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La teoría perfecta: Un siglo de figuras geniales y de pugnas por la teoría general de la relatividad
La teoría perfecta: Un siglo de figuras geniales y de pugnas por la teoría general de la relatividad
La teoría perfecta: Un siglo de figuras geniales y de pugnas por la teoría general de la relatividad
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La teoría perfecta: Un siglo de figuras geniales y de pugnas por la teoría general de la relatividad

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1919; Arthur Eddington afirma que la teoría de la gravedad de Newton debe ser declarada falsa y sustituida por la que propugna Albert Einstein: la de la relatividad general. Sus conjeturas sólo están al alcance de tres personas, le asegura Ludwik Silberstein a Eddington, que, ante el silencio de su colega, añade «No sea modesto, Eddington» sólo para encontrarse con una réplica tan inesperada como reveladora: «Todo lo contrario; estoy tratando de imaginar quién puede ser esa tercera persona.» Así arranca La teoría perfecta; situándose al inicio del largo camino recorrido por la hipótesis einsteiniana como punta de lanza de una de las revoluciones epistemológicas más relevantes del siglo XX. Y es que entender la teoría de la relatividad equivale «a comprender la historia del universo, el origen del tiempo y la evolución de todas las estrellas y galaxias del cosmos». Para que la entendamos, Ferreira nos cuenta un relato que cautiva: uno que empieza en 1907, con Einstein perfilando su teoría en horas arrancadas a su rutinario trabajo en la oficina de patentes de Berna, y que pronto se convierte en una convulsa y accidentada carrera de relevos poblada de experimentos y refutaciones, trabajos colaborativos y enfrentamientos científicos, errores de cálculo e iluminadoras enmiendas. Una carrera donde se entrecruzan historia, biografía y anécdota, ciencia y política y guerra y religión, con un reparto coral: Eddington y sus trabajos sobre la curvatura de la luz; Friedman y Lemaître, que llevaron las conjeturas de Einstein más allá de lo que el propio Einstein estaba dispuesto a llevarlas; Hubble y su demostración de la expansión del universo; los agujeros negros de Oppenheimer y la radiación que de ellos predijo que emergería Hawking. Todos comparecen aquí, hitos en una historia cuya construcción nos revela las virtudes de Pedro G. Ferreira: su firme, vivaz pulso narrador; su equilibrio compositivo; su didactismo nada condescendiente, que no renuncia a la complejidad. Adictiva como la mejor de las novelas, con la ambición épica de los genios del siglo capturado entre sus páginas, La teoría perfecta hace honor al adjetivo de su título; he aquí una guía para atisbar, entre las turbulencias del presente mutable de la física, las rutas que nos llevarán más allá, más lejos, hacia el futuro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2015
ISBN9788433935694
La teoría perfecta: Un siglo de figuras geniales y de pugnas por la teoría general de la relatividad
Autor

Pedro G. Ferreira

Pedro G. Ferreira creció en Portugal e Inglaterra. Tras pasar por la Universidad de Berkeley y por el CERN, en el año 2000 terminó estableciéndose en la Universidad de Oxford como profesor de astrofísica, su especialidad junto a la cosmología teórica. Ha colaborado en medios como Nature, Science, BBC Focus o The Guardian. Debutó en el ensayismo de divulgación científica en 2006 con The State of the Universe. A Primer in Modern Cosmology. Su segundo libro, La teoría perfecta, ha sido publicado en dieciséis países.

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    La teoría perfecta - Tomás Fernández Aúz

    Índice

    Portada

    Prólogo

    1. Si una persona se hallara en caída libre

    2. El más precioso de los descubrimientos

    3. Las matemáticas son correctas, pero la física es abominable

    4. La implosión de las estrellas

    5. Un completo chiflado

    6. Días de radio

    7. Las ocurrencias de Wheeler

    8. Singularidades

    9. Problemas de unificación

    10. Observar la gravedad

    11. El universo oscuro

    12. El fin del espacio-tiempo

    13. Una extrapolación espectacular

    14. Algo está a punto de ocurrir

    Notas

    Bibliografía

    Agradecimientos

    Créditos

    Notas

    PRÓLOGO

    El día 6 de noviembre de 1919, en una alocución ante la asamblea conjunta de la Royal Society y la Royal Astronomical Society de Londres, el astrofísico británico Arthur Eddington realizaba una declaración llamada a producir un punto de inflexión tan sosegado como drástico en el paradigma dominante de la física gravitatoria. Con solemne parsimonia, el astrónomo de Cambridge procedió a exponer los pormenores de su viaje a la pequeña y lujuriante Isla de Príncipe, situada frente a la costa occidental de África, donde no sólo había instalado un telescopio y tomado fotografías de un eclipse total de sol, sino que había puesto buen cuidado en captar también un borroso cúmulo de estrellas dispersas tras el disco solar. Tras medir las posiciones de esos astros, Eddington había descubierto que la teoría de la gravedad concebida por Sir Isaac Newton, el santo patrón de la ciencia británica –teoría que llevaba más de dos siglos aceptándose como verdad indiscutible–, era errónea. En su lugar encajaba en cambio, según afirmaba Eddington, una teoría nueva y correcta, propuesta por Albert Einstein, a la que se conocía con el nombre de «teoría general de la relatividad».

    Por esa época, la teoría de Einstein había adquirido ya renombre, tanto por su potencial facultad de explicar el universo como por su increíble complejidad. Acabada la ceremonia, y mientras el público y los oradores comenzaban a levantar el campo, preparándose para zambullirse en la tarde londinense, un físico polaco llamado Ludwik Silberstein se acercó a paso lento a Eddington. Silberstein había escrito un libro sobre la más circunscrita «teoría de la relatividad especial» de Einstein y seguido con gran interés la exposición de Eddington. Una vez situado frente a él, le espetó: «Profesor Eddington, debe de ser usted una de las tres personas que existen en el mundo con capacidad para entender la relatividad general.» Y al observar que Eddington tardaba en encontrar respuesta, Silberstein añadió: «No sea modesto, Eddington.» El aludido le miró fijamente antes de contestar: «Todo lo contrario, estoy tratando de imaginar quién puede ser esa tercera persona.»

    Me gusta pensar que, en la época en la que yo mismo descubrí la teoría general de la relatividad, las cuentas de Silberstein tuvieron que ajustarse muy probablemente al alza. Estábamos a principios de la década de 1980 y yo me encontraba frente al televisor, viendo la serie Cosmos, en la que Carl Sagan explicaba que el tiempo y el espacio tenían la propiedad de encogerse y dilatarse. Me volví inmediatamente hacia mi padre y le pedí que me expusiese la teoría. Todo cuanto pudo decirme fue que era muy, muy difícil. «La verdad es que casi nadie entiende eso de la relatividad general», me dijo. Pero no iba a desanimarme fácilmente. Había algo profundamente atractivo en aquella extraña teoría, con sus combadas cuadrículas espacio-temporales arrolladas en torno a hondos y desolados desfiladeros de vacuidad. Podía contemplar la relatividad general en acción en los viejos episodios de Star Trek, cuando la nave espacial Enterprise se veía enviada al pasado por una «estrella negra», o cuando el capitán James T. Kirk se debatía entre las distintas dimensiones del espacio-tiempo. ¿Sería realmente tan difícil de entender?

    Pocos años después fui a la Universidad de Lisboa, donde estudié ingeniería en un monolítico edificio de piedra, hierro y vidrio, acabado ejemplo de la arquitectura fascista propia del régimen de Salazar. Era el decorado idóneo para las interminables conferencias destinadas a enseñarnos cosas útiles como la construcción de ordenadores, puentes y máquinas. Algunos huíamos de aquellos soporíferos sermones dedicando nuestros ratos libres a la lectura de textos de física moderna. Todos queríamos ser Albert Einstein. De cuando en cuando alguna de sus ideas irrumpía en las charlas de nuestros profesores. Aprendimos que la energía guarda relación con la masa y que la luz está de hecho compuesta por partículas. Al llegar finalmente el momento de estudiar las ondas electromagnéticas nos iniciaron en los arcanos de la teoría de la relatividad especial de Einstein. La había concebido en 1905, a la temprana edad de veintiséis años, es decir, siendo apenas mayor que nosotros. Uno de nuestros más ilustrados ponentes nos sugirió que leyésemos los trabajos originales de Einstein. Comparados con los tediosos ejercicios que nos obligaban a realizar, aquellos artículos eran pequeñas joyas de concisión y claridad. Sin embargo, la relatividad general, la imponente teoría del espacio-tiempo de Einstein, no formaba parte del menú.

    En un momento dado decidí estudiar la relatividad general por mi cuenta. Peiné concienzudamente la biblioteca de mi universidad y descubrí una fascinante colección de monografías y libros de texto escritos por algunos de los físicos y matemáticos más descollantes del siglo XX. Allí estaban Arthur Eddington, astrónomo del Real Observatorio de Greenwich e investigador de Cambridge, junto con Hermann Weyl, el geómetra de Gotinga, además de Erwin Schrödinger y Wolfgang Pauli, padres de la física cuántica. Todos ellos tenían su particular punto de vista respecto al modo en que debía enseñarse la teoría de Einstein. Uno de aquellos tomos, que guardaba cierto parecido con el negro mamotreto de un listín de teléfonos puesto que tenía más de mil páginas, se adornaba con las florituras y comentarios de un trío de relativistas estadounidenses. En cambio, otro de los volúmenes, escrito por el físico cuántico Paul Dirac, apenas pasaba de ser un pulcro cuadernillo de setenta páginas. Tuve la clara impresión de haber penetrado en un universo conceptual totalmente nuevo, poblado por los más fascinantes personajes.

    No resultaba nada fácil comprender las ideas que allí se exponían. Tuve que aprender a pensar de un modo completamente nuevo, confiando en un conjunto de premisas que en un primer momento no parecían ser más que un conjunto de esquivas proposiciones geométricas y de ininteligibles jeroglíficos matemáticos. Para descifrar la teoría de Einstein era imprescindible dominar un idioma extranjero: el de la alta matemática. No tenía ni idea de que el propio Einstein había tenido que hacer lo mismo para tratar de resolver su teoría. Sin embargo, una vez que hube aprendido el vocabulario y la gramática, quedé estupefacto al comprobar lo que era capaz de hacer. Y así comenzó la historia de amor que aún mantengo con la relatividad general, puesto que habría de marcar el resto de mi vida.

    Lo que voy a decir a continuación parece la más superlativa de las exageraciones, pero es una tentación a la que no puedo resistirme: la recompensa que se obtiene al dominar la teoría general de la relatividad de Albert Einstein equivale nada menos que a hacerse con la clave que permite comprender la historia del universo, el origen del tiempo y la evolución de todas las estrellas y galaxias del cosmos. La relatividad general puede decirnos lo que hay en los más remotos confines del universo y explicar cómo afecta ese conocimiento a nuestra existencia inmediata, la de aquí y ahora. Además, la teoría de Einstein arroja luz sobre lo que sucede a la más diminuta escala de la existencia, allí donde las partículas dotadas de la más elevada energía alcanzan a surgir de la nada. Puede explicar tanto el surgimiento del tejido íntimo de la realidad, el espacio y el tiempo como la forma en que esa estructura acaba convirtiéndose en la espina dorsal de la naturaleza.

    Lo que aprendí durante esos meses de intenso estudio es que la relatividad general infunde vida al espacio y al tiempo. El espacio deja de ser un simple ámbito que da cabida a la existencia de las cosas, y el tiempo no puede ya asociarse con el tictac de un reloj destinado a asignar señales horarias a los objetos. Según Einstein, el espacio y el tiempo se hallan unidos en una danza cósmica, ya que reaccionan con la más mínima mota de materia imaginable, desde las partículas a las galaxias, entrelazándose hasta constituir patrones complejos que pueden dar lugar a los más extraños efectos. Además, desde el momento mismo en que expuso por primera vez su teoría, ésta ha servido para explorar el mundo natural, revelándonos que el universo es un lugar dinámico que se expande a velocidad de vértigo y que se halla repleto de agujeros negros, devastadores desgarros del espacio y el tiempo e inmensas olas de energía, capaces de movilizar cada una de ellas un empuje casi igual al de una galaxia entera. La relatividad general nos ha permitido llegar más lejos de lo que jamás habríamos imaginado.

    Pero hubo también otra cosa que me llamó poderosamente la atención al comprender por primera vez la relatividad general. Pese a que Einstein necesitara prácticamente una década para desarrollarla, lo cierto es que ha permanecido intacta desde entonces, sin experimentar el menor cambio. Lleva cerca de un siglo siendo considerada por muchos la teoría perfecta, y es motivo de profunda admiración para todo aquel que haya tenido el privilegio de cruzarse en su camino. La relatividad general se ha convertido en un icono a causa de su resiliencia, en cuanto clave de bóveda del pensamiento moderno y colosal logro cultural comparable a la Capilla Sixtina, las Suites para violonchelo solo de Bach o las películas de Antonioni. La relatividad general puede resumirse sucintamente en un conjunto de ecuaciones y leyes fácilmente sintetizables y expresables. Y no son sólo de una gran belleza, también nos dicen algo acerca del mundo real. Se las ha empleado para hacer predicciones sobre el universo que más tarde se han visto corroboradas mediante la observación, y existe la sólida creencia de que la relatividad general esconde en sus pliegues más recónditos todo un conjunto de nuevos y más hondos secretos del universo que todavía es preciso sacar a la luz. ¿Qué más podría desear?

    La relatividad general lleva casi veinticinco años formando parte de mi vida cotidiana. Constituye el núcleo mismo de una notable fracción de mis investigaciones, sustentando además otra porción igualmente importante de lo que mis colaboradores y yo mismo estamos tratando de entender. Mis primeras experiencias con la teoría de Einstein distan mucho de resultar únicas, ya que he tenido ocasión de conocer a personas de todo el mundo que también han quedado enganchadas a la teoría de Einstein, consagrando su vida a revelar sus misterios. Y hablo en serio cuando digo «personas de todo el mundo». Recibo periódicamente trabajos científicos escritos por autores que tratan de hallar soluciones nuevas a la relatividad general o de encontrar incluso la posibilidad de introducir en ella algunos cambios, y esos artículos me llegan de lugares tan dispares como Kinshasa o Cracovia, pasando por Canterbury y Santiago. Puede que la teoría de Einstein sea difícil de aprehender, pero la verdad es que resulta también notablemente democrática, puesto que su mismo carácter difícil e intratable supone que es mucho lo que queda por hacer antes de poder dar por expuestas todas sus implicaciones. Todo aquel que disponga de lápiz y papel, así como de cierto nervio intelectual, descubrirá que en ella le aguarda una oportunidad.

    Son muchas las ocasiones en que me ha sido dado oír cómo el director de una tesis doctoral le decía al estudiante a su cargo que no se zambullera en el estudio de la relatividad general, temiendo que el joven acabara por resultar indigerible para el mercado de trabajo. Son muchas las personas que consideran que se trata de una teoría excesivamente esotérica. Consagrar la vida profesional a la relatividad general es decididamente una tarea de naturaleza pasional, algo así como atender a un llamamiento poco menos que irresponsable. Sin embargo, tan pronto como se inocula uno el virus resulta prácticamente imposible dejar a un lado la relatividad. Hace poco tuve ocasión de coincidir con una de las mentes más lúcidas y vanguardistas en la modelización del cambio climático. Se trata de un auténtico pionero en su campo, miembro de la Royal Society de Londres y experto en realizar predicciones sobre el tiempo y la climatología en un área de investigación que sigue encerrando terribles dificultades. No siempre se ha ganado la vida de esta forma. De hecho, en la década de 1970, siendo todavía muy joven, se dedicó al estudio de la relatividad general. De eso hace casi cuarenta años, y, sin embargo, la primera vez que nos vimos me dijo con una irónica sonrisa: «La verdad es que soy relativista.»

    Un amigo mío dejó el mundo académico hace ya bastante tiempo, después de haber dedicado cerca de veinte años a la teoría de Einstein. Actualmente trabaja para una compañía de programas lógicos, desarrollando e instalando mecanismos destinados a almacenar grandes volúmenes de datos. Se pasa la semana recorriendo el mundo en avión a fin de configurar esos complejísimos y caros sistemas informáticos en bancos, corporaciones y gabinetes gubernamentales. Sin embargo, cada vez que coincidimos me pregunta acerca de la teoría de Einstein y comparte conmigo sus últimas reflexiones sobre la relatividad general. No consigue quitársela de la cabeza.

    Uno de los aspectos de la relatividad general que siempre me ha desconcertado es el hecho de que, pese a llevar prácticamente un siglo entre nosotros, continúe arrojando nuevos resultados. Teniendo en cuenta la fenomenal energía intelectual que se le ha consagrado, cualquiera podría pensar que la teoría debería llevar décadas agotada y cubierta de polvo. Puede que se trate de una teoría difícil, pero ¿acertamos al pensar que existe un límite a lo que puede ofrecernos? ¿Acaso no basta y sobra con los agujeros negros y el universo en expansión? Sin embargo, al seguir lidiando con las ideas que se desprenden de la teoría de Einstein y entrar en contacto con las brillantes inteligencias que han trabajado en ella, se me ocurrió que la peripecia de la relatividad general es un relato fascinante y espléndido, quizá tan complejo como la teoría misma. La clave que nos permite entender por qué cabe decir que la teoría conserva, digamos, toda su vitalidad consiste en acompañar la laboriosa brega de su siglo de existencia.

    Este libro es la biografía de la relatividad general. La idea que lleva a Einstein a explicar cómo se fusionan el espacio y el tiempo ha adquirido vida propia, y a lo largo de todo el siglo XX ha sido motivo tanto de regocijo como de frustración para algunos de los intelectos más capaces del mundo. La relatividad general es una teoría que no ha dejado de deparar sorpresas, ofreciéndonos más de un fantástico vislumbre del mundo natural, tan insólitos que al mismo Einstein le habrían resultado difíciles de aceptar. Y conforme ha ido pasando de una inteligencia a otra, la teoría ha alumbrado nuevos e inesperados descubrimientos, y esto además en las situaciones más extrañas. El primer atisbo conceptual de los agujeros negros tuvo lugar en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, llegando el hallazgo a su mayoría de edad en manos de la avanzadilla científica encargada de materializar tanto la bomba atómica estadounidense como la soviética. Un sacerdote belga y un matemático y meteorólogo ruso serían los proponentes iniciales de la tesis de la expansión del universo. La casualidad permitió detectar algunos de los raros y desconocidos objetos astrofísicos llamados a desempeñar un papel determinante en el establecimiento de la relatividad general. Jocelyn Bell descubrió las estrellas de neutrones en las marismas de Cambridge suspendiendo una malla de alambre de una desvencijada estructura de maderas y clavos.

    La teoría general de la relatividad también se constituyó en el eje principal de algunas de las más relevantes batallas intelectuales del siglo XX. Fue objeto de persecución en la Alemania de Hitler, viéndose igualmente acosada en la Rusia estalinista, para terminar encajando el desdén de la Norteamérica de los años cincuenta. Enfrentó a algunos de los más descollantes nombres de la física y la astronomía, abocándolos a una contienda destinada a dirimir el signo de la teoría definitiva del universo. Dichos científicos no sólo lucharon a brazo partido para decidir si el universo se originó con una explosión o siempre ha sido una entidad eterna, sino para determinar también cuál era realmente la estructura fundamental del espacio y el tiempo. No obstante, la teoría contribuyó igualmente al acercamiento de ciertas comunidades distanciadas: en plena guerra fría, los estudiosos soviéticos, británicos y estadounidenses unieron sus fuerzas para resolver el problema del origen de los agujeros negros.

    Pero la crónica de la relatividad general no se circunscribe únicamente al pasado. En los últimos diez años se ha llegado a comprender que si la relatividad general resulta ser correcta, el universo es mayoritariamente oscuro. Está repleto de una sustancia que no sólo no emite luz alguna, sino que ni siquiera alcanza a reflejarla o a absorberla. Las pruebas derivadas de la observación resultan abrumadoras. Casi una tercera parte del universo parece estar compuesta por una materia oscura, pesada e invisible que pulula en torno a las galaxias como un enjambre de abejas enfurecidas. Las otras dos terceras partes presentan el aspecto de una sustancia etérea, la energía oscura, cuyo principal efecto tiende a distanciar los componentes del universo, acelerando su expansión. Únicamente el 4 % del universo está integrado por un elemento con el que estemos familiarizados: los átomos. Y nosotros mismos somos insignificantes. Todo esto, claro está, si la teoría de Einstein es correcta. Podría darse perfectamente el caso de que nos estuviésemos aproximando a los límites de la relatividad general y de que la teoría de Einstein comenzara a resquebrajarse.

    La teoría einsteiniana resulta igualmente esencial para la nueva teoría fundamental de la naturaleza que está consiguiendo que los físicos teóricos se tiren a degüello unos contra otros. La teoría de cuerdas, que intenta ir incluso más allá de lo que fueron en su día Newton y Einstein, unificando la totalidad de cuanto constituye el mundo natural, hunde sus cimientos en una compleja estructura espacio-temporal dotada de unas extrañas propiedades geométricas que se verifican en dimensiones superiores a las cuatro conocidas. Mucho más esotérica de lo que jamás haya alcanzado a ser la tesis einsteiniana, hay numerosos autores que ven en la teoría de cuerdas la explicación última del universo, mientras otros despotrican, clamando contra ellos y acusándoles de defender una simple ficción romántica que ni siquiera merece el nombre de ciencia. Como ocurre con toda confesión cismática, la teoría de cuerdas no existiría de no ser por la teoría general de la relatividad, lo que no impide que muchos relativistas en activo la contemplen con escepticismo.

    Tanto la materia y la energía oscuras como los agujeros negros y la teoría de cuerdas son vástagos de la teoría de Einstein, y son los planteamientos que dominan hoy la física y la astronomía. En el transcurso de mi actividad, consistente en dar conferencias en distintas universidades, en asistir a talleres científicos y en participar en diferentes reuniones de la Agencia Espacial Europea –responsable del lanzamiento de algunos de los más importantes satélites científicos del mundo–, he llegado a comprender que la física moderna se halla inmersa en un crucial proceso de transformación. Contamos con un buen puñado de jóvenes científicos que examinan la relatividad general con la pericia resultante de un siglo de análisis geniales. Explotan la teoría de Einstein con un instrumental informático cuya potencia no tiene precedentes, buscando con esa artillería pesada un conjunto de teorías alternativas de la gravedad que quizá terminen por destronar a la explicación einsteiniana y tratando de encontrar en el cosmos algún objeto exótico capaz de confirmar o refutar los principios básicos de la relatividad general. Al mismo tiempo se está arengando al grueso de la comunidad científica con la intención de que sus miembros alcancen a construir máquinas ciclópeas destinadas a dotar de creciente profundidad y nitidez a nuestro campo de visión en el espacio, en un intento encaminado a observarlo con mayor precisión que nunca, instándose igualmente a esos artífices a lanzar satélites preparados para ir en pos de las singularísimas predicciones con que parece abrumarnos la relatividad general.

    La epopeya de esta teoría es tan magnífica y global que se hace necesario relatarla. Y ello porque, al internarnos en el siglo XXI, nos enfrentamos a muchas de sus grandes revelaciones y preguntas sin respuesta. Van a ocurrir cosas realmente importantes en pocos años, y es preciso que entendamos de dónde proceden todas esas innovaciones. Yo sospecho que si el siglo XX ha sido el siglo de la física cuántica, el XXI estará llamado a exprimir todo el jugo a la teoría general de la relatividad de Einstein.

    1. SI UNA PERSONA SE HALLARA EN CAÍDA LIBRE

    En el otoño de 1907, Albert Einstein se vio obligado a trabajar sometido a un gran estrés. Se le había invitado a presentar en el Jahrbuch der Radioaktivität und Elektronik la versión revisada y definitiva de su teoría de la relatividad. Aquello suponía un verdadero desafío, puesto que debía resumir un importante volumen de trabajo en muy poco tiempo, circunstancia que además se veía agravada por el hecho de que únicamente podía hacerlo en sus ratos libres. Entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde, de lunes a sábado, Einstein desarrollaba su jornada laboral en la Oficina Federal de Patentes de Berna, sita en el edificio de correos y telégrafos recientemente construido en esa localidad suiza, dedicándose a examinar meticulosamente un montón de planos para la fabricación de un conjunto de artilugios eléctricos que pretendían ser el último grito en la materia, tratando de comprender si realmente presentaban algún mérito. El jefe de Einstein se lo había advertido con toda claridad: «Cuando te ocupes de una solicitud de patente, piensa que todo cuanto dice el inventor es erróneo», y desde luego Einstein se había tomado muy en serio la indicación. No tenía más remedio que aparcar durante buena parte del día las notas y los cálculos de sus propias teorías y descubrimientos al segundo cajón del escritorio, al que solía denominar sarcásticamente su «departamento de física teórica».

    La revisión final de la relatividad general debía sintetizar el triunfal maridaje que había conseguido efectuar entre la antigua mecánica de Galileo Galilei e Isaac Newton y las nuevas tesis sobre la electricidad y el magnetismo de Michael Faraday y James Clerk Maxwell. Aquel trabajo podía explicar buena parte de las cosas extrañas que Einstein había descubierto pocos años antes, como el doble hecho de que los relojes se ralentizaran si se los ponía en movimiento y de que los objetos se encogiesen al verse sometidos a una aceleración. Debería dar cuenta de la peculiar y mágica fórmula que había ideado para mostrar que la masa y la energía eran intercambiables y que no había nada que pudiera moverse a mayor velocidad que la luz. Aquella revisión de su principio de la relatividad habría de señalar que la práctica totalidad de la física debía regirse por un nuevo conjunto de reglas comunes a la generalidad de la disciplina.

    En 1905 Einstein había redactado, en el breve plazo de unos cuantos meses, una serie de artículos científicos que ya habían comenzado a transformar la física. En ese arranque de inspiración había indicado que la luz se comportaba como si estuviera compuesta por varios haces de energía, de forma muy similar a las partículas de materia. También había mostrado que la nerviosa y caótica deriva de los granos de polen y polvo que giraban arremolinadamente en un recipiente lleno de agua podía ser consecuencia del movimiento turbulento de las moléculas del líquido, que vibraban y entrechocaban. Y se había atrevido a abordar asimismo un problema que llevaba casi medio siglo atormentando a los físicos: el relacionado con la circunstancia de que las leyes de la física parecieran operar de manera diferente en función del modo en que se las contemplara. Con su principio de la relatividad, él había logrado conciliar esas diferencias.

    Todos aquellos descubrimientos constituían un logro impactante y Einstein los había realizado, uno tras otro, sin dejar de trabajar como humilde especialista en patentes de la oficina de patentes de Berna, dedicado a pasar por el tamiz las últimas derivaciones científicas y tecnológicas del momento. En 1907 seguía ocupando el mismo cargo, sin haberse internado todavía en el egregio universo académico que parecía mostrarse esquivo a sus avances. De hecho, para ser alguien que acababa de reescribir algunas de las leyes fundamentales de la física, Einstein presentaba un perfil francamente deslucido. Durante los nada impresionantes estudios superiores que había cursado en el Instituto Politécnico de Zúrich, Einstein adquiriría la costumbre de saltarse las clases que no le interesaban, contrariando justamente a las personas que más podrían haber nutrido su genial cerebro. Uno de sus profesores le dijo en una ocasión: «Eres un muchacho muy inteligente [...]. Pero tienes un gran defecto: nunca dejas que nadie te diga nada.» En otra ocasión, al impedirle su director de estudios que trabajara en un tema que el propio Einstein había elegido, el disgustado alumno le entregó un trabajo final mediocre, por el que obtuvo una nota tan baja que le resultó imposible conseguir que alguna de las universidades a las que había decidido enviar una solicitud le concediera el puesto de ayudante al que aspiraba.

    Desde que en 1900 obtuviera su licenciatura hasta 1902, fecha en la que acabó aterrizando en la oficina de patentes, la carrera de Einstein fue una sucesión de fracasos. Por si fuera poco, un año después se agravaría su frustración al ser rechazada la tesis doctoral que había remitido en 1901 a la Universidad de Zúrich. En su propuesta de investigación, Einstein se había empeñado en derribar algunas de las ideas expuestas por Ludwig Boltzmann, uno de los grandes físicos teóricos de finales del siglo XIX. El inconformismo iconoclasta de Einstein no se veía con buenos ojos. Tendría que esperar hasta 1905, año en el que presentó uno de sus mágicos proyectos, «Una nueva determinación de las dimensiones moleculares», para obtener finalmente el grado de doctor. Einstein, haciendo gala de unas recién descubiertas facultades diplomáticas, diría poco después que el título «facilita de manera considerable las relaciones personales».

    Mientras Einstein se esforzaba en salir adelante, su amigo Marcel Grossmann se dirigía a toda velocidad a su anhelada meta de convertirse en un prestigioso profesor. Persona con dotes de organización, aplicada y muy apreciada por sus tutores, fue Grossmann quien evitó que Einstein descarrilara en su época estudiantil gracias a haber compartido con él los detallados e inmaculados apuntes de las clases lectivas. Al ser compañeros de estudios en Zúrich, Grossmann se hizo íntimo de Einstein y de la futura esposa de éste, Mileva Marić, y se graduaron los tres el mismo año. A diferencia de la de Einstein, la carrera de Grossmann había progresado sin contratiempos desde que se licenció. Fue nombrado ayudante en Zúrich y obtuvo el doctorado en 1902. Tras dedicarse durante un breve período a dar clases en distintos institutos, Grossmann consiguió un puesto de profesor de geometría descriptiva en la Eidgenössische Technische Hochschule (conocida como ETH), o Escuela Politécnica Federal de Zúrich. Einstein ni siquiera había conseguido que le asignaran el cargo de maestro de escuela. Había tenido que mediar una recomendación del padre de Grossmann a un conocido –el director de la oficina de patentes de Berna– para que Einstein consiguiera finalmente un trabajo como especialista en patentes.

    El empleo de Einstein en aquella oficina de patentes fue una bendición. Tras varios años de inestabilidad económica en los que se había visto obligado a depender de los ingresos de su padre, podía al fin casarse con Mileva y fundar una familia en Berna. La relativa monotonía de la oficina de patentes, con sus tareas claramente definidas y una total ausencia de distracciones, parecía el entorno ideal para que Einstein se dedicara a pensar a fondo. Apenas necesitaba unas cuantas horas para realizar las labores que se le asignaban cada día, lo que le dejaba tiempo para concentrarse en sus rompecabezas. Sentado en su pequeño escritorio de madera, y no disponiendo más que de unos cuantos libros y de los artículos de su «departamento de física teórica», Einstein se entregaba interiormente a la realización de toda suerte de comprobaciones. Por medio de aquellos experimentos mentales (o gedankenexperimenten como se los denomina en alemán), el joven físico imaginaba situaciones y artificios que le permitían explorar las leyes físicas a fin de averiguar de qué modo podrían desarrollarse sus hipótesis en el mundo real. A falta de un laboratorio de verdad, procedía a escenificar en su fuero interno toda una serie de estrategias cuidadosamente elaboradas, representándose distintos acontecimientos que después examinaba con el máximo detalle. Una vez obtenidos los resultados de tales experimentos, Einstein se dio cuenta de que disponía de los conocimientos matemáticos justos para confiar sus ideas al papel, y elaboró así un puñado de joyas exquisitamente labradas que acabarían variando en última instancia el rumbo de la física.

    Los directivos de la oficina de patentes estaban satisfechos con el trabajo que realizaba Einstein, así que le ascendieron y le nombraron Experto de clase II, pese a que siguieran desconociendo la creciente reputación de su empleado. En 1907, fecha en la que el físico alemán Johannes Stark le solicitó que redactara un artículo, «El principio de la relatividad y sus consecuencias», Einstein continuaba sacando adelante un cupo diario de patentes. Le dieron dos meses de plazo para escribir el artículo, tiempo en el que comprendió que su principio de la relatividad estaba incompleto. Si quería que su teoría adquiriera una dimensión auténticamente general iba a tener que revisarla de arriba abajo.

    El texto publicado en el Jahrbuch der Radioaktivität und Elektronik debía ofrecer un resumen del principio de relatividad originalmente expuesto por Einstein. Dicho principio afirma que las leyes de la física han de presentar el mismo aspecto en todo sistema de referencia inercial. La idea básica subyacente al principio no era nueva, pues la verdad es que hacía ya varios siglos que había sido formulada.

    Las leyes de la física y de la mecánica son en realidad una serie de reglas que indican de qué modo se mueven las cosas, o cómo aceleran o se ralentizan al verse sometidas a los efectos de una o más fuerzas. En el siglo XVII, el físico y matemático inglés Isaac Newton estableció un conjunto de leyes para justificar la forma en que los objetos responden a la aplicación de fuerzas mecánicas. Las leyes del movimiento que él formuló explican de manera sistemática y coherente lo que sucede cuando chocan dos bolas de billar, cuando una bala sale disparada por el cañón de un arma de fuego, o cuando se lanza una pelota al aire.

    Un sistema de referencia inercial define un marco que se mueve con una velocidad constante. Si está usted leyendo estas líneas en un lugar en situación estacionaria, como el confortable sillón de su sala de estar o la mesa de una cafetería, se halla usted en un sistema inercial. Otro ejemplo clásico es el de un tren con las ventanillas cerradas que se mueve sin sobresaltos a gran velocidad. Si se sitúa usted en su interior, y una vez que el tren haya adquirido la velocidad de crucero, no habrá forma de determinar si el convoy se mueve o no. En principio resulta imposible decir cuál es la diferencia que media entre dos sistemas inerciales dados, aun en el caso de que uno se mueva muy rápidamente y de que el otro se encuentre en reposo. Si realizamos un experimento en un sistema inercial, procediendo a medir las fuerzas que actúan sobre un determinado objeto, obtendremos el mismo resultado que en cualquier otro sistema inercial. Las leyes de la física son idénticas, con independencia del marco de referencia en que situemos la observación.

    El siglo XIX alumbró un conjunto de leyes completamente nuevo en el que se entrelazaron dos fuerzas fundamentales: la electricidad y el magnetismo. A primera vista, se diría que son dos fenómenos distintos. Podemos constatar sendas manifestaciones de la electricidad en las bombillas que alumbran nuestro hogar o en los relámpagos que iluminan el cielo, mientras que el magnetismo se nos presenta en forma de los imanes que dejamos adheridos al frigorífico o en la atracción que el Polo Norte ejerce en la aguja de la brújula. El físico escocés James Clerk Maxwell mostró que estas dos fuerzas pueden concebirse como expresiones distintas de una misma fuerza subyacente, el electromagnetismo, dándose la circunstancia de que el modo en que se perciba su acción depende del modo en que se esté moviendo el observador. Una persona que se halle sentada junto a los polos de un imán percibirá los efectos del magnetismo, pero no apreciará ninguna electricidad. Sin embargo, si un sujeto pasa a toda velocidad al lado de ese mismo imán no sólo podrá percibir el magnetismo, sino también una mínima cantidad de electricidad. Maxwell unificó ambas fuerzas, dando lugar a una sola que se comporta de forma equivalente sea cual sea la posición que ocupe el observador o la velocidad que lleve.

    Si intentamos combinar las leyes que Newton enunció acerca del movimiento con las leyes de Maxwell sobre el electromagnetismo comprobaremos que surgen problemas. Si el mundo obedece realmente a ambos conjuntos de leyes resultaría en principio posible construir un instrumento a base de imanes, cables y poleas que no percibiera fuerza alguna en un determinado sistema inercial pero se revelara capaz de registrar fuerzas en otro sistema inercial, quebrantándose de ese modo la regla de que los sistemas inerciales han de resultar indistinguibles entre sí. Las leyes de Newton y las leyes de Maxwell parecen ser por tanto recíprocamente incompatibles. Einstein quería eliminar estas «asimetrías» presentes en las leyes físicas.

    En los años inmediatamente conducentes a los trabajos que publicó en 1905, Einstein concibió su conciso principio de la relatividad por medio de toda una serie de experimentos mentales dirigidos específicamente a resolver dicho problema. Sus tanteos mentales culminaron en la formulación de dos postulados. El primero era simplemente una nueva manera de enunciar el principio y decía lo siguiente: las leyes de la física han de presentar el mismo aspecto en todo sistema inercial. El segundo postulado era de carácter más radical: en cualquier sistema inercial, la velocidad de la luz tiene invariablemente un mismo valor, siendo éste de 299.792 kilómetros por segundo. Dichos postulados podían emplearse para ajustar las leyes del movimiento y la mecánica de Newton de forma que, al combinarse con las leyes de Maxwell sobre el electromagnetismo, los sistemas inerciales continuaran siendo totalmente indistinguibles entre sí. No obstante, el nuevo principio de la relatividad de Einstein produciría al mismo tiempo unos resultados inesperados.

    El segundo postulado de Einstein exigía realizar algunos ajustes en las leyes de Newton. En el universo newtoniano clásico, la velocidad es aditiva. La luz que emite el foco delantero de un tren que avanza a toda velocidad se mueve con mayor rapidez que la luz que parte de una fuente estacionaria. En el universo de Einstein esto deja de ser así. Lo que sucede en cambio es que la velocidad de la luz topa con un límite cósmico situado en 299.792 kilómetros por segundo. Ni siquiera el más potente de los cohetes conseguiría romper esa barrera. Sin embargo, lo que sucede después es de lo más extraño. Así, por ejemplo, una persona que viajara en un tren que estuviera desplazándose a una velocidad próxima a la de la luz envejecería más lentamente de lo normal si fuera observado por alguien que, situado en una plataforma estática, contemplara el paso del tren. Además, el tren parecería más corto si se estuviera moviendo que si se hallara en reposo. El tiempo se dilata y el espacio se contrae. Estos extraños fenómenos son señales de que ocurre algo de mucho mayor calado: en el mundo de la relatividad, el tiempo y el espacio no sólo se hallan entrelazados sino que resultan intercambiables.

    Con su principio de la relatividad, Einstein parecía haber simplificado la física, aunque con insólitas consecuencias. Sin embargo, en el otoño de 1907, esto es, en la época en la que Einstein se disponía a escribir en el Jahrbuch der Radioaktivität und Elektronik, tuvo que admitir que, a pesar de que su teoría parecía funcionar correctamente, lo cierto es que todavía no estaba completa. La teoría de la gravedad de Newton no encajaba en la representación einsteiniana de la relatividad.

    Antes de que Albert Einstein diera señales de vida, Isaac Newton era una especie de deidad indiscutida en el mundo de la física. Se consideraba que los trabajos de Newton constituían el más pasmoso logro del pensamiento moderno. A finales del siglo XVII, Newton había conseguido unificar en una sencilla ecuación tanto la fuerza de la gravedad que opera en lo extremadamente pequeño como la que actúa en lo inmensamente grande. Gracias a ella resultaba posible explicar a un tiempo el cosmos y la vida cotidiana.

    La ley de la atracción universal de Newton, o «ley de la inversa del cuadrado», es tan simple como la que más. Sostiene que la atracción gravitatoria que se da entre dos objetos es directamente proporcional a la masa de cada objeto e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. Por consiguiente, si doblamos la masa de uno de los objetos, se duplica también la atracción gravitatoria. Y si multiplicamos por dos la distancia que media entre dos objetos, la atracción resultante es cuatro veces menor. Durante dos siglos, la ley de Newton no dejó de arrojar dividendos, explicando toda clase de fenómenos físicos. Reveló ser de lo más espectacular, no sólo por explicar las órbitas de los planetas conocidos, sino también por predecir la existencia de otros nuevos.

    A finales del siglo XVIII comenzaron a surgir pruebas de que la órbita del planeta Urano daba muestras de una misteriosa oscilación. Conforme los astrónomos fueron reuniendo una gran cantidad de observaciones sobre la órbita de Urano lograron cartografiar poco a poco, y con una precisión creciente, la trayectoria descrita por dicho planeta en el espacio. La predicción de la órbita de Urano no era en modo alguno un ejercicio sencillo. Obligaba a los científicos a emplear la ley de la gravedad de Newton para tratar de averiguar qué influencia ejercían en el movimiento de Urano los planetas de sus alrededores, dándole un empujoncito aquí y allá y determinando que la órbita en cuestión se revelara ligeramente más complicada cada vez. Los astrónomos y los matemáticos publicaban después las órbitas calculadas en forma de un conjunto de tablas susceptibles de predecir en qué punto del firmamento debería encontrarse Urano, o cualquier otro planeta, en un día y un año específicos. Y cuando comparaban estas predicciones con las ulteriores observaciones de la posición real de Urano constataban invariablemente la existencia de una discrepancia que no alcanzaban a explicarse.

    El astrónomo y matemático francés Urbain Le Verrier era particularmente ducho en calcular las órbitas celestes y había establecido las órbitas de varios planetas del sistema solar. Al centrar su atención en Urano, dio por sentado desde un principio que la teoría de Newton era perfectamente correcta, dado lo bien que había funcionado en el caso de los demás planetas. Supuso que, siendo intachable la teoría de Newton, la única posibilidad que quedaba era postular que había algo en el espacio que no se había tenido en cuenta. Y de este modo, Le Verrier daría el intrépido paso de predecir la existencia de un nuevo e imaginario planeta con el que generó una tabla astronómica propia. Para inmensa alegría suya, Gottfried Galle, un astrónomo alemán que residía en Berlín, apuntó con su telescopio en la dirección que indicaban las tablas de Le Verrier y descubrió en su campo de visión el centelleo de un gran planeta ignorado. Así se lo explicaría Galle en la carta que envió a Le Verrier: «Monsieur, el planeta cuya posición indicaba usted existe realmente.»

    Le Verrier había llevado la teoría de Newton más lejos que cualquiera de sus predecesores y no dejaría de ser recompensado por su audacia, ya que Neptuno sería conocido durante décadas como «el planeta de Le Verrier». Marcel Proust recurriría al descubrimiento de Le Verrier para ahondar en los secretos de la corrupción humana en su En busca del tiempo perdido, mientras que Charles Dickens, por su parte, se referirá a Neptuno al describir las curtidas labores detectivescas del protagonista de su relato corto titulado The Detective Police. La iniciativa de Le Verrier es un bello ejemplo

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