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La valentía de emprender
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Libro electrónico157 páginas1 hora

La valentía de emprender

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¿Quieres emprender y no sabes cómo? ¿No sabes si eres un potencial emprendedor? ¿Qué se necesita para emprender? ¿Te equivocaste alguna vez y te diste por vencido? Este libro es una invitación a que te atrevas, a que aprendas de la experiencia de alguien que pasó por todo tipo de vivencias hasta lograrlo. Un libro que da cuenta de las claves que necesitas saber para dar un paso adelante y jugártela por algo nuevo, por tu propio negocio. Todo lo que debes tener en cuenta para lograr el éxito y evitar posibles errores.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento19 dic 2023
ISBN9789561237421
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    La valentía de emprender - Jaime Villouta

    I.S.B.N.: 978-956-12-3738-4

    I.S.B.N. digital: 978-956-12-3742-1

    1ª edición: noviembre 2023

    Diseño de portada: Javier Fabián

    Diseño interior: jneira@proyectografico.cl

    ©2023 por Jaime Orlando Villouta Porcile

    Inscripción 2023-A-11593

    ©2023 de la presente edición por Empresa Editora Zig Zag S.A.

    Derechos exclusivos para todos los países.

    Editado por Empresa Zig Zag S.A.

    Los Conquistadores 1700, piso 10, Providencia.

    Santiago de Chile.

    Teléfono (56-2) 28107400

    contacto@zigzag.cl/www.zigzag.cl

    El siguiente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD- Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Para mi padre, quien me dio la libertad suficiente para llevar la vida según mis instintos; gracias a eso salí adelante.

    Jaime Villouta

    UN EMPRENDEDOR VALIENTE

    El emprendimiento se puede describir de muchas formas: una ocupación, una vocación, un estilo de vida. Pero para mí, el emprendimiento es, ante todo, un viaje. Una ruta llena de desafíos, aprendizajes y momentos inolvidables. Es tanto la meta final como el camino en sí mismo: un evolucionar y adaptación constante.

    Cada vez que reviso mi propia experiencia, descubro que, en realidad, como emprendedor, yo no miro el mundo por lo que es, sino por lo que podría llegar a ser, y actúo sobre esa visión. Y si bien he vivido experiencias de infinita alegría, no puedo negar que en muchos casos, han sido fruto de un salto de fe al vacío. Un camino donde las certezas apenas existen.

    Conozco al autor de estas páginas. Jaime no solo es un apasionado por el tema, sino también un emprendedor valiente. Por eso puedo asegurarte que sus palabras provienen de un conocimiento profundo del hacer, de su entrega en cada emprendimiento que construye, y en el ensayo y error que conlleva. Del deseo genuino de crear e innovar. De lo importante que es viajar ligero para alcanzar las metas que quieres.

    Su historia de vida está repleta de excelentes momentos, que él, muy inteligentemente, ha podido convertir en enseñanzas y herramientas prácticas para compartir. Porque como bien dice: Si escucho con atención y empatía la historia de un emprendedor, esa experiencia e inspiración también se terminará traspasando a mí.

    Estoy seguro de que este libro será el empujón que necesitas para materializar esa idea, ese proyecto que hace tanto tiempo llevas pensando. O incluso, te inspirará a salir de tu zona de confort, a imaginarte como emprendedor. Te ayudará a enfrentar los desafíos con determinación, a celebrar cada pequeño triunfo, y a dar la cara cuando las cosas se pongan difíciles.

    El mundo del emprendimiento necesita soñadores y líderes valientes. Que este libro, escrito por Jaime, sea una guía para eso y más.

    Daniel Daccarett I.

    C

    OFUNDADOR DE

    C

    ORPORACIÓN

    E

    MPRENDE TU

    M

    ENTE Y

    P

    RESIDENTE DE

    V

    ENDOMÁTICA.

    1

    LA HORA DE DESPABILAR Y MOVILIZARSE

    Tenía dieciocho años y, después de salir de cuarto medio, pasé seis meses acostado. ¡Seis meses! De la experiencia escolar recuerdo momentos de felicidad, de opresión, de compañerismo, de frustración y, sobre todo, de recriminaciones académicas. Porque sí: era un pésimo estudiante, tenía el peor promedio del curso, ¿y saben lo curioso del asunto?, nunca me dio vergüenza que me lo recordaran. Sencillamente no me movía un pelo. A veces intentaba mejorar, concentrarme, mi mamá pagaba con mucho esfuerzo profesores particulares para que me reforzaran en las tardes, pero no había caso, no subía la mínima nota. Los contenidos de las asignaturas no los entendía ni me conmovían. Asumía que no era tonto. ¿O sí? No me importaba aclararlo; pasaba apenas de curso, y el punto es que no podía tomarle el valor al estudio o a lo que me enseñaban, era incapaz de rendir en eso que me exigían, en eso que –decían– iba a definir mi futuro.

    En este escenario, en diciembre de 1997 me tocó dar la Prueba de Aptitud Académica y solo recuerdo que me aburrí muchísimo. A los pocos minutos ya no tenía qué hacer. No sabía cómo responderla, de la pregunta treinta en adelante quedé bloqueado. Iba a ser imposible continuar. Le dije a la persona que vigilaba oiga, señora, yo me voy, no puedo terminar la prueba, no me siento bien, no podría completar nada. Ella me miró con sospecha y me dijo claro, joven, tiene el derecho a irse, ¿pero está seguro?. Y la verdad es que no era rebeldía ni nada parecido. Simplemente una voz interior, una fuerza honesta, me decía que no debía estar ahí. Había egresado del colegio más exclusivo de la zona y comprendía que yo no seguiría el camino del resto de mis compañeros. Nadie de nosotros –nadie que hubiese tenido mis envidiables oportunidades– se iría a trabajar de inmediato. Se asumía que, antes de eso, todos tendríamos lugar en la universidad, pero, la verdad, yo no alcancé ni el mínimo puntaje para postular a cualquier cosa.

    Y una mañana mi papá salió del baño, abrió El Mercurio, buscó mi RUT y vio mi puntaje.

    –Jaime –me dijo–, ¿sabe lo que significa esto?

    –Sí, papá…. O no, quizás no. No lo sé tanto.

    –¿Usted sabe que estoy quebrado, que no tengo ni un peso?

    –Sí, papá.

    –¿Usted entiende que no le podría pagar una universidad privada, cierto?

    –Sí, papá. Lo entiendo. Pero…

    En ese momento mi papá me miró y, sin tocarme, me golpeó fuertemente. Me explicó en palabras lo que yo sabía, pero no quería procesar: yo no iba a ir a la universidad, no había plata para pagarme ninguna carrera. Pero lo más grave, quizás, es que yo no tenía ninguna orientación. Mis papás me querían, lo sabía, hacían lo que podían, pero no había nadie que me dijera: Jaime, ándate por este camino, este es tu lugar, esa es tu área, dedícate a esto, tú naciste para esto. No. Nunca tuve a alguien que me dijera eso.

    Por más que me gustaba transmitir seguridad, me sentía absolutamente solo. Y comenzaría a estarlo cada vez más.

    A los días sentí que la vida me pegaba palazos en la cabeza. La mañana me abatía, la tarde me nublaba, en las noches tenía sueños extraños. Me sentía un zombie. Todo me dolía o me era indiferente. De repente pasó el verano y, en marzo, cuando mis amigos comenzaban la universidad, yo –por primera vez– entendí que debía enfrentarme a la vida. ¿Pero qué significaba eso? Que mientras mis amigos de adolescencia contaban de sus vidas llenas de novedad, carretes y panoramas interesantes, yo tenía que despertar, salir de la placenta, dar a luz a un nuevo sujeto. ¿Pero cómo encontraría esa luz? Me daba vergüenza salir a la calle, me daba vergüenza contarle al mundo que no tenía un peso y de que probablemente tendría que trabajar. Yo no iba a ser el niño mimado al que le compran un auto para ir a la universidad.

    Y así, paralizado, me dediqué a dormir. Comía, me acostaba, veía tele, comía, miraba el techo, volvía a comer y dormía (ahora que lo pienso, quizás me estaba cargando para funcionar el resto de mi vida). Y durante esos seis meses mi papá nunca me exigió levantarme más temprano, nunca me pidió nada. Siendo un hombre muy exigente, durante ese periodo solo me observó. Miraba mis desplazamientos (como si mirase esos programas del Animal Planet), sin pena, sin cariño, condescendencia o lástima. Solo me observaba. Y así pasaron los meses, hasta que una mañana me sentí completamente mareado. Me miré en el espejo y, no sé cómo explicarlo, de repente sentí un torbellino interno y se me ordenaron las cosas. ¿Para qué vine al mundo?, me pregunté mirándome, ¿para qué cresta vine al mundo?... Yo nunca he sido religioso, pero comencé a recordar la parábola de los talentos. ¿Cómo era? Según yo, algún día íbamos a morir, Dios nos recibiría en el cielo y nos preguntaría a qué vinimos al mundo. Yo le di talentos –nos diría–, ¿usted los desarrolló?. Y yo pensaba: chuta, si me muriera ahora, no sabría qué responderle. Le diría Oiga, Dios, ¿sabe?, yo la verdad no sé cuál es mi talento. O sea no lo encuentro, pero quizás lo sospecho.

    Y así, despejando la niebla, o algún velo de la vida, fui al living y miré a mi padre que estaba fumando y leyendo el diario. Delante de él pegué un grito; no a él, sino a mí, o a quien sea. Le pegué un grito a la vida, supongo. Muy seco. De

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