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Historias del Silicon Valley
Historias del Silicon Valley
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Libro electrónico105 páginas1 hora

Historias del Silicon Valley

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Cuando el éxito es todo lo que importa.

Historias del Silicon Valley es un libro de relatos que alberga historias profundamente humanas, donde cabe el amor y el triunfo, pero también la nostalgia, la frustración y la muerte. Sin olvidar el humor, la autora ofrece una mirada crítica al corazón del Silicon Valley donde la tecnología y las pasiones humanas conviven en destinos no siempre envidiables.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 oct 2019
ISBN9788417887940
Historias del Silicon Valley
Autor

Herminia Gil Guerrero

Herminia Gil Guerrero nació en Murcia en 1980. Tras sus estudios de Filología Hispánica se trasladó a Alemania en 2002, donde residió durante una década. Se doctoró sobre la obra de Jorge Luis Borges en la Universidad de Hamburgo y trabajó, además, como docente universitaria. Desde 2012 vive en San Francisco y se dedica a sus dos grandes pasiones: la docencia y la escritura. Inmersa en la realidad americana y con la necesidad de dar a conocer la insólita vida de los habitantes del Silicon Valley, ha escrito su primer libro de relatos, Historias desde la bahía.

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    Historias del Silicon Valley - Herminia Gil Guerrero

    Historias del Silicon Valley

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417915131

    ISBN eBook: 9788417887940

    © del texto:

    Herminia Gil Guerrero

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi madre, siempre

    «Stay hungry. Stay foolish».

    Steve Jobs

    Servicio a domicilio

    Aquella mañana, mientras accedía con su identificación al vasto campus de Apple en Cupertino, Katie no podía evitar sentirse un número más entre la marabunta de programadores que consumían sus vidas ante agotadores algoritmos. Estaba harta de que su voluntad no tuviera más impacto que el sonido producido por las yemas de sus dedos en el encuentro con las teclas de un MacBook Air; harta del peso del hastío.

    No vivía lejos, tan solo a unas cuadras en un modesto apartamento que había alquilado recién licenciada en informática por la prestigiosa Universidad de Stanford. Aunque sus padres adoptivos vivían en Santa Rosa, al norte de San Francisco, Katie fue uno de los tres mil bebés vietnamitas que el presidente Gerald Ford mandó evacuar en 1975 del sur de Vietnam tras el desastre, en la llamada Operación Babylift. Aquellos bebés hijos de soldados americanos y madres vietnamitas volaron con los cinturones de seguridad atados a sus pequeños cuerpos sin la mera conciencia de su nuevo destino. A su llegada al aeropuerto de San Francisco el 9 de abril de 1975, su madre Jacqueline la esperaba con angustia. Privada de la oportunidad de ser madre durante más de diez años de matrimonio, no podía imaginar lo que sentiría al abrazar a su pequeña.

    Hasta que cumplió los catorce años, Katie no cuestionó la obvia diferencia en el parecido físico, pero, cuando Jacqueline le confesó su origen, un profundo sentimiento de desamparo se instaló en ella para siempre.

    Aunque sus padres adoptivos la habían tratado desde el primer día como a una hija, Katie no pudo evitar sentir cierta distancia cuando se enteró de la adopción. Acudió a varias terapias arrastrada en realidad por Jacqueline, pero ella prefirió ignorarlo todo y centrarse en sus estudios. Así fue como sus excelentes notas le abrieron las puertas a Stanford, una universidad que, según las estadísticas, no admite a más del cinco por ciento de las solicitudes de matrícula.

    La noche anterior, sumida en una reincidente recaída, Katie apuró el bote de sus barbitúricos. No le iba a ser fácil hacerse con una nueva prescripción médica sin ver a aquel grupo de locas que tienen como misión de vida encontrarse semanalmente y hablar de estupideces, mostrar empatías imposibles, como si su vida pudiera importarle a alguien. Ella no las necesitaba, nunca había necesitado a nadie para salir de aquellos agujeros negros, los fármacos le eran suficiente. Pero esta vez no iba a lamentarse. Quería que su vida tuviera un propósito, un impacto en la vida de otro. El trabajo no era el lugar para ello; nada afectaba sus largas horas calculando delante de aquella pantalla. Imaginaba cómo sería la vida de un médico ayudando a dar a luz a un nuevo ser, o la vida de una maestra enseñando a leer por primera vez a una mente hambrienta. Su trabajo no era gratificante, tan solo un grano de arena en un castillo imposible de dibujar en su mente. Nunca tendría el impacto individual de otras profesiones y un cambio de carrera a su edad le parecía imposible. Su voluntad tenía entonces que imponerse en su vida privada.

    Por un momento repasó la lista de personas que configuraba lo que ella llama su «círculo personal». Rechazó rápidamente a sus padres, estaban demasiado mayores para una nueva batalla; además, ella sabía cómo terminaban estos pulsos emocionales en los que su madre le colgaba el teléfono pidiéndole que volviera a su terapia para superar su crisis de identidad. Estaba cansada de la misma historia. ¿Y Matthew? La última vez que vio su perfil en Facebook abrazando a esos mocosos y a esa joven mujer le dieron ganas de vomitar. ¿Cómo podía un hombre cambiar tanto en tan poco tiempo? De sus amigas de la universidad no sabía nada desde hace años. Casadas y con niños, perdían su vida entre pañales y estúpidas actividades extraescolares. ¿Para qué habían estudiado?, ¿para hacer de mujeres desesperadas? Y encima sin dejar de sonreír en sus malditas fotos de Instagram. Las odiaba por ello. Tendría que elegir a un desconocido, alguien fuera de ese minúsculo círculo.

    Ensimismada en sus pensamientos, Katie se dio cuenta de que habían pasado muchas horas desde su último bocado. Abrió el frigorífico y felizmente encontró restos de thai curry del día anterior. Pensó que necesitaba ir a comprar, pero le fallaban las fuerzas para esa tarea cotidiana y decidió usar el servicio a domicilio de Google Express. Fue en ese momento cuando Katie concibió su maquiavélico plan. Imaginó los extensos pasillos que extenuarían a su víctima al recorrerlos. Intentó recordar con complacencia, sin prisas, el lugar exacto de cada producto midiendo con minuciosidad matemática la distancia que separaba una estantería de otra, buscando aquellos productos que estuvieran más alejados.

    Era la primera vez que esta rutina le hacía sentirse importante. En el espacio íntimo de su dormitorio, Katie sintió el poder bajo cada uno de sus diez dedos que tecleaban sin titubeo la lista, la larga lista de la compra, fruto de su individual determinación. Cada palabra que ella escribía le hacía sentir más viva, imaginando con excitación el sudor de aquel que, siguiendo su voluntad, recorrería sin aliento los extensos pasillos del interminable Costco.

    Pausada, cautelosa, se preparó para alcanzar el punto álgido de su placer. Su cuerpo comenzó a experimentar un hormigueo incipiente desde sus dedos hasta su parte más íntima. Su ritmo cardiaco y su presión arterial comenzaron a elevarse hasta que por fin el clic ensordecedor se apoderó de la silenciosa noche. Ahora, exhausta, tumbada en su butaca, trataba de conciliar el sueño.

    A la mañana siguiente, Katie apenas podía concentrarse en su oficina. Miraba su reloj de manera constante e imaginaba el cansancio del repartidor. La sensación era placentera. Terminada su monótona tarea en la oficina, comenzó a caminar entre la manada anónima que cada día le asqueaba más. Minutos después, en el salón de su casa, moviéndose de un lado a otro sin ningún control, se desesperaba por ver la cara de su pobre víctima.

    A las seis en punto de la tarde, un alegre joven repartidor aparcó su furgoneta delante de la casa canturreando Happy de Pharrell Williams. En cuestión de segundos dejó las bolsas de la compra delante del portal de Katie y apresurado corrió hacia el coche donde le esperaban más pedidos por repartir. Cuando Katie se percató de su llegada, se apresuró a abrir la puerta. Abatida, apenas pudo verle la cara a aquel hombre de aspecto jovial, lleno de vida, sin ningún atisbo de cansancio o frustración. Era un hombre feliz al que no había podido contagiar su amargor.

    Viéndolo marchar

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