Cenizas
Por Nicolás Díez
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Cenizas - Nicolás Díez
Cenizas
Nicolás Díez
CENIZAS
© 2024, Nicolás Díez Barros
© 2024, Viento Norte Editorial
Calle Celso Emilio Ferreiro, 13. 36600, Vilagarcía de Arousa
www.vientonorteeditorial.com
Diseño cubierta: Viento Norte Editorial y Ximena Hidalgo XIMARTE
Editores: Kenia Quintáns Portas, Christian Alonso Gallego
Primera edición: febrero de 2024
ISBN Digital: 978-84-128180-1-7
ISBN: 978-84-128180-0-0
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A mis padres,
Antonio y María Angustias.
A mi hermana Lucía.
¿Qué crees que es la muerte, hombre?
¿De quién hablamos cuando hablamos
de un hombre que fue y ya no es?
¿Se trata de enigmas indescifrables o no será
que forman parte del ámbito de cada cual?
¿Qué es la muerte sino un instrumento?
¿Y cuál es su objeto?
Mírame
CORMAC McCARTHY
Índice de relatos
Cenizas
El sur eres tú
Sol de diciembre
Las luces del puerto
Tanto dinero junto
Nadie lo sabe
Noche de lobos
Esa enorme caja de lata
Luz bajo la puerta
Reciclaje
Nota del autor
Durante la primavera de 2022 atravesé algo que podría calificarse como una crisis personal. La diferencia con otros episodios similares que hubiera podido experimentar anteriormente era rotunda: en esta ocasión, no podía explicar qué me sucedía. De ningún modo. Fray Luis de León lo expresó mejor que nadie cuando escribió aquello de que «Faltan palabras a la lengua para los sentimientos del alma». No obstante, lo que sí que podía era condensar todo lo que me estaba ocurriendo en una sola idea: Miedo.
Y fue así, gracias a ese resquicio, gracias a que un marasmo indescifrable de emociones turbias podía aglutinarse en cinco letras, como comprendí que lo mejor que podía hacer era escribir una historia que me ayudara a canalizar lo que atravesaba y que brotaba de esa palabra: «Miedo». Así que me encerré en una habitación durante once días y escribí Cenizas, una novela acerca de una persona confusa que es incapaz de entender lo que le está sucediendo. Escribirla no me hizo superar aquella crisis —eso fue tarea de un profesional—, pero sí que me ayudó a verbalizarla, a que adquiriera una textura maleable, a verla desde una perspectiva distinta. Y es que en la vida hay ocasiones en las que lo único que necesitamos es girar el cuello y observar el mundo desde otro ángulo.
Cuando terminé el manuscrito, ya superada aquella angustia inclasificable, me reuní con mis editores, Kenia y Chris, y hablamos acerca de la idea de escribir sobre el Miedo. Llegamos a la conclusión de que no hay nada más terapéutico y liberador que eso. Así que, poco a poco, fui dando forma a una serie de relatos que acompañan a Cenizas y que comparten un mismo hilo conductor que los ensarta como un alambre caliente: todas las historias que hay tras esta página son la síntesis de mis miedos; dicho de otra forma, dentro de este libro está la que es, con diferencia, la parte más vulnerable de una persona: sus temores más profundos.
Cenizas
1
Siempre me ha resultado deprimente el ambiente de un avión por la noche. El ruido incansable del motor que invade un silencio imposible, la incoherencia lumínica, esos pasajeros desesperados por dormir que contrastan con los noctámbulos que se activan y se levantan constantemente y ven películas en sus ordenadores portátiles cuyas pantallas contribuyen aún más a crear esa triste atmósfera irreal. Los niños suelen llorar, la tripulación suele molestar y el baño suele estar siempre ocupado. Así que aquel viernes de marzo, a diez mil metros de altura, volando en un Boeing 737 hacia el lugar en el que me reuniría con lo desconocido, hacia aquella isla abrupta y ventosa, me sentía irremediablemente deprimido e inquieto. A mitad de vuelo intenté mitigar esa sensación llamando a la azafata y pidiendo un Beefeater con zumo de lima, pero aquello no hizo más que incrementar mi desasosiego por las molestias que generé a mi entorno directo mientras la azafata, cuyo perfume podía olfatearse en un radio de unos seis metros, me tendía la lata de zumo, el vaso, la botellita, me ofrecía más hielo y me cargaba una cantidad absurdamente alta en el datáfono.
En cuanto me serví la copa, mi compañero de asiento, un tipo ojeroso con aire de vendedor de productos farmacéuticos o quizás de contable de una empresa industrial, que se arrancaba compulsivamente trocitos de pellejo de las zonas de los dedos más cercanas a las uñas, decidió que la una de la madrugada era un buen momento para entablar una conversación.
—¿De vacaciones? —preguntó cabeceando hacia mi bebida y levantando las cejas.
Lo miré con toda la apatía que pude.
—Bueno… —dije tras dar el primer sorbo al combinado, que emitió un repiqueteo líquido a causa de los diminutos hielos chocando entre sí— más o menos.
No tenía ganas. De verdad que no. No me apetecía para nada hablar con aquel hombre en plena madrugada mientras sobrevolábamos el océano, quieto y oscuro como la sombra de un gran leviatán. Solo quería colocarme mis auriculares y reproducir algún disco de sonatas para piano en Spotify. Ni siquiera me importaba el compositor o el pianista que las interpretase, solamente quería escuchar sonatas para piano: es el lugar al que acudo para relajarme, para olvidarme de todo. Y, además, me dolía el cuello y no sabía bien cómo colocarme para mitigar el dolor. Pero el hecho de haber pedido un combinado pareció darle a aquel tipo licencia para conversar conmigo, como si fuéramos dos bebedores solitarios en el bar de un hotel sentados en taburetes contiguos. Señaló de nuevo la copa y me preguntó en voz baja:
—¿Le importa si le acompaño?
—Bueno, verá, yo… —dije sacando mis auriculares inalámbricos de su estuche.
Pero si algo parecía caracterizar a mi vecino de asiento era la tenacidad. Pulsó de inmediato el botón de llamada y, en cuestión de un minuto, el olor del perfume de la azafata se había renovado en el pasillo y aquel tipo removía con un palito transparente su Bacardi con Fanta de naranja.
—Salud —dijo perseverando en aquella actitud que lo hacía parecer estar tranquilamente en un bar.
—Salud —dije con desgana.
En el rato que hablamos, mi vecino me contó que se llamaba Juan Santana —tal cual, con apellido y todo— y que viajaba a la isla por trabajo. «Aquí es cuando me dice que es representante de, o comercial de, o vendedor de», pensaba, cuando me sorprendió con algo completamente inesperado:
—Soy parapsicólogo.
Me giré hacia él, supongo que con gesto de asombro. Un niño empezó a llorar y se escucharon algunos suspiros molestos de los durmientes.
—Sí, sí —dijo sonriendo y mirándome directamente—. Quizás me conozca de la tele. Suelo aparecer en un par de programas, aunque los emiten bastante tarde.
—No —contesté—. No veo mucho la televisión. Aunque ahora que lo dice —y lo dije con total sinceridad, porque así lo sentí al fijarme en él con más detenimiento—, me suena su cara. Pero no sabría decir de qué.
Él asintió, satisfecho. Yo continué. He de reconocer que me había picado el gusanillo.
—Es muy interesante, la verdad. Nunca había conocido a un parapsicólogo.
—Bueno, no somos muchos en el gremio. Hay que tener mucha vocación para dedicarse a esto. Y persistencia.
«Persistencia», pensé. «Desde luego, no parece faltarte la persistencia».
—¿Y qué va a hacer en la isla? —dije antes de darle un trago a mi copa—. ¿Investigar alguna casa encantada o algún hombre lobo?
Soy consciente de que mi pregunta sonó a burla sin pretenderlo. Simplemente estaba cansado. Juan Santana sonrió con la ironía del que está acostumbrado a la sorna, al chiste fácil, y obviando el tono sarcástico de mi pregunta, contestó:
—Bueno, no exactamente. Tengo que llevar a cabo allí una investigación. La isla es un lugar… —Juan Santana hizo un gesto de buscar las palabras adecuadas y dio un trago a su ron— de mucha actividad. Todo ese vulcanismo, todas las culturas ancestrales que la habitaron, las leyendas que nos dejaron… —Me miró—. Oh, perdone, creo que le estoy aburriendo. Que cuando me pongo a hablar de lo mío, soy incapaz de parar a tiempo.
—No, no, tranquilo. Me parece muy interesante. Y tutéeme, por favor.
—Perfecto, lo mismo te digo —dijo tras dar otro trago a su Bacardi, esta vez mucho más profundo—. Bueno, ¿y qué hay de ti? ¿Cuál es tu historia?
En aquel momento, empecé a pensar que Juan Santana mentía. No sé decir por qué. Aquella sonrisa constante, ese aire sarcástico y oscuro… Se me pasó por la cabeza que en una conversación de avión todos podemos ser lo que queramos y quien queramos por un rato, y un contable de una empresa de productos fitosanitarios al que le gustan las casas encantadas puede proclamarse investigador parapsicológico. Por qué no. Así que no me lo pensé: decidí jugar al mismo juego. Por qué no.
—Trabajo para una productora de cine —dije casi sin pensarlo—. Me encargo de buscar exteriores para películas. Ya sabes: viajo, hago fotos, solicito algunos permisos… Es un buen trabajo. Me da mucha libertad.
—Vaya —dijo Juan Santana—. Qué pasada, ¿no?
—Bueno, quizás no tanto como lo tuyo. Pero está muy bien, sí. No me quejo.
—¿Y qué buscas en la isla?
Pensé. Nunca se me ha dado mal mentir y soy una persona muy imaginativa. Así que apenas tardé unas décimas de segundo en contestar:
—Un lugar apartado y rocoso en el que se refugian unos secuestradores. Es para un thriller que se rueda en otoño. La primera parte en Madrid, y el resto, en la isla. Yo soy la avanzadilla.
Juan Santana se quedó en silencio. Sonrió de nuevo con aire oscuro y dijo:
—Deberías pasar por Pico Rojo. Creo que podría encajar muy bien en lo que buscas. Es un lugar fascinante.
—Sí —contesté—. Ya lo tenía pensado. Es uno de los primeros sitios a los que quería ir.
Y aquello era verdad. Tenía que ir a Pico Rojo dos días después. Pero obviamente, no iba a buscar exteriores para un thriller. Mi visita a aquel lugar era para algo completamente distinto.
Juan Santana se disculpó por decirme cómo tenía que hacer mi trabajo y por haber dado a entender que yo no conocía los sitios adecuados. Cuando le dije con dignidad que no se preocupase, que simplemente había intentado echar una mano y que se lo agradecía, la megafonía anunció que nos disponíamos a aterrizar. Eran las dos de la mañana y todo el mundo parecía agotado cuando aterrizamos y empezamos a recorrer como zombis el pasillo que llevaba a la terminal. El vuelo tenía que haber llegado a las nueve de la noche, pero los fuertes vientos que soplaban en la isla habían obligado a retrasar la salida, provocando que los rostros de todos los pasajeros se hubieran convertido en óvalos pálidos y fantasmales. Pensé en Juan Santana. En que podría imaginar, al vernos, que estaba rodeado de espectros. Lo había perdido de vista tras aterrizar. Como nuestros asientos eran centrales, supuse que habría salido por la puerta delantera, y que al hacerlo yo por la trasera, nuestros caminos se habían separado. La luna, casi llena, bañaba con luz plateada y pálida los cristales de la terminal.
Tras coger mi equipaje de la cinta salí a la calle y allí, azotado por el viento tibio de la madrugada, pensé en que no dejaba de resultar curioso compartir con Juan Santana, en caso de que dijera la verdad, un propósito común en nuestros viajes: ambos estábamos allí por algo relacionado con la muerte.
2
Puede parecer extraño, pero nunca supe mucho sobre él. Jamás llegué a conocerlo bien. Desde siempre fue una persona reservada, un animal desconocido que se esconde del ser humano en la espesura de un bosque remoto; una sombra, una especie de sección complementaria a mi carácter abierto y social. Como si fuésemos las dos mitades extraviadas de la misma circunferencia. Y digo que es extraño porque los hermanos gemelos suelen conocerse muy bien. Cuando uno piensa en una pareja de hermanos gemelos, los recuerda siempre juntos, pasando una gran cantidad de años —posiblemente toda la infancia— vistiéndose del mismo modo, y para sus conocidos menos íntimos suelen ser la misma persona, un ente amalgamado. Especialmente para sus profesores, que tienden a ponerles a sus alumnos gemelos la misma nota y a hablar de ellos como «los gemelos».
Nosotros también fuimos «los gemelos», sí; pero superada la niñez, a partir de que nuestras personalidades comenzaron a intuirse, todo el mundo sabía perfectamente quién era cada uno. Era imposible equivocarse. Martín siempre ha sido un ser huraño, frío, imprevisible, cercano a la crueldad; capaz de tomar las decisiones más inesperadas y completamente ajeno a los juicios y las opiniones de los demás. Una estrella pálida y distante a la que contemplar flotando en su ingrávida oscuridad. En la otra cara, el bueno de Alejandro. Siempre dócil, siempre contentando a todo el mundo con su actitud sonriente, su generosidad, sus ganas de complacer… y aquella imposibilidad de tener un mínimo conflicto con nadie. Así soy: es imposible tener un conflicto conmigo, ni un simple desacuerdo o encontronazo, porque los evito. Y nunca exploto, nunca decepciono, nunca fallo: podría decirse que soy una etiqueta andante, un personaje arquetípico de un cuento medieval: «el bueno».
En el aeropuerto, ya agotado por la hora y los efectos de la ginebra, con el dolor de cuello cada vez más presente, tuve que despertar al muchacho del mostrador de Avis para que me entregara el coche de alquiler.
—Le esperábamos antes —dijo desperezándose.
—El viento… —fue todo lo que dije mientras le tendía la tarjeta de crédito. Recogí del aparcamiento un Volkswagen Golf relativamente moderno y conduje unos cuarenta kilómetros en dirección a la zona norte de la isla rodeando el volcán, dejándolo siempre a mi izquierda, agazapado y silencioso como un gigante dormido. A medida que me iba adentrando en el árido norte, el paisaje iba mostrándose cada vez más abrupto y hostil, y al mismo tiempo me daba la sensación de que había muchísimas más estrellas que en el cielo al que estaba acostumbrado, millones de puntas de alfiler que titilaban en un silencio húmedo y brillante. Finalmente, cuando se empezó a atisbar el océano en la distancia, una carretera descendente me llevó desde aquel entramado de desfiladeros hasta Puerto del Carmen, el pueblo donde tenía reservado mi alojamiento en el Hotel Lizarai. Por lo visto, aquel extraño nombre era una palabra indígena cuyo significado desconocía.
Allí