No hay libertad sin razón
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Tras conocer el fallecimiento de su padre, María y Anselmo, sus dos hijos, reclaman el cuerpo de su padre; junto con el cadáver, Anselmo encuentra la oportunidad de descubrir por qué su padre desapareció de sus vidas tras la muerte de su madre sin darles el consuelo y el cariño que los pequeños necesitaban de él.
Una suerte de documentos pone a Anselmo en la pista para conocer a su padre y descubrir de la mano de unos y de la narración de otros la aventura en la que se vio envuelto junto a franceses, ingleses, frailes, rufianes, traidores y un peculiar abanico de personajes que envolverán al lector entre la historia y la imaginación.
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No hay libertad sin razón - Ángel Pinedo Moraleda
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Ángel Pinedo Moraleda
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-090-6
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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Prólogo
Felipe II mandó construir El Escorial para celebrar y recordar la victoria de su ejército en la batalla de San Quintín (1557, batalla que se produjo en el seno de las Grandes Guerras Italianas y que implicaron a los grandes Estados europeos, y entre ellos a la Corona de Castilla y a la de Aragón) sobre el ejército francés. Las relaciones entre los dos territorios, español y francés, nunca han sido ejemplo de cordialidad y sinceridad aunque en la actualidad parezca que reman al unísono, también junto a los demás países que forman parte de la Unión Europea. Pero la supuesta cordialidad entre los poderes de estos socios europeos no deja de arrastrar —a pesar del paso de los años, de las nuevas necesidades, nuevos estilos de vida, nuevos objetivos…— la historia que siglos atrás definió las relaciones entre amigos y enemigos, según las exigencias del guion.
La historia de cada imperio, territorio, país… es la prueba de la evolución que el ser humano ha ido viviendo con sus avances personales y colectivos, y que han servido para crecer como seres humanos y como comunidades. La huella histórica que las personas van dejando permite a las nuevas comunidades crear, construir, desarrollar y avanzar aprendiendo de errores y aprovechando los éxitos. La novela histórica es parte de esa huella. Una parte que nos puede permitir aprender y entretenernos en una misma lectura.
Ceñir hoy una ficción a un contexto histórico determinado, con la pretensión de realismo necesaria, los personajes que de forma individual reflejan la idiosincrasia de toda una sociedad concreta, en un lugar determinado y en un momento histórico elegido, los anacronismos propios de la literatura, las exageraciones —por exceso o por defecto— necesarias para construir la historia, las omisiones y las invenciones que dan coherencia a la historia… ceñir esa ficción a ese contexto, requiere tiempo y empeño.
Ángel Luis Pinedo Moraleda conjuga en No hay libertad sin razón la biografía ficticia de un coronel cualquiera del siglo xix, un pequeño misterio que explica la relación familiar del protagonista, de alguna forma la ficción naval, bélica y de intrigas políticas, los enredos de alianzas y desavenencias que los intereses de poder implican, y todo ello salpicado de descripciones de lugares, explicaciones documentadas, contextualización y el hilván persuasivo de su estilo narrativo.
Carta desde el convento de San Andrés
Convento de San Andrés, Málaga, diciembre de 1831
Las condiciones de los apresados en la improvisada cárcel de San Andrés eran penosas. Poco alimento y poca agua: una sopa clara con una patata y dos cuartillos de agua por persona y día.
El coronel Rodrigo Carrasco y Martín había conocido al general Torrijos¹ dos años antes, durante el exilio de este último en Inglaterra.
Las ideas liberales de Torrijos y su grupo siempre habían sido acordes con su pensamiento sobre la libertad y el Estado. Su padre, el capitán de navío José Carrasco Vals, había participado activamente en la elaboración de La Pepa,² y esos principios habían calado muy hondo en el corazón de Rodrigo.
Aunque él era más partidario de Espoz y Mina, menos radical que Torrijos, estaba de acuerdo en intentar un pronunciamiento en la península que encendiera la mecha liberal en todo el Estado español.
Pero las hábiles artimañas del gobernador de Málaga, manteniendo el intercambio de correo con el general haciéndose pasar por un seguidor liberal —que no era—, dio al traste con el intento de alzamiento, deteniendo a Torrijos y sus seguidores.
Desde su celda, Rodrigo, siendo consciente del fatal desenlace que próximamente ocurriría, rogó a uno de los frailes, conocido de un viejo amigo, que le permitiera escribir una despedida para sus hijos. Aprovechó el momento en que traía la exigua comida para hablar con él.
—Fray Leandro, le ruego por la amistad que me consta que profesa a fray Juan que intente conseguir algo que me permita escribir una carta a mis hijos.
—Pero, don Rodrigo —le dijo en voz baja el fraile—, lo que me pide es del todo imposible. Los guardias los vigilan a ustedes y a nosotros. El riesgo es muy elevado.
—Lo sé, fray Leandro, y sé que lo que le pido es un abuso de confianza ya que le pone en riesgo. Pero tengo claro que no vamos a salir vivos de aquí. Quiero despedirme de mis hijos como Dios manda. No me gustaría que pensaran que su padre ha sido un traidor a la patria. ¡Por favor, haga lo que esté en su mano…!
Un fuerte golpe en la puerta de la celda cortó la conversación.
—¡Silencio, escoria! —Se oyó a uno de los guardias—. ¡No tiene permitido hablar con nadie!
—¡Me está pidiendo confesión! —intercedió el fraile.
—¡Que se pudra en el infierno! —espetó el guardia—. ¡He dicho silencio!
El fraile salió apresuradamente de la celda y dejó a Rodrigo solo.
Pero al día siguiente, al traerle la comida y el agua, entregó una frasca de vino a los guardias:
—Señores —dijo el fraile—, su trabajo es realmente aburrido. ¡Aquí tienen un poco de néctar de uva para que pasen mejor el tiempo!
Mientras se entretenían con la bebida, aprovechó para sacar de debajo de su hábito un hatillo con papel, pluma y tinta que le entregó a Rodrigo.
Sus miradas se cruzaron y, en silencio, le dio las gracias.
Escondió entre el jergón los medios para escribir y aprovechó los momentos en que los guardias se relajaban jugando a los naipes para escribir una carta de despedida a sus hijos.
Esperaba que pudiera sacarla de allí fray Leandro y hacérsela llegar de alguna manera.
La carta decía así:
Málaga, a 8 de diciembre del año de Nuestro Señor de 1831
Amados hijos:
Mi tiempo se acaba.
La traición y el engaño nos han llevado a caer en manos de las tropas del rey y, no lo dudo, en breve nos ejecutarán, ya que no creo en la justicia de quienes con tanto odio nos tratan.
Siempre fui fiel a mis ideas, que ponen a España por delante de todas las cosas. Pude equivocarme en mil acciones, pero nunca lo hice con el ánimo de mi propio beneficio, sino del de nuestros compatriotas, que creo que se merecen un mejor destino.
En todo momento intenté transmitiros el sentido de la lealtad y la justicia y sé que forma parte ya de vuestra identidad.
Os pido perdón por no haber estado a vuestro lado tanto como hubiera querido, sobre todo durante la enfermedad de vuestra madre, mi amada esposa. Mis obligaciones no me lo permitieron. Pero siempre intenté que tuvieseis los mejores maestros para que os formarais como las grandes personas que sois y que estuvierais rodeados de la gente que os pudiera transmitir el amor que os profeso.
María, mi querida niña por siempre, fiel reflejo de tu madre. Sé el respaldo necesario para tu marido y tu hermano. El refugio donde puedan siempre volver. Lucha como tú sabes por lo que consideres que está bien, pero no olvides que estás en un mundo de hombres que te lo pondrán muy difícil. Aconseja, tranquiliza y transmite los valores de la familia a los que te rodean. Siempre fuiste la mejor hija y, seguro, serás la mejor madre.
Anselmo, hijo mío. Eres aún muy joven y te queda toda la vida por delante. Busca en tu interior lo que desees y no desfallezcas en el empeño de conseguirlo. Tendrás momentos de desesperación, pero el destino seguro que te prepara momentos dignos de ti. Guarda nuestro legado de Fortaleza y Justicia cerca de tu corazón. Eso te permitirá ser un gran hombre. Aunque nunca te lo he dicho, estoy orgulloso de ti. Siempre has sido el mejor hijo que Dios podría darme.
No me queda ya ni tiempo ni papel.
Quiero pediros que os pongáis en contacto con el ilustre notario de Jerez de la Frontera don Celestino Cervera y Romano. El dispone de mis últimas voluntades.
Y ya me despido poniéndome a bien con el Altísimo y con los hombres.
Dios os guarde muchos años.
Vuestro padre, que os quiere
Rodrigo Carrasco y Martín
El 10 de diciembre, les notificaron que serían ajusticiados al amanecer. Les dieron el beneficio de la confesión, momento en el que Rodrigo aprovechó para pasarle la carta a fray Leandro, que ya vería la manera de hacerla llegar a sus hijos.
La mañana del 11 de diciembre, Rodrigo murió fusilado al lado del general Torrijos.
La noticia del ajusticiamiento de los sublevados corrió como la pólvora.
Unos días después, Anselmo se presentaba ante el gobernador de Málaga con una recomendación del capitán general de la zona sur del reino, amigo de la familia, para recuperar el cadáver de su padre y enterrarlo en el panteón familiar en Cádiz.
El comentario del gobernador fue hiriente:
—Yo hubiera deseado que los despojos de un traidor se los comieran los peces, pero venís muy bien recomendado… Sea. Llevaos esa carroña putrefacta y que el olvido vuele sobre su nombre.
Anselmo se comió el orgullo y se dirigió al convento de San Andrés con una carreta a por los restos de su padre.
Al llegar, se le acercó fray Leandro.
—Don Anselmo, siento en el alma lo sucedido a su padre. Era un gran hombre. Murió con dignidad y como un buen cristiano. Me pidió que le entregase esta carta para usted y su hermana —dijo dándole el escrito—, y me insistió en que no la abrieran hasta que estuvieran juntos. Que Dios lo tenga en su gloria.
Anselmo se guardó la carta y, ayudado por unos sirvientes, recuperó el cadáver de su padre.
Tres días después llegó a Cádiz.
Su hermana se había encargado de los preparativos para el entierro.
La mañana del sepelio se levantó con una niebla húmeda que parecía hacer juego con el estado de ánimo de los presentes, la familia cercana y amigos más allegados. Aunque poco frecuente en esta época del año, la levantera³ que se mantenía desde hacía varios días provocaba cierta incomodidad a los gaditanos que, aunque acostumbrados, siempre se sentían afectados por este viento.
Acudieron al cementerio de San José, donde se encontraba el mausoleo familiar. Allí descansaban los restos de su madre, no así los de su abuelo José Carrasco, que yacía en el Panteón de Marinos Ilustres en San Fernando.
Cuando acabó la ceremonia, Anselmo le rogó a su hermana María que se quedaran los dos solos un momento y, ante la tumba de su padre, leyeron la carta.
Emocionados por las últimas palabras de su padre, se fundieron en un abrazo.
—Anselmo —dijo María—. Debes dirigirte a Jerez a visitar al notario. Yo no puedo acompañarte dado mi avanzado estado de gestación. —Y con lágrimas en los ojos añadió—: ¡Qué feliz habría sido padre si hubiera conocido a sus nietos…!
—Si te parece adecuado, te acompañará mi esposo Carlos. Él se hará cargo de mi parte de la herencia y te ayudará en todas las gestiones que haya que hacer.
—Claro, María —contestó Anselmo—. Estaré encantado con la compañía de Carlos. Prepararé las cosas y mañana partiremos, si él no tiene inconveniente.
—Seguro que no. Además, es mejor que salgáis cuanto antes ya que el parto está cercano y tanto Carlos como yo deseamos que esté aquí para recibir a su hijo —dijo María posando las manos sobre su vientre ya muy abultado—. Ahora voy a casa, que todo esto me ha afectado demasiado.
A la mañana siguiente, Anselmo recogió a Carlos con un simón⁴ y partieron hacia Jerez.
Era un día frío de invierno, y el levante seguía soplando. Las siete leguas⁵ y media que separaban ambos municipios les empleó algo más de tres horas largas, por lo que decidieron comer antes de acercarse a la notaría.
Entraron por el Camino de Cádiz y pararon en una posada en la plaza del Arenal. Tomaron una carne guisada, muy sabrosa, aunque con exceso de grasa, bien regada con un oloroso de la tierra.
A última hora de la mañana se acercaron a la plaza de la Encarnación, ya dentro del recinto amurallado, para tratar la herencia con el notario.
Don Celestino los recibió sin demora.
—Buenos días, caballeros. Don Anselmo, don Carlos —saludó tendiéndoles la mano y ofreciéndoles asiento ante su escritorio—. Yo era gran amigo de su padre y he lamentado muchísimo su pérdida. Siempre le rogué que se mantuviera alejado de asuntos políticos, que nunca son buenos consejeros, pero su naturaleza se lo impedía. Los acompaño sinceramente en el sentimiento y les transmito mis condolencias desde la amistad que siempre nos profesamos.
—Buenos días don Celestino —contestó Anselmo—. Gracias por sus palabras. Mi padre siempre nos transmitió que, ante cualquier problema, acudiéramos siempre a usted, ya que le tenía en muy alta estima.
—¡Y yo a él!, no lo dude.
—Me acompaña don Carlos García Mansilla, marido de mi hermana, que, por su avanzado estado de gestación, el parto está próximo, no era recomendable que iniciara este breve viaje.
—Perfecto, perfecto. ¡Dios es realmente sabio! ¡Nos ha quitado a don Rodrigo, pero nos regala con su nieto…! Bueno, vamos a por las últimas voluntades de su padre —dijo haciendo una seña al oficial de la notaría.
Abrió el legajo y leyó rápidamente los preámbulos, hasta que llegó a la parte donde se describía el legado:
… A mi querida hija María Carrasco y Vélez, dejo las joyas que su madre disfrutó en vida, así como una renta vitalicia de tres mil reales de a ocho a descontar de las ganancias de las explotaciones de las que ahora dispongo.
A mi querido hijo Anselmo Carrasco y Vélez, lego la casa familiar de Cádiz, la explotación de vid en el Marco de Jerez y la empresa manufacturera de cuero de Ubrique, así como los ahorros de los que dispongo en el Banco de San Carlos en Cádiz, del que habrá que descontar el dinero necesario para misas y donaciones a la caridad por el descanso de mi alma.
A ambos les deseo la mayor felicidad y les recuerdo que velaré por ellos…
Y terminó con la fórmula legal referente a la validez del testamento.
—Una cosa más —añadió don Celestino—. También me dejó una breve nota para ambos, que les hago entrega ahora mismo. No tienen por qué abrirla en mi presencia. La voluntad de su padre era, solamente, que se la hiciera llegar tras su muerte.
—Gracias, don Celestino —respondió Carlos—. Ha sido muy amable en recibirnos y, en nombre de mi mujer y de mi cuñado don Anselmo aquí presente, le agradecemos la amistad que profesó a mi suegro.
—Sin duda don Celestino —contestó Anselmo—. Estaremos en contacto para arreglar los papeles de las propiedades.
—No se preocupen que yo me ocuparé de todo —les despidió el notario mientras los acompañaba a la puerta—. Con Dios, caballeros.
—¡Con Dios! —contestaron al unísono los dos hombres.
De camino hacia el simón que les estaba esperando en la plaza del Arenal, Anselmo miraba la carta con ganas de abrirla y leer su contenido, pero pensaba que estaba destinada también a su hermana, por lo que preguntó por su parecer a su cuñado.
Don Carlos, creo que la carta es mejor abrirla cuando estemos junto a mi hermana. Ella tiene tanto derecho como yo, como nosotros, de conocer de primera mano su contenido.
Por supuesto, don Anselmo. Mi mujer estará agradecida que haya esperado a abrirla cuando ella esté presente. No tenga cuidado por mí.
Y subiendo al simón, se dirigieron de vuelta a Cádiz.
A la mañana siguiente, Anselmo se acercó a la casa de su cuñado a ver a su hermana.
María estaba sentada en la sala, incómoda por su embarazo ya casi a término.
—Buenos días, Anselmo —le saludó—. Carlos ya me comentó anoche vuestro paso por Jerez. Padre ha sido muy generoso conmigo. Espero que esto no te cause ningún problema.
—No, María. No te preocupes. Los negocios de nuestro padre van por buen camino…
Supongo que tu marido te comentó que el notario nos dio una carta dirigida a ti y a mí.
—Sí. Gracias por esperar a abrirla conmigo.
—Era el deseo de padre. Aquí la tengo.
Sacó la carta de su levita y la abrió en presencia de su hermana.
Era breve. Se distinguía en ella la estilizada caligrafía de su padre. Decía así:
Queridos hijos.
Dios nuestro señor ha tenido a bien llamarme a su lado.
Siempre me preguntasteis por mi larga ausencia de nuestra casa en vuestra infancia, durante aquellos difíciles tiempos previos al levantamiento contra el francés.
No fue por alejarme ni de vosotros ni de vuestra madre. Se debió a una importante misión que me encomendó vuestro abuelo y que influiría positivamente en la liberación de nuestra tierra.
Juré no contarlo nunca, y así he cumplido.
Sin embargo, hubo un testigo directo de todo lo que aconteció y que, con ayuda de Dios, os revelará el secreto que he guardado durante tantos años. Su nombre es fray Juan de Talarrubias, monje de la orden de San Jerónimo,