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Una campaña hacia la felicidad
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Libro electrónico301 páginas4 horas

Una campaña hacia la felicidad

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Descubre la intuición de ser feliz.

En la víspera de su jubilación, el director de una renombrada agencia de mercadotecnia decide emprender una convocatoria que explique el concepto de felicidad. Ofreciendo como reconocimiento ceder su puesto al ganador.

Joaquín, su hijo, además de sentirse obligado por demostrar que es el mejor, tendrá que someterse a una introspección para saber si prefiere seguir en esa trayectoria o alcanzar lo que desea en su vida. Para ello, intentará encontrar su propio camino hacia la felicidad, mientras de manera ingeniosa interactúa con distintas personas que luchan para ganarse la vida en una nación dividida de prejuicios sociales.

Esta fascinante aventura,en donde parece que todos viven en un mundo de aspiraciones que nunca se llegan a cumplir, te adentrará por diferentes estados de ánimo en una búsqueda que te hará reflexionar sobre tu propio destino.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 nov 2020
ISBN9788418369179
Una campaña hacia la felicidad
Autor

Gabriel Murguía Ruíz

Gabriel Murguía Ruiz (Guadalajara, Jalisco [México]). Un accidente de motocicleta lo mantuvo paralizado por un tiempo en el que surgió su inspiración para comenzar a escribir. Escritor en diversas publicaciones y creador de la saga de novelas El archivista.

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    Una campaña hacia la felicidad - Gabriel Murguía Ruíz

    Una-campana-hacia-la-felicidadcubiertav12.pdf_1400.jpg

    Una campaña hacia la felicidad

    Gabriel Murguía Ruíz

    Una campaña hacia la felicidad

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418369636

    ISBN eBook: 9788418369179

    © del texto:

    Gabriel Murguía Ruíz

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Esta obra está dedicada a todas

    las personas que de manera desinteresada

    dan su vida para que se viva en armonía.

    Capítulo I.

    La campaña por

    la felicidad

    «La paz de no hacer nada».

    Joaquín Arturo II, mi padre, un exitoso empresario que heredó de mi abuelo una prestigiada compañía de publicidad, se ve obligado a tener que jubilarse por un problema de salud que todos ignoramos. Pero antes de nombrar al nuevo director general, decide utilizar la agencia para emprender una campaña con la misión de encontrar la felicidad.

    En uno de los edificios más altos del gran bloque de manzanas, donde se ubican las oficinas generales, nos dimos cita todos los representantes de cada país en los que la renombrada agencia tiene presencia. Mi padre, el director, inició la reunión manifestando que, para darle un pasatiempo a sus ratos libres, había iniciado una actividad en la que le parecía interesante que todos participáramos. Después comentó que durante todo el tiempo trabajábamos por la necesidad de representar a otras personas, pero que nunca habíamos desarrollado una campaña para nosotros mismos.

    Al quedarnos solos, cuando ya todos se habían retirado, me quedé viendo a mi padre con orgullo, hasta que sin perder la costumbre no contuvo sus ínfulas de grandeza para hacerme sentir menospreciado objetando que debía ponerme a trabajar, luego aseveró que mi campaña debía ser la mejor de todas si quería ser digno de ocupar el puesto de nuevo director.

    Sintiendo el maravilloso verano, salí del edificio con la cabeza viendo a la acera, pensando que, a pesar de haber estudiado en las mejores universidades y con todos esos cursos innovadores a los que tuve que asistir, jamás llegaría a satisfacer las aspiraciones que mi padre deseaba para mí.

    Desesperado, volteé hacia el cielo buscando respuestas, al mismo tiempo, observé lo alto del edificio, me sentí insignificante ante el reto de entregar una campaña mejor que la de los eruditos en mercadotecnia que tenemos en la empresa. Razones que lograban desacreditarme ondeaban por mi cabeza, me visualizaba derrotado antes de comenzar a diseñar las escenas, debía buscar en mi mente algún lugar para dejar de pensar en cualquier otra situación que no tuviera que ver en nada con la idea de tener que demostrarle a mi padre que tenía que ser el mejor. Así que tomé la decisión más coherente que toda persona puede elegir cuando se tiene ese tipo de problemas: debía huir de reventón con los amigos, eso sin duda me ayudaría a despejarme, así que con el pretexto de la celebración de mi 25.º aniversario decidí realizar una fiesta.

    Ese mismo día de mañana frustrante, por la tarde lo compensé dirigiéndome en el auto hacia la costa. Tenía muchas cosas en qué pensar, razón de más para disfrutar sin nadie del trayecto. Al llegar, estacioné el auto en el garaje, pero no entré a la residencia, caminé hacia la playa, me senté en la arena frente al mar para admirar el ocaso, no pude recordar cuándo fue la última vez que estuve solo, sin que nada me perturbara, disfrutando un momento como este. Mi padre se había encargado de mantenerme siempre ocupado realizando, según él, algo que fuera de provecho o trabajando. Me hizo reflexionar acerca de que el no estar haciendo nada me hacía sentir inútil, intranquilo, como si no hacer algo que generara algún beneficio fuera de holgazanes, pero luego reaccioné y entre dientes mandé al carajo la presión de mi padre.

    Por un instante pasó por mi mente bajar mi saxofón del auto, lo había traído como siempre conmigo, sin querer volver a escucharlo. Después de tenerlo varios años arrumbado, no lo tocaba precisamente por falta de tiempo, o quizá por no estar seguro de querer engancharme de nuevo. Recuerdo que, de niño, mis padres sugirieron que tocara algún instrumento y elegí el saxo, pero luego, cuando mi pasión rebasó sus expectativas, involucrándome de tiempo completo ensimismado en los delirios de los bares y centros nocturnos de jazz, a ellos ya nos les pareció para nada conveniente, pues decían que terminaría como un alcohólico y drogadicto, un muerto de hambre.

    Así que permanecí sentado hasta que oscureció, con la firme intención de tomarme algunos días así, sin hacer nada.

    Ignorando que, en nuestros días, la vida dependía del celular, cuando entré a la residencia, no tuve otra salida que enfrentar las varias llamadas sin contestar e incontables mensajes de texto que registrados aguardaban. Quitando esa tranquilidad que hasta hace un rato sentía, le devolví la llamada a Bal, quien sin averiguar contestó:

    —¿Dónde carajos te has metido?

    —Hola, amor. Tuve que salir de la ciudad.

    —¿Y con quién te fuiste?

    —Con nadie.

    —¿Sabes? No te creo nada.

    Por lo general, concilio para no discutir con mi novia, pero esta vez simplemente no me dio la gana.

    —Tuve un mal día, Balbina. No necesito reclamos. Si gustas, hablamos cuando dejes de gritar. —Supuse que algo de lo que dije no le pareció, pues tan solo colgó.

    Los demás mensajes ni los abrí. Caminé directamente a la nevera y, con una cerveza en la mano, salí a la terraza. Desde allí cómodamente en un sofá, tomé la dichosa herramienta del futuro para comenzar a realizar mi evento de cumpleaños, pero mientras lo hacía, al ver a tantas personas, se me ocurrió hacer algo inconcebible.

    Siempre he tenido fama en redes sociales, infinidad de seguidores, me pregunté para qué, cuál es el sentido de compartir situaciones con personas extrañas. Tal vez en el caso de usar las redes para vender algo, eso sí resulte conveniente; pero si no fuera para eso, hasta pudiera ser perjudicial con algún seguidor resentido por la envidia. Pero mientras hacía ese razonamiento, me di cuenta de que al hacer una fiesta con mis mejores amigos no solo sería algo común, lo mismo de siempre con las mismas caras platicando: sobre lo que ya sé qué dirán, hablando de sí mismos, de lo que ya sé que desempeñan. Habría esas típicas críticas dirigidas contra la única sociedad que conocemos, entonces me detuve por un segundo de ocurrencia, y me dije: «¿Y si hago una fiesta con puros desconocidos?».

    Con ese supuesto, mi mente empezó a desarrollar inmensidad de cuestionamientos, la sola idea me provocaba una emoción confabulada con nervios.

    Para la mañana siguiente, continué con el mismo tipo de bebida de anoche, pero mezclada con jugo de tomate. Desde el formidable estudio de mi padre, frente al majestuoso ventanal con vistas al mar, al abrir mi lap y ver el logotipo de la empresa que por esta temporada representábamos, y quizá por cómo me sentía o por todo lo que recién había pasado, se desató en mí una furiosa reflexión en torno a la empresa gringa de comida rápida en la que había estado diseñando. Pensando acerca de cómo era posible que un maldito combo de chatarra con gaseosa mortal podía venderse en mi país, cuando resulta ser más caro que una jornada laboral, y además nos tengan esclavizados a sus franquicias, idiotizados las veinticuatro horas, privándonos de nuestras familias, robándonos la juventud, la dignidad, nuestra creatividad y hasta la vida misma para poder subsistir…, deduje que ¡eso sí que era infelicidad! Maldiciendo, cerré de golpe la pantalla, dispuesto a hacer cualquier otra cosa.

    Con la finalidad de sentirme un poco más tranquilo, decidí llamar a Constanza, mi asistente, para informarle de que había decidido tomarme unos días y lo avisara en la agencia. Después de todo, aunque a mi padre le gustaba que siempre estuviéramos en la oficina por su disciplinada manera arcaica de trabajar, mi desempeño bien podía realizarse desde cualquier lugar. También me habló Balbina, y muy comprensiva me dejó saber que me apoyaba en lo que fuera que estuviera haciendo.

    De nuevo me sentí cómodo y relajado, la soledad me estaba acompañando de maravilla, bien podía comenzar a planear sin opiniones de nadie la insólita fiesta.

    Mientras fisgoneaba en las páginas de la gente desde mi celular, pensé que esto nunca terminaría, sacar una lista de invitados tenía posibilidades infinitas, había de todo: de lo más ordinario, atroz, vil y extraño; seguido de eruditos, sabiondos e intelectuales; hasta lo más adinerado, artístico, efímero y refinado. Conforme observaba los perfiles, me adentraba en una incertidumbre que mi ser desconocía mientras asimilaba sensaciones imaginarias ante la presencia de determinados arquetipos: en ocasiones repugnante; otras, fascinante. Pero, sin duda, esto era una experiencia diferente.

    Pero justo cuando seleccionaba a individuos con rostros de complexiones y de facciones heterogéneas para buscar a través de sus fotografías lo extraordinario, descubriendo sus costumbres y enterándome alucinado de sus actividades para sobresalir en sus vidas, como si se presagiara algún augurio de consecuencias fatales, comenzó a sonar mi celular tratando de persuadir mis intenciones, pues era Bal, para decirme que al desconocer mis planes se veía forzada a tener que revelarme la fiesta sorpresa que tenían organizada para el día de mi cumpleaños.

    Ante la buena intención de tener todo listo, fue imposible negarme, me limité a tener que darle las gracias cuando me informó de que mi padre le había otorgado el consentimiento y lo que se le ofreciera para que la fiesta se realizara en la casa de playa, donde precisamente relajado me encontraba.

    En cuanto colgué, por un momento me desilusioné. Pero después de pensarlo un rato, si tan solo le cambiaba el concepto a mi reunión siniestra y desplazaba la fecha, en realidad una fiesta no tendría que ver con la otra, así que continué con la selección que hacía, esperando el día para dejarme consentir por la tradicional fiesta de cumpleaños que mis amigos conspiraban.

    Pese a ya no tomarme por sorpresa, el fin de semana llegó con una fiesta de fábula cuya organización me sorprendió: chefs y meseros atendiendo a los invitados, comida y bebida inagotables, lunadas en veleros anclados frente a la bahía. Desde la playa adornos y luces en cada área de la confortable mansión, música pegajosa en todos los rincones, desfogue de euforia de chicos y chicas en traje de baño. Mis amistades llegaban y convivían en una dimensión de placeres inagotable durante toda la fiesta. Mientras disfrutaba de la compañía de mis amigos de siempre, me di cuenta de que la diversión era plena y constante. Detrás de una fiesta excesiva que parecía eterna, en donde hubo de todo y para todos, parecía que todo era felicidad.

    Antes de que los insumos se agotaran por completo, rodeados de una nube densa de marihuana, sobre la explanada de la mansión que da hacia la playa y contemplando el oleaje del mar, me quedé con los mejores amigos que con una sola mano pude contar para adentrarnos sin querer en una enriquecedora plática filosofal que no se nos olvidaría jamás.

    Después de varios días de agotadora satisfacción, la mayoría de los invitados y amigos al aproximarse el terrorífico lunes se comenzaron a retirar.

    En el momento en que resucitaba de tantos excesos y desvelos, sin tener ganas de levantarme, me persiguió la nostalgia de tan solo meditar acerca del regreso a la vida cotidiana. Hacer una fiesta con desconocidos era algo disparatado, pero, aunque se tratara de alguna búsqueda que pudiera cambiar el curso de mi vida, también mi ocurrencia sonaba desubicada. ¿Por qué será que hacer algo diferente para algunas personas, sobre todo cercanas, no sea tan idóneo? Allí acostado, me vino un recuerdo de infancia de un anhelo que terminó en desdicha.

    En aquel tiempo trabajaba para nosotros una joven mucama muy hermosa. Bajo el uniforme resguardaba con amabilidad un cuerpo estimulante, siempre estuve seguro de que con distintos vestidos seguiría siendo una princesa, pero nunca le vi puesto ningún otro. La acompañaba por la casa para todos lados y a veces tomaba mi pequeña mano; otras, solo platicábamos. Quizá fue la mujer que despertó en mí algo más allá de la necesidad de solo acompañar a alguien. En una oportunidad, se me ocurrió espiarla mientras se bañaba. Aunque sentí mi cuerpo hirviendo sin saber por qué, eran más las ganas de conocer un cuerpo femenino que el morbo que ni siquiera conocía, pues jamás había visto a ninguna desnuda.

    Parado sobre un bote de basura, intenté asomarme a través de la pequeña ventanita que daba al patio de servicio, y no sé cómo, supongo que mi hermana como de costumbre a su vez también me espiaba, pero lo más irreprochable es que no recuerdo haber alcanzado a observar nada, porque segundos antes sentí un fuerte tirón del cabello que me condujo hasta el piso. No dejaba de zangolotear mi cabeza como si quisiera desprenderla de mi cuello mientras me pateaba. No supe si me logré zafar o me soltó, pero pude salir corriendo despavorido hasta llegar a mi cuarto, donde segundos después me acorraló. Para mi madre lo más sagrado era su servidumbre, la idea de que alguien del personal faltara algún día y tener que hacer labores domésticas la ponía frenética. Pero si todavía no entendía lo que sucedía, lo que pasó después mucho menos lo entendí; pues al tratar de sujetarme sin conseguirlo mientras brincaba como un polizón huyendo de sus uñas hacia todos los rincones, su frustración de no agarrarme la desquitó contra mi repisa. En ella alojaba mis más grandes tesoros, los había estado coleccionando durante toda mi corta vida. Me había pasado años haciéndolos, pintándolos, armándolos; y en segundos, trastornada por la histeria, comenzó a estrellar contra el piso mis preciados carritos de armar, uno por uno, para luego pisotearlos.

    Mis lágrimas comenzaron a brotar sin ningún control recordando aquella imagen de piezas revueltas esparcidas como en un deshuesadero, hechas añicos. Ya no me acordaba de aquel hecho, ni cuándo fue la última vez que lloré, pero allí acostado me retorcí y gemí como aquel niño. Nunca comprendí la enorme travesura que pude haber hecho para recibir un castigo como ese. Afortunadamente, mi atracción por las mujeres nunca cesó, pero jamás nunca volví a construir un carrito de armar. Me levanté de la cama, no supe si sintiéndome desahogado o un poco más subversivo, pero definitivamente el entendimiento reflexivo de mis traumas desconocidos me hizo entender varias cosas.

    Capítulo II.

    Encuentro de perfiles

    «Los que para otros son sus peores enemigos,

    para ti pueden ser tus mejores amigos».

    Queriendo permanecer el resto de mi vida en la casa de playa de mi padre, llegó el desalmado momento de tener que regresar a mi departamento en la ciudad. Por venir inmerso en pensamientos, al entrar en el edificio, no me di cuenta de que alguien me seguía. Primero se escondió entre los autos, después detrás de los pilares, y en la explanada se ocultó detrás de los troncos de los árboles, esperando a que rodeara el césped, para luego cortar camino hasta interceptarme. A punto de subir por las escaleras, un muchachito como de unos doce años salió de repente:

    —Hola, soy Samy. Bueno, me llamo Samuel, pero tú me puedes decir Samy, así me dicen todos mis amigos. ¿Te gustaría que juguemos algo?

    Tenía puesto un gorro que le cubría toda la cabeza hasta las orejas, dejando descubierta una carita de diablillo difícil de ocultar. Con tenis y su ropa cómoda para ejercicio, él ya andaba listo para cualquier acción. Pero contestando de manera cortante, por encontrarme distraído más que por querer ser descortés, le dije:

    —¿Cómo te va, muchachito? No te había visto por aquí.

    —Vengo a visitar a mis abuelos de vez en cuando. Viven en el tercer piso. Entonces, qué, ¿jugamos o no?

    —Claro que sí, pero otro día, ¿OK?

    No sé, en ese momento me tomó desprevenido. Fue la decisión más fácil, sin pensar en algo que pudiéramos jugar.

    —Está bien, tarado, pero te advierto que será mejor que juguemos algún día, pues soy un enemigo implacable —contestó riéndose mientras se esfumaba.

    El insolente mocoso hasta me había caído bien, con ganas de haberle seguido el juego, pero ya había tomado una decisión; y sin despedirnos, crucé la puerta de mi departamento, cerrándola por dentro. Al acomodar mis cosas, dejé con recelo el maletín que portaba mi saxofón.

    A pesar de los días de asueto, aún sin las ganas de trabajar que se ocultaban tras mi mejor sonrisa, llegué a la agencia y saludé a todos, que apresurados se preocupaban por no perder tiempo para seguir atendiendo cada vez a más y más clientes. En los pasillos algunos compañeros me abordaron pidiendo mi opinión acerca de sus bocetos, la mayoría eran claros y fantásticos que no ameritaban mi visto bueno; pero, aunque sabíamos que no era necesario mi consejo, siempre agradecía su ético gesto.

    Por fin sentado en mi escritorio, me disponía a retomar la inquietante lista de desconocidos, cuando entró mi padre.

    —Anda, necesitamos hablar. Vamos a la cafetería de enfrente, te invito.

    Lo de invitarme era obvio, pues continuamente ordenaba por mí el menú y pagaba como siempre. Eso no me molestaba, pues tenía buen gusto a la hora de elegir y atinadamente siempre adivinaba lo que se me antojaba. Pero extrañamente en esta ocasión se quedó callado esperándome. Cuando el mesero nos solicitó la orden, solamente pidió lo suyo y se me quedó viendo mientras elegía. Ordené de inmediato, no sin antes preguntarle desconcertado a mi mente: «¿Qué era eso tan importante que tenía que decirme?». Pero no fue así, tan solo comenzamos a platicar, como si algo dentro de él sintiera que ya era tiempo de tratarme diferente, como si casualmente se hubiera dado cuenta de lo que había experimentado con el recuerdo de mi niñez cuando desperté en mi cama aquella mañana.

    —¿Recuerdas la primera vez que te enseñé a manejar?

    Su comentario me llevó por sorpresa más allá de la fecha de cuando tenía seis años. Sentado sobre sus piernas, apenas veía por encima del tablero el parabrisas, sujeto al volante con mis dos manos. Eso me transportó a sentir de nuevo aquella enorme emoción. Pero al responder, en lugar de compartir esa enorme satisfacción, solamente le dije:

    —Sí, claro. —Sin saber por qué, añadí—: También recuerdo la paliza que me diste la primera vez que me robé tu carro.

    —Sí, a veces es triste tener que madurar —contestó sin afán.

    Terminando de desayunar, se limitó a decir:

    —Vámonos, tenemos trabajo que hacer. Por cierto, ¿cómo vas con tu campaña?

    —Bien, pa. Se me acaba de ocurrir algo.

    —Qué bien, me da gusto —respondió.

    Ya no me quedé más tiempo en la agencia, pues, aunque no tenía hambre, Balbina me pidió que fuera por ella para ir a comer. Manejando de camino, pensaba en lo mucho que me había gustado la manera en la que mi padre y yo la pasamos. Nada me agradaría más que continuáramos charlando de esa misma manera.

    Al llegar a mi departamento, menos mal que iba para cambiarme de ropa, porque en cuanto crucé el umbral, una ráfaga de globos inflados con agua me recibió, golpeándome y mojándome. Otra vez el mocoso me volvió a sorprender. Casi me tropiezo con un balde lleno con más globos de agua y empecé a enojarme en su totalidad.

    —¡Defiéndete, tarado! —me gritó a lo lejos.

    En segundos, mi rabia se convirtió en algarabía, respondiendo a su ataque con los globos que Samy había llenado para mí. Correteándonos por todo el patio, no pude recordar el tiempo que había pasado. Supongo que desde que tenía su edad no me divertía de ese modo, ni reía como en los momentos en que terminamos empapados. Apenas tuve tiempo de volver a bañarme para irme, pero supe que desde esa travesura sería amigo de Samy.

    En el restaurante durante la comida, Bal preguntó:

    —¿Estamos bien?

    —Yo creo que sí. ¿Por qué? ¿Te ocurre algo? —respondí.

    —No. Bueno, no sé. Pero, a pesar de que la pasamos de maravilla en tu cumpleaños, por momentos te sentí distante.

    —Quizá no agradecí suficiente todo lo que planeaste. Todos la pasamos genial.

    —Agradécele también a tu padre, él ayudó en gran parte con los gastos.

    —Lo sé. En la mañana le di las gracias, fingió demencia y lamentó no habernos acompañado.

    —Sí, él siempre trabajando. Bueno, tal vez solo son figuraciones mías, pero espero que en verdad estemos bien.

    —Claro que estamos bien, burris. Es solo que tengo que hacer una campaña para mi padre que me trae la cabeza bastante ocupada.

    —Está bien, solo espero que no te conviertas en un adicto al trabajo como tu padre y también le des importancia a pasar más tiempo juntos.

    —Claro que sí. Sabes que te adoro, Bal, y tu manera de apoyarme depende en gran medida de que eso ocurra.

    —Sí, lo sé —contestó dándome un beso.

    Después le hizo una seña a alguien, y de inmediato se acercó un empleado de una veterinaria —lo supe al leer de reojo un membrete bordado en su camisa—, cargando una pequeña jaulita con un listón azul enrollado por sus lados en forma de moño, que me entregó directamente diciendo:

    —Es para usted, señor. ¡Feliz cumpleaños!

    Apenas se marchó, Bal dijo:

    —Por si pensaste que se me había olvidado tu regalo de cumpleaños. La verdad, estaba indecisa sobre qué comprarte. Sé que siempre te han gustado los perros grandes como los que tuviste, pero sé que este, aunque es un diminuto hipoalergénico, no dejará de ser tu mejor amigo. Será sencillo encariñarte con él, te dará mucha alegría, eso sin contar que no habla ni acosa todo el día como suelo hacerlo yo en contadas ocasiones. ¡Feliz cumpleaños, mi vida!

    Mi gusto al verlo fue tanto que por poco delante de todos los comensales lograba atentar contra mi virilidad al ver a la pequeña bolita de pelo negro de raza shih-tzu mini, pero me contuve con tan solo sacarlo de la jaulita para saludarlo.

    Balbina tuvo que regresar a trabajar, y yo me fui de compras en busca de lo necesario para mi nuevo inquilino. En la tienda para mascotas, mientras tomaba algunas cosas, una dependienta se quedó abrazando con el mayor de los gozos a la bolita de pelos. Cuando llegué a la caja, dijo:

    —Disculpe, señor. Creo que todo lo que eligió está muy bien, salvo los colores.

    —Perdón, pero qué hay de malo en ellos.

    —De malo, nada. Es solo que comentó cuando llegó que se lo acababan de regalar y tal vez no se haya dado cuenta de que es hembrita.

    Algo confundido, me le quedé viendo a la bolita de pelos, al mismo tiempo que la perrita hacía lo mismo, cerrando su hociquito como esperando mi reacción.

    —¿En verdad? Nunca he tenido perros hembras, pero OK, con mucho gusto acepto la sugerencia; y si usted me ayuda a escoger todo de nuevo, se lo vamos a agradecer.

    Algo suspicaz, con la transmisión en reversa viendo a la perrita por la sorpresa de su género, levanté mi pie del freno sin mirar atrás, y escuché golpes sobre la cajuela. Al parecer, había chocado con algo. Bajé de inmediato y vi a un señor mayor con el rostro pálido que caminaba por la banqueta; y al ver que no me detenía, golpeó con sus palmas la cajuela. Afortunadamente, nunca aceleré.

    —Señor, discúlpeme. Fui imprudente al salir.

    Ante mi reacción, el señor cambió su semblante de susto por algo molesto, y dijo:

    —Yo me confié esperando que me dieras el pase, pero veo que no me viste.

    —¡Lo puedo llevar a donde usted va!

    —Me gusta caminar, pero está bien, te aceptaré otro aventón —contestó con un gesto irónico casi sonriente.

    Metí a la perrita en su jaula y la pasé al asiento trasero para que el señor se sentara a mi

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