qué vamos a hacer Agustín?, no podemos seguir así más tiempo. Ya recorriste, como dices, toda la zona. Me enseñaste el plano y sí, casi no hay calle que no hayas caminado estos cuatro días y sin resultado, vamos, ni siquiera una posibilidad. Mira, le voy a hablar a mi tía Olivia, a ver si ella nos acepta allá, por el rumbo donde está el laboratorio ese donde no te contrataron; parece que ahí hay otros. ¿Qué te parece?

    —Hazlo, sí, háblale, a ver si nos recibe. Estoy más que incómodo por invadir la casa de mi primo y a su familia, y estoy de acuerdo. Sé que Mateo va a insistir en que permanezcamos más tiempo, pero está claro que aquí, al menos en esta zona, no hay nada para mí. Háblale a la tía.

    Olivia Ramírez, prima de la madre de Julieta estuvo de acuerdo, aunque no pareció gustarle del todo la idea. Aceptó no sólo porque era una manera de corresponder con su prima, que la había asilado a ella misma allá en Jalisco, en Arandas, cuando se salió de su casa para casarse, contra la voluntad de su padre, con un hombre mucho mayor que ella, de quien se enamoró perdidamente; un viudo con una posición más o menos desahogada. Ahí vivió hasta que cumplió 19 años –llegó de 17–, cuando su padre se convenció de que no había remedio: tenía que dar el brazo a torcer al comprobar que no era un capricho de ninguno de ambos, era un verdadero amor, a pesar de la diferencia de casi 25 años.

    Luego de enviudar, Olivia se trasladó a la gran ciudad, siguiendo a Lucía, la mayor de las hijas del primer matrimonio de su marido, con quien había hecho buenas migas: tenían la misma edad. Ahora vivían solas en una casa que compraron juntas con la herencia del padre– marido en la colonia Portales, en la calle de Bélgica. Era una casa enorme, de dos pisos, en la planta baja había varias accesorias comerciales que rentaban para vivir con mayor holgura, y en la parte alta habían habilitado un departamento pequeño para sus huéspedes, preservando así su intimidad. Lucía permaneció soltera, de modo que estaban solas, pero bien acompañadas.

    Mateo le propuso a Agustín que dejara parte de sus enseres y pertenencias en el garaje de su casa, ya que no tenía automóvil. Ahí podrían ponerlas en unas cajas de cartón reforzado que pediría en su trabajo como obsequio; las cubrirían con una lona plástica para preservarlas de la humedad y, cuando se hubiera establecido [La vas a hacer, primo, no lo dudes… Dios te oiga Mateo, Dios te oiga] regresaría por sus cosas y santo remedio.

    Sus limitados recursos, fueron mermando con el paso de los días; un buen bocado de ellos se los llevó el taxista que los trasladó desde casa de Mateo a la casa de la tía Olivia. Llevaban tres maletas con ropa y algunos efectos personales. La tía la recibió con gusto, luego de casi ocho años de no verla, según precisaron en el momento [Mira, ella es Lucía, la hija mayor de tu tío Ernesto, mi finado marido… Qué tal, mucho gusto, este es Agustín, mi esposo… A sus órdenes], les ofreció el departamentito para huéspedes de dos recámaras, de mediano tamaño, ambas con camas individuales, un baño completo y una pequeña estancia con cocineta, equipada sólo con estufa. Parecía como una habitación de hotel.

    Luego de que Julieta les explicara a ambas de su situación, y sin especificar cuántos días permanecerían ahí, les aclaró que el plan era buscar un empleo para cada uno cuanto antes, y entonces sí, rentar un departamento, lo más cercano posible al trabajo, para no batallar con el traslado pues no tenían, y no querían tener automóvil en esa ciudad tan conflictiva, como les parecía.

    Aunque la tía se opuso –no mucho, por cierto– a recibir una renta, así fuera de semana en semana [Será cosa de días, o de unas cuantas semanas, tía, Agustín encontrará trabajo… Sí, hijita, así será, pero me apena cobrarte], acordaron una cifra no tan onerosa que pagarían cada sábado.

    Lucía, que conocía mejor el rumbo [Yo prefiero no salir, nunca fui muy de andar en la calle, tú lo sabes hija… Sí tía, me consta, yo te compraba lo que necesitabas allá] les explicó con el plano de Agustín dónde estaban, qué había cerca, cómo desplazarse; en fin, los orientó lo mejor que pudo.

    Como aún era de día y Agustín tenía buen sentido de la orientación, sin necesidad de mucho indagar encontraron el mercado de la zona, compraron algunos víveres para cocinar ahí mismo en el departamento y regresaron para acomodar lo mejor posible su ropa. Julieta le pidió prestada una plancha a su tía y con ella fue asentando las camisas de su marido, sus blusas y faldas; mientras lo hacía, Agustín la inquirió:

    —¿Por qué le dijiste a tu tía que ambos saldríamos a buscar empleo? no lo habíamos hablado y no es lo que acordamos. Yo soy quien va conseguir trabajo, no tú, yo soy el jefe de familia y ese es mi papel. Tú te quedarás aquí, por ahora, claro, y luego ya veremos dónde vivir. Tu lugar es en la casa, sobre todo cuando tengamos hijos.

    —A ver, Agustín, todo eso lo dijimos antes de que te salieran con la batea de babas de que no te contratarían en el laboratorio, ¿de acuerdo? Ahora las cosas son diferentes. No tienes empleo y nos urge el dinero, así que nada de malo tiene que yo también consiga un trabajo y entre los dos salgamos de esta situación. No estoy diciendo que sea para siempre, sino al menos para equilibrarnos. Cuando tú tengas recursos suficientes, como antes, para hacerte cargo de los gastos, yo renuncio y santa paz, es más, lo acabas de decir, sobre todo cuando tengamos hijos, y aún no los tenemos.

    Antes de responder nada, sopesó los argumentos de su esposa. Tenía sentido y eso permitiría, además, acelerar la solución.

    —Pero ¿qué harías? No has trabajado formalmente en ningún lugar, excepto en la fábrica de tus tíos allá en Guadalajara, y eso porque eran tus parientes y te dieron una oportunidad.

    —Bueno, ahí, como recepcionista, aprendí a manejar la computadora, sé archivar, puedo tomar recados o mensajes; en fin, no soy una inútil.

    —No dije que lo seas, ni siquiera lo pensé, es sólo que no tienes más experiencia que esa, y aquí parecen estar muy exigentes. En fin, no adelantemos vísperas. La verdad no me gusta nada la idea de que tú trabajes también, pero como dices, y creo que tienes razón, hacerlo así nos permitirá salir del atolladero más rápido y no será por mucho tiempo. Sólo te pido que antes de aceptar cualquier trabajo me lo consultes. Yo quiero saber bien de qué se trata, cuántas horas habrás de laborar, cuánto te van a pagar, y sobre todo, con quién.

    La sonrisa de Julieta fue la mejor respuesta: entendió muy bien los peros de Agustín. No dejaría de ser un macho de Jalisco; sin embargo,, se sintió satisfecha y confiada en su respuesta. Cuando planteó trabajar pensó que habría mayor resistencia de su parte.

    Agustín regresó con un ejemplar del día de El Universal y se sentó a tomar el café que le preparó su mujer. Sin detenerse en las noticias fue directamente a la sección del Aviso Oportuno y buscó la subsección de empleos. Con un bicolor en la mano fue revisando uno a uno los anuncios, encontró trece relacionados con ‘laboratorios’, pero sólo diez no eran de administración o ventas, los demás eran para técnicos laboratoristas; sin embargo, no había más datos. Ninguno incluía teléfonos, lo que significaba que tendría que acudir a cada uno, a indagar de qué se trataba la oferta. Anotó la información precisa de cada uno en una hoja, vio en su plano las direcciones e hizo un itinerario para ir a los tres sitios. Estaban en puntos diametralmente opuestos, por lo que no podía calcular siquiera cuánto tiempo le llevaría acudir a los tres.

    Había conseguido ya un mapa del Metro, así que combinando uno y otro trazó la ruta a seguir, dio un último sorbo al café, se lavó los dientes y se despidió de Julieta, que ya le había preparado unas tortas de jamón y queso que le puso en el portafolios –de hecho era, junto con copias de su incipiente currículum, lo único que llevaba– y salió a la calle para llegar caminando hasta el Metro.

    En cuanto salió su marido, ella tomó el diario y también revisó uno a uno los anuncios con que se solicitaba personal. Notó que la mayoría requerían vendedores, pero encontró que había también un buen número de ellos solicitando secretarias, bilingües y en español y algunos otros que sólo decían ‘recepcionista’ –sexo femenino, de 20 a 25 años, excelente presentación–, que marcó con rojo; sabía que aunque tenía más de 25, no los aparentaba así que ese requisito podría salvarlo.Todos tenían un número telefónico, para su buena suerte.

    Terminó de desayunar, se vistió y con el periódico en la mano, una libreta, un bolígrafo y su monedero, bajó las escaleras y entró a la miscelánea que ocupaba uno de los cuatro locales de la planta baja del inmueble.

    —Buenos días, ¿sería tan amable de cambiarme este billete? Necesito monedas para hablar por teléfono.

    —Sólo le puedo cambiar dos pesos, porque estamos empezando el día y no hemos tenido ventas. Si lo prefiere le puedo dar una tarjeta telefónica de veinte pesos.

    Aceptó comprar la tarjeta y también los dos pesos en monedas. En la esquina, según había visto, había dos casetas telefónicas, una de monedas y la otra de tarjetas, así que le convino.

    Fue alternando ambos teléfonos y en algunos momentos tuvo que esperar pues otras personas acudieron también a llamar. Estuvo ahí, haciendo llamadas por más de dos horas, tomando nota de las condiciones y requisitos que pedían los anunciantes. Hizo cuatro citas para el día siguiente, dos por la mañana y dos más por la tarde, sin estar muy segura de poder acudir, pues ella no conocía aún la ciudad e ignoraba cómo llegar y cómo trasladarse de un punto a otro. Le pediría más tarde a Agustín que le ayudara con los planos a diseñar las rutas y hacer una agenda.

    A pesar de que estaba cansada de estar en pie casi tres horas, caminó hasta el mercado para comprar algo más para preparar la comida, pues no sabía si Agustín volvería a comer o acaso hasta la hora de la cena. No tenían teléfono, y aunque su tía

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