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...Porque la noche ya no es oscura: Los efectos de la contaminación lumínica
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Libro electrónico215 páginas2 horas

...Porque la noche ya no es oscura: Los efectos de la contaminación lumínica

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Durante millones de años, los ciclos naturales de luz/oscuridad (día/noche), condicionaron la diferenciación de las especies animales y vegetales en diurnas, nocturnas o crepusculares. Sin embargo, desde hace alrededor de cien años, apenas ¡un milisegundo! en nuestra historia evolutiva, la oscuridad de la noche ha sido anulada por la acción humana. La luz eléctrica de alta intensidad ha terminado con la oscuridad natural de la noche. Hemos creado la «contaminación lumínica » algo cuyos efectos solo son en parte conocidos (en los humanos: riesgo de sufrir obesidad, diabetes, depresión, neoplasias, trastornos del sueño, etc.), y que se extienden a todos los seres vivos que pueblan la Tierra. La descripción de los efectos biológicos de la luz eléctrica (contaminación lumínica), en animales y plantas, constituye el objetivo de este libro.
IdiomaEspañol
EditorialMirahadas
Fecha de lanzamiento9 oct 2023
ISBN9788419859952
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    ...Porque la noche ya no es oscura - Emilio J. Sánchez Barceló

    Capítulo I

    El sol: gasolina y reloj

    La luz natural como fuente de energía. La alternancia día/noche como factor determinante en la evolución de las especies.

    El sol es una inagotable fuente natural de energía para la Tierra. La totalidad de las actividades industriales desarrolladas por el hombre durante un año apenas consumen una cantidad de energía equivalente a la que el sol envía a la Tierra en tan solo 90 minutos. Esa energía solar la aprovechamos en forma de calor, pero también la transformamos en otras formas de energía de las llamadas «renovables», porque se obtienen a partir de fuentes naturales virtualmente inagotables. Por ejemplo, nos sirve para obtener energía eléctrica, aprovechando el efecto fotovoltaico. Otra forma de energía renovable, la eólica, también depende indirectamente de la energía solar, ya que el calentamiento de masas de aire por la acción del sol es el origen de los vientos que mueven las aspas de los aerogeneradores.

    Todos los seres vivos somos máquinas de conversión de energía solar que, directa o indirectamente, utilizamos para todas las funciones vitales. Los animales, a partir de combustibles orgánicos como hidratos de carbono, grasas y proteínas que adquirimos con la comida, generamos ATP (adenosín trifosfato), una molécula que es como la «gasolina» que quema el músculo para obtener la energía necesaria para producir el movimiento. Como cuenta Harari³ en su maravilloso ensayo Sapiens, antes de la generalización de las máquinas en la revolución industrial, la potencia muscular del cuerpo humano y de los animales domésticos era el único medio disponible para la conversión de energía en movimiento.

    Pues bien, aunque suene raro, el sol es también el origen de toda esa fuerza muscular. Las plantas y ciertas bacterias generan su propio alimento usando sustancias simples como dióxido de carbono y la energía de la luz, es decir, son organismos autótrofos. Para ellos, la luz solar es necesaria para llevar a cabo el proceso de la fotosíntesis⁴. Pero nosotros, los animales, somos heterótrofos; no somos capaces de consumir directamente la materia orgánica del medioambiente, sino que nos nutrimos con la procedente de otros seres vivos, ya sean animales o vegetales. Somos pues, también, aunque indirectamente, subsidiarios de la luz solar, ya que de ella dependen las plantas con las que se alimentan los animales herbívoros que, a su vez, nutren a los animales carnívoros, mientras que nosotros, omnívoros, nos alimentamos de ambos. Cierro el párrafo citando de nuevo a Harari: «Casi todo lo que la gente ha hecho a lo largo de la historia ha estado accionado por la energía solar que es captada por las plantas y convertida en potencia muscular».

    Siempre se habla del sol como una inagotable fuente de energía, pero se tiende a olvidar su faceta como gran reloj del universo. El sol es una especie de master clock que sirve de «señal», de «dador de tiempo», para todos los seres vivos del Planeta. Desde la invención de los relojes, medimos el tiempo cada vez con una mayor precisión, generalmente innecesaria. Sin embargo, cuando se produce el todavía bianual cambio del horario oficial, se reabren sesudos debates sobre sus ventajas e inconvenientes, en los que casi siempre se termina hablando del «horario solar»; de la conveniencia de acompasar el curso de nuestra vida social a las variaciones anuales de la luz solar, es decir, a los ritmos solares. Pero tampoco voy por ahí, cuando me refiero al sol como reloj. Lo que estoy pensando es en la luz solar como la «señal» que controla los ritmos biológicos de animales (humanos incluidos) y plantas. Estoy pensando en la luz solar como la «señal» que les dice a los animales salvajes cuándo deben dormir, estar activos, reproducirse, migrar, hibernar o llevar a cabo cualquiera otra de sus funciones fisiológicas. Estoy pensando en la «señal» que les dice a las plantas cuándo deben echar los brotes de crecimiento, o florecer, o producir frutos, o desprenderse de las hojas. Estoy pensando, en definitiva, en la «señal» que pone en hora el reloj biológico de todos los seres vivos y que sirve de referencia para todos los procesos vitales.

    Bueno, quizás deba ser un poco más preciso. Como diría cualquier físico, una «señal» lo es porque se diferencia del «ruido» de fondo. En un hipotético mundo en el que el sol no se pusiera nunca, la luz solar no podría ser una señal; lo es porque se alterna con otra, la oscuridad, la noche. A consecuencia de la rotación de la Tierra alrededor de su eje, se configuran dos periodos que llamamos día (con luz solar) y noche (sin luz solar, salvo el reflejo lunar de la misma). Como todo el mundo sabe, este ciclo tiene una duración total de 24 horas. Hay, sin embargo, un detalle que es mucho menos conocido. Me refiero a que la duración del día y la noche ¡no ha cambiado prácticamente nada! a lo largo de los miles de años transcurridos durante nuestro periodo evolutivo. Los ritmos geofísicos se caracterizan por una gran estabilidad. La duración del periodo de traslación de la Tierra alrededor del sol, lo que en definitiva determina las estaciones del año, no ha variado prácticamente en milenios, mientras que el periodo de rotación alrededor de su propio eje, es decir, la duración del día y la noche, que en el periodo Cámbrico⁵ era de aproximadamente 21 horas, si ha experimentado una deceleración hasta las actuales 24 horas. Sin embargo, este cambio en la duración del día solar es insignificante, ya que representa solo aproximadamente 0,002 segundos por siglo. Podemos decir que la duración del día en nuestro Planeta es hoy prácticamente la misma que hace 10000 años y que lo será también pasados otros 10000 años más. Lo único que seguirá variando es la duración relativa del día y la noche a lo largo del año.

    En la evolución de las especies han influido los sucesivos cambios medioambientales, que han actuado como factores de selección natural. Tomemos, como ejemplo, la evolución del metabolismo humano. Mi colega, el profesor Enrique Campillo, lo explica muy bien en su libro El mono obeso⁶. Cuenta Campillo, que nuestro actual sistema metabólico es el resultado de millones de años de evolución, en los que nuestros genes fueron continuamente adaptando nuestro organismo a las diferentes formas de alimentación, impuestas por los sucesivos cambios medioambientales que condicionaban tanto el tipo como la cantidad de alimentos disponibles. En definitiva, que los distintos tipos de nutrición por los que necesariamente fueron pasando nuestros antepasados, desde que fueron cazadores recolectores hasta la revolución agrícola, les obligaron a adaptarse o desaparecer, configurando lo que somos en la actualidad. También los cambios climáticos, seleccionando a los homínidos con mayor tolerancia a los cambios térmicos, fueron elementos fundamentales en el diseño evolutivo de nuestra especie. Podemos seguir así, analizando variables dependientes del medioambiente y siempre terminaremos aceptando que el proceso de selección natural en respuesta a los cambios en tales variables condicionó la evolución de todos los seres vivos.

    Y aquí llegamos a lo que desde el principio del capítulo quería plantearte y para lo que me he servido de toda la disertación anterior. Si los «cambios» en el medio ambiente fueron factores determinantes de la evolución, ¿por qué no iba a serlo también una señal medioambiental tan «robusta y estable» como la alternancia día/noche? Obviamente, lo ha sido. La alternancia día/noche (luz/oscuridad) ha condicionado la evolución de todos los seres vivos. Ha hecho que los ecosistemas terrestres y acuáticos se organizaran alrededor de la luz natural, es decir, de los ciclos diarios y estacionales de la duración del día y de la noche. Las distintas especies animales han evolucionado diferenciándose en diurnas, nocturnas o crepusculares, en función del momento del ciclo diario en el que desarrollan la mayor parte de su actividad. Para la práctica totalidad de los organismos que pueblan la Tierra, animales y plantas, el ciclo luz/oscuridad ha sido el principal elemento regulador de su biología... hasta que llegó la luz artificial. Algo ha ocurrido hace alrededor de un siglo que ha alterado ese esquema tan estable de la alternancia día/noche (luz/oscuridad) y que hemos considerado como un condicionante evolutivo: la invención de la luz eléctrica. Nunca (al menos de momento) una luz artificial podría competir como «señal» con la luz solar; pero sí con la escasa luz natural de la noche, que incluso en sus valores máximos durante las fase de luna llena, es fácilmente superable por la generada mediante luminarias eléctricas. La actual luz artificial nocturna ¡distorsiona! la alternancia luz/oscuridad que ha regido en la Tierra desde hace millones de años. Las fuentes de iluminación anteriores a la luz eléctrica carecían de intensidad suficiente para provocar este efecto, pero esto ha cambiado radicalmente desde hace muy poco tiempo, apenas unos milisegundos en términos de tiempo evolutivo.

    Volvamos al profesor Campillo. Decía en su libro: «Hoy, las circunstancias ambientales y la alimentación someten nuestro diseño evolutivo a un uso inadecuado, y el organismo responde a esa presión con la enfermedad...». En otras palabras, que nos hemos lanzado a un tipo de dietas para las que ¡no estamos evolutivamente preparados! El resultado es la obesidad y otras patologías metabólicas. Y ¿qué pasa con la luz artificial y la noche? ¿Acaso nuestro diseño evolutivo contemplaba periodos de luz durante la oscuridad de la noche? Quizás, parafraseando a Enrique Campillo, podríamos decir algo así como: «Hoy, las circunstancias ambientales, con la pérdida de la oscuridad de la noche, someten nuestro diseño evolutivo a una situación nunca antes vivida, y el organismo responde a esa presión con la enfermedad...». En otras palabras, quizás no estemos evolutivamente preparados para la interrupción de la noche por parte de la luz eléctrica, lo que puede provocar patologías metabólicas y diversos tipos de enfermedades.

    A lo largo de los diferentes capítulos del libro trataré de demostrarte que la pérdida de la oscuridad de la noche no ha sido inocua para los seres vivos que poblamos la Tierra. No hay duda de que la luz nocturna tiene efectos «inmediatos» sobre todos los seres vivos que se traducen en cambios fisiológicos y conductuales fácilmente apreciables. La simple variación en el nivel de iluminación nocturna natural, dependiente de las fases de la luna o de la nubosidad, es suficiente para alterar el ritmo de actividad de numerosas especies. Pero también es posible que, desde hace poco más de un siglo, la luz nocturna esté actuando como un elemento más entre los factores medioambientales que influyen en el continuo proceso evolutivo de los seres vivos, seleccionando a aquellos con mayor capacidad de adaptación a esta nueva circunstancia medioambiental. Esto último la analizarán los científicos de generaciones venideras.

    ______________

    ³ Yuval Noah Harari. Sapiens. De animales a dioses. 2013. Ed. Debate. ISBN 978-84-9992-622-3.

    ⁴ Mediante la fotosíntesis, también llamada función clorofílica, las plantas convierten la materia inorgánica a materia orgánica utilizando la energía que aporta la luz.

    ⁵ El período Cámbrico (era Paleozoica) abarca desde hace 570 hasta 505 millones de años.

    ⁶ Campillo Álvarez JE. El mono obeso. Ed. Planeta. Colección Booket. 2013. ISBN-10-8498921562.

    Capítulo II

    El final de la noche oscura. La era de la luz eléctrica. La polución lumínica

    Nuestro ancestros del Pleistoceno, hace alrededor de 40000 años, nos dejaron en la cueva francesa de Lascaux una muestra de lo que podríamos considerar como primeras lámparas destinadas a la iluminación nocturna. Se trataba de recipientes naturales de piedra caliza en los que se quemaba grasa animal. Los arqueólogos han encontrado en numerosos yacimientos conchas y piedras talladas con oquedades para contener la grasa, a la que probablemente añadían, como mecha, materiales de distinta naturaleza: musgo, líquenes, etc. Estas lámparas fueron perfeccionándose y en época griega y romana tenían ya formas muy elaboradas y depósitos cerrados para proteger el combustible de la suciedad y los insectos. A los romanos se les atribuye la fabricación de las primeras velas de cera. Las velas fueron, durante muchos siglos, el principal elemento de iluminación tanto en el interior de las casa como en las calles. Las de cera de abeja eran las de mayor calidad, pero mucho más costosas que las fabricadas con materiales menos nobles como la grasa animal. Con el tiempo, mediante artilugios como espejos o metales pulidos asociados a las velas, fue posible amplificar su luminosidad.

    Un magnífico relato del desarrollo histórico de la iluminación artificial puede leerse en Brillant, un libro de Jane Brox⁷. En él se cuentan algunas cosas muy curiosas. He seleccionado tres que me parecen bastante exóticas y que, de alguna forma, tienen en común la utilización de elementos animales para la generación de luz. La primera se localiza en el Caribe, Japón y las Islas del Mar del Sur, donde la gente utilizaba, como fuente de luz, luciérnagas que capturaban y guardaban en pequeñas jaulas. Las otras dos «curiosidades» son un poco menos sofisticadas y algo macabras: los habitantes de la isla de Vancouver, en el Pacífico, colocaban salmones secos en palos y les prendían fuego, utilizándolos como «bioantorchas»; algo parecido hacían los pobladores de las Shetland, un grupo de islas del Atlántico Norte: capturaban petreles, aves marinas propias de los mares fríos, con gran contenido corporal de grasa como elemento aislante y de flotación, colocaban sus cadáveres en unas bases de arcilla, les pasaban una mecha por el cuello y les prendían fuego.

    Escribo este libro durante el año de la pandemia causada por el COVID-19⁸ y en un periodo en el que se ha instaurado un «toque de queda». Aunque no lo parezca, el origen de este término está relacionado con la iluminación artificial. A principios de la Edad Media, en las ciudades europeas, el tañido de las campanas anunciaba el final del día, era como un «toque de queda» para que los ciudadanos se encerraran en sus casas ya que, tras la caída del sol, las calles oscuras pasaban a ser territorio de delincuentes y, por lo tanto, peligrosas. En algunos lugares, esta práctica persistió hasta el siglo XVIII. Resulta curioso que, en francés, la palabra para nombrar el «toque de queda» sea couvre-feu, que literalmente significa «cubrir el fuego». Algo semejante ocurre en inglés (curfew) e italiano (coprifuoco). Estas palabras tienen su origen en la obligación, durante la Edad Media, de apagar todos los elementos de llama, tanto de iluminación (teas, velas, candiles, etc.) como para cocinar y calentar (fogones y chimeneas) a determinada hora de la noche, para prevenir incendios en las viviendas, hechas habitualmente de madera. En todos los casos significaba volver a la oscuridad

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