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La ejemplaridad en la narrativa española contemporánea (1950-2010)
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La ejemplaridad en la narrativa española contemporánea (1950-2010)
Libro electrónico466 páginas

La ejemplaridad en la narrativa española contemporánea (1950-2010)

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Las nociones de modelo y ejemplaridad proceden de una tradición literaria que se remonta al exemplum medieval. ¿En qué medida sigue siendo posible una ejemplaridad de la narrativa a finales del siglo XX y principios del XXI? La novela posmoderna bien parece ser el lugar de una ruptura entre moral y estética: la literatura ya sólo hablaría de literatura. Sin embargo, las teorías de la literatura más recientes han vuelto a reflexionar acerca del vínculo que mantiene con el mundo circundante, y han intentando analizar cómo puede influir en el lector, si no de manera explícita y totalmente controlada por el autor, sí de manera más compleja e indirecta, y a veces en los lugares menos esperados por el propio autor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9783954871063
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    La ejemplaridad en la narrativa española contemporánea (1950-2010) - Iberoamericana Editorial Vervuert

    serendipidad.

    LA PERSPECTIVA DE LOS NOVELISTAS

    LA EJEMPLARIDAD HOY:

    UN PACTO DE RESPONSABILIDAD CON LOS LECTORES

    Isaac Rosa

    Puesto que el tema que nos reúne es hablar de la ejemplaridad en la novela española reciente, y en concreto en nuestras obras, no sé si decir que hoy estamos aquí tres novelistas ejemplares, o ejemplarizantes. En cualquier caso, creo que ninguno de los tres, ni Paloma Díaz-Mas, ni Ricardo Menéndez Salmón ni yo rehusamos el tema, los tres reconocemos elementos éticos en nuestros libros y no tenemos miedo de ser vinculados a esa noción de ejemplaridad.

    Lo digo porque no sé si las organizadoras del encuentro, Amélie e Isabelle, han tenido muchas dificultades para encontrar tres novelistas españoles actuales dispuestos a hablar de ejemplaridad en sus obras. Sé que tienen interés en nuestras novelas, que las han leído y analizado con mucha generosidad, pero ya digo, no sé si desde el principio quisieron contar con nosotros o es que no han encontrado más novelistas dispuestos.

    Porque me temo que a más de un novelista español, de mi generación, por ejemplo, le entrarían sudores fríos si le invitasen a un encuentro como éste. Me imagino la respuesta de algún novelista: «¿Ejemplaridad? ¿En mi obra? ¿Por quién me tomas? ¿Me estás llamando moralista? ¿Qué crees, que soy un cura o algo así? En mi obra no hay nada de ejemplaridad, todo lo contrario, es pura transgresión, provocación, amoral, antiejemplar …».

    Bromas aparte, lo cierto es que para muchos autores la ejemplaridad es una palabra vieja, de otro tiempo, de la edad de la inocencia, y todo lo que tenga que ver con ejemplaridad, con valores, con ética, con moral, con compromiso incluso, son palabras grandes, pesadas, duras, impropias de un tiempo como éste que se pretende, o que nos presentan y nos describen como un tiempo blando, líquido, ambiguo, fragmentario, poliédrico, esta posmodernidad interminable donde no caben grandes palabras ni grandes relatos ni grandes propósitos.

    Yo no tengo miedo de esas palabras, de esos conceptos, como no lo tienen Ricardo Menéndez Salmón ni Paloma Díaz-Mas, y por eso estamos hoy aquí tres autores que no sé, insisto, si somos ejemplares ni si lo son nuestras obras, pero que tenemos muy presente en nuestra escritura esas cuestiones, que remiten en último término al papel que la ficción ha jugado siempre y sigue jugando como intermediación con la realidad, el poder de la ficción, su capacidad para construir, transmitir, enseñar, una interpretación del mundo.

    Pensando en todo esto de la ejemplaridad, me encontré hace unos días una anécdota simpática, que tiene relación, contada por el crítico James Wood en su libro Los mecanismos de la ficción (título original: How Fiction Works):

    En 2006, el representante municipal de Neza, una barriada dura en la que viven dos millones de personas, en el extremo oriental de la ciudad de México, decidió que los miembros de su fuerza policial tenían que convertirse en «mejores ciudadanos». Decidió que debía darles una lista de lectura, en la cual se podía encontrar Don Quijote, la bella novela de Juan Rulfo Pedro Páramo, el ensayo de Octavio Paz sobre la cultura mexicana El laberinto de la soledad, Cien años de soledad de García Márquez, y obras de Carlos Fuentes, Antoine de Saint-Exupéry, Agatha Christie y Edgar Allan Poe.

    El jefe de policía de Neza, Jorge Amador, cree que leer ficción enriquecerá a sus oficiales al menos de tres maneras:

    «Primero, permitiéndoles adquirir un mayor vocabulario. Después, otorgando a los oficiales la oportunidad de adquirir experiencias a través de un intermediario. Un oficial de policía debe ser conocedor del mundo, y los libros enriquecen la experiencia de las personas de manera indirecta». Finalmente, Amador asegura que existe también un beneficio ético. «Arriesgar tu vida para salvar las vidas y las propiedades de otras personas requiere unas convicciones profundas. La literatura puede mejorar esas convicciones profundas permitiendo a los lectores descubrir vidas vividas con un compromiso similar. Esperamos que el contacto con la literatura haga que nuestros oficiales de policía estén más comprometidos con los valores que han jurado defender.»

    Ya ven, pura ejemplaridad. No entiendo que Amélie e Isabelle no hayan invitado a Jorge Amador a este encuentro. Ya en serio, y aunque la noticia transmite un elemento de ingenuidad en ese jefe de policía que espera convertir a sus agentes en mejores personas, es interesante cómo en sus palabras revela tres formas de ejemplaridad atribuidas a la literatura: el aprendizaje del lenguaje, en primer lugar, «adquirir un mayor vocabulario»; conocer el mundo por intermediación de la literatura, en segundo lugar; y alcanzar convicciones éticas profundas y un mayor compromiso con los demás, en tercer lugar. Ya digo, pura ejemplaridad.

    En realidad, el jefe de policía mexicano no es tan ingenuo. Y en caso de serlo, comparte esa ingenuidad con millones de lectores en todo el mundo. Pues, ¿no es eso lo que esperamos de los libros, lo que siempre hemos obtenido de ellos, lo que buscamos al leer? ¿Es cándido pensar que la literatura nos puede hacer mejores personas, no sólo más listos, más cultos, mejor hablados sino también buenos, moralmente mejores?

    Llevamos siglos buscando esa ejemplaridad en la literatura. A eso apunta también la educación, la insistencia en la lectura a los niños, pero también a los adultos en las campañas institucionales de promoción de la lectura, que insisten en atribuir esos valores a la literatura, presentada como algo entretenido pero también provechoso. ¿No sigue siendo ésa la fórmula aplicada por buena parte de la literatura comercial, por ejemplo, la novela histórica super-ventas, que se basa en la vieja fórmula de «instruir deleitando»?

    ¿A qué otra cosa, sino a nuestra convicción de que la literatura nos hace mejores personas, responde la frecuente sorpresa que mostramos ante casos de criminales, genocidas, torturadores o abusadores de niños que son al mismo tiempo grandes lectores? (Ese tópico sobre los nazis, la contradicción aparente de un pueblo de gran cultura capaz de llegar a algo como la solución final, el estereotipado personaje de novelas, el comandante nazi que dispara a los judíos con una mano mientras con la otra sostiene un libro.)

    Todo ello está en nuestro aprendizaje como lectores, desde niños nos enseñan a buscar esos valores, esas enseñanzas, en los libros. No hay más que pensar en la literatura infantil, tanto la clásica (las fábulas y cuentos culminados con moraleja, explícita o implícita, para aprender a desconfiar de los extraños, ser bueno, comérselo todo, no ser avaricioso, no envidiar, etc.) como la contemporánea, que sigue estando cargada de valores y se atribuye, junto a su condición de entretenimiento, un componente educativo, de transmitir tolerancia, respeto, igualdad, amistad, etc. Si así es como nos educan como lectores, si ese potencial es el que aprendemos de la literatura desde pequeños, ¿por qué deberíamos cambiar después? ¿Por qué deberíamos esperar otra cosa al crecer?

    Como lectores, estamos habituados a esa ejemplaridad, a aprender con ficciones, a conocer el mundo con novelas y películas, a tomar modelos de conducta a imitar o contramodelos a rechazar, a construir nuestro sistema de valores. Desde los ejemplarios medievales de evidente intención didáctica y moralizante, las obras al estilo del conde Lucanor, las novelas ejemplares cervantinas o no, las mil fábulas, cuentos, apólogos, sermones y leyendas que se transmitían oralmente o por escrito con las mismas intenciones, pasando por buena parte de la literatura del siglo XIX, los sucesivos realismos con intención de denuncia, la literatura comprometida del siglo XX …

    Pero también en nuestros días, donde pese a esa resistencia de algunos autores que comentaba al principio, y a los propósitos de transgresión más o menos acertados, sigue habiendo mucha literatura ejemplar. Sobre todo en este tiempo en que la ficción ha conquistado otros terrenos, y todo es relato, todo es narración, y los medios de comunicación usan estructuras narrativas de la ficción, y los profesores cuentan relatos para explicar sus lecciones, y los políticos recurren a historias ejemplares para transmitir sus decisiones y planes, en eso que hoy llaman storytelling, y que en realidad es muy viejo.

    Y sin embargo, como decía al principio en tono de broma, muchos autores se alejan de ese potencial de la literatura, rechazan esa ejemplaridad, esa capacidad de las novelas para transmitir una interpretación del mundo, del tiempo que vivimos o del pasado. Es algo propio de esa posmodernidad a que me refería, en la que muchos han renunciado a decir, o prefieren decir a media voz, con ambigüedad, con ironía, porque debemos huir de las grandes palabras y de los grandes relatos, y lo que se lleva es ser irresponsable.

    En palabras del editor y crítico Constantino Bértolo, en un lúcido texto (La ironía, el gato, la liebre y el perro) sobre el uso hoy de la ironía para decir sin decir nada:

    [La ironía es la] Musa irresistible para el escritor de nuestro tiempo: el que no quiere equivocarse. Quiere participar en el decir pero sin decir nada exactamente y ve en la ironía la elegante evasiva que resuelve el problema que plantea tal cuadratura del círculo. Su miedo a decir [algo] se asienta en su presunta lucidez histórica: decir produce catástrofes. […] Nada hay por tanto de raro en que con tantas ventajas la ironía se haya constituido en el recurso más prestigioso de nuestro tiempo literario. Tiempo en que el hablar claro parece estar condenado a volverse palabra autoritaria, dogmática, totalitaria: anatema. Tiempo en el que el escritor rehúsa ser árbitro, juez o testigo y teme que el decir le comprometa. La ironía goza social, cultural y literariamente de máximo aprecio y ha devenido condición y mandamiento intelectual insoslayable: toda existencia inteligente debe ser irónica, llegándose por este camino a una afirmación implícita que la sacraliza: ironía e inteligencia serían una misma cosa.

    El escritor, por tanto, rehúsa a buena parte de sus tradicionales poderes como escritor. Renuncia en buena parte a ser ese intérprete o intermediador con la realidad, rehúsa a decir, a explicar, a valorar. Ahí se entenderían los recurrentes debates sobre el fin de la novela, la muerte de la novela, el descrédito de la ficción, y la proliferación de novelas autorreferenciales y metaliterarias que construyen su propia realidad y viven de espaldas a la realidad, incluso a veces con apariencia de realismo formal.

    No obstante, considero que estos debates sobre la muerte de la novela o el descrédito de la ficción son debates de escritores, y tal vez de críticos y estudiosos, pero raramente de lectores. Al contrario: mientras los escritores dudan del potencial de la literatura, los lectores siguen, seguimos, siendo inocentes, ingenuos, no sé si tanto como el inspector de policía mexicana pero en la misma dirección. Mientras los autores dan por cierto el descrédito de la ficción, los lectores siguen creyendo en la ficción, siguen leyendo con credulidad. Mientras los autores se desentienden de esa capacidad para indagar, interpelar, interpretar nuestro tiempo que siempre ha tenido la literatura, los lectores seguimos esperándola en cada libro, la buscamos, incluso en los libros aparentemente más evasivos. Mientras los autores huyen de la ejemplaridad, palabra maldita asimilable a moralista o sermoneador, los lectores seguimos construyendo nuestro sistema de valores en buena parte a través de ficciones.

    Ese desencuentro entre autores y lectores tiene, por supuesto, consecuencias. El desentendimiento de todo lo que tenga que ver con esa posible ejemplaridad, la ambigüedad moral, o la propuesta de contramodelos no para ser rechazados sino para ser admitidos como nuevos modelos, tiene efectos sobre el sistema de valores de los lectores, de los ciudadanos. El asesino, el psicópata simpático, culto, digno de admiración, por ejemplo; y muchas otras formas de transgresión que ya no son tales, que son inofensivas, pero que acaban sustituyendo a los tradicionales modelos de conducta.

    Yo creo que los novelistas jugamos un papel en la construcción de ciudadanía en democracia. Al margen de que lo queramos jugar o no, se espera de nosotros, entra dentro de las expectativas de los ciudadanos. No se trata ya de eso que conocemos como compromiso, la decisión de un autor de comprometerse con una visión crítica de su tiempo. Yo hablo de otra cosa, de algo que no es decisión del autor porque le antecede, se le presupone.

    Por eso a mí no me gusta hablar de compromiso (palabra también hoy maldita y de la que muchos autores huyen por considerarla apolillada, gastada, rancia). Yo prefiero hablar de responsabilidad, término que me parece más exacto. Pienso que escribir, escribir ficciones como es nuestro caso, implica un ejercicio de responsabilidad. Algunos lo asumimos e intentamos ser autores responsables; otros se desentienden y optan por la irresponsabilidad; y algunos hasta celebran esa irresponsabilidad, la reclaman como condición propia.

    En mi caso, si decido escribir una novela sobre la Guerra Civil o el franquismo, como hice en mis libros anteriores, no puedo obviar que mi novela va a ser leída como algo más que una mera novela, una obra fruto de mi imaginación; que va a ser leída como una propuesta de interpretación de la guerra y el franquismo, puesto que los lectores estamos habituados a construir nuestro conocimiento y nuestra memoria de tiempos pasados a partir de ficciones antes incluso que mediante libros de historia o testimonios.

    La ficción juega un papel central en la construcción del discurso sobre el pasado reciente, y más en el caso de España, donde las peculiaridades, las carencias en la construcción de ese discurso y la ausencia o debilidad de otros agentes han dado a los creadores (novelistas, cineastas) más responsabilidad todavía, les han llevado a ocupar un espacio que tal vez no les corresponde, al menos no en esa medida, pero es cierto que la Guerra Civil la conocen los ciudadanos más por la literatura o el cine que por la historiografía, siendo ésta tan abundante, o por la instrucción pública.

    Pero ese razonamiento no sólo sirve para tiempos pasados, también para el presente. Toda novela incluye una interpretación del mundo, una información, unos valores. Y eso está al margen de las intenciones del autor, incluso aunque él no lo pretenda, incluso en los casos de novelas más aparentemente evasivas, de puro entretenimiento, o especialmente en estas novelas, se está ofreciendo un programa, una imagen, un sistema. La falta de ejemplaridad no deja de ser otra forma de ejemplaridad; y la contraejemplaridad también lo es en el fondo.

    De ahí que, al margen de las intenciones del autor —que en mi caso, lo reconozco sin reparo, son intenciones que podríamos llamar políticas, de intervención sobre mi tiempo— escribir implica una responsabilidad. De ahí que yo, como autor, asuma la existencia de un pacto de responsabilidad con los lectores y con la sociedad en general. Tomo prestada esta expresión, «pacto de responsabilidad», también de Constantino Bértolo, de su último libro, La cena de los notables.

    Como él, yo también considero que cuando uno toma la palabra (y escribir es una forma de tomar la palabra en público), los demás callan para escuchar (y leer es una forma de permanecer callado para escuchar lo que dice el libro); es decir, cuando uno pide la palabra y la toma, toma esa palabra que es pública, que es de todos; y habla y es escuchado, está incurriendo en responsabilidad, y debería respetar un cierto pacto con el lector, hacer un uso responsable de esa palabra, no malversarla.

    Y no estoy hablando de ninguna forma de represión, ni censura, ni siquiera autocensura. Me refiero a un ejercicio de responsabilidad cívica que debería ser exigible al escritor de ficciones como le es exigible al ingeniero para que el puente aguante en pie o al cirujano para que el paciente no muera en la mesa de operaciones. Porque los escritores también hacemos daño, también somos responsables de derrumbes, en el terreno en este caso de los valores, y en el de la política, en la construcción de esa ciudadanía en democracia de que hablaba antes.

    Ése es el tipo de ejemplaridad que está presente en mi obra, la de alguien consciente del poder que la palabra escrita, la ficción, sigue teniendo hoy, y que intenta hacer un uso responsable de ese poder. La literatura sobre la Guerra Civil, por ejemplo, es en gran medida responsable del conocimiento o desconocimiento, de la memoria o desmemoria que la sociedad española tiene; y de eso quise hablar en El vano ayer o en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! De la misma forma, la ficción contemporánea, la literaria, la televisiva y la cinematográfica tienen responsabilidad en la manera en que el miedo se ha convertido en un elemento central de nuestro tiempo, las ficciones nos educan en el miedo, y de eso quise hablar en mi última novela, El país del miedo.

    APUNTES PARA OTRA ESTÉTICA DE LA RESISTENCIA

    Ricardo Menéndez Salmón

    I

    Entre 1975 y 1981, el pintor, dramaturgo y narrador alemán Peter Weiss publicó, en tres volúmenes, la summa de su pensamiento político y estético, Die Ästhetik des Widerstands, obra traducida en España como La estética de la resistencia. El libro, un auténtico monumento (la edición en castellano, en Hiru, consta de 1.082 páginas de apretadísimo texto; la edición alemana en Suhrkamp, más legible, alcanza las 1.196), es la plasmación de la epopeya vital de Weiss y lleva a sus últimas consecuencias dos de los subgéneros novelescos más queridos por la tradición centroeuropea: la novela de formación, o Bildungsroman, y la novela de arte, o Künstlerroman.

    En efecto, grosso modo, el empeño de Weiss en su texto es trasladarnos, bajo el aspecto de una novela pero, en realidad, apelando a la biografía personal, al ámbito de lo vivido, en definitiva a la autobiografía, la doble dirección de su formación, como comunista, por un lado, y como artista, por otro, mostrando, de modo admirable y, hasta donde yo sé, sin parangón en la literatura contemporánea, cómo la educación política y la educación estética pueden ir de la mano, dialogar, discutir y florecer en paralelo, aunque por supuesto aplicando en todo momento un expediente crítico que no obligue a la subsunción de aquélla en ésta, como históricamente han pretendido buena parte de los regímenes socialistas.

    Así, el motto que vertebra la estructura de La estética de la resistencia, una novela en la que las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española dialogan con el exilio sueco de Bertolt Brecht, la oposición interna de La Or-questa Roja a la máquina fascista de Hitler se opone a la contemplación del friso del altar de Zeus en Pérgamo que hoy se conserva en Berlín, y el trabajo alienante en la fábrica o en el taller convive con una meditación asombrosamente iluminadora acerca de la obra de Géricault, puede resumirse en una frase admirable, verdaderamente ejemplarizante, y que yo acato sin rubor aplicada a mi trabajo: «La totalidad de la literatura», escribe Weiss, «está presente en nosotros bajo la protección de una diosa que aún podemos aceptar como válida: Mnemosine».

    Subyace en la obra de Weiss la negación de dos de las tesis más reiteradas en la actual literatura, rasgos de un Zeitgeist a menudo paralizante, ensorberbecido en su propia vacuidad, amante de mirarse el ombligo.

    La primera es la convicción, asumida por muchos creadores actuales, de que el escritor ha aceptado el desmoronamiento de las jerarquías del gusto y de la opinión, la decanonización y cierto neopopulismo: vivimos en un eclecticismo del gusto, habitamos en el rebajamiento de la exigencia artística y en una pasión nada morigerada por lo light. Miembros de una comunidad hipervinculada, nos regodeamos en el elogio de una espléndida superficialidad: tendencias culturales huecas, hipertrofia teórica, cansancio de estilos puros. Como el mundo se ha vuelto ininteligible, nuestra ignorancia ya no es un lastre, sino que podemos asumirla sin rubor. El fracaso de los grandes relatos conlleva la asunción de la derrota del verbo como rebelión y como revelación. La literatura ya no nos religa; si acaso, nos convoca a las ferias del asombro, donde todo es plausible.

    La segunda dirección contemporánea a la que La estética de la resistencia se opone es a la certeza que constata la derogación de los parámetros éticos y morales: del terror de Aliosha Karamazov ante el «todo está permitido» a la evidencia de los relatos de David Foster Wallace en los que «todo es posible», incluso que un hombre defeque excrementos en forma de Victoria de Samotracia. Frente a las últimas ideologías, que criticaban las anteriores, hoy se escribe desde la indiferencia. Pero no se trata de una indiferencia de tipo psicológico, donde todo le da igual al sujeto, sino de una situación en la que es imposible escoger una ideología frente a otra, quizás porque el mercado, que parece hoy la única ideología observable, las tritura y absorbe todas. Frente a esta sumisión a un pensamiento débil y a una literatura (ir)responsable, que no debe pagar ningún peaje por habitar el aquí y el ahora, La estética de la resistencia de Weiss representa, a qué dudarlo, una gozosa anomalía, y creo que puede ser reclamada, aun hoy, casi treinta años después de su redacción, como guía en el desfiladero de las motivaciones que ponen en marcha los resortes creativos, pero también éticos, de la escritura.

    II

    Fugacidad, accidente y vértigo son signos pregnantes de nuestro tiempo. Hijos de un mundo fragmentado, urgente, imposible de aprehender, nuestra tradición ha aspirado siempre a reconocer la unidad subyacente a ese mundo, a expresarse mediante uno o varios gigantescos relatos, a levantar con obstinada periodicidad grandes summas que volvieran rígida la plasticidad. Buena parte de la historia del pensamiento occidental, desde el diálogo entre Heráclito y Parménides a propósito del estatus ontológico del mundo fenoménico hasta el esfuerzo de Marx y sus epígonos por desentrañar un motor de lo real bajo la pluralidad de acontecimientos históricos, se ha hecho eco de ese conflicto irresoluble.

    El vendaval posmoderno desatado a finales de los años setenta del pasado siglo nos ha hecho cómplices de una de sus tesis más cautivadoras y, al tiempo, paralizantes: la convicción de que el pensamiento ha desesperado, la evidencia de su claudicación ante la inconmensurabilidad del suceder, la certeza de que el augurio nietzscheano de las inteligencias póstumas duró apenas lo que el terrible siglo XX nos permitió soñar. Desde esta perspectiva cabe entender que la posibilidad de descubrir «otras voces y otros ámbitos» no corresponde al fin a las viejas academias de humanidades aupadas al carro de la diosa del poema del Ser y del No Ser, sino que en el arte, y en concreto en la literatura, se encuentra disuelto todo ese potencial acumulado a lo largo de siglos. Hegel ha muerto, cierto, pero Submundo, la novela de Don DeLillo, no resulta menos poderosa que La fenomenología del espíritu a la hora de dar cuenta de cómo piensa un imperio e interpretar la dialéctica de su desarrollo.

    No me atrevo a pronosticar hacia dónde se mueve, hoy, la literatura, pero sí me atrevo a pronosticar desde dónde escribimos. Para ello, hurtándome a una discusión nominalista al respecto de si vivimos en la posmodernidad, en la pos-posmodernidad o en un tiempo sin prefijos, y aceptando que en muchos aspectos aún vivimos en plena modernidad e incluso en plena época premoderna (basta, al respecto, advertir cómo determinados poderes son incapaces, 220 años después de la Revolución Francesa, de aceptar algo tan obvio como la separación entre Iglesia y Estado), propondré ciertas claves que afectan al escritor contemporáneo, con la advertencia de que estas claves no son meliorativas por necesidad, sino que me limito a enunciarlas por lo que poseen de evidentes.

    1. El escritor contemporáneo descubre una perspectiva problematizadora de la realidad, concluyendo en una crítica general sobre sus sistemas y códigos. Para Auster, «la realidad no existe»; para Barth, «la realidad es un bonito lugar para ir de visita, pero uno no desearía vivir allí, y la literatura nunca lo ha hecho por mucho tiempo».

    2. El escritor contemporáneo asume su incredulidad ante los grandes relatos que intentaban alcanzar una comprensión global del mundo. Digamos que el último intento por pensar el mundo como un Todo fue el de Hegel. El mundo es demasiado complicado, variado e inabarcable para percibirse sincrónica y simultáneamente. La percepción de la totalidad sólo puede hacerse a través del fractal, que refleja el Zeitgeist.

    3. El escritor contemporáneo construye sus historias con un estilo literario fundado sobre el collage y cuyo modelo formal es el caos. Se potencia la discontinuidad, la ruptura del discurso lineal, a través de la recuperación y uso del fragmento como elemento estructural. El modelo entrópico ha impuesto su discurso también en lo artístico. Y aunque toda escritura, desde la más inocente a la más vanguardista, es una tentativa que aspira al sentido, aunque sea al sentido del sinsentido o al sinsentido de la propia forma, aunque toda literatura es un intento por derrotar a la temible entropía, hay un reconocimiento explícito de que la literatura es, a su vez, una implacable generadora de desorden, de desorganización, de caos.

    4. El escritor contemporáneo trabaja desde el abandono de las teorías seculares sobre el autor, la originalidad y el concepto de propiedad con varias consecuencias: la posibilidad del plagio intertextual, la introducción de la interpretación libérrima de la obra y el combate contra la idea de propiedad intelectual. Surgen la deconstrucción y los movimientos de apropiacionismo. Todo es de todos. Pensemos, en un plano de excelencia, en Bacon reinterpretando los retratos papales de Velázquez.

    5. El escritor contemporáneo construye desde el gusto por una escritura entre géneros, por una narración a medio camino entre la realidad y la ficción, el mestizaje, la hibridez, la indeterminación. Pensemos en el Sebald de Austerlitz.

    6. El escritor contemporáneo prohíja la metautoría, la presencia del propio autor como personaje del libro. Hay una autoconciencia de la narración: los libros se vuelven conscientes de sí mismos y se tratan como estructuras autogenerativas, autoparódicas, especulares y reflexivas. Pensemos en el Calvino de Si una noche de invierno un viajero.

    7. El escritor contemporáneo no oculta una cierta predilección por una perspectiva ahistórica y presentista, sustentada en el instante. En esa falta de conciencia histórica hay que considerar el hecho de que la posmodernidad fue un movimiento genuinamente norteamericano y que la sociedad de este país tiene grandes dificultades para captar la dimensión histórica de los hechos. La modernidad que se fundó con la Ilustración fue una construcción europea, pero la posmodernidad es un fruto norteamericano. En la modernidad predominaba la razón universal, pero la posmodernidad es el reino del multiculturalismo. Y Norteamérica encarna a los grandes gestores de la mezcla de estilos: lo kitsch, el camp, el zapping.

    8. El escritor contemporáneo escribe desde su gusto por la falsificación, la traducción falsaria o infiel y la idea de conspiración, que es la mistificación manipuladora llevada a la política. Pensemos en la obra de DeLillo, que se puede leer casi como una autoprofecía cumplida de la política neocom.

    Insisto en que no todas estas características, que me parecen inobjetables desde el punto de vista de su existencia, lo son desde el punto de vista de su probidad. Algunas de estas características convergen hacia un lugar común que en mi escritura he combatido sin disimulo: ese lugar común es la indiferencia.

    III

    En mis tres últimas novelas publicadas en Seix Barral, entre 2007 y 2009, he intentado construir en realidad una trilogía contra la indiferencia: en La ofensa, una indiferencia disfrazada de guerra que pudo propiciar fenómenos como el nazismo; en Derrumbe, una indiferencia disfrazada de miedo que nos conduce a la actual cultura del simulacro en la que nos encontramos inmersos; y en El corrector, una indiferencia disfrazada de mentira que llevó a la sociedad española al borde del abismo el 11 de marzo del año 2004, exigiendo de ella un ejercicio de responsabilidad casi heroico.

    Desde esta óptica, y si bien muchos críticos se muestran reacios a considerar la posibilidad de conceptuar el arte en términos morales o moralizantes, como escritor creo que no sólo es posible criticar el arte como pauta cultural, sino que es necesario, aunque desde una perspectiva individual, que no colectiva. El arte no debe tener moral, pero sí ética: el arte no debe pretender la reforma de la sociedad, pero sí debe indagar en el sentido de un respeto por la propia idea de arte, o si se prefiere, debido a la actual dificultad para deslindar qué es arte de qué no lo es, del respeto a la obra de arte en cuanto intención, en cuanto propósito, en cuanto búsqueda, en fin, de algo superior en el hombre, sea inmanente, como es mi caso, o trascendente, como sucede con otros artistas.

    Me he limitado, pues, a ejercer de topógrafo de una realidad literaria que no necesariamente me gusta, pero que es desde la que trabajo, para diagnosticar algo que es más un deseo que una certeza.

    El narrador del siglo XXI es fruto de un tiempo en construcción. Si la Historia ha sido siempre una especie de work in progress, hoy más que nunca, puesto en solfa el empeño por imponer una concepción ahistórica del tiempo, un omega de la Jerusalén terrenal, el escritor hereda una época en constante transformación. Y transformación equivale a accidente, crisis, plasticidad, polisemia, vértigo.

    Es cierto que ya no se puede escribir como en 1880, pues todo el mundo ha visto Australia sin necesidad de visitarla; sin embargo, ello no significa que los anhelos y las angustias de los hombres de 1880, conocieran o no Australia, sean distintos a los nuestros. Porque puede que el mapa haya cambiado, pero sus puntos cardinales (amor, fatum, muerte, tiempo) permanecen inalterables. El narrador del siglo XXI ha de tener en cuenta esta evidencia. Pero también ha de tomar en consideración otra.

    Vivimos en un tiempo dominado por la tentación de la copia, del eco de un eco. La tecnología no sólo ha convertido la literatura en un producto infinitamente reproducible, sino que una lógica perversa ha convertido también al escritor en un sujeto infinitamente reproducible. El narrador del siglo XXI debe ser consciente de que el libro sólo ya no basta. Por eso creo que el papel del editor va a ser fundamental. El siglo XXI y sus narradores necesitarán editores audaces capaces de ofrecer al público una cultura de escritores vivos, no de simulacros, una cultura de libros únicos en el seno de una sociedad donde la excelencia cada vez importa

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