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Mi primera vez, después de ti
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Libro electrónico327 páginas4 horas

Mi primera vez, después de ti

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Información de este libro electrónico

A Paula, una soñadora treintañera con un corazón sensible, la vida se le torna un laberinto sin sentido. Atada a una rutina asfixiante, se percibe como una espectadora pasiva de su propia existencia, incapaz de liberarse de las cadenas que le atan. Sin embargo, un destello de valentía ilumina su interior, llevándola a dar el primer paso para escapar de la monotonía: poner fin a su relación con Rodrigo. Con el corazón temblando, Paula cierra el capítulo de una conexión que prometía seguridad pero que, al mismo tiempo, le alejaba de su esencia. En este momento de metamorfosis, tres amigas entrañables, enfrentando sus propias batallas internas, deciden ser compañeras en este nuevo viaje hacia el autodescubrimiento.
Paula se enfrenta a sus miedos, desafiando inseguridades y buscando su voz en un mundo en el que permaneció en silencio demasiado tiempo. En el transcurso de esta travesía, el destino le tiene reservada una sorpresa: Martín, un hombre con una mochila cargada de fantasmas y heridas del pasado. A pesar de sus diferencias, descubren que comparten el anhelo de liberarse de las cadenas que les anclan, buscando la paz interior. Juntos, se sumergen en una historia de amor rebosante de primeras veces, desafiando las expectativas y descubriendo que la vida puede ser mucho más que una serie de eventos predecibles.
Mi primera vez, después de ti es una cautivadora narrativa juvenil que invita a liberarse de las expectativas impuestas y a abrazar el vértigo emocionante de la autenticidad. Con personajes entrañables y giros inesperados, esta historia inspira a los jóvenes lectores a seguir el latido de sus propios corazones y a embarcarse en el emocionante viaje del autodescubrimiento y el amor verdadero.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2024
ISBN9788411819640
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    Mi primera vez, después de ti - Noemí León Arcas

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Noemí León Arcas

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-964-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Prólogo

    Querido lector o lectora:

    Ahora que las páginas de este libro están en tus manos, te invito a que reflexiones sobre todas las primeras veces que han marcado tu vida. Algunas de ellas se guardan en el corazón y otras en el fondo de la retina. Quizás haya algunas que se han desvanecido en algún rincón lejano de la memoria sin que seas consciente de cuán significativas fueron.

    Te aseguro que has vivido numerosas primeras veces y aún te esperan muchas más por descubrir. De hecho, al escribir cada una de las líneas en las que estás a punto de adentrarte para vivirlas en primera persona, yo misma he vuelto a sentir las emociones de muchas de mis primeras veces. Y otras muchas que tengo pendientes de vivir. Y otras que no querría que hubieran ocurrido.

    Porque en ocasiones necesitamos abandonar la seguridad de lo conocido para adentrarnos en la incertidumbre de lo nuevo. ¿No te parece un tanto peculiar?

    Sigue leyendo para descubrir por qué, a veces, es esencial olvidar lo que pensábamos que éramos para encontrarnos con nuestra verdadera esencia.

    Y todo ello para volver a vivir una primera vez…

    Capítulo 1

    Lucía

    Siempre he querido vivir las aventuras románticas de mis libros y películas de la infancia. Chico conoce a chica. Chica está enamorada de chico desde preescolar. Chico rehúye. Chica se desencanta. Chica empieza a crecer, cambiar y conocer a otros chicos. Chico se da cuenta de lo increíble que es chica. Chica y chico se reencuentran, se enamoran y son felices. Final feliz. Cuento feliz. He crecido viendo en mis películas favoritas ese drama romántico. Yo quería tener mi propio drama romántico. Pero nadie me dijo que la vida, al igual que te ilusiona, te decepciona. En fin, empecemos en el momento en el que mi vida cambió.

    Verano, 2016.

    Rodrigo y yo habíamos organizado las vacaciones de verano, como todos los años, en febrero. Rodrigo me enseñó las cualidades de ser una persona precavida, prudente y sensata. El orden y la organización eran imprescindibles en nuestra vida. Era importante ser previsores, buscar el presupuesto ideal y realizar una comparativa con diferentes agencias, elaborar un Excel con los gastos previstos y los gastos que podían surgir sorpresivos, crear una lista de los sitios de interés… Era todo un trabajo de investigación que debía tener su inicio y final en ese mes. No podíamos demorarnos en la elección, ya que, como decía Rodri, «las mejores ofertas caducaban pronto». Dicho así sonaba aburrido, monótono. Pero, al principio, no lo sentía así. Los primeros años fueron emocionantes. Creamos nuestra burbuja, nuestro espacio para buscar juntos un destino, abrir una botella de vino mientras decidíamos dónde queríamos ir, buscar hoteles y excursiones, respetar las opiniones, crear momentos inolvidables queriendo llenar la mochila de nuevos recuerdos. Ese primer año creamos el ritual: metíamos en una bolsa, oscura, papeles con los destinos que nos habían llamado la atención durante el año, y el afortunado era nuestro destino de vacaciones. Cierto es que, desde ese año, el destino que me gustaba lo repetía en todos mis papelitos. Creo que Rodrigo hacía lo mismo. La búsqueda para inspirarnos en el montaje de nuestro viaje evocaba en mí un recuerdo de la infancia. Era igual que cuando, antes de existir internet y los ordenadores en casa, había que hacer el trabajo de historia y acudía a los enormes tomos de la enciclopedia que tenía perfectamente ordenados y etiquetados mi padre en su despacho. Yo, tras encontrarlo, me sentaba en su escritorio, en su formidable mesa, imponente, de madera, y con la luz tenue del flexo verde y dorado que descansaba en la esquina, comenzaba a leer, subrayar «con lápiz, siempre con lápiz, Paula, que se puede borrar» y resumir en folios blancos, inmaculados, lo que sería mi trabajo final. Luego, al terminar, corría a la cocina y comenzaba a quemar los bordes, soplando para que se apagaran rápido porque, de esa manera, parecía antiguo, tenía empaque y simulaba un papiro. Aprendí a hacerlo veloz y en la cocina porque la primera vez que lo intenté, no soplé como debiera y acabó todo el trabajo chamuscado, una quemadura de primer grado en mi mano derecha y una marca en la mesa de madera que mi padre supo disimular con un recuerdo de sus múltiples viajes de trabajo. Al principio era una tarea dulce que, en los últimos años, empezaba a ser cada vez más conflictiva. Además, nuestra búsqueda con vino quedó sustituida por formularios a varias agencias online. Online. Presencial hubiera sido «perder tiempo», como decía Rodri. Nuestro tiempo es valioso y necesitábamos optimizar cada segundo del mismo. Por ello, la ilusión de querer viajar se había convertido en algo monótono que ya no suscitaba en mí el nerviosismo y la ilusión del principio. Ojalá poder borrar los recuerdos igual de fácil que borraba el lápiz de las páginas para volver a dejar el tomo donde descansaba.

    Rodrigo es arquitecto y, haciendo honor a su profesión, le encanta tener todo cuadriculado. Irradia seguridad a través de sus ojos castaños profundos, en su forma de vestir, en su forma de hablar. Siempre neutro. Es musculoso, aunque delgado. Tiene tres años más que yo. Eso me gustaba. Siempre me había gustado que fueran mayores que yo. Además, desde el principio, Rodrigo fue muy protector conmigo. Era paternalista. Eso también me gustaba. En todas las películas adolescentes americanas el chico siempre era mayor, más alto, más fuerte, más deportista, que se fijaba en la chica pequeña, insegura, estudiosa, patosa, de gafitas y coletas, a quien nadie mira pero que, luego, tras sufrir un proceso de cambio profundo, entra al baile de fin de curso despampanante, del brazo del fornido chico de primera clase. Y todo el mundo se giraba. Miraban, cotilleaban y susurraban que QUIÉN era ella. Así me sentía al principio con él. Quién era yo, una chica menuda, sin rasgos despampanantes, patosa, que había conseguido que el chico guapo se fijara en ella. Menuda suerte había tenido, y menuda forma de inculcarnos realidades irreales con contextos románticos de bajo alcance y altas expectativas. En más de una ocasión, pensé que podía poner una demanda a Disney por tantos sufrimientos y pasarle las facturas de la psicóloga para reorganizar mi mente. Cambiar el filtro de las gafas ha sido caro.

    Rodrigo y yo nos conocimos en la universidad, concretamente en la biblioteca. Qué cliché. Es la historia romántica que esperaba. Me encontraba en mi último año de carrera y me había levantado para ir a por mi cuarto café del día, tenía la mesa llena de papeles, botellas de agua y bebidas energéticas, así como mil pósits alrededor con las ideas más importantes que debía memorizar. Rosas, naranjas y amarillos. Me gustaba ir a la biblioteca a estudiar pese a que, en mi casa, tenía un precioso estudio, con la misma mesa de madera que guardaba una quemadura escondida bajo una piedra de pirita. Con el mismo flexo dorado y verde, pero vacío desde que mi padre falleció, hace años, durante mi segundo año en el instituto, y me acostumbré a huir de los lugares y esconder recuerdos, como esa marca de papel quemado. Solía acudir por las tardes y los fines de semana. A veces sola, a veces acompañada. Los fines de semana solían ser más solitarios. A veces, me acompañaba alguna amiga, pero ese espíritu de biblioteca tenía apogeo solo en las épocas finales de exámenes, y Enfermería era una carrera de relevos, en la que, compaginándolo con las prácticas en el hospital, había que ir haciendo exámenes paulatinamente. Desconocía qué eran los trimestrales, las salidas de los jueves o las tardes en la cafetería jugando a las cartas. Mi prioridad era mi carrera, mi profesión, mis estudios. No había cabida para más entretenimiento. Aun así, logré hacerme varias amigas con las que, a día de hoy, sigo teniendo contacto y la alegría de vernos y juntarnos, aunque la vida haya tenido para cada una planes diferentes.

    Cuando regresé, había un nuevo papel en mi mesa que decía: Hoy estás realmente bonita. Miré perpleja alrededor. ¿Yo? ¿En serio? ¿Quién se habría fijado en mí? Creo que en ese instante sonreí, no estoy segura, porque estaba realmente cansada, pero me gustó encontrar esa nota. Al día siguiente, apareció otra nota: A ver si consigues no llenar la mesa con tantos colores. Y al otro. Y al siguiente. Hasta que, al final, llegó el definitivo: ¿Me das tu número de teléfono? Fantaseaba con todos los chicos de la biblioteca. Podía ser el alto rubio que estudiaba Magisterio, o el moreno con gafas que preparaba oposiciones. Levanté la mirada y miré a mi alrededor a ver si alguien se cruzaba con la mía. Pero nada. En ese momento, alguien me tocó por detrás, con un café en la mano. Era Rodrigo. Lo primero en lo que me fijé fue en sus ojos perfectos castaños, profundos, y en su sonrisa, tímida. Me gustaba fijarme en la expresión de la sonrisa de la gente, y ver si casaba con la expresión de sus ojos. Había veces que la gente sonreía mucho, pero sus ojos expresaban tristeza. Otras veces, la mirada se iluminaba y casi no había un atisbo de figura en los labios. Costumbre rara que aprendí en el funeral de mi padre. Rodrigo era coherente: su mirada nerviosa y su sonrisa avergonzada mostraban el interés y la valentía de ese momento. Se sentó a mi lado, apartando algunos folios y libros, mirando con curiosidad esa mesa arcoíris. Carraspeó un par de veces, como si tratara de invocar a la voz que hubiera desaparecido en los fondos del averno, y se presentó:

    —Hola, me llamo Rodrigo. —Su mirada recorría toda mi expresión.

    —Paula. —Extendí mi brazo en señal de saludo—. Encantada.

    Durante unos segundos observé que ese gesto había sido confuso ya que titubeó entre darme la mano liberada o el café de la otra. Decidió darme el café. Fue gracioso.

    Iniciamos una tímida conversación, donde las palabras giraban en torno a nuestros estudios y, tras ella, nos dimos los teléfonos. Fue curioso porque, tras levantarse de mi mesa y regresar a la suya, vibró mi teléfono catapultado tras el manual de Medicina Quirúrgica (probablemente la asignatura más importante de toda la carrera y la que más me costaba estudiar). Llamada perdida. Sonreí y me giré para mirarle, con la mala suerte de que empujé el café con el brazo, vaciando todo el contenido por el suelo. Mi cara, atónita en ese momento, se convirtió en una estrepitosa risa. Me guiñó un ojo. A partir de ese instante, cuando llegábamos a la biblioteca, nos hacíamos una perdida. Un toque. Eso significaba que habíamos llegado. Qué recuerdos: los toques, las perdidas para avisar y continuar con el coqueteo y flirteo, rezando para que no lo cogiera o mi tarjeta prepago consumiría unos céntimos de más. Noche tras noche, al finalizar el estudio, me acompañaba al coche, charlábamos, nos rozábamos las manos, nos reíamos. Aún recuerdo lo feliz que llegué a casa cuando nos besamos por primera vez en el parking, bajo la luz tenue de las farolas, entre agua y cítricos. Ese día era lluvioso y había pequeñas gotas en el cristal del coche. Habíamos caminado juntos bajo su enorme paraguas. Me acompañó hasta mi coche, que, estratégicamente, guardaba una distancia pequeña con la suya. Siempre intentaba aparcar en el mismo parking que él para tener la excusa de poder acompañarnos sin desviarnos. Había pasado una semana desde el primer encuentro, y tenía la esperanza de que el beso llegara pronto. Mis amigas decían que quizás habíamos estado demasiado tiempo en la friend zone (qué manía con ponerle a todo nombre) y que solamente quería que fuéramos amigos. Yo esperaba que no fuera así, incluso, detectaba señales de algo más. Yo, que soy miope. Entonces, cuando estábamos en la puerta de mi coche, comenzó a llover más fuerte y nos metimos dentro. Ahí estábamos los dos oliendo a melocotón por el nuevo ambientador, cuando, de repente, se acercó despacio y me besó. Fue un beso casto, tierno, dulce. Un beso que pedía permiso. Pero fue nuestro beso. Desde ese instante supe que era ÉL. Hasta ahora. Diez años más tarde.

    Cuando empezaba el verano y llegaban, por fin, las ansiadas vacaciones, aprovechando que Madrid se queda vacío, nos bajábamos a Alicante, nuestra ciudad de comienzo, la que nos acompañó en tantas primeras veces. Mis padres tenían un piso en la playa que, tras fallecer mi padre, mi madre me lo cedió para que pudiéramos tener intimidad. Mi hermana se quedó con el piso del centro, y yo con el de la playa. Era pequeño, coqueto, de una sola habitación, con urbanización y piscina, paredes lisas y cocina integrada en el salón, que guardaba con cariño y que preferí quedarme porque en él guardaba increíbles recuerdos de mi infancia. Estaba lleno de fotografías colgadas en las paredes, de todos nuestros viajes, y la nevera estaba llena de imanes de cada uno de nuestros destinos. No alcanzaba a ver el color de la puerta ya que era un mosaico de figuras y nombres.

    Como decía, teníamos organizado el viaje de verano. Entre maletas y ventiladores, sonó el teléfono de Rodrigo. El último iPhone que descansaba en la mesa del salón y que empezó a vibrar y emitir una sonora luz. Varias veces. Estaba en la ducha porque decía que el calor de aquí es pegajoso. No sé en qué momento se volvió tan gruñón. Al ver que no paraba, me acerqué al teléfono: cinco llamadas perdidas. Lucía. Dos wasaps nuevos aparecieron en la pantalla: ¿Por qué no me coges el teléfono? ¿Estás con ella?

    El corazón me dio un vuelco. Empecé a notar cómo las manos me temblaban. Notaba cómo el latido cada vez era más rápido. La boca seca. Las rodillas se estremecieron, cediendo a esa postura y obligándome a sentarme en el sofá. En ese instante, y sin pensar, abrí el móvil y leí la conversación. Lucía. Entre varios hilos de mensajes, frases sueltas: Solo quiero abrazarte. Daría lo que fuera por estar ahí contigo ahora. Me imagino un futuro juntos… Pestañeaba fuerte para comprobar lo que estaba leyendo. La visión era borrosa y parecía que la mente no procesaba las frases, a las que volvía otra vez para digerirlas.

    Cuando salió de la ducha, con unas bermudas y una camiseta corta azul, me encontró blanca, ojiplática, con los ojos rojos y susurrando en voz baja mi incredulidad. No daba crédito a lo que había leído. ¿Me había engañado? ¿Durante cuánto tiempo? No se movió. Se quedó pálido. Empezó a temblarle el labio. Su móvil estaba en mi mano y, desde el altavoz, Lucía, contándome toda su relación.

    Capítulo 2

    Paula

    Ojalá hubiera sido así. De esa manera, mi sentimiento de culpabilidad no sería tan abrumador, tan paralizante y podría perdonarme a mí misma. En realidad, lo que os he contado no es verdad.

    No había ninguna Lucía. Bueno, en realidad sí, pero Lucía y Rodrigo son compañeros de trabajo, y, junto a su marido, fueron de las primeras parejas de amigos que hicimos cuando aterrizamos en Madrid. Lucía y Jacobo eran encantadores. No sé por qué había fantaseado con Lucía como posible amante de Rodrigo. Ni siquiera se soportan en ese plano. Sin embargo, me había imaginado mil veces que, si Rodrigo se enamoraba de otra persona, me era infiel, me dejaba, me engañaba… tendría la excusa perfecta para poder romper con aquella relación que me hacía sentir vacía. Era patética y cobarde. Así me sentía en ese instante. Había cruzado la famosa frontera de los 30 (¡treinta años!) y tenía todo lo que se suponía que me debía hacer feliz: un buen trabajo, aunque no era el trabajo de mis sueños ni me sentía como se suponía que debía sentirme, «haz lo que te guste, y no tendrás que trabajar ni un día más». Pensaba que había elegido bien mi carrera, mis estudios, mi profesión, pero odiaba madrugar, me molestaba profundamente tener que usar una hora de mi descanso para que me diera tiempo cruzarme la mitad de la ciudad para llegar puntual a la clínica, en la que mi principal tarea era replicar tareas y guardar datos en un ordenador. No me imaginaba mi futuro así. Mi compañero de viaje, una persona estable, que me aportaba tranquilidad, que tenía un trabajo remunerado que nos permitía tener un nivel de vida elevado, un futuro organizado, planificado, una rutina. Lo tenía todo. T-O-D-O. Pero esa palabra, realmente, estaba vacía. No podía ser más irónico. Una palabra que significa completo, íntegro y yo me sentía, con todo, hueca.

    Sentía que me ahogaba. Desde hacía meses, sabía que había algo que no estaba funcionando. No era Rodrigo. Rodrigo era un hombre encantador (cuando se lo proponía, claro), serio, estricto, de esos que se plancha la raya del pantalón antes de ir a trabajar, quien se encarga de cerrar todos los tapones de botella que dejo abiertos por la casa. Quien revisa las cuentas de los restaurantes antes de marcharse. No era Rodrigo. Era yo.

    Desde hacía meses, sentía que no encajaba con la vida que había elegido. Porque la había elegido, nadie me la había impuesto. No era como cuando estabas en el colegio y te tocaba en el equipo de gimnasia en el que sabías que ibas a perder. Ahí no elegía. Me lo imponía mi profesora, Reme, que decía que teníamos que ser un grupo equilibrado y heterogéneo o nunca aprenderíamos a trabajar en equipo. Sé que lo decía por mí porque trabajar en equipo no me gustaba. No sabía delegar, me gustaba controlar todos los aspectos y casi nunca era capaz de sentir la calma de que, remando juntos, llegaríamos a la meta. Así que lo que hacía era coger el balón y correr yo sola. Mi padre siempre decía «Elige bien, Paula» o «Donde no hay decisiones, no hay vida». Desconozco de dónde sacaba esas frases, si de los libros o de su vida, pero había intentado continuar con su sabio consejo. Aun así, me notaba apática y no paraba de cuestionarme: «¿Es esta realmente la vida que quiero?». No había nadie, no había ninguna razón objetiva para romper con mi relación. Solamente, que ya no quería a Rodrigo y no quería la vida que llevábamos juntos. No sabía cómo explicarle todo eso, que me ahogaba, que necesitaba que nuestra rutina cambiara, de ver pelis y sushi los viernes y sexo monótono los sábados a… algo más. Más de una vez había fantaseado con algún compañero de trabajo, de salir tarde, tomar algo en un bar y acabar follando en la parte de atrás de su coche. Más de una vez me había escapado a la ducha para sentir el placer de mi libido brotar entre mis piernas. Lloraba por las noches porque sentía que no valoraba la vida que me habían regalado y me levantaba con una falsa sonrisa para empezar un nuevo día. Si alguien hubiera tenido el mismo toc que yo, se habría dado cuenta de que mi sonrisa y mi mirada no estaban en sintonía. Una buena vida, y yo la despreciaba. Me sentía ruin, despreciable, a veces no podía respirar y mis pensamientos me ahogaban.

    Como decía, teníamos organizado el viaje de verano. Entre maletas y ventiladores, sonó el teléfono de Rodrigo. Varias veces. Estaba en la ducha porque decía que el calor de aquí es pegajoso. No sé en qué momento se volvió tan gruñón. Al ver que no paraba, me acerqué al teléfono: cinco llamadas perdidas. Lucía. Dos wasaps nuevos aparecieron en la pantalla: ¿Por qué no me coges el teléfono? ¿Estás con ella?

    En ese instante, y sin pensar, notando los latidos de mi corazón, abrí el móvil y leí la conversación: ¿Se lo has pedido ya? (Anillo) ¿Qué te ha dicho? Iba a pedirme matrimonio. Ojalá hubiera leído los mensajes que me había imaginado. Cuando salió de la ducha, estaba sentada en el sofá, pálida. Con el teléfono en la mano. Solo alcancé a decir: tenemos que hablar.

    Capítulo 3

    Punto cero

    La discusión con Rodrigo fue incómoda y amarga. Tras diez años juntos de relación, no sabía cómo explicarle que esa inversión no había salido como esperábamos. Seguíamos en el salón, la luz del sol seguía entrando poderosa y alcanzaba a vislumbrar cómo varias de gotas de sudor continuaban derramándose por la frente de Rodrigo. Acariciaban su piel, y aquella cicatriz de hacer submarinismo en una de nuestras dulces vacaciones. Mis manos estaban sudorosas, pero no sabría decir si del calor o de los nervios. Comencé a jugar con los anillos que descansaban en mis dedos finos. Los últimos veranos los recordaba muy calurosos, al punto de que había empezado a notar cómo otras partes de mi cuerpo sudaban, como los pies. Esa situación provocó que el verano anterior se resbalara el pie de la sandalia y bajara culeteando las escaleras del piso, con sandalia rota incluida y un breve esguince. El resto del verano, no pude usar sandalias. «Vuelve». Mi cabeza había divagado a un momento anterior. Seguía teniendo delante a Rodrigo que empezaba a desesperarse por mi largo silencio. Carraspeé.

    —Últimamente me siento vacía, Rodri —intenté empezar a explicarle cómo me sentía para que pudiera comprender mi situación vital.

    —¿Vacía de qué? ¿Qué es lo que no te gusta de nuestra vida? No tenemos una mala vida, Paula.

    —Lo sé —continué— y siento frustración por pensar así. Tengo la sensación de que ha pasado todo muy rápido, que no he tenido tiempo para tomar mis propias decisiones y el camino que he recorrido siempre ha venido marcado.

    —Lo que tienes es una crisis, la crisis de los 30, ya está —intentaba aclarar con voz tranquila—. No le des importancia. Se te pasará. Siempre se te pasa.

    Me miró de forma condescendiente, desde la altura de estar de pie y yo, sentada, con los brazos en jarra, apoyándose en sus caderas. Todavía imponía más la situación. Pude alcanzar a ver qué estaba pensando, como si fuera una rabieta de niña pequeña, a la que no le dejan jugar más con sus muñecas, ver la tele o seguir chateando por el móvil, porque es tarde y se debe ir a la cama. Me recordaba exactamente a eso. Cuando de pequeña me enfadaba con mis padres porque quería ser mayor, y les rogaba que me trataran como tal. Mis padres, aplicando la lógica paternal posible y la santa paciencia de no devolver a su hija (aunque eso no pudiera ser realista), me explicaban por qué no me dejaban cuidar de mi vecino, tres años mayor que yo, mientras sus padres estaban fuera y sí podía hacerlo la niñera que habían contratado y que todavía iba al instituto. Mi argumento se basaba en que, de esa forma, yo podría comprarme todas las muñecas y mamá no vendería sus pulseras en la tienda situada al

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