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Nacido de un error. Volumen II
Nacido de un error. Volumen II
Nacido de un error. Volumen II
Libro electrónico927 páginas15 horas

Nacido de un error. Volumen II

Por Cosán

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Y se fue en el tren de la esperanza -el Sevillano en su ida, el Catalán a la vuelta-, junto con pueblos enteros del sur de nuestra dolorida España. Un mundo nuevo se abriría ante sus ojos, incrédulos. Inseguridad manifiesta, dudas, mil. Miedo ante lo desconocido.
Pero no había llegado hasta allí para retroceder, pues sabía que aquel mundo que acababa de dejar atrás solo le depararía volver a repetir: miseria por doquier, ganas de todo, ni qué hablar del comer, un anhelo continuo; en fin, un malvivir.
Después de muchas penurias, difíciles de describir si no se ha hecho el mismo recorrido, nuestro esforzado protagonista encontraría aposento en su nueva casa, la Ciudad Condal, moderna y cosmopolita, nada que ver con el oeste peninsular.
Al igual que cualquier joven emprendedor, también él buscó, con su lucha diaria, un futuro prometedor en su afán de superación. Estudio y trabajo, en estos dos se concentró, dando lo mejor de sí. Después vino el amor; un sentimiento de alegría y satisfacción que le convertirían en una nueva persona. "El esfuerzo" -decía el muy cándido-, "ha valido la pena".
Hasta que, al final, su oscuro pasado volvió a resurgir, quizá para recordarle que él no había nacido para ser feliz. Sus fantasmas aparecieron de nuevo. Una maldición que le perseguía desde el mismo instante en que fue consciente del mundo exterior.
Felicidad, estado efímero, en su caso mera ilusión, pues duró solo un suspiro, hasta que alguien lo despertó. En desconsuelo se transformó y, por ende, en la pérdida de la ilusión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2023
ISBN9788411816939
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    Nacido de un error. Volumen II - Cosán

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Cosán

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-693-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    TERCERA PARTE

    1. La beca

    Al final, después de darle mil vueltas a lo mismo, preguntándose qué provecho sacaba de aquel círculo vicioso, -respecto al cual solo veía oscuridad en medio de tanta gente, dudando, por igual, de que esta lo viera más claro que él-, para después volver a su casa de vacío, pensó en el futuro incierto que le esperaba; presagiaba lo peor pues, al concebir el presente como realidad adelantada de aquel, llegó a la conclusión de que, tenía que ver, urgentemente, a don Pascual.

    El domingo, aprovechando la placidez de una mañana exultante, provocadora, invitando al goce y a la distensión, se apostó al acecho, esperando al borde del camino, por donde era frecuente verlo pasear, con paso corto y tardón. No le costó mucho cruzarse con él; conocía la hora del paseo, por igual, la puntualidad con la que pasaba por determinados lugares, al menos, hasta donde él alcanzaba a conocer. Salvo que se hubiera entretenido por el camino -observando cualquier insignificancia de la naturaleza, moviéndose por sí o, que la estimulase la brisa matutina, percibiendo la sensibilidad de sus papilas olfativas la presencia de un aroma nuevo-, su hora estaría al caer. No se equivocó; debían ser las once, cuando se hizo el encontradizo con él. Esta vez, también iba solo, mejor sin mujeres que, si no, no me saldría, se dijo, satisfecho.

    -Buenos días, don Pascual –lo saludó, con entusiasmo contenido, al ver que le respondía con una sonrisa de afecto.

    -¡Vaya…, hombre; qué sorpresa! Mira por dónde, me encuentro a uno de mis antiguos alumnos; supongo que no me estarías esperando… –preguntó, dejándose llevar por la sorpresa.

    -Bueno… como me aburría en casa, pues eso…, que estaba caminando por aquí cuando, al volverme, noté que era usted, por su forma de caminar.

    -Hombre y, ¿cómo es esa forma tan mía, a la que te refieres?

    -No, si lo decía por decir –respondió, arrepintiéndose de lo que acababa de expresar.

    -Insisto; venga hombre… -lo animó, al verlo tan indeciso, resistiéndose a responder-, que no hay peligro; la tengo bien guardada en el cajón, para otros, hasta que maduren.

    -Es que…camina a paso pequeño y, muy entretenido, con las manos detrás, mirando a todos lados; vaya que, a mí me parece que no se deja nada por ver. Y, de pronto, va y se para, sin saber a santo de qué; bueno, yo lo sé, porque le he visto. A mí también me pasa lo mismo; sobre todo… cuando estoy aburrido.

    -Pues, yo no me aburro, así como así; porque el caminar anima a la reflexión, además de a otras cosas. Y, puesto que mi caminar me delata, según tú, tendré que plantearme cambiar el paso -dijo riendo, invitándole a acompañarlo-. Qué, ¿cómo te va la vida de trabajador? –preguntó, cambiando de asunto.

    -No muy bien, don Pascual. Unos días me cogen, otros no; pero sigue sin gustarme el campo. Todos me dicen lo mismo, que huya de él. El caso es que, ellos no se van…; dicen que yo estoy todavía a tiempo, que a ellos se les fue y que ya solo les queda quejarse. O sea que, de ánimos no es que me den muchos y, por otra parte, yo tampoco es que le ponga mucha intención ¿sabe usted? –dijo, carente de entusiasmo.

    Don Pascual no tardó en descubrir la causa del encuentro fortuito. "Ya me parecía a mí, que un muchacho y, a estas horas…, solo por aquí…, en fin".

    -¿Hay algo que pueda hacer yo para que le pongas un poco de alegría a la vida? -le preguntó, conociendo la repuesta.

    -Es que… no sé cómo empezar; me pregunto muchas cosas, y no encuentro la respuesta; al final, lo que consigo es que me duela la cabeza de tanto pensar –acertó a decir, sin atreverse a pedirle nada.

    -Bien, pues sigamos caminando. ¿Recuerdas lo que decía Antonio Machado sobre el camino?: "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar". Pues, a eso vamos; prosigamos, que algo se hará y, de paso, me lo cuentas todo; eso sí, a condición de que no me traslades tus dolores de cabeza -le advirtió, riendo.

    -Mire, don Pascual –se lanzó a soltar lo que tenía retenido desde hacía días-; usted ya sabe que a mí…, lo que me gustaría de verdad, sería poder estudiar; siempre me han gustado los libros, ya lo sabe usted.

    -Menos los de aritmética y geometría -le corrigió al instante.

    -Sí, eso también es verdad -respondió a contrapié, observando que su maestro no se dejaba nada al azar-. Y, como no tenemos dinero pues… eso que…, he pensado que…, quizá podría pedir una beca, pero no sé cómo hacerlo, ni tampoco si me la darían.

    -¿Qué dice tu madre a todo esto? Me imagino que habrás hablado con ella.

    -La verdad es que, como no tengo las ideas muy claras todavía, he preferido hablar con usted antes, a ver qué le parece.

    -Mira, Jeromín; pedir, lo que se dice pedir, se puede pedir hasta el cielo bendito; otra cosa es que te lo den, ya me entiendes. Pero, si te quedas quieto, sin moverte, las cosas no te caerán de arriba sin más, ¿me sigues? -le preguntó, observando que su interlocutor asentía con suma atención-. Bien, pues, esto es lo que convendría hacer y, lo haremos, salvo que te vuelvas atrás -Jeromín movía la cabeza de un lado a otro, compulsivamente, dando a entender que su postura inicial, a la que había dedicado muchas horas de solitaria reflexión, era del todo inquebrantable-. Lo primero de todo, sería enviar una instancia al ministerio correspondiente, después, solo quedaría esperar y, a ver si los hados nos son favorables. Déjalo de mi cuenta, ya te avisaré, tú sigue con lo tuyo. ¡Ah!, sigo pensando que sería bueno que comentaras con tu madre todo lo que hemos hablado; así no la cogerá por sorpresa. Y, es que, como madre que es, creo yo que debería haber sido la primera.

    -Sí, lo haré hoy mismo, descuide usted –respondió, más animado que al principio.

    Después de extenderse en su, todavía corta trayectoria laboral, al final acabó confesándole su determinación de alejarse del campo, siguiendo los consejos de sus predecesores; era una decisión, igualmente irrenunciable; el cuándo podría materializarlo, era una cuestión que le ponía muy nervioso.

    No es que lo despreciase, al revés, le gustaba contemplarlo en la distancia, sin implicarse en sus rudas tareas; especialmente, después de tanto consejo desalentador por parte de quienes, en su trayectoria profesional, como veteranos del campo, no se cansaban de recomendarle que se tomara la huida como única alternativa, lejos de aquel mundo, en donde solo cabía la desesperanza.

    A sus consejeros, el tren se les escapó hacía ya mucho tiempo. No pudiendo hacer otra cosa, salvo asumir su sino, alentaban a los más jóvenes como él, insistiendo hasta la saciedad de que no cometiesen el mismo error, tropezando como ellos en la misma piedra.

    Don Pascual lo aleccionaba, indicándole que, la fuerza de voluntad, bien administrada, suele ser un capital que no debe dejarse de la mano, debiendo ser alimentado cada día, nada más comenzar este. Él conocía esta ventaja, en la juventud que, todo lo puede, a pesar de verse abocada a digerir alguna que otra derrota durante el trayecto; no obstante, con dicha fuerza, pronto se recupera lo desandado o, perdido, y haciendo posible que lo tortuoso y difícil se convierta en recto y visible. Y, cuando la intención encuentra apoyo en la tenacidad, los sueños del presente pueden convertirse, en un futuro, en realidad.

    Consciente de que el comer es hábito diario, el cual no es prudente desatender, siguió a lo suyo, tal y como le aconsejara su maestro preferido. Esperaría a que sus buenos oficios le ayudasen a encontrar la salida que tanto deseaba, sacándolo de aquel mundo encorsetado que empezaba a conocer muy bien, pero que en cuanto se descuidaban de uno acababa por echarlo en falta. Y, respecto a las satisfacciones que pudieran derivarse de él, flor de un día o, a lo sumo, dos o tres; a poco más se ofrecía el corrosivo campo, desgastándolo a uno lentamente. Mientras tanto, deberían correr los días, dejando hacer a su maestro.

    Al llegar a casa, explicó a su madre la conversación que había mantenido con don Pascual, al igual que, su deseo de salir en busca de una formación que lo liberase de las cadenas de la humillación y de la precariedad. Por ahora solo era un deseo, descansando este en su voluntad, férrea e inquebrantable; no quería continuar sometiéndose a los antojos del mal gobierno de unos pocos. Su madre le escuchó en silencio, sin dejar traslucir su pesar; el primer aviso, para que se fuera preparando para lo peor, la soledad pues, esa sería su compañera a partir del primer día en que tomase la determinación de dar la espalda, por necesidad, a quienes desde el mismo día de su nacimiento se la dieron a los dos, prejuzgándolos con menosprecio por haber alterado la norma.

    Al cabo de un mes, recibió un escrito del ministerio. Le habían concedido la beca, ocho mil quinientas pesetas, toda una fortuna para pasar el año. Nunca se habría podido imaginar que, sin trabajarlas, hubiera podido llegar a tener tantas juntas y, al mismo tiempo, tan de golpe. Don Pascual hizo bien su trabajo, desinteresado, generoso, como solía ser aquel sencillo maestro de escuela.

    Fue corriendo a su casa, sus pulmones no daban más de sí; jadeante, llamó con insistencia a la puerta, el corazón le palpitaba de gozo. Algo nuevo se abría ante él; aquella gracia tenía un nombre que, dicho con énfasis, sonaba muy bien: ¡ESPERANZA!

    En los libros encontraría las herramientas necesarias, sirviéndole como medio para luchar contra el oscurantismo, en pos de una vida mejor y, como colofón, el reconocimiento al esfuerzo, para ser considerado uno igual, lejos de tanta desigualdad. Huiría de la ignorancia y, de quienes, amparados por la ruindad de esta, vivían, ociosos, acomodados en su particular paraíso, con la actitud propia que caracteriza a los prepotentes, sintiéndose estos seres superiores y excluyentes.

    Como era sábado y, al igual que ocurría el domingo, el descanso se alargaba más que el resto de los días de la semana, especialmente, después de la comida del mediodía. Sus moradores tardaban lo suyo en acudir a la puerta, para dar satisfacción al impertinente, quien entre llamada y espera, creyó mediar una eternidad. ¿Estarán, o se habrán ido a alguna parte donde no pueda encontrarlos? ¿Y, entonces, qué haré con este papel?, se preguntaba, mirándolo, preso de gran ansiedad.

    "La verdad es que, los de dentro no muestran ningún interés por las prisas, cosa que no me sucede a mí. Porque, mira que he dado mis aldabonazos, que ni la campana de la iglesia…, se decía, contando el tiempo que tardaban. Acto seguido, pegó su oreja, tratando de oír algún ruido que le alertase de la presencia humana que, bien debiera habitar tras aquella sólida puerta, notando que, sí, que alguien debía haber, pero que era tal el sigilo y lentitud con el cual se desplazaba, que más bien parecía arrastrarse. Esto le recordó las procesiones de Semana Santa, que entre saetas y coplas, a punto estaba de írseles la noche, sin avisar; menos mal que allí estaba el cura, don Juan, quien como buen director de orquesta, dejaba a más de uno con la canción enredada en la lengua, mientras azuzaba a la tropa, -dando por finalizado el concierto sin música-, en tanto que, esta, se hacía la remolona, permaneciendo boquiabierta, al observar con cuánta desenvoltura y dominio de sí se soltaba el espontáneo cantaor.

    O, tiene algún problema de piernas, calambre podría ser, o no sé yo a qué viene tanta lentitud; vaya que, no estoy yo tan lejos…, se decía, preso de los nervios. Cargándose de paciencia, lo cual era un decir, esperó una eternidad, contando desde que llegó y que, a él, al menos, se le antojó exagerada. Los pasos seguían sin querer avanzar, más parecía que estuviesen entretenidos en algún juego de niños que, si para delante que, si para atrás, sin moverse del sitio; hasta que al final los oyó más próximos, a punto de abrir. El rechinar del pestillo medio oxidado, daba fe de que había vida detrás de la puerta. Abrieron el postigo, sacando la cabeza, inconfundible, con la raya a la izquierda. Don Pascual no parecía el mismo, su cara mostraba un exceso de contrariedad, haciéndole recordar el estado de agitación general que se apoderaba de todos ellos cuando, en la clase de cuarto, se le ponía así de roja la cara. Adelantándose a sus palabras, las cuales no aventuraban bonanza, quiso aplacar a la fiera rojiza con una mirada inocente, como si el causante de su mal despertar fuese otro, y no él. No era cuestión que por una simplicidad que, al otro le pareció impertinencia, diera al traste con su ilusión de aquella tarde radiante, aunque el cielo apareciese en las alturas visiblemente encapotado. Le puso cara de angelito y, con voz lastimera le dijo:

    -Soy yo…, don Pascual…, Jeromín -se adelantó a decir, para mitigar el rubor de su cara.

    -¡Sí…, sí…, ya te veo…! ¡Quién, si no, y a estas horas de la tarde! –acertó a decir, sin que la pigmentación bajase en intensidad-. ¿Qué ocurre, se ha incendiado el pueblo, o la escuela?, aunque ésta ahora no tenga mucho que ver contigo.

    -¡No…, qué va…, don Pascual! habrían tocado las campanas –repuso, sin inmutarse, pues conocía mejor que nadie las alertas tempranas que se daban desde el campanario.

    -Ni que hubieras corrido la Maratón, -le dijo, al verlo tan sudoroso, mientras atrancaba el postigo y abría la puerta para dejarlo pasar.

    Solo acertó a mostrarle el sobre del ministerio; don Pascual lo cogió, leyendo la carta a continuación, con membrete oficial, aceptando la petición del solicitante. Del color encendido de su cara, pasó a otro mucho más natural, sin saber cómo, aunque sí el porqué.

    -Felicidades –le dijo, sorprendido gratamente, porque en su fuero interno dudaba si, se la llegarían a otorgar-. Ya ves que, como te dije, en el pedir y en el buscar radica muchas veces la suerte. Ahora podrás continuar en lo que de verdad te gusta, estudiar. De ti dependerá qué camino escoger si, el del estudio, luchando por conseguir un futuro mejor o, el del trabajo obligado, no vocacional, que si mal no recuerdo, ya conoces bien a estas alturas. Un nuevo horizonte se abre ante tus ojos, Jeromín, aprovéchalo y, si en el trayecto te sientes desfallecer, antes de decaer, echa una mirada atrás, y ya verás qué pronto te recuperas –le dijo medio riendo.

    La primera intención de su madre fue ponerse mohína, pero no pudo mantenerse, ni por un segundo, en semejante postura, al contemplar la felicidad que irradiaba el rostro de su hijo. El menos asentado, por ser de carácter pronto e impulsivo, se sentía embriagado, henchido de excelsa felicidad. Sin que mediase música de por medio, madre e hijo se pusieron a bailar, dando rienda suelta a lo que les salía de dentro. La alegría había hecho acto de presencia en aquella casa, ¡por fin!, en nada familiarizada con semejantes lujos.

    Dicen que, la alegría en casa del pobre no acostumbra a durar mucho tiempo. La letra pequeña del Ministerio informaba que, para acceder a los beneficios propios de la concesión, debería presentar la autorización del padre. Esto fue lo que leyó Paca, no sin gran dificultad.

    Y, la de la madre… qué; ¿es que no tiene importancia? O sea que, llevar al hijo en sus entrañas nueve meses, carece de valor para esa gente. ¡Pero, bueno…!, ¡qué tienen los hombres que no tengamos las mujeres si, además de haberlos parido, tenemos que enseñarles todo lo que viene luego!

    ¡Y, otra vez; ha tenido que ocurrir una vez más!, maldecía para sus adentros. ¡Hasta cuándo, Señor, ¡tendré que estar soportando esta penitencia! ¡Si hay Dios en los cielos que, a estas alturas ya lo dudo, espero de Él al menos que, no permita tamaña injusticia!, gritaba en su interior, consumiéndose por dentro.

    A Jeromín le pasó por alto este matiz. Soñaba con Cáceres, su capital; demostraría a los del pueblo de lo que era capaz; henchido de gozo, dejaba volar su fantasía; empezó a divagar:

    Encontraré nuevos amigos que, en el trato, seré como un igual; no me sentiré diferente, sino, uno más, como yo deseo. En igualdad de condiciones, seré capaz de escalar las montañas más elevadas, llegando al cielo infinito, si se pudiese; bajaré a las profundidades de los abismos, buscando el eco, para transmitir a voz y a grito la igualdad entre la gente y, desde la meta de salida, que cada cual alcanzara lo que pudiese. Y, si por un suponer, mostrase debilidad, poniéndome a mirar atrás, como me advirtiera el bueno de don Pascual, maestro de maestros, el mejor, digo yo, entonces, subiría un peldaño más, antes que desfallecer, evitando deshacer lo andado, de vuelta a ninguna parte, en una plaza que quiero olvidar, ¡para siempre, jamás! Un mal sueño, sí que fue; a mí, al menos, me lo pareció, esperando al señorito, el del dedo prestado, para que tuviera a bien darnos aquella noche un poco de alegría y, así poder comer. Un buen y mal lugar, todo a la vez, en donde nos convertimos en ganado para los tratantes, simples borregos atontados, en medio de esa plaza; esclavos contentos lo veo yo, por dejarnos llevar de esa manera.

    Inmerso en sus meditaciones, veía expedito el camino que le conduciría, triunfante, a un mundo nuevo, en donde su esfuerzo encontraría justa correspondencia. Después, la gente del pueblo, los de humilde cuna, cuando hablaran de él, afirmarían con rotundidad: De la nada salió y, a mucho llegó, pidiendo bien poco; a lo más, una ayuda insignificante, y sanseacabó.

    Paca no perdió el tiempo; a escondidas, para no intranquilizar a su hijo, quien continuaba inmerso en sus sueños, se puso el pañuelo negro de las visitas. Se dirigió a casa de don Pascual. Su temor iba en aumento; a medida que se fue aproximando, el corazón intentaba salirse de su pecho, palpitando con rapidez por la agitación y la natural angustia. Llamó, temblorosa, a la puerta, no se daban prisa en acudir, el temor hacía que el tiempo se detuviese; notó unos pasos, sonaban cada vez con más fuerza; esta vez, le tocó el turno a su mujer.

    -¡Hola…, doña Paca! ¡Qué sorpresa...! ¿Cómo está usted? ¿Se encuentra bien? -preguntó, al observarla tan alterada. Tenía la cara lívida y, el aspecto, en general, muy alterado, a causa de la angustia, no presagiando buenas noticias.

    -Pero, pase…, pase usted… y, no se quede ahí mujer, que no cobramos por entrar.

    Al oír el ruido, salió al zaguán su marido.

    -¿Qué le ocurre…? –preguntó, preocupado, al verla tan desazonada y sudando, como si hubiera estado espigando entre el rastrojo, bajo el implacable sol del mediodía-. Parece que…, hoy le ha dado a la familia por correr la Maratón -añadió, intencionadamente, con el fin de tranquilizarla.

    -Verá usted, don Pascual; no sé si he entendido bien lo que dice la carta esta de la beca. Ya sabe usted que las de mi edad no hemos ido mucho a la escuela y, lo de leer por leer, algo se me da, gracias a mi hijo. Pero, cuando se ponen a escribir con palabras tan rebuscadas, lo que consiguen al final es confundir a la gente como yo, puesto que no estamos acostumbradas a recibir cartas del Estado; aunque a este…, mejor no menearlo, porque después acaba por darte un disgusto. Cualquiera diría que lo hacen aposta; porque, lo que al principio parece fácil, a la que una se entretiene entre ellas, queriendo averiguar algo más, luego se encuentra en mitad de los renglones, dándose cuenta de que cada vez entiende menos y, entonces, ¿sabe usted qué pasa? pues, eso que, me atrabanco y, por más que vuelva a empezar, a lo único que llego es a la conclusión de que, lo que antes entendía, ahora empieza a ser una gavilla donde todo cabe y nada se entiende. Usted ya me comprende, don Pascual; porque, una puede parecer tonta, por ir escasa de escuela, pero solo es eso, que las apariencias suelen ser engañosas, y yo de tonta no tengo ni un pelo –afirmó, enrojecida por la furia, el cansancio y las ganas de llorar que a duras penas podía contener.

    -¡Pero, bueno…, doña Paca…, por todos los cielos, dígame de una vez de qué se trata...! Porque…, o mucho me equivoco, o el cartero que le trajo la carta acabará jubilándose antes de saber qué es lo que le trae por aquí. Que digo yo que, una carta son cuatro letras…, lo cual es un decir. Y, eso que, como me hace deducir, la lectura no es lo suyo; si bien, a la hora de dar detalles, se extiende usted más que el Guadiana; menos mal que no se esconde… -acertó a decir finalmente, haciendo grandes esfuerzos por contener la risa. Por contra, Paca no cambió el semblante con el que entró, continuaba estando muy alterada.

    -Pues, eso, don Pascual -dijo con los ojos húmedos-, que quisiera que usted me aclarase lo de la autorización esta, si me hace el favor.

    Aquel pequeño detalle, al que no hizo el menor caso, por carecer de importancia para él, no fue tomado a la ligera por una desconfiada Paca, algo muy propio de ella, quien sensibilizada con su problema creía ver un gran muro delante, infranqueable, impidiéndole el paso a su hijo, para que pudiera al fin labrarse un porvenir. Una oportunidad, la de estudiar, que las clases más humildes no podían ni imaginar.

    Los estudios estaban reservados a los hijos de los ricos, a diferencia de los pobres, quienes a lo más que llegaban era a obtener un limitado certificado que acreditaba un grado de conocimiento, tan solo apto para salir airosos ante cualquier contratiempo o, dicho de otro modo, para que no los tildasen de analfabetos, evitando con esto que las estadísticas siguiera nutriéndose de semejante vergüenza. Una gran mayoría de estos, faltosos, por vocación, solo alcanzaban, al ser la realidad tozuda, al conocimiento de los trazos y a la proximidad de la escritura; respecto a la cual, cabría añadir que el tiempo la disipaba, dejándolos en mal lugar, si no fuera porque estaban cortados por el mismo patrón y, porque la realidad social que los envolvía no desequilibraba. Una minoría inquieta, no obstante, suponía la excepción que modificaba la regla; en suma, que con esta y la resta, dejando a las que venían a continuación, para dar que pensar, a lo que se agregaba el escribir y el leer, sin muchas aventuras, era a lo que llegaban estos últimos, sumándose a los primeros, los cuales, en su conjunto, conformaban la inmensa mayoría de los sin tierra.

    Hombres o mujeres, lo mismo daba, la igualdad imperaba. No distinguía entre géneros, así se distribuía la ignorancia. Sin embargo, quienes más se retrataban, poniéndose en evidencia, eran aquellos que, en su juventud, se vieron obligados a hacer las américas, aunque fuera en la propia tierra, mientras otros dejaban correr el tiempo, sin moverse, seguros estos últimos de que, con la entrada en quintas, también cambiarían de aires a la fuerza. Unos antes y otros después, conformarían la tropa que, formada en fila india, esperaría nerviosa, dejándose ver por el uniformado de turno, quien pasaría lista, con la certeza de que nadie faltaría a la cita. Y, al volver este sobre sus pasos, haciendo una vez más el recuento, poniéndolos a prueba, el muy sabio, veterano a su vez, con galones, pero sin tirar al estrellato, dejaría caer, una vez más, al soldado raso, escribano, bajo su mando, para que apuntase con todas las de la ley: ANALFABETO.

    Una palabra que, en su significado, llevaba implícita la vergüenza. Sin embargo, los recién llegados no harían mucho caso a aquella palabra tan manida, quedándose tan solo con la música, por ofender a su orgullo; mientras tanto, seguirían oyendo las peroratas del capataz uniformado, quien, en su retahíla de despropósitos, al ser muchos para tan pocos, advertiría, con tedio evidente, a su segundo: gente ordinaria, sin formación alguna, tirando al campo. Como si los aludidos fueran allí y allá, por pura voluntad ciega.

    El hombre pudo conocer, al final, el motivo de su angustia. Aquella frase, si bien se refería al padre, no por ello debería ser un obstáculo que le impidiera estudiar. Paca ejercía de padre y madre a la vez y, aunque plebeya, también estaba investida de autoridad respecto a su hijo.

    -Mire, doña Paca, usted no se preocupe, haré unas gestiones, y ya verá cómo a no tardar veremos a Jeromín estudiando el bachillerato como Dios manda.

    Paca, más tranquila por sus explicaciones, iba a coger carrerilla de nuevo, aprovechando para disculparse por las molestias que le causaba cuando, el maestro, temiendo pasarse el día escuchando la retórica de aquella cicerona, la acompañó hasta la puerta de salida, dándole ánimos y que, todo se arreglaría, sin que ella arreciase en sus incesantes palabras de agradecimiento.

    Esta familia es de las pocas en el pueblo, junto con don Anselmo, que me habla de usted; lo bien que queda y, lo poco que costaría… Qué lástima que no haya más gente así, se lamentaba.

    Caminaba con paso más firme, persuadida de que don Pascual no descuidaría la ayuda que se merecía su hijo. La esperanza, hoy por hoy, es el único patrimonio que nos queda a los pobres y, mañana…, Dios dirá, sentenció.

    Por si acaso y, dado los tiempos, don Pascual quiso atar bien los cabos. Llamó por teléfono, se puso al aparato una voz imperativa, audiblemente tosca; le explicó lo que era fácil de comprender a la primera, pero ni a la segunda logró hacerse entender él; aquel funcionario cazurro, cultivado en el adoctrinamiento, afirmó que, lo que ponía en el escrito, no se modificaba, ni aunque San Pedro bendito se lo ordenase. Al final consintió, no sin antes hacerse mucho de rogar, en pasarle el teléfono a otro compañero quien, al parecer, se mostraba más asentado y con mayor pulimento; este respondió -sin dar ninguna relevancia al hecho- que, bastaba la firma de la madre, como en su caso era lo natural, para dar validez a la petición de ayuda.

    Informada Paca de que, el camino que estaba a punto de emprender su hijo, quedaba libre de obstáculos, pudiendo al fin acometer la ardua tarea del estudio, en tierras que se le hacían muy lejanas, no pudo reprimir el llanto y, entre gracias y agradecimiento, la despidió, abrumado por tanto entusiasmo.

    La madrileña esperaba a los más rezagados. La hora de salida, las ocho de la mañana, aparecía indicada en el tablón ennegrecido que colgaba de la pared de la cochera. Para entonces, Jeromín, con su maleta de cartón piedra, hacía rato que estaba preparado. Si bien era normal que se retrasase media hora, sin que nadie pudiera dar razón del retraso, lo mejor era acudir puntualmente a la cita, porque del conductor no se podían fiar, ya que acostumbraba a jugar con la media hora a su antojo, adelantándola o, atrasándola, según tenía el día.

    Las recomendaciones y advertencias, entre sollozos contenidos, mantenían a Paca al borde de la histeria: ¿No se me habrá escapado nada...?, se preguntaba, mientras repasaba una y otra vez los consejos que le había dado los días anteriores a la marcha; volviéndolos a repetir, machaconamente, durante el tiempo de espera. "La próxima vez, se dijo Jeromín, no vendré tan temprano, si no, mi madre me dará dolor de cabeza".

    Mientras su hijo trataba de acomodarse en el asiento, Paca no le perdía de vista, mirando a través de la ventanilla, sin dejar de darle consejos:

    -Cuando llegues a Cáceres, no te olvides de preguntar en la parada por la dirección de la pensión que llevas escrita en el papel; sobre todo, no lo pierdas, y envíame recado de cómo has llegado. A la pensión va mucha gente del pueblo. No te olvides de todo lo que te he dicho, hijo. Estudia mucho, y no te juntes con malas compañías, que estas no te traerán nada bueno. ¡Ah! y, come sin hacer ascos todo lo que te pongan delante, que dicen que en la capital se come mejor; aprovéchate, que el comer bien da muchas energías, que las necesitarás para enterarte de lo que dicen los libros.

    Un primer bocinazo alertó a los pasajeros de que, la media hora de más tocaba a su fin. ¡Ya era hora!, se dijeron todos y, entre los que más prisa parecían tener, Jeromín, a quien le empezaba a doler la nuca, asintiendo arriba y abajo cuanto le decía su madre; por ello, tampoco se sintió ajeno al sentir general: "Al fin", repitió para él, un poco retardado con respecto al resto de pasajeros. Sin dejar de mirarla, asumiendo la separación como algo irremediable, si quería continuar en pos de sus sueños, se preguntaba, hasta cuándo tendría que estar esperando para que aquel coche grande arrancara de una vez.

    Su incomodidad iba en aumento, al notar cómo su madre se transformaba. Aquella serenidad con la que se había mantenido momentos antes, fue cambiando, hasta convertirse en un mar oculto de lágrimas. Hizo ímprobos esfuerzos para evitar que fluyeran con libertad, con el propósito decidido de no acobardarlo más de lo que ya estaba, lográndolo solo a medias. De pronto, arrancó y, con ella, se fue una parte íntima de Paca. Jeromín la miró por última vez, a través del pequeño ventanal de vidrio descolorido; ella le siguió con la mirada; avanzó unos pasos, gritándole, sin que él pudiera enterarse de nada; el ruido de un motor embravecido, azuzado por el empeño que ponía en el acelerador un pie nervioso, con ganas de alejarse de allí cuanto antes, le impidió oír sus últimas palabras. Paca trataba de ocultar con una de sus manos el rostro; con la otra le decía adiós en la distancia. Desaparecido el presente, el horizonte lejano le transportaba a un futuro todavía por descubrir.

    Más adelante, en una de las varias paradas previstas, las que quedaban sujetas al azar no se contaban, subieron varios pasajeros. Uno de ellos era una mujer, de andar dudoso y cansino; más parecía que arrastrase los pies por el suelo, pero bastante nerviosa por cierto, a juzgar por su afán de querer encontrar la postura adecuada entre los descosidos del forro de su asiento, gastado por el roce constante del ropaje rústico; a resultas de lo cual, el tejido espeso se había convertido en tela fina; sin que a los responsables les viniesen las ganas de poner remiendos a lo que ya no tenía remedio. Jeromín sufría los vaivenes del trasero de la otrora buena moza, a quien no le quedaba por lucir, salvo su temperamento, entre tedioso y desabrido. Un cálculo aproximado le hizo suponer que, por lo menos, una docena de lustros soportaba su encorvada espalda. Sintiéndose incordiado lo indecible, evitaba el desfallecimiento, por el qué diría la indispuesta señora, al observar a un mozo como él, preso por el desaliento y la ansiedad. Hizo intención de levantarse, para que la grandeza de aquella mujer aterrizase de una vez, buscando en la quietud la necesaria armonía, propia de una buena vecindad. Al final se posó y, con él, descansaron los dos; si bien, uno de ellos no del todo.

    Llevaba una cesta, aunque, bien mirada, aquel trenzado de flora de margen de río, se aproximaba más a cestón que a otra cosa. En su interior descansaban un buen número de huevos vistosos, exagerados, con respecto a los que él estaba acostumbrado a ver en el corral de su casa. "Algo las debe dar de más, porque…, estos tiran a avestruz", pensó.

    Si su olfato no le engañaba y, en eso del comer nunca le falló, debía esconder en el interior de una gran talega que, tan bien la acompañaba, morcilla negra de sangre y cebolla y, en nada solitaria, porque enseguida notó que aquel olor tan intenso no podía deberse a una sola. No le habría importado hincarlas el diente, incluso a semejantes horas, si la buena señora hubiera estado dispuesta a mostrarse más desprendida; sin embargo, algo le decía que de aquel corazón de duro invierno poca empatía cabía esperar.

    -Y tú, muchacho, ¿a qué vas a Cáceres? -le interrogó, con una mirada grave, de gente desconfiada, extrañándose, al verlo sin compañía.

    Acurrucado en su asiento, por el exiguo espacio que le dejaba libre, aspecto del que no aparentaba ser consciente aquella abusona mujer, acertó a responder, turbado por el énfasis que puso en la pregunta:

    -Voy a estudiar, me han dado una beca –añadió, extendiéndose, a ver si, ante la presencia de un futuro estudiante, de cuna incierta, se achicaba, dejándole más espacio para poder respirar.

    Sin embargo, aquella comodidad, de humanidad dudosa, no dio importancia alguna al estudiante o, lo que fuera, porque a ella, al parecer, le daba sencillamente igual. Así recorrieron un gran trecho, con parte de sus posaderas asentadas encima de él y sin ganas de poner remedio a tamaña injusticia. Tímidamente, intentaba buscar hueco pero, la muy tuna, no se daba por aludida.

    A medio camino, abrió, con lograda maestría, una gran navaja albaceteña -no había margen para la duda, ya que ponía, fabricada en Albacete- y, hurgando cuidadosamente en aquel pozo sin fondo, dio con lo que su desarrollado sentido del olfato barruntó nada más sentarse. Cortó un buen trozo de la negra y sabrosa, que complementó generosamente con pan de pueblo; algo durillo, por ser de días anteriores, pero pan bueno y sano después de todo, haciendo ademán de reservarlo para el final, pues era de las que debían pensar que, en las cosas del comer, aunque después todo se junte, lo bueno o exquisito conviene saborearlo primero, sin estorbos.

    No le llevó mucho tiempo cortar otro trozo para él, porque no era cosa de comer sola y a destiempo, dejando a su vez para más tarde las sobras, las cuales habrían dado para varios viajes de ida y vuelta. A la buena mujer le costaba Dios y esfuerzo ponerse a la tarea, hasta que se puso en ello, no siendo posible adivinar, al hacer dudar a cualquiera, si lo suyo era mascar o, chupar y tragar.

    Ella le miraba de reojo, sonriente. "Este muchacho está delgaducho y, no veo yo que sea por falta de apetito", se dijo.

    Como es de bien nacido ser agradecido, Jeromín abrió su fiambrera, ofreciéndole también su contenido. La mujer dejó escapar una mueca, pero sin ánimo de ofender, al ver tan descubierto el fondo. Cuatro torreznos se dejaban querer por un trozo de chorizo, rojo y patatero, con mucha patata y poca chicha. Aceptó de muy buena gana un torrezno, para evitar herirlo en su orgullo, excusándose de que era estómago de poco espacio. Perdida la tirantez del principio, al final se hicieron amigos. La mujer reía sus ocurrencias, al observar con cuánta soltura e ingenuidad explicaba sus aventuras de muchacho asilvestrado. No hizo falta preguntar a nadie por la dirección. Milagros, que así se llamaba aquella mujer, se ofreció a acompañarlo.

    -Como me coge de paso…. -le dijo, aunque la verdad fue que, al verlo tan joven y despistado, temió que se perdiera entre la gente de la gran ciudad.

    Al llegar al final del viaje, la ayudó a despegarse del asiento que, humedecido por la falta de aire, se resistía a desprenderse de tanta exageración. Jeromín mantenía en vilo la cesta o, cestón, más apropiado al caso, al que tenía asido por las asas; sus dos manos eran insuficientes, pero aguantaba la carga con especial cuidado, con el único fin de evitar que, después de una compañía tan grata, el menor accidente pudiera dar al traste con lo ganado durante el viaje. La mujer hacía grandes esfuerzos con sus brazos, aferrados a la barra y decidida a salvar los tres escalones, antes de posarse definitivamente en tierra, mientras miraba de reojo al conductor, para que se percatase de la estrechez. Jeromín quiso ayudar, sin embargo, ella se resistió con un aspaviento de la mano.

    -Todavía me quedan fuerzas en las piernas, faltaría más -refunfuñó.

    Se pusieron en marcha, cada cual con sus respectivas pertenencias. Doloridas y maltrechas, las dos generaciones caminaron juntas, como buenamente convinieron y pudieron. El uno, dando con la maleta en el suelo, mientras la talega seguía a la misma altura, tocando a hueco e, insinuando la fiambrera mala música, en sus sucesivos encontronazos con el pavimento; la otra, con el rodete en la cabeza, amortiguando el traqueteo de la carga.

    La calle se mostraba altiva, de difícil acceso, "gran ciudad debe ser", pensó, al echar una ojeada a su alrededor. No era de tierra, a diferencia de las de Mahadal, si bien con alguna excepción; la ventaja era, pues que, la gravilla, apisonada en el suelo, evitaba el polvo, pero daba pie a que estos no asentaran bien la pisada. Llegaron a una pequeña plaza, estaba rodeada de muchos pisos; su altura no tenía nada que ver con las casas de su pueblo, pudiendo, incluso, aunque eso sería mucho suponer, competir con la de su iglesia. Los bajos estaban ocupados por bares y algunos comercios, en donde entraban y salían, con rapidez, la gente de la ciudad. Ni que les hubieran entrado a todos las prisas, tan de pronto… se dijo, extrañado. Un olor a pan recién hecho, los avisaba de que una tahona no debería encontrarse muy lejos. En uno de los recodos de la plaza, un quiosco mostraba a los transeúntes diversos periódicos y revistas, cuidadosamente ordenados. Respecto a los tebeos, nada hacía prever que el dueño tuviera escasez de ellos, ya que, del Capitán Trueno y demás héroes coleccionables, los había por todos lados, dando la impresión de estar empapelada la parada. Lo único que quedaba libre, siendo la excepción a la regla, era el techo, única parte visible de aquella pequeña construcción.

    -Mira, ahí lo pone, plaza de Extremadura; no tiene pérdida. ¿Ves el letrero allá arriba? -le dijo, señalándoselo con el dedo.

    -Sí, allí pone Pensión Marcela; es la que viene escrita en el papel -dijo al fin, visiblemente aturdido, al encontrarse solo en una ciudad con tanta gente y, prisa continua por no sabía qué.

    -Bueno…, muchacho…, yo ya he cumplido contigo, ahora me voy por donde he venido; a ver si coloco todos los huevos y me quedo sólo con la cesta y, con algunas perras, que buena falta me hacen. ¡Ah! y, tú…, a lo tuyo ¡eh!, que en la ciudad no todo es hierba buena. Y, cuidadito con los que huelen bien, de esos no te fíes, tampoco de ellas que, las hay muy lagartonas…, no te creas tú. Bueno…, en fin…, poca cosa más; solo una y, es que, espero que demuestres a esos ricachones de tu pueblo que, los pobres también tenemos celebro, eso es. -Le dijo, con una mirada que aparentaba enojo, pero que evidenciaba ternura y tristeza a la vez.

    A punto de separarse definitivamente, dejó el cestón en el suelo, se aproximó a él y, antes de que pudiera reaccionar, le depositó un beso en la mejilla. "Le he cogido cariño a este muchacho, verdad es", se dijo, mientras daba medida vuelta y volvía de nuevo sobre sus pasos, calle abajo y con la cesta en la cabeza. Mientras se alejaba, pensaba en los hijos que nunca tuvo; "otra más a la que la maldita guerra ha dejado para vestir santos", se lamentaba.

    2. La pensión

    En la pensión conocían su llegada, pero como si lloviese. La dueña no estaba para pequeñeces; si venía pues, bien llegado, y si no se presentaba, otro ocuparía su cama, sin dejar de cobrar por ofrecer las mismas atenciones.

    -Buenos días, soy Jeromín, el que viene a quedarse para estudiar. Soy de Mahadal –dijo a la primera mujer con la que se cruzó al entrar.

    -Pregunta por la dueña, que yo también soy de las que pago, mocete.

    -Hola, tú debes ser Jeromín, el de Mahadal. Recibí la carta donde ponía que vendrías hoy -le dijo por sorpresa, sin que le diese tiempo a girarse.

    -Sí, soy yo –respondió con recelo, al ver a tanta gente metida en un solo espacio.

    -Pues, entonces, sígueme, te enseñaré la habitación. Está aquí mismo, a la vuelta de esa columna que ves ahí. Como puedes observar –le dijo, nada más entrar, mostrándole un espacio, en el que difícilmente se podrían mover todos al mismo tiempo, y que, si bien parecía demasiado grande para una sola cama, no lo era, en absoluto, para todas las que había allí dentro-, hay ocho –"como si no supiera contar" se dijo, sin molestar-. Esas de ahí –señaló, al verlo dudar-, están desocupadas; puedes escoger la que más te guste. La bacinilla la tienes debajo de la cama, no hagas mucho ruido cuando la saques, porque podrías molestar a los vecinos.

    -Aquella, la del rincón, la que está junto a la ventana –señaló, disimulando su contrariedad. Acostumbrado a dormir en su cama, pensaba que le costaría adaptarse a la falta de intimidad, no obstante haber dormido siempre al lado de su madre, en la misma habitación, pero, claro, con ella no se notaba.

    -Supongo que te habrán avisado; en la pensión entra el almuerzo de la mañana y la cena; la comida del mediodía no está incluida. Si quieres hacer esta comida aquí tendrás que pagarlo aparte. Ya me dirás qué decides. ¡Ah!, en cuanto a la ropa, como eres tan chico… pues, me avisas cuando quieras que te la lave, siempre que no ensucies mucho, porque de lo contrario, tendrías que poner algo más de tu parte –y se marchó, dando media vuelta.

    Mientras ordenaba las pocas prendas que llevaba en la maleta y se disponía a ponerlas en el armario, advirtió la presencia de otras que colgaban en varias perchas, esperando a sus dueños. "Vecinos de cuarto, seguramente", se imaginó. Hizo un pequeño hueco, para no incomodar; de todos modos, no necesitaba mucho espacio, llevaba lo imprescindible para poder cambiarse, pero con menos pasaba en su pueblo, y no necesitaba armario. Una mesita era lo único que separaba una cama de otra, fijando los límites de cada uno.

    Sin embargo, lo que más le tenía preocupado no era el armario ni, la bacinilla, tampoco las ocho camas, es decir, más o menos todo lo que descansaba en aquella habitación; su mente seguía dándole vueltas a un asunto principal, importantísimo; el caso era que, no daba con la solución. Su madre no le había dicho nada al respecto, ni lo que entraba, ni lo que no. Quizá sí que debió decírselo, pero él no se enteró, puesto que cuando arrancó no acertó a escuchar todo lo que salía de sus labios y, tal vez por eso no lo cogió todo. El asunto de la comida daría para una obra completa, dado que su vida entera siempre giró alrededor del sustento "y, mira tú por dónde, me encuentro en las mismas circunstancias, para no variar" se dijo, con la cabeza a punto de echar humo.

    La comida fue pues, el primer problema con el que se encontró y, desde luego, muy principal, nada más aterrizar en aquella casa de mucha gente, demasiada para su gusto. Yo pensaba que en la beca iba todo incluido. Tendré que comer más en la cena; porque, lo que es en el desayuno…, no sé si dará para aguantar hasta el mediodía. Bueno, tampoco tengo que ser tan exigente, si en mi casa me pasaba muchos días con una sola y, aquí estoy. Pero, claro, allí había campo y, eso lo cambiaba todo.

    Cuando salió de la habitación, fue a preguntarle dónde podría lavarse y, en qué lugar podría estudiar, porque él, salvo a eso, no iba a otra cosa, y lo de perder el tiempo…, ni se lo había planteado.

    -Para lavarte, tienes una palangana bien hermosa; la debes haber visto, está enfrente de las camas, junto a la pared, encima de un poyo de madera; parece que está un poco escondida, pero en cuanto cierras la puerta, enseguida la ves. De todas formas, te aconsejo que te levantes pronto, no sea que tengas que hacer de aguador. Y, en lo concerniente a la ducha, tendrás que pedir la vez. ¡Ah! y, no te confundas con la de las mujeres; aunque bien pensado, no sé si llegarías a darlas algún susto -dijo riendo. A punto de darse la vuelta, reclamó de nuevo su atención-. ¡Ah!, sí, no había caído en la cuenta. Esta pensión no es para estudiantes; si quieres leer o, lo que sea, tendrás que buscarte otro sitio. Aquí no tenemos luz ni espacio suficiente para lo que propones. A no ser que prefieras que hablemos del nuevo precio; porque, con lo que me pagarás, apañada iría yo si se me ocurriera poner una habitación para ti solito. Aquí viene gente trabajadora –añadió- y, los que no lo son, libres sois... –"Sí, hombre… Como si estudiar fuese ir de feria. No te digo yo la mujer esta…", se dijo, molesto, por la forma tan fresca de decir las cosas.

    Como ese día fuera domingo, no tuvo por menos que irse a dar un paseo por las calles más próximas, no era su intención alejarse mucho; la ciudad, tentadora, podía ser peligrosa y, lo más grave que podría pasarle, perderse entre el laberinto de calles y encrucijadas. Su madre le avisó a tiempo, habiéndoselo recordado muchas veces, tantas que, al final le quedó cierto remordimiento de conciencia cada vez que cruzaba cualquier calle. Por ella, no habría salido de la pensión; pero, no era cuestión de encerrarse nada más llegar, porque él, cómo estudiante de verdad, sin estrenar, aunque faltaba un día para empezar de nuevo, debía conocer los entresijos de la gran ciudad, a fin de abandonar de una vez por todas al paleto de pueblo que quería dejar de ser, una vez sentados sus reales en la capital de la provincia.

    Se sentía forastero entre el gentío; moderó el paso, parándose embobado en cada escaparate. Estaba tan embelesado y boquiabierto, mirando lo que exponían, que en una ocasión tuvieron que salir a regañarlo por empañar los cristales. Al observar detenidamente el muestrario de la exposición, se dio cuenta enseguida de que la mayoría de aquellas cosas no las necesitaba, bastándole, únicamente, con mirar, para dar satisfacción a su gran curiosidad. Y, como fuese que, no dejara nada por hacer que pudiese apremiarlo, hizo del paseo un placer, recordando sus excursiones por el campo, junto a los antiguos compañeros de su escuela, sin olvidar algún que otro paseo en compañía de su maestro preferido, don Pascual. La lentitud con la que movía sus pies, tenía otra lectura, si bien, él mismo, consciente de ello, se engañaba. Dejando pasar las horas distraídamente, evitaba tener que dar cuentas a un estómago vacío. Como puntualmente le advirtiera de que, la del mediodía no entraba, ni con mucho, "entonces…, para qué correr…"

    La realidad de lo que observaba superaba a la ficción. Detrás del escaparate pudo observar un montón de aquellos aparatos, todos encendidos al mismo tiempo, ofreciendo las mismas imágenes, tan de cerca que, casi las podía alcanzar con las manos, si no hubiera sido porque el gran vidrio le obstaculizaba el paso. De pronto le vino a la memoria el restaurante del pueblo, en el cual, la cosa pintaba bien distinta; tan lejos se la situaban que, si no hubiera sido por la voluntad y no poca imaginación que ponían en el empeño, difícilmente habrían podido ver lo que allí dentro se dirimía.

    Recordaba, cómo los domingos, en Mahadal y al atardecer -salvo cuando, en compañía de los amigos de la cruz, salía a callejear, sin rumbo aparente-, emprendía la marcha en dirección al restaurante, situado este en las afueras del pueblo, mirando al norte, en dirección a Trujillo, punto de referencia entre dos carreteras que, enemistadas en el sur, acababan uniéndose por el norte, para transformarse en una sola. El restaurante en cuestión, disponía de un aparato, similar a los que en aquel instante tenía delante de los ojos. Muy al principio, al verla apagada y, a la vez, tan lejos de donde se encontraba, no supo adivinar qué podía ser aquello que colgaba de la pared, con forma de caja; si bien, se imaginaba que, debía ser más caro que esta, siempre que estuviera vacía, naturalmente. Más tarde, pudo comprobar que, también don Juan tenía uno igual; sin embargo, no tuvo la oportunidad de verlo encendido, puesto que lo más que pudo ver fue el doblao y, la cocina, cuya estancia se le hizo muy corta.

    Se sentía atraído poderosamente por aquellas imágenes, al igual que les pasaba a todos los otros muchachos. Por eso no era de extrañar verse todos allí, detrás del escaparate, compartiendo la misma afición. Los apretujones y codazos era lo más habitual, intentando colocarse en lugar preferente, desde el que se pudiera contemplar mejor las escenas de los héroes: las series de Rin Tin-Tín, mereciendo especial atención su fiel e inseparable amigo, un hermoso y valiente pastor alemán, que hacía las delicias de todos; hasta que salía, muy enfadado, el dueño; porque, como aseguraba, le ponían el vidrio perdido y sin sacar nada en claro. Las imágenes eran en blanco y negro, bastante borrosas, por cierto, aunque la culpa había que atribuirla al persistente vaho, salido de las bocas pegadas al ventanal. No se podía acceder al interior, teniendo prohibida la entrada, al ser meros consumidores de la observación a distancia. Los diálogos de aquellos héroes no se oían, inconveniente que se superaba, sustituyéndolo por la imaginación, la cual permitía conocer los movimientos de sus labios, al igual que cada uno de los gestos.

    Recordando aquel pasado, se sentía menos solo, mera quimera. Estaba confuso entre aquella muchedumbre, desplazándose de un lugar a otro, dándole la impresión de estar enemistados entre ellos. Intentaba superar la soledad, pensando que los primeros días suelen ser los peores, debido a la falta de adaptación. Quiso, pero no podía. Al final, haciendo verdaderos esfuerzos, lo logró.

    De pronto, el sol hizo su aparición, iluminando el cielo interior. Las sombras que hasta entonces le rodeaban se marchitaron de repente, yéndose con la tristeza y dejando paso a la alegría, para que ocupase su lugar. Presintió que, llevado por su espíritu de aventura, sus fuerzas no lo abandonarían hasta alcanzar plenamente sus objetivos; estos esperarían la menor señal, para salir de sus sueños, convirtiéndose al final en realidad. Se dio ánimos, para reavivar su espíritu combativo, reafirmándose en la idea de que, gracias a un desliz de la fortuna, le tocó, en suerte, convertirse en un ser privilegiado; igual que los hijos de los ricos, un estudiante, en la capital de la provincia. "Estudiaré lo que haga falta, hasta que la toga forme parte de mi vestuario habitual. Para ello, me quemaré los ojos con los libros y, con lo que me pongan delante; sacaré las mejores notas, salvo que haya otro más listo que yo. Que, esas cosas..., no se saben hasta que llega el momentode la comparación. Y, si los compañeros llegan a sentir envidia pues, ¡qué le vamos a hacer!; la vida es así de dura y, a mí, por lo que yo sé, ya me ha tocado bailar con las más feas. Y, como no quiero continuar bailando, pues que cojan a otro que, a mí, por lo menos, esa clase de música ya me cansa: Higos… y aceitunas… pero, pasando antes por la plaza, lo cual no resulta ser un paseo de lo más placentero y, por si fuera poco, dejándose ver. Y, después, calores y fríos que me achican el cuerpo, y lo peor de todo, que no sé yo qué se puede sacar de claro en todo eso, salvo mucha negrura y, berrinches, por lo que deberían dary no dieron, los muy roñosos".

    Recordó, por primera vez, las palabras de don Pascual, aportándole nuevos bríos: ¡Si quieres algo, lucha por ello!. Contento de recordar aquella frase, no le costó mucho apartar de sí el desánimo, que solo unos momentos antes trató de minar su espíritu. No sé qué me ocurre ni, tampoco a qué se debe, pero cuando me pongo a pensar con alegría, entonces me animo y, al final, el día pasa de gris oscuro, a blanco brillante, casi sin darme cuenta; ¡qué cosas..!.

    Después de recorrer varias veces arriba y abajo el paseo Cánovas, se aventuró a adentrarse en un gran espacio donde los gorriones acudían, desconfiados, a recoger las migajas que dejaban caer los transeúntes. "Otra plaza más. Espero que…, esta no sirva para lo mismo" se dijo, pensando en que la de su pueblo era mucho más grande, quizá, aquí no haya tanto pedigüeño de jornal. El nombre de la plaza tenía mucho que ver con aquel hombre regordete, de bigotito y capa que veía sin querer en las paredes de su escuela y, también en el cuartelillo. La tenía muy vista, debido a que siempre la colocaban en el lugar más visible del aula, por eso le resultaba tan familiar. Una gran bandera roja y gualda ondeaba en la ventana del ayuntamiento; sus suaves movimientos, ondulantes, invitaban al sosiego y a la quietud. "No es cuestión de confiarse mucho, se dijo, en medio de la desconocida".

    La atravesó de puntillas como quien dice, para explorar la ciudad antigua. Un sol plomizo derretía el asfalto, haciendo que el suelo brillara como si fuese un espejo. Los más devotos se dirigían a la otra plaza, la de Santa María, con su catedral bien apostada, para que nadie la descuidara. La misa dominical se celebraba a la misma hora que en su pueblo. Se aproximó, pudiendo observar la sencillez de su estructura. Se creía que, las catedrales, por el mero hecho de serlo, deberían mostrar mayor ostentación en las formas. Sin embargo, cuando entró, advirtió que, lo de dentro sí que guardaba parecido con lo que se imaginaba al principio. En el espacio interior podrían caber, sin ninguna estrechez, la dos iglesias, como las de su pueblo y, en cuanto a la altura, los pilares eran mucho más altos, transformándose al final en otros más pequeños, formando un entramado de pequeñas columnas que, según su observación, le recordaban a las arterias y venas que le enseñaron en la clase de ciencias naturales. Servían para sostener las bóvedas, dando forma a las tres naves. Se sentó en un banco que formaba parte de una gran cantidad de hileras del mismo color, viéndose incapaz de conocer su número, toda vez que, entre la mortecina luz que desprendían las velas y, la poca que el sol regalaba al interior, su vista se llegaba a perder en el horizonte penumbroso, quedándose a mitad de camino y sin poderlas contar. Aquellos insignificantes rayos de luz, formaban varios arcoíris, gracias a la magia de la descomposición de la luz, al atravesar las estrechas ventanas de vidrios de colores. Seguidamente, observó a los feligreses; estos iban ocupando sus respectivos asientos, esperando la aparición del cura o, tal vez, del obispo pues, en aquella iglesia tan grande, el personal debería estar a la altura de las circunstancias. Al verlo salir de la sacristía, subiendo las escalinatas que lo llevarían al altar, cesó en su empeño de observador curioso, al recordar el comportamiento áspero y desapacible en el trato que, tiempo atrás, le dispensaron a su madre y a él, tachándolos de personas manchadas por alguna impureza, haciendo imposible codearse con los de la iglesia y excluyéndolo como futuro pastor de rebaños.

    Se alejó de allí todo lo que pudo. Sin darse cuenta, se encontró de nuevo, paseo arriba, en dirección a la pensión, la que sería su nuevo hogar. Desconocía el tiempo que permanecería allí, "mientras haya beca, no pienso moverme de aquí, a pesar de que la comida no figure en el trato" afirmó, rotundo. Saludó, tímidamente, a los nuevos vecinos, extendiéndose a continuación en la cama, para descansar. Se despertó cuando sonaba el reloj del campanario de una iglesia próxima; contó cuatro, la hora de la comida había pasado. "Y, a mí, qué", se dijo, sin dar mayor importancia a las campanadas.

    La morcilla de aquella mujer y, parte de lo propio que, a poco alcanzó, le habían hecho más llevadera la mañana, aliviándolo, si bien no del todo. Ante el reposo sin ningún sentido al que sometía a sus tripas, no tardó en notar que estas no estaban holgazanas por propia voluntad. El clamor o, rugido desacompasado, se hizo notar en los oídos de los compañeros de alcoba, quienes se entretenían con lo que cada uno encontró en sus talegas. Azorado, se apartó lo que el espacio de la habitación le permitió; abrió la fiambrera, ceremoniosamente, con pausa, evitando a toda costa el estrés que le provocaban sus miradas, sabedor de que, el contenido, sobras del viaje, a poco podría alcanzar. Mucho se temía que, con tan poco, en nada acallaría aquella voz de alarma salida de su interior. A pesar de todo, se concentró, evitando dar pistas a los de su alrededor.

    Familiarizados con el cantar, salido de las entrañas de aquel muchacho, vergonzoso y poco dado a las palabras, continuaron en sus cosas, asiendo sus navajas, las que, además de servirles de cubierto, tenían bien engrasadas, por lo que pudiera pasar. Respecto a la servilleta, sirvió para el caso las buenas maneras de cada uno, sin importarlos que fuese derecha o izquierda, puesto que se encontraban entre conocidos, si bien, conscientes de que el comer en público con la zurda no estaba bien visto. Pudo comprobar que trabajaban a dos carrillos, y en su observación a hurtadillas, dudaba si la masticación formaría parte del ceremonial, pues lo único que llegó a ver fue que engullían con ansias, demostrando con ello ser personas poco entretenidas y de buena boca. Seguro que, a estos tampoco les entra la comida del mediodía. Al poco y, dando muestras de saciedad, se quedó dormido, hasta que le despertó la dueña de la pensión.

    -¡Despierta…, muchacho… o, te quedarás sin cenar...! -le gritó, zarandeándolo, para que volviera en sí. Al oír lo de cenar, se incorporó de un salto, espantando en un instante la pereza provocada por el sueño.

    -¿Dónde? -preguntó, siendo lo primero que le salió de los labios.

    -Sigue la flecha, no tiene pérdida.

    La señal estaba bien visible en la pared, pero incluso sin esta no le habría sido difícil acertar, dejándose guiar por el olor a caldo.

    Al entrar, se quedó parado unos instantes, no se atrevía a dar un paso, dudando si, retroceder o, avanzar, al verse claramente observado por la gente que esperaba sentada, junto a las mesas. "Ni que me estuvieran esperando, se dijo, sintiéndose foco de atención de todas las miradas. Quizá me hayan confundido con alguien, aunque me extrañaría mucho que

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