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Caída Libre
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Libro electrónico106 páginas1 hora

Caída Libre

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Información de este libro electrónico

Caída Libre cuenta la historia real que vivió el empresario José Luis Navarro tras sobrevivir a un accidente de avión.
Cómo este hecho cambió su manera de ver el mundo, y cómo ha llevado sus caminos personales y profesionales desde entonces.

El libro es el resultado de este recorrido personal, y de la vida de empresario cafetalero y restaurantero
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2023
ISBN9786078738496
Caída Libre

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    Caída Libre - José Luis Navarro Chinchilla

    cover.jpg

    Por y para Joche...

    y para su hermano Pablo.

    Índice

    UNO

    El miedo de pasajero, el cambio de piloto

    DOS

    Livin’on a prayer

    TRES

    ¿Qué hora es?

    CUATRO

    El emprendedor del cuaderno

    CINCO

    Crash

    SEIS

    Ricardo, por las acamayas pendientes

    SIETE

    ¿Por qué estoy vivo?

    OCHO

    Felipe, por el artista que vive en ti

    NUEVE

    El consentido de Lupita

    DIEZ

    Malas noticias

    ONCE

    Los chicos no lloran

    Epílogo

    Sobre el autor

    Tenía que estar roto para plantearme aquella teoría de que el tiempo es relativo. No es metáfora: estaba roto –roto y aterrado– y el tiempo pasaba tremendamente lento.

    Todavía era 2008. Aquel año que me marcó. Y tampoco es metáfora: tengo todavía memoria en el cuerpo, algunas cicatrices visibles y otras más en la memoria celular que me recuerdan aquel año tan largo, tan crucial, aquel año tan… tan certero, después de todo.

    Qué pinche dolor tenía, carajo, todo el tiempo. De ahí me quedó la costumbre de tener siempre a la mano una bolsa con medicamentos: Dolac, algún ansiolítico y algunos analgésicos más. Tantas cosas cambiaron para mí ese año.

    Debía viajar a Veracruz a ver las fincas; consciente o inconscientemente lo había estado postergando, pero ya era inevitable. Esa es otra cosa del tiempo: será relativo en muchos sentidos, pero –sea lento o rápido– no se detiene. Ya había pasado lo suficiente y tenía que ir sí o sí a aquel destino.

    Era noviembre del 2008. Me había llevado el chofer, yo no había manejado desde abril y de hecho, no he vuelto a manejar: miedos indelebles que le quedan a uno. De hecho, dudo que vuelva a sentarme frente a un volante alguna vez.

    Mi socio y amigo Alfonso me estaba esperando en la sala de abordar del aeropuerto del entonces Distrito Federal. Me saludó casual, nos tomamos una cerveza (a veces tomamos antes del mediodía, porque como él dice: ya es de noche en alguna parte), y empezamos a hablar sobre algún tema relacionado con las fincas y el crecimiento de los próximos años… o eso creo. Tampoco es que lo tenga muy presente, porque aunque me veía relativamente tranquilo, pegado a mí, muy cerquita, estaba el miedo, y el miedo cuando llega, acapara toda la atención.

    Eran casi las 9 de la mañana. Pasajeros del vuelo 246 de Aeromar con destino a la ciudad de Xalapa, Veracruz, favor de dirigirse a abordar por puerta 3. Escuchamos las instrucciones por el altavoz y me puse de pie lentamente. El miedo me hizo segunda.

    Caminamos despacio. Alfonso seguía mi ritmo de andar lento. Todo me dolía y era evidente, pero ni él ni yo comentamos el punto. Seguramente antes de salir de casa había tomado cinco gotas de Rivotril, pues era parte de mi vida los últimos meses. Ansiolíticos, un café, un cigarro y seguir adaptándome al nuevo yo; al Yo que era desde el mes de abril, y eso incluía replantearme mi relación conmigo, con mi mente, pero también con mi cuerpo, que era lento y cuyas terminaciones nerviosas seguían inflamadas, aullaban a todas horas e intentaban valientemente adaptarse a las circunstancias para seguir adelante, para superar el pasado de una u otra forma. Qué curioso, eso también debe ser amor: las células de mi cuerpo también aman, tal vez por eso llevaban tanto tiempo luchando. Íbamos a ganar la batalla, pero aún así, todo me dolía.

    El protocolo en el avión comercial era el de siempre: tomar tu número de asiento, no reclinarse, colocarse el cinturón de seguridad, atender las instrucciones. Veía a la aeromoza señalar las salidas de emergencia, indicar cómo se coloca la mascarilla en caso de ser necesario.

    Y el miedo crecía y crecía. Aferré las dos manos a los brazos del asiento tocando el metal de sus ceniceros en desuso (¿pues en qué año construyeron esta madre?, pensé). Sentí el corazón girar como una brújula que pierde el rumbo.

    Sentí el sudor invadirme las manos. Respiré hondo. Ahora sí tuve la precaución de repasar mi vida en sus puntos más importantes: mis hijos, mi casa, mis afectos.

    Qué pinche pánico. Esa energía para desprendernos del suelo, qué pinche pánico.

    Qué fea es la vulnerabilidad del ser humano. Qué fea es la certeza de saber que somos frágiles, finitos, mortales. Y a la vez, todo eso nos da la consciencia de la vida… acaso esa es la razón por la cual encima de todo tenemos los huevos de reírnos. Eso lo pienso ahora, porque en aquel noviembre del 2008 mientras me aferraba a los brazos del asiento y apretaba los dientes no estaba para filosofar. El despegue fue un infierno. Una verdadera revolución de adrenalina. Habrá durado apenas unos minutos, pero fueron largos y espesos. Cuando el miedo y la memoria se juntan, ya sabemos que la película no será la más bonita… pero al menos esperamos que tenga final feliz.

    Recordé entonces la frase que me había dicho unas semanas atrás mi amigo Gabriel: la altura salva la dentadura. Por increíble que se oiga, me tranquilizó el resto del vuelo: a 20 mil pies sobre el suelo estás a salvo. Así que los 57 minutos restantes transcurrieron en relativa tranquilidad.

    No tengo claro si Alfonso y yo hablamos gran cosa, o si fueron charlas triviales. Comentaríamos tal vez el tema de los contratos que debíamos firmar, y que ojalá no lloviera para podernos echar unas cervezas en alguna terraza. Pero lo interesante de esos 57 minutos

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