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Historia de la energía
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Historia de la energía

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En la clase de Ciencias Naturales de Primaria nos enseñaron que la energía es la capacidad para realizar un trabajo, y nos explicaron que ni se crea ni se destruye, que solamente se transforma. Pero, ¿qué es realmente la energía?, ¿un poder?, ¿una fuerza invisible?, ¿una sustancia que se puede canalizar o enlatar como una bebida carbonatada?

El corazón del átomo o la transmutación de la materia; el móvil perpetuo, el reloj de Cox y la conservación de la energía; el big bang; el universo oscuro; el poder de Electro; la «muerte por el calor» del cosmos; la luz de los dioses; la manzana de Newton y el secreto de Star Trek; Thomas Alva Edison y las bombillas led; los fantasmas y ¡el carburante de los platillos volantes!...
Alejandro Navarro aborda en este libro de forma magistral la historia de la energía y las múltiples formas en las que aparece. Nos encontraremos con celebridades como Galileo, Newton, Franklin, Marie Curie o Einstein; pero también con genios olvidados que contribuyeron, con su curiosidad y tesón, al esclarecimiento de algunas de las leyes más importantes de la naturaleza. Participaremos de sus fascinantes vidas y de sus sensacionales descubrimientos, y observaremos cómo las viejas ideas acerca de la naturaleza de la energía, algunas profundamente enraizadas en el acervo cultural de la humanidad, fueron evolucionando a lo largo de los siglos de la mano de estas mentes inquietas —y a menudo geniales— hasta ir construyendo las conexiones necesarias que han desembocado en el siglo xxi, con un conocimiento que nos ha permitido convertirnos, en muchos aspectos, en señores de nuestro entorno y dueños de nuestra propia existencia.


DEL AUTOR Y SU OBRA SE HA DICHO:
«Uno de los divulgadores más interesantes en habla hispana». J.M. Mulet, Tomates con genes, Naukas.
«Gustará a todos los amantes de las buenas historias que sirven de excusa para aprender un poco de ciencia, un libro repleto de curiosidades, se disfruta desde la primera página». Francisco R. Villatoro, La ciencia de la mula Francis, Naukas.


«La pregunta científica de hoy es: ¿Qué demonios es la electricidad? ¿Y a dónde va cuando sale de la tostadora?». Dave Barry.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento9 feb 2022
ISBN9788417547776
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    Historia de la energía - Alejandro Navarro Yáñez

    INTRODUCCIÓN

    ¿QUÉ ES LA ENERGÍA?

    De pequeños, en la clase de Ciencias Naturales, a todos nos enseñan que la energía es la capacidad para hacer un trabajo, y el profesor nos explica que ni se crea ni se destruye, que solamente se transforma. Sin embargo, a medida que crecemos nos damos cuenta de que la palabra adopta significados distintos según las circunstancias. A veces, por ejemplo, alguien dice que «se queda sin energía». Otras, los anuncios de alimentos nos hablan de «empezar el día con energía». Atendiendo a estas afirmaciones, podría parecer que la energía es una sustancia, algo que se adquiere y que también se puede perder. Por otro lado, en la edad adulta aprendemos que, para disciplinas como la economía, la energía es más bien un recurso natural que puede extraerse de algún sitio y a la que se le puede dar un uso industrial.

    ¿Qué es, por tanto, la energía? Por extraño que pueda parecer, a la humanidad le ha costado mucho tiempo responder a esta pregunta, quizá porque se trata de una realidad que adopta tantas formas que no ha resultado fácil establecer la conexión entre unos fenómenos y otros. La electricidad, por ejemplo, posee unas características y unas propiedades que parecen muy distintas a las de un cuerpo que cae sometido a un campo gravitatorio y, sin embargo, los dos fenómenos no son sino manifestaciones diferentes de una misma realidad. Porque de lo que no hay duda es de que la energía es real, apareció con el mismísimo universo y es la responsable de todos y cada uno de los cambios que se producen en él, ya sea la desintegración de un átomo o la carrera de un atleta para batir un récord.

    Al principio, los hombres atribuían las distintas manifestaciones de la energía a la labor de los dioses y las consideraban realidades diferentes. El fuego, por ejemplo, era un temible poder que nos había sido entregado en la noche de los tiempos y que nos permitía calentarnos y ver en la oscuridad, pero nuestros antepasados no veían ninguna relación entre él y la caída de una piedra, o entre esta última y la violencia desatada por una tempestad. Fueron los filósofos griegos los primeros que empezaron a cuestionarse si detrás de estos y otros muchos fenómenos no habría una realidad subyacente, una especie de «capacidad» que tendrían las cosas para moverse de sitio o cambiar de aspecto. Así, el filósofo griego Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) especulaba con la existencia de la energeia, una cualidad de espectro muy amplio que explicaba cosas tan variadas como la felicidad o el placer.

    Al igual que Aristóteles, personas de gran calado intelectual exploraron durante milenios muchos de los misterios que más tarde se revelaron como íntimamente asociados al moderno concepto de energía. Así, mientras los alquimistas se afanaban por transformar la materia, otros investigadores buscaban producir el movimiento perpetuo o explicar la naturaleza del calor, con el resultado de que experimentos que aparentemente conducían a callejones sin salida permitieron encontrar, aquí y allá, los primeros indicios de que detrás de los cambios que experimentaban las cosas parecía haber alguna norma de funcionamiento de carácter universal. Finalmente, a partir de la Revolución Científica las piezas fueron encajando una tras otra hasta alumbrar eso que llamamos energía, una propiedad de todos los sistemas físicos del universo que no es ni un fluido ni una sustancia, pero que se encuentra detrás de las transformaciones y movimientos de todo lo que nos rodea.

    Este libro no es, ni mucho menos, un tratado de física o de química, ni tampoco de ingeniería o de economía. Simplemente cuenta la historia de ese concepto elusivo que para muchas personas sigue significando cosas diferentes, así como de algunas de las múltiples maneras en las que protagoniza nuestra existencia. En él nos encontraremos a celebridades como Galileo, Newton, Franklin, Marie Curie o Einstein, pero también a personajes mucho menos conocidos, genios olvidados que contribuyeron con su curiosidad y su esfuerzo al esclarecimiento de algunas de las leyes más importantes de la naturaleza. Hablaremos de sus fascinantes vidas y de sus sensacionales descubrimientos, y veremos cómo las viejas ideas acerca de la naturaleza del mundo, algunas profundamente enraizadas en el acervo cultural de la humanidad, fueron evolucionando a lo largo de los siglos de la mano de estas mentes inquietas y, a menudo, geniales, hasta ir construyendo las conexiones necesarias que han desembocado en el siglo XXI en un conocimiento que nos ha permitido convertirnos en muchos aspectos en dueños de nuestra existencia y de nuestro entorno. Un dominio que, como sucede a menudo, presenta dos caras; por un lado la cara amable de aspirantes a dioses, capaces de surcar la tierra y el firmamento en resplandecientes vehículos mientras construimos magníficas viviendas e instalaciones que calentamos o enfriamos a voluntad y, por otro, la de demonios equipados con armas de destrucción masiva que contaminan el planeta provocando la destrucción de sus ecosistemas.

    El control de la energía, por tanto, supone para nosotros un gran poder que, a la vez, nos exige una gran responsabilidad. Una responsabilidad que irá aumentando a medida que profundicemos un poco más en aquellos secretos que todavía tenemos que esclarecer, ya sea el manejo de la fusión nuclear o lo que realmente se encuentra detrás de los conceptos de materia y energía oscuras, porque hay pocas dudas de que esos nuevos conocimientos nos abrirán la puerta hacia nuevas y, puede que revolucionarias, aplicaciones de la energía. Unas aplicaciones que están haciendo incluso posible que alcancemos otros planetas y que, tal vez en un futuro no muy lejano, podamos acercarnos a las estrellas. Habremos así completado el largo camino que comenzamos muchos milenios atrás, cuando nos asombrábamos ante el poder desatado de la naturaleza o nos preguntábamos qué tipo de soplo divino se encontraba detrás de nuestra propia existencia.

    La respuesta estaba en la energía.

    Parte I

    LAS MIL CARAS DE LA ENERGÍA

    Portada de la edición de octubre de 1920 de la revista Popular Science, ilustrada por Norman Rockwell y que representa a un inventor trabajando en una máquina de movimiento perpetuo.

    EL MÓVIL PERPETUO Y LA CONSERVACIÓN DE LA ENERGÍA

    «Perpetuum mobile es movimiento perpetuo. Si encuentro el movimiento perpetuo, yo no veo límites a la creación de la humanidad». A.S. Pushkin, escritor ruso (1799-1837).

    Desde la noche de los tiempos, la humanidad venía observando con curiosidad el movimiento sin descanso de los ríos, de las olas del mar, de las nubes o de los astros. El Sol, por ejemplo, sale y se pone todos los días, sin excepción, una y otra vez, sin que nada ni nadie parezca empujarlo. A los ojos de muchas de las antiguas culturas de la Tierra, este aparente «movimiento perpetuo» parecía ser obra de los dioses, pero algunas mentes espabiladas pronto comenzaron a preguntarse si no habría algún tipo de mecanismo intrínseco a las cosas naturales, una especie de fuerza inagotable capaz de impulsar aquellos movimientos aparentemente eternos. En tal caso, tal vez fuese posible descubrir su secreto y aplicarlo a las máquinas creadas por el hombre…

    Aunque es muy posible que se produjesen algunos intentos durante la Antigüedad, las primeras evidencias de la búsqueda del secreto del movimiento perpetuo las encontramos en la India, hacia el año 1150, cuando el matemático y astrónomo Bhaskara Achariya (1114-1185), famoso por su aportación al estudio de las ecuaciones indeterminadas, hizo la primera mención conocida de un supuesto móvil perpetuo en su monumental obra Siddhanta Siromani. Sin embargo, los principales desarrollos relacionados con la revolucionaria idea tuvieron lugar en Europa a partir del siglo XIII, quizá porque el crecimiento del comercio y la producción artesanal condujeron a que en los talleres de la Europa medieval se mostrase un interés creciente por las máquinas y, en general, por los avances tecnológicos que pudiesen ofrecer una ventaja competitiva. En este sentido, la posibilidad de fabricar un dispositivo que fuese capaz de alimentar el movimiento sin descanso era demasiado atractiva para pasarla por alto.

    La nueva fascinación que producía, incluso en los ambientes más intelectuales, la posibilidad de construir máquinas que aliviasen para siempre los sinsabores del trabajo humano, queda de manifiesto en este texto de Roger Bacon (1214-1292), el peculiar escolástico franciscano a quien se le considera uno de los precursores más tempranos del método científico:

    Es que se pueden crear grandes buques de río y oceánicos con motores y sin remeros, gobernados por un timonel y que se desplazan a mayor velocidad que si estuvieran repletos de remeros. Se puede crear una carroza que se desplace a una velocidad inconcebible, sin enganchar en ella animales. Se pueden crear aeronaves, dentro de las cuales se sentará un hombre que, girando uno u otro aparato, obligará a las alas artificiales a aletear en el aire como los pájaros. Se puede construir una pequeña máquina para levantar y bajar cargas extraordinariamente grandes, una máquina de gran utilidad. Al mismo tiempo, se pueden crear tales máquinas con ayuda de las cuales el hombre descenderá al fondo de los ríos y los mares sin peligro para su salud.

    Obviamente, el inspirado Bacon ya visualizaba las grandes posibilidades que podían ofrecer los motores, aunque no tuviese mucha idea de cómo demonios podrían llegar a funcionar. Pero tampoco tenía motivos para pensar que el movimiento perpetuo natural, que aparentemente se escondía detrás de tantas cosas, no pudiese copiarse en una herramienta artificial. Como vemos pues, desde los líderes religiosos del pensamiento bajomedieval hasta los artesanos más terrenales, una utopía que hoy nos puede parecer absurda empezó a calar poco a poco en Occidente.

    Las primeras tentativas plenamente documentadas de hacerse con un perpetuum mobile en la Edad Media están relacionadas con Villard D’Honnecourt (ca. 1200-ca. 1250), uno de esos legendarios personajes ligados a los albores de la tecnología moderna y al misterio de las catedrales góticas. Arquitecto, ingeniero y maestro de obras¹, viajó por toda Francia dejando su firma en monumentos emblemáticos como Reims, Laon o Chartres. En la única obra que se conserva de él, el Livre de portraiture, escrito entre 1220 y 1240, el que fuese considerado como modelo de maestría por los masones estudia la aplicación de la geometría a las artes mayores en forma de dibujos magistrales, hace la primera descripción que se conserva de una sierra hidráulica y, casi como de pasada, nos regala el primer esquema conocido de un proyecto para construir un móvil perpetuo.

    El diseño básico del maestro francés consistía en una rueda de la que colgaban o bien un número impar de martillos o bien de recipientes de mercurio, dispuestos de manera que hubiese un continuo exceso de peso de uno de los lados con respecto al otro, lo cual obligaría a la rueda a girar constantemente. Por descontado, este dispositivo, basado en una interpretación errónea de la antigua teoría de la palanca desarrollada por Arquímedes y en una mala comprensión de la gravedad, no puede funcionar, dado que, a menos que sigamos impulsando la rueda de alguna manera, esta terminará parándose por causa del rozamiento. Sin embargo, por extraño que pueda parecer hoy en día, la idea tuvo tanta repercusión que docenas de inventores del mundo entero trabajaron durante los siguientes seiscientos años en todas sus posibles variantes. De hecho, casi todos los proyectos de móvil perpetuo que se generaron a lo largo de la Edad Media tienen su origen en la «rueda sobrebalanceada» de Villard D’Honnecourt.

    Boceto de Villard D’Honnecourt

    de perpetuum mobile (alrededor de 1230).

    No obstante, esta afirmación solo es válida para los móviles perpetuos de tipo mecánico ya que, unas décadas después, Petrus Peregrinus de Maricourt (fl. 1269), un enigmático personaje del que se sabe muy poco, propuso en una célebre carta —La Epístola de Magnete— un curioso móvil perpetuo basado en el magnetismo. Maricourt tuvo que ser un hombre extraordinario, uno de esos genios medio olvidados entre las brumas de la historia con una vida de leyenda y que dejó un legado asombroso para la posteridad. Sabemos que participó en las cruzadas y que militó en calidad de ingeniero en la Armada de Carlos I de Anjou. Al parecer, un día que trasteaba con una piedra imán intuyó el concepto de líneas de fuerza y describió por primera vez los polos magnéticos —de hecho fue él el que introdujo el término—, dándose cuenta de que la forma en la que los imanes se atraían dependía únicamente de la posición de estos últimos. Fue durante el sitio de Lucerna, en agosto de 1269, cuando cristalizó estas ideas en la famosa carta, considerada por derecho propio una de las obras cumbre de la ciencia medieval. En ella, el primer documento existente en el que se describen las propiedades de los imanes, Maricourt hace también la primera discusión detallada que conservamos en Occidente de la brújula, además de relacionar, dando muestras de una intuición extraordinaria, el magnetismo con el globo terrestre.

    El móvil perpetuo del que una vez fuese descrito por Roger Bacon como el científico experimental más grande de su tiempo era muy ingenioso, pero a la vez era una muestra de hasta qué punto los pensadores medievales creían a ciegas en la viabilidad del movimiento sin fin. En ese sentido, Mericourt veía en la misteriosa fuerza con la que el imán atrae al hierro una similitud con las que aparentemente obligaban a los cuerpos celestes a moverse continuamente en órbitas circulares alrededor de la Tierra. Así, diseñó un móvil circular en el que el juego de unos imanes provocaría la atracción alternativa de uno de ellos colocado en un vástago, haciendo que este girase sin descanso.

    Un tercer tipo de móvil perpetuo que con el tiempo también generó mucha expectación fue el hidráulico, basado fundamentalmente en la experiencia con los molinos de agua medievales. En este caso, la idea consistía en combinar la fuerza que proporcionaba la caída del agua con un instrumento tipo tornillo de Arquímedes² para volver a elevarla. Según sus partidarios, el agua de un recipiente o estanque elevado movería al caer una rueda que, a su vez, proporcionaría al tornillo la fuerza suficiente para reponer el agua en el estanque. Esta especie de motor hidráulico autónomo podría, por tanto, funcionar sin necesidad de estar instalado en un río, lo cual proporcionaría a sus usuarios una enorme ventaja.

    Un «tornillo de agua» ideado por Robert Fludd en 1618, máquina de movimiento perpetuo en un grabado en madera de 1660. A pesar de que nunca funcionaría, se ideó como un posible intento de emplear una de esas máquinas para operar piedras de moler: el agua del tanque superior hace girar una rueda hidráulica (abajo a la izquierda) que mueve un complejo engranaje y ejes que impulsan un tornillo de Arquímedes (desde abajo al centro hasta arriba a la derecha) a fin de bombear agua para rellenar el tanque.

    Los diseños pioneros de D’Honnecourt, Petrus Peregrinus y otros³, caracterizados por su relativa sencillez, empezaron a complicarse a finales de la Edad Media y durante el Renacimiento como consecuencia del desarrollo experimentado por los mecanismos de relojería, cuyos engranajes, pesos y palancas, junto con la gran duración de su movimiento, hicieron pensar a mucha gente que el movimiento perpetuo podía convertirse en una realidad. Por descontado, los maestros relojeros sabían perfectamente que, por muchos esfuerzos que hiciesen, los mecanismos terminaban siempre por pararse, lo cual no impidió que se aprovechasen de sus conciudadanos desarrollando aparatos que en algunos casos parecían realmente asombrosos. Tal es el caso del químico Johann Joaquim Becher (1635-1682), quien creó un artefacto tan fascinante que el regente de Maguncia ordenó edificar una torre para instalar un reloj que debía funcionar para siempre con el motor del erudito alemán; o el del aristócrata inglés Edward Sommerset, que en 1620 construyó una enorme rueda de cuatro metros de diámetro que se probó en la Torre de Londres en presencia del rey y de otras autoridades, al parecer con gran éxito.

    Con todo, los problemas para los partidarios del perpetuum mobile ya habían comenzado años atrás, pues a pesar de los aparentes éxitos los pensadores renacentistas, mucho menos imbuidos del misticismo que sus colegas medievales, empezaban a albergar serias dudas acerca de que semejante fenómeno fuese posible. Así, entre los incipientes círculos que podrían tacharse de precientíficos, comenzaba a extenderse la impresión de que para generar un movimiento era siempre necesaria la aplicación de algún tipo de fuerza, que un examen atento mostraba que siempre surgía de alguna fuente concreta. Como consecuencia de esto, la idea, absolutamente trascendental, de que resultaba imposible obtener movimiento de la nada fue desarrollada paulatinamente a lo largo de los siglos XVI y XVII, aunque, como de costumbre, el primero en tomársela en serio no fue otro que Leonardo da Vinci (1452-1519), quien en 1515 introdujo por primera vez la noción de «momento de una fuerza». La aplicación de la expresión matemática de este concepto (un producto vectorial que muestra en qué medida la fuerza puede causar la rotación de un cuerpo con respecto a un punto determinado) a los modelos mecánicos de móvil perpetuo mostraba de inmediato que la suma total de las fuerzas aplicadas al sistema equivalía a cero, por lo que estos aparatos no podían moverse sin que se les aplicase una fuerza adicional externa, parándose más o menos deprisa en cuanto dejaba de aplicarse la misma. Cualquier dispositivo que desafiase este principio tenía que ser necesariamente fraudulento. De hecho, Leonardo colocaba a los partidarios del móvil perpetuo en el mismo cesto que a los alquimistas, y ello a pesar de que hay evidencias de que él mismo concibió molinos hidráulicos conceptualmente erróneos.

    Por desgracia, en esta ocasión el genio italiano no publicó los resultados de sus trabajos, de modo que el asunto permaneció envuelto en el misterio. El concepto de momento de una fuerza continuó siendo objeto de estudio, pero la falta de una teoría general sobre la aplicación de las fuerzas al movimiento permitió que muchas personas siguiesen pensando que podían existir formas de crear un móvil perpetuo, y la creencia perduró hasta bien entrado el siglo XVIII. Así, durante los siguientes doscientos años fueron propuestos muchos proyectos de este tipo, a menudo examinados con curiosidad por la comunidad científica, que no terminaba de dar carpetazo al asunto.

    Por extraño que pueda parecer, incluso los pensadores más activos de la Iglesia llegaron a interesarse en el tema. Por ejemplo, a mediados del siglo XVI, Juan Tesnerius, arzobispo de Colonia, diseñó un famoso móvil perpetuo magnético y, décadas después, el jesuita Athanasius Kircher⁴ llevó a cabo un proyecto aún más elaborado. Incluso en una época tan tardía como principios del siglo XIX tuvieron lugar intentos reseñables, como el de un zapatero escocés de apellido Spens, quien aparentemente cosechó un gran éxito con dos artefactos de su invención que exhibió en Edimburgo en presencia de varios eruditos. Al parecer, estos quedaron tan convencidos que el físico David Brewster llegó a publicar un artículo sobre las máquinas de Spens, nada menos que en la prestigiosa revista científica Annales de chimie et de physique, en 1818. Muchos de los proyectos tardíos de móvil perpetuo eran extremadamente sofisticados, aunque también completamente absurdos, como es el caso de algunos sifones imposibles en donde teóricamente se hacía fluir el agua desde el punto más bajo al más alto y otras lindezas por el estilo.

    Pero quizá el más notorio de los modernos paladines del perpetuum mobile fuese Johann Ernst Elias Bessler, más conocido como Orffyreus⁵ (1680-1745). De joven, el bueno de Bessler había sido instruido por parte de un alquimista en el arte de fabricar elixires, lo que le habría llevado a convertirse en un curandero, pero su verdadera pasión era la mecánica y, en concreto, los mecanismos de relojería. Atractivos no debían de faltarle, ya que se casó con una mujer adinerada, lo cual le permitió dedicarse a sus experimentos. A partir de 1712 apareció en varios lugares de Alemania presentando tres ruedas capaces de levantar varios kilos de peso y alegando que se trataba de modelos de móvil perpetuo que funcionaban perfectamente. Sus máquinas empezaron a atraer la atención de la gente, con auténticas legiones de curiosos pagando por verlas en funcionamiento. Científicos ilustres como el genial físico Gottfried Leibniz o el matemático Johann Bernouilli quedaron impresionados por las ruedas de Bassler y le mostraron su apoyo públicamente.

    Imagen de una edición de Triumphans Perpetuum Mobile Orffyreanum. Abajo, una imagen del interior cuya inscripción dice: «¡La máquina de movimiento perpetuo de Mersseburg!».

    En 1717, el pintoresco relojero publicó un panfleto titulado Perpetuum Mobile Triumphans by Orffyreus, en el que afirmaba haber conseguido que «un material muerto no solamente se mueva a sí mismo, sino que levante peso y haga trabajo». Impresionado por sus aparentes éxitos, el príncipe Carlos, landgrave de Hesse-Kassel, lo contrató como consejero comercial y lo instaló en el castillo de Weissenstein. Es allí donde Bessler obtuvo su mayor triunfo, en la forma del que quizá sea el más enigmático de todos los intentos de construir un móvil perpetuo.

    El 12 de noviembre de 1717, y bajo los auspicios del landgrave, nuestro mecánico aficionado puso en movimiento una nueva rueda de cuatro metros de diámetro que había construido y que fue encerrada en una habitación sellada. Según las crónicas, el 26 de noviembre y posteriormente el 4 de enero de 1718, la habitación fue abierta, encontrándose, para sorpresa de todos, que la misteriosa rueda parecía seguir girando como al principio, a una velocidad de veintiséis revoluciones por minuto. Orffyreus, hay que decirlo, siempre se mostraba receloso a la hora de que la gente examinase sus engendros, alegando que el mecanismo debía quedar oculto para que nadie le copiase el invento, pero en esta ocasión permitió que varios científicos, como el astrónomo y matemático holandés Willem Gravesande, trasteasen con la gigantesca rueda. Como otros antes que él, Gravesande quedó convencido de que no había ningún fraude y, por tanto, de que se encontraba ante un ejemplo genuino de movimiento perpetuo.

    Alentado por el interés que despertaba su invento, Bassler pidió una considerable suma a cambio de revelar el secreto. Tanto el landgrave como otros personajes de gran calado, incluyendo al mismísimo zar Pedro el Grande de Rusia, se mostraron interesados en comprarlo, pero molesto por no haber sido avisado de un nuevo examen por parte de Gravesande y acusando a este último de intentar descubrir el secreto de la rueda sin pagar por ello, el polémico relojero entró de nuevo en cólera, destruyendo con sus propias manos el enigmático artefacto.

    De hecho, la explicación del misterio podría ser sencilla. Como excelente relojero que era, Orffyreus habría desarrollado un mecanismo de engranajes capaz de mantener el movimiento durante un tiempo prolongado, algo nada extraordinario ya en aquella época. Por descontado, si la rueda se hubiese dejado funcionar durante el tiempo suficiente, habría terminado por pararse. Otra posibilidad nada desdeñable es que se tratase de una superchería, ya que el hecho de que la habitación estuviese cerrada impedía observar lo que sucedía en su interior. De hecho, el intrépido mecánico fue acusado de fraude en muchas ocasiones, llegando a decirse que había otras personas que operaban los instrumentos. Su criada, por ejemplo, declaró en una ocasión que ella y Bessler se turnaban con la esposa y el hermano del inventor para manipular las máquinas de forma manual. En cualquier caso, Orffyreus, que había sido arrestado por este motivo en 1733 y que había pasado los últimos años de su vida casi en el anonimato, murió en 1745 al caerse de un molino que estaba construyendo, llevándose a la tumba sus secretos para siempre.

    A pesar de los espectaculares resultados aparentemente obtenidos por Orffyreus, el tiempo del móvil perpetuo, concebido como una máquina capaz de trabajar sin descanso, estaba llegando a su fin, y el motivo no era otro que el desarrollo paulatino de uno de los pilares más sólidos de toda la ciencia moderna, el principio de conservación de la energía, que nos dice que la cantidad total de energía que hay en el universo permanece siempre constante. Dicho de otro modo, la energía ni se crea ni se destruye, solamente se transforma. Primero el ingeniero belga Simon Stevin⁶ (1548-1620) y hacia 1648 el clérigo inglés John Wilkins habían introducido, esta vez de forma definitiva, el concepto de momento estático de una fuerza, que cuestionaba de forma científica la viabilidad del movimiento perpetuo. A partir de ahí, y tal y como veremos en el siguiente capítulo, los trabajos de Gottfried Leibniz y otros filósofos naturales acerca de la vis viva, que desembocaron posteriormente en el moderno concepto de energía, fueron dejando cada vez más claro que el movimiento perpetuo no era más que una utopía y que la fabricación de dispositivos de este tipo tenía como único interés el continuar escudriñando las leyes de la nueva filosofía natural. De hecho, científicos como Robert Boyle o Johann Bernoulli diseñaron sus propios modelos de móvil perpetuo con objeto de estudiar estas leyes.

    Una de las novedades más interesantes que se introdujeron en ese sentido fue el reloj alimentado por cambios en la temperatura o en la presión atmosférica, un dispositivo que aparentemente permitía a las máquinas del tiempo funcionar indefinidamente sin intervención de ningún tipo. El primero de estos modelos fue inventado por Cornelius Drebbel (1572-1633), un polímata holandés que a principios del siglo XVII era toda una celebridad que se rifaban las cortes de media Europa. Pintor, grabador, cartógrafo, alquimista e ingeniero había fabricado toda suerte de artilugios que producían asombro a propios y extraños. Entre sus invenciones se encuentran una linterna mágica, una cámara oscura, microscopios compuestos con lentes convexas, un horno portátil equipado con termostato (uno de los primeros mecanismos de regulación automática de la historia) y nada menos que tres submarinos dirigibles de madera recubiertos de cuero, los más antiguos de los que se tenga constancia. Además, participó activamente en el desarrollo de explosivos y detonadores, así como en el diseño y ejecución de numerosas obras públicas y de sistemas rudimentarios de aire acondicionado.

    El reloj barométrico de Cornelis Drebbel patentado en 1598 y luego conocido como perpetuum mobile. Hiesserle von Choda (1557-1665).

    Esta lumbrera posrenacentista trasteaba también con precursores del termómetro y del barómetro, por lo que contaba con buenos conocimientos de los efectos que las diferencias de presión tienen sobre la dilatación de distintos materiales. Aprovechando dichos efectos, Drebbel diseñó en 1610 un «reloj perpetuo» del que se llegaron a construir dieciocho ejemplares, dos de los cuales acabaron en manos de reyes⁷ y se hicieron famosos en todo el continente. Por descontado, los relojes de Drebbel no violaban la ley de conservación, ya que se nutrían de las transformaciones de energía fruto de cambios externos al sistema (solo tiene sentido hablar de conservación de la energía en sistemas aislados ⁸), pero para un lego en la materia el efecto resultaba sorprendente. De hecho, la idea tuvo tanto recorrido que durante la Ilustración alumbró otros célebres relojes como el Cox, de 1760, del que sus constructores aseguraban que era una auténtica máquina de movimiento perpetuo, o ya en el siglo XX los no menos famosos Atmos, que funcionan durante años a través de la expansión y condensación de una mezcla de cloroetano y de los que se han vendido cerca de medio millón de ejemplares en todo el mundo.

    El reloj de Cox fue posiblemente el último intento con cierta repercusión de fabricar un móvil perpetuo antes de que, en 1775, la Academia de Ciencias de París decidiese no continuar examinando nuevos proyectos de este tipo y de que el desarrollo de la termodinámica durante el siglo XIX enterrase el sueño para siempre. Esto no quiere decir, sin embargo, que los intentos de fabricar la máquina imposible terminasen. Por el contrario, y por extraño que pueda parecer, en los últimos dos siglos y medio se ha producido un goteo de individuos, en su mayoría auténticos farsantes, que han pretendido dar con el secreto saltándose a la torera las bien establecidas leyes de la física. Entre los más notorios de estos embaucadores, podríamos mencionar a Charles Redheffer, un inventor estadounidense al que pillaron en 1813 utilizando un cómplice para mover su máquina, y a John Keely, otro inventor de Filadelfia que en el último cuarto del siglo XIX llegó a conseguir gran cantidad de fondos a base de convencer a incautos inversores de que había descubierto una nueva «fuerza etérica» que más tarde convirtió en «simpatía vibratoria» mediante la cual era capaz de producir «éter interatómico»⁹ (sean lo que sean semejantes cosas). En cualquier caso, los intentos de esta índole, más o menos extravagantes y casi siempre haciendo referencia a energías misteriosas y ocultas, han continuado hasta nuestros días.

    Diagrama del diseño de la máquina fraudulenta de Charles Redheffer.

    Ahora bien, ¿es en verdad inviolable el principio de conservación de la energía? Así es, al menos en este universo. Al margen de otras consideraciones, puede demostrarse matemáticamente que esta ley es una consecuencia de que en el mundo que nos rodea los sistemas físicos evolucionan de la misma manera en cada instante del tiempo. En 1915, la genial matemática alemana Emily Noether (1882-1935) formuló el teorema que lleva su nombre y que explica que este tipo de «simetrías» generan siempre la correspondiente ley de conservación. La vida de Emmy es un canto a la lucha por los derechos de la mujer y un ejemplo de hasta qué punto a principios del siglo XX las instituciones académicas estaban impregnadas de

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