Juegos para súper inteligentes: Despierta el genio que llevas dentro
Por James F. Fixx
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Dos hombres juegan al ajedrez. Juegan cinco partidas y cada uno gana la misma cantidad de partidas que el otro. ¿Cómo?
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Juegos para súper inteligentes - James F. Fixx
ÍNDICE
Unas pocas palabras de bienvenida... y de advertencia
I
En términos estrictos, ¿qué es la inteligencia?
II
Sobre la lógica, el metro y cómo avanzar caminando por los lados
III
El espacio, la estación central y el hombre que se acercaba demasiado
IV
Palabras para los talentosos
V
Matemática, sufrimiento y puro júbilo
VI
Perturbaciones en la serenidad de los aficionados a los acertijos
VII
Cómo resolver acertijos de manera sÚper inteligente
VIII
Evalúe su inteligencia
RESPUESTAS A LOS ACERTIJOS
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VIII
COLABORADORES
Para mi padre,
que me inició en el deseo de saber y maravillarme.
A Alice,
que es súper inteligente
en lo único que tiene auténtica importancia.
Unas pocas palabras de bienvenida... y de advertencia
Según he comprobado, en el mundo existen dos clases de personas: aquellas a quienes les encantan los acertijos y aquellas que no pueden soportarlos.¹ Este hecho apenas merecería la pena traerse a colación si no fuera porque ambos grupos son tan distintos y, por cierto, inclusive hostiles, que acechan al incauto con riesgos que sobrepasan la medida de lo corriente. Los aficionados a los acertijos, pese a las circunvoluciones y complejidades de sus mentes, tienden a ser gente muy simple, por lo menos en un aspecto. Suponemos con ingenuidad que como a nosotros nos encantan los acertijos y como nos parecen tan placenteros, sin duda alguna todo el mundo tiene que coincidir con nosotros. Sin embargo, esa creencia no está avalada por lo que en realidad sucede. Con gran frecuencia, nos encontramos con personas que si se les propone un acertijo, inclusive uno de incuestionable excelencia, miran el problema —y a nosotros— con un desprecio tal que lo pensaremos muy bien antes de arriesgarnos a plantearle otro. Yo mismo he comprobado cómo los ojos de más de un amigo se cubrían con un velo de fastidio cuando se veían obligados a enfrentar mi fervor por los acertijos. Inclusive estoy enterado de que un matrimonio se disolvió de manera bastante intempestiva a causa, por lo menos en parte, de la excesiva afición de uno de sus integrantes a las recreaciones mentales. Asimismo, conozco el caso de otra pareja: a la esposa le fastidiaba tanto la insistencia con que su marido pretendía que compartiera sus diversiones intelectuales que por fin llegó a declarar con rotundo énfasis: «Si alguna vez vuelves a mostrarme otro de esos acertijos, juro que me iré tan lejos de ti como me sea posible. Quizá me vaya a Pago Pago». (Él insistió y ella cumplió su palabra, aunque no se fue a Pago Pago. Me parece que, pese a esta imperfección de menor importancia, la anécdota conserva todo su vigor).
Tales desventuras son clarísimos indicios de arraigados sentimientos... con los que jugamos sin reparar en los riesgos que corremos. Por lo tanto, sea precavido: el mero hecho de leer este libro no le concede licencia para acosar con su contenido a quienes no comparten sus aficiones. La única actitud segura es admitir que, en lo que atañe al fervor por los acertijos, usted es diferente de los demás. Si así lo desea, regocíjese en privado por esa diferencia pero, en ninguna circunstancia, emprenda ni siquiera la más apacible campaña proselitista. Eso sólo puede terminar en un desastre. Recuerde: usted no es un misionero; es un intelectual que se divierte.
Esta suerte de hostilidad a la que me estoy refiriendo no es nada nuevo. En una época tan remota como el siglo X, un viajero árabe llamado Ibn Fadlan que hizo una visita a los búlgaros del Volga, informó: «Cuando advierten que un individuo sobresale por la agudeza de su ingenio y por sus conocimientos..., se apoderan de él, le ponen una soga alrededor del cuello, lo cuelgan de un árbol y allí lo dejan hasta que se pudra». Por si alguien se pregunta por qué los búlgaros reaccionaban con tanta rudeza ante cualquier despliegue de excesiva inteligencia, Zeki Validi Togan, un erudito conocedor de Ibn Fadlan, nos explica: «No hay nada misterioso en el cruel tratamiento que los búlgaros infligían a los individuos desmesuradamente inteligentes. Se basaba en el razonamiento simple y austero de los ciudadanos corrientes que sólo querían vivir lo que consideraban una existencia normal y evitar cualquier riesgo o aventura a las que pudiera arrastrarlos el genio
».
Tal como los intelectuales de la época de Ibn Fadlan aprendieron escarmentándolo en carne propia, siempre es grande la tentación de compartir los fervores personales... a veces demasiado grandes. Cuando algo nos proporciona tanto placer como los acertijos y demás entretenimientos mentales, es perfectamente natural que nuestro deseo sea difundir «la palabra». Resista esa tentación. Se lo digo por experiencia. Hace algún tiempo, en una playa cercana a Sarasota (Florida), yo estaba dibujando sobre la arena un acertijo que quería proponerle a un amigo. Era un problema complejo y ya había cubierto una considerable superficie con diagramas, cálculos, cómputos y planos cuando hice una pausa y levanté la mirada... justo a tiempo para ver cómo mi amigo amontonaba el último de sus utensilios de playa en el auto y en seguida se alejaba velozmente.
Este tipo de episodios se caracteriza por la muy desagradable manera que tienen de grabarse en la memoria.
¿Qué lección, en caso de que haya alguna, podemos extraer de esta anécdota? Bien, por una parte sugiere, según creo, que tenemos que elegir nuestros camaradas de acertijos con sumo cuidado. No debemos suponer, hasta que no contemos con evidencias irrefutables, la presencia de un fervor que quizá no exista en absoluto. Más bien, quienes compartimos el interés por los acertijos debemos mantenernos apaciblemente unidos; acojamos con amabilidad a los extraños cuando por azar se crucen en nuestro camino, pero jamás demos por descontado que están dispuestos a compartir nuestra devoción. (Habitualmente no lo están). He descubierto, sin duda igual que usted, que andar perdiendo el tiempo con acertijos es, en esencia, un entretenimiento solitario. El destino de los aficionados a los acertijos está signado por la soledad. Casi al instante me vi inundado por una marea de cartas cuyos autores se congratulaban por haber encontrado al fin un alma gemela. Al parecer, la soledad del aficionado a los acertijos es una parte inseparable de su condición.
Este criterio fue apuntalado con suma convicción en el preciso momento en que me disponía a escribir esas palabras. En una carta que me envió desde Oak Park (Illinois), un lector se expresó así:
Su libro me complació muchísimo. Si bien jamás me consideré un genio, el análisis de usted de los problemas que deben enfrentar las personas brillantes despertó