Cuál es tu lucha
Por Nando López y Julián Muñoz Ruiz
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Nando López
Nando López (Barcelona, 1977) es doctor cum laude en Filología Hispánica, novelista y dramaturgo y ha sido durante años profesor de Lengua y Literatura de Secundaria y Bachillerato. Desde joven se sintió atraído por el teatro, y en sus años universitarios participó en montajes como autor y como director, llegando a crear su propia compañía teatral con la que estrenó sus primeros textos. Con el tiempo, ha sabido conjugar su pasión por la literatura, el teatro y la enseñanza. Autor de relatos y de varias novelas, le llegó el éxito con La edad de la ira , finalista del Premio Nadal 2010, texto que adaptó más tarde a lenguaje teatral y que recorrió los escenarios españoles. Como autor de literatura infantil, ha sabido acercar el teatro a los más pequeños con títulos como La foto de los 10000 me gusta en la colección El Barco de Vapor. En los textos de sus novelas juveniles le gusta tratar temas como la inclusión, la homosexualidad, el acoso escolar y el impacto de las nuevas tecnologías, como muestra En las redes del miedo . Como autor para adultos ha publicado, entre otros títulos, Hasta nunca, Peter Pan o El sonido de los cuerpos . Una faceta que combina con el teatro y la no ficción con libros humorísticos sobre la realidad educativa muy populares entre la comunidad docente, como En casa me lo sabía o Dilo en voz alta y nos reímos todos . En la actualidad, combina la creación literaria con numerosos encuentros con lectores en colegios e institutos de toda España.
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Cuál es tu lucha - Nando López
Nando López está escribiendo...
A cada adolescente que, con su testimonio,
ha hecho posible esta novela.
Y a mi hermano, por enseñarme a luchar
por mis sueños a su lado.
La noche en que Ale no consigue conciliar el sueño por culpa de la convocatoria del siguiente partido es la misma en la que Ashley da vueltas en la cama, pensando en si debe o no usar en casa los colores de la bandera que la representa para contar, por fin, quién es de verdad. La noche en la que Andrea ha borrado el story en el que compartía una de sus canciones, justo cuando Isaac envía una maqueta de uno de sus temas a un grupo que necesita batería.
El insomnio se ha adueñado de una noche demasiado calurosa para esta época del año. Quizá por eso tampoco Helena logra dormirse, después de haberse cruzado unos cuantos mensajes con Nazaret y Gina sobre el club de lectura que están montando. Pero ninguna de las dos le ha prestado demasiada atención en esta noche llena de sueños inquietos. Como los de Marta, que vive con angustia la proximidad −otro año más− de la Noche de las Ciento Diez. O como los de Nyx y Kuro, preocupades por lo que esté sucediendo ahora mismo en casa de su amigue Deli.
Tampoco el correo de la asociación que ha creado Ana descansa a estas horas. Al revés, parpadea nervioso cada vez que llega un nuevo mensaje, con la misma intensidad con que lo hace el grupo de whatsapp que coordina Celeste. También parpadea Ale, desvelado por la idea de ese partido al que teme que tampoco van a convocarlo, y Helena, que desearía oír por unas horas la vida tal y como la escuchaba antes de que llegara el silencio de su presente.
En su cuarto, Isaac finge ensayar con su batería, sin imaginarse que uno de los vídeos que subió a YouTube suena ahora mismo en el móvil de Paula. Ella sonríe al ver a ese chico cuya melena estridente le hace olvidar por un momento ese ayer en el que ya no se reconoce, como tampoco se reconoce Lía en la persona que creen ver los demás.
El sueño no alcanza ninguno de sus dormitorios. Todos han sido invadidos por una niebla de pensamientos que atraviesa su noche y les hace preguntarse si deberían enviar o no ese mensaje en el que llevan horas trabajando; ese texto o ese audio en el que cuentan quiénes son y cuáles son las sombras y las luchas que constituyen su paisaje, las mismas que hoy se han apropiado de sus cuartos y los retan a derribarlas con palabras. Ese mensaje que, según se aseguraba en la convocatoria de la editorial, puede ser parte de un libro donde sus vidas no solo romperán esa oscuridad, sino que se convertirán en protagonistas.
Y el sueño se vuelve aún más huidizo, porque eso, a su manera, también supone una responsabilidad. Ser personaje es ser espejo. Ofrecer su lucha como testimonio de sus decisiones y de todos los momentos en que acertaron o en que se equivocaron, en que lo intentaron o en que se rindieron, en que la violencia los puso de rodillas y su obcecación por ser los volvió a levantar.
Dar a enviar es solo un clic.
Así de fácil.
O así de complicado.
1
Ale
[Hola. Soy Alejandro, y me gustaría hablar principalmente sobre la presión que tenemos los jugadores de fútbol a la hora de luchar por el puesto o de intentar trabajar por jugar. Ya que no es solamente la lucha de un partido contra los demás equipos, sino que, a la hora de ganarte el puesto, en tu equipo... Por ejemplo, yo, que soy portero, tengo que estar batallando semana tras semana tras semana para conseguir el puesto y jugar.
Y de lo que quería hablar principalmente es de cómo esto nos puede afectar a nosotros psicológicamente, en el sentido de que muchas veces algunos porteros luchan, luchan, luchan, y a pesar de jugar y entrenar bien, no consiguen llevarse el puesto por muy bien que lo hagan. Y es algo bastante duro psicológicamente, porque no lo llegas a entender muy bien el porqué... Pero bueno. Principalmente, quiero que la gente sea un poco consciente sobre todo esto y sobre la fuerza mental que hay que tener para estar batallando con estas cosas. Y más si eres niño, porque sobre todo los niños, si no juegan, pues más les afecta. No sé: ese es mi método de ver las cosas, y espero que ustedes luego de escuchar esto también lo compartan. Gracias.]
2
Ana, Nyx
«Vete a tu país, joder. Y de paso, tírate del avión cuando te vuelvas».
Ana solo tenía seis años, pero nunca olvidará la mirada de odio con la que aquel otro niño se dirigió a ella para humillarla delante de todo el colegio que, a causa del trabajo de su padre, tardaría dos años en abandonar.
Había llegado a Escocia con tan solo cuatro años y sin saber ni una palabra de inglés, desplazada junto a su familia después de que su padre dijera que sí a ese nuevo puesto tan ventajoso que hacía que el esfuerzo de mudarse mereciese la pena. Dos años después, el idioma ya no era una barrera, así que pudo entender perfectamente el insulto que le dirigía aquel compañero al que, en el fondo, también habría comprendido sin necesidad de que dijera una sola palabra.
Mientras revisa los mensajes que han llegado hoy hasta la web que coordina con Xen y Nyx, piensa si su yo de ahora le debe algo a toda la gente que, como aquel niño, se ha encargado de herirla desde que es una cría.
Dieciséis años no deberían ser tanto tiempo, pero en su caso tiene la impresión de que tal vez le hayan cundido más que al resto. En lugares. En viajes. En experiencias. Y en cicatrices. Todas las que sigue intentando sanar en cada una de sus sesiones de terapia y las que, a su modo, son responsables de que se decidiera a crear la web que administra junto a sus dos mejores amigues.
−Amigos o amigas, ¿no? −la corrigió Marina, su psicóloga, la primera vez que le oyó referirse así a elles.
−Amigues −insistió Ana, rotunda−: Nyx es no binarie.
Marina no pareció demasiado convencida con su respuesta, así que Ana trató de explicárselo.
−No te preocupes, que yo tengo mucha paciencia con los boomers −le dijo a la vez que dibujaba una sonrisa irónica.
−Menos mal que estás aquí para ilustrarme −le respondió Marina, que se había acostumbrado enseguida a manejar su sarcasmo.
Desde las primeras sesiones, Marina se fijó en la capacidad de Ana para distanciarse de todo a través de un humor que no dejaba de esconder siempre un punto crítico y comprometido. Un talento que no oculta y que constituye una prueba más de que esos dieciséis años, en su caso, no abarcan el mismo número de experiencias que los del resto. Quizá por eso sus mejores amigues son, desde que empezó el año pasado en un instituto, Xen y Nyx. Porque ambes han vivido un proceso de introspección anterior al de la gente que les rodea. Xen, con su activismo contra la xenofobia de la que se siente objeto por sus raíces familiares («Estoy harto de que me pregunten dónde he nacido»), y Nyx, con su reflexión sobre un género que no le ha resultado fácil visibilizar y sobre el que aún soporta burlas −en clase y en su propia familia− cada vez que les exige que empleen el pronombre elle. A Ana le resulta natural que esas dos personas se hayan convertido en su mundo cotidiano y real, porque necesita gente capaz de salir de los aburridos límites en los que pretende encerrarla la vida y de los que ella nunca se ha sentido parte.
A los cuatro años, en Escocia.
A los ocho, en Río de Janeiro.
A los diez, en São Paulo.
A los trece, de nuevo en España.
Y en cada destino, un nuevo reto. Un nuevo obstáculo. Una nueva pesadilla que acabó con un diagnóstico de ansiedad y depresión cuando acababa de cumplir los once años. Todo por culpa de que una vez un niño de seis años desató la maldición al desearle que se tirara de un avión de vuelta a España. O por los demás niños que los rodeaban y se rieron. O por los adultos que vieron reír a aquellos niños y dijeron que eran cosas de críos cuando ella rompió a llorar y corrió a esconderse en los baños del colegio. O por todo lo que iba a suceder después y que entonces ni siquiera se podía imaginar.
Esta tarde, en la que el servidor de su página web está lleno de nuevos mensajes pidiendo ayuda, vuelve hasta Ana el interrogante de si se dedicaría a lo que hace ahora si no hubiera atravesado esas etapas. Si no hubiera conocido ese miedo. Esa angustia. Ese instante en que la respiración se acelera tanto que el pecho se te encoge y parece a punto de explotar. Ese segundo en el que no eres capaz de inspirar y solo piensas en correr, en huir, en desvanecerte antes de que el estallido se produzca y todos vean cómo te desplomas por culpa de esa presión que no encuentras la manera de dominar.
Quizá debería darles las gracias por haberla llevado a ese extremo. Quizá eso la ha conducido hasta el lugar que ocupa ahora. Hasta la función que desempeña en la asociación que ella misma ha creado. Porque la chica que es ahora mismo se parece mucho a la persona que le gustaría ser y a la que confía en no traicionar.
−Eso es una mierda −le lleva la contraria Nyx, que no soporta los argumentos que racionalizan la violencia.
−Solo es una teoría.
−No, Ana, es un asco de justificación.
Xen, que hace tiempo que piensa lo mismo que Nyx, no duda en secundar su teoría.
−Se parece a eso de que el bullying te hace más fuerte. ¿No ves que es una gilipollez? El bullying solo te deja heridas. Y lo peor es que, aunque las cures, nunca se van del todo.
−Yo no he dicho que me haga más fuerte, Xen. Lo que digo es que también soy mis heridas. No solo, claro. Soy más que eso. Pero lo que me ha jodido también forma parte de mí. Y podía elegir entre fingir que no ha pasado o hablarlo a las claras para intentar que sirva de algo. Igual que vosotres. ¿O no estamos aquí por eso?
−Estamos aquí porque eres una pesada y nos has liado, tía −se ríe Nyx, que no está dispueste a enfadarse con las únicas personas de su instituto que consiguen que se sienta bien.
−Bueno, sí −se ríe también Ana−, eso también.
−Vamos a tener que hacer algo con todo esto... −Xen señala la bandeja de correos de su web, rebosante de mensajes.
−Lo estamos haciendo, ¿no? Se supone que lo primero que hay que hacer es responderles.
−Ya... Pero no sé si basta con eso, Nyx.
−¿Y qué más podemos hacer?
Xen se encoge de hombros. Ignora la respuesta, pero sabe que es preciso dar un paso más. Recoger testimonios no es más que un punto de partida, y −tal vez porque no tenían tanta fe en su proyecto− no contaron con que ese inicio requeriría un destino. O, al menos, una trayectoria.
−Que sepan que los escuchamos es importante −les recuerda Ana−. Hemos estado ahí, Xen. Y eso es lo primero que habríamos querido.
−¿Y luego?
−Luego... No sé. Luego tendremos que pensarlo.
Nyx le da la razón y Xen, que no quiere que su iniciativa fracase tan pronto, opta por confiar en que más adelante surja una estrategia. Entretanto, seguirán contestando cada mail en el que sus remitentes describen las situaciones de acoso de las que son víctimas.
Se aplican a su tarea con diligencia −Xen y Nyx tendrán que regresar en breve a sus casas si no quieren que sus familias se inquieten− y se reparten los correos aún pendientes. Mientras Ana echa un vistazo a todos los que le corresponden, un whatsapp vibra en su móvil. Le basta con ver de qué se trata (un audio) y su duración (diez segundos) para saber de dónde viene, cuándo ha sido grabado y hasta qué contiene.
Viene de Alejandro.
Seguramente, justo antes de uno de sus partidos.
Y le lleva su mar.
3
Ale
No va a pensar más en ello. Alejandro se ha prometido no permitir que el último mensaje que ha recibido le arruine el día, así que, nada más grabar y enviar su audio para Ana, guarda el móvil en la mochila y se asegura de quitarle el sonido.
De camino al partido, mientras pedalea con rabia, se afana por buscar razones para confiar en que este sábado será diferente, a pesar de que las últimas semanas solo le hayan ofrecido motivos para lo contrario.
Estos meses se ha dejado la piel en todos los entrenamientos. Le ha demostrado al míster que se merece la oportunidad que lleva cinco partidos sin darle, y se esfuerza por creer que el de hoy no será el sexto. Que esta vez sí podrá ocupar su lugar bajo los palos y encarnar al portero eficaz y preciso que sabe que es.
Cuando llega al vestuario, su mochila parece que tuviera vida propia. El teléfono que ha escondido en ella no deja de vibrar por los mensajes en el grupo de whatsapp del equipo, y le basta con observar la mueca de burla de alguno de sus compañeros para adivinar su contenido.
−No te rayes −le aconseja Neizan, el único que no se ha sumado abiertamente a las burlas del resto.
−Es fácil decir eso −le responde Ale mientras sucumbe a la tentación de revisar su móvil.
En su pantalla, un nuevo sticker con su rostro y el jodido «pastelito» que le pusieron de mote en sexto de primaria y que, desde entonces, no ha dejado de perseguirlo dentro y fuera de la red. Como un recordatorio de la persona que era y que, no sabe si por voluntad propia o por culpa de la presión ajena, ahora intenta no ser.
Su cuerpo no es ya el de ese niño que estrenaba la adolescencia con una ingenuidad que le sería arrebatada en tan solo una semana: el tiempo exacto que duró aquel viaje con su equipo en el que compartían guagua con chicos mucho mayores que ellos.
«Desde ahora te vamos a llamar pastelito».
No recuerda el motivo.
Ha intentado recomponer esa situación un millón de veces, pero siempre acaba atrapado en un relato deshilvanado y absurdo.
Sabe que fue después de decir algo. Tal vez demasiado alto. Tal vez con la arrogancia de querer hacerse presente cuando el liderazgo ajeno exigía que todos los demás fuesen tan invisibles como sumisos ante su tiranía. Lo que recuerda es que uno de los de bachillerato le pidió que se callase de una puta vez. Que él, que no entendía por qué debía guardar silencio, continuó hablando. Y que ese mismo tipo del que ha logrado olvidar el nombre lo castigó regalándole un mote que lleva ya cuatro años con él, y que pasó pronto de no significar nada a ser una burda descripción de lo que creía que los demás veían al mirarlo.
«Pero mira que estás gordo, pastelito».
«Estar» derivó pronto en «ser», y a menudo, a pesar de las horas de entrenamiento y de gimnasio, sigue viendo bajo su cuerpo ahora fibroso las formas redondeadas de aquel niño al que le bastó una excursión deportiva para dejar de serlo.
−Sabes que solo quieren