Recorridos mínimos
Por Rodrigo Gervasi
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Narrado en primera persona con la voz directa, precisa y sensorial de Rodrigo Gervasi, este libro es un elogio de la observación, del detalle, de lo cotidiano. A través de cada trayecto descubrimos que tras el deseo de orden y perfección del protagonista se esconde una ansiedad inexplorada, una realidad de padres divorciados y una homosexualidad reprimida. Una historia sin filtros de la distancia entre lo aparentemente anodino y lo extraordinario.
Rodrigo Gervasi
Rodrigo Gervasi (1998, Madrid) crece en Andorra y se gradúa en derecho franco-español en 2020. Actualmente reside en Madrid, donde sobrevive trabajando de teleoperador, figurante, redactor y traductor. Participa en proyectos musicales y artísticos con el pseudónimo gervalesi y, sobre todo, escribe. Recorridos mínimos es su primera publicación.
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Recorridos mínimos - Rodrigo Gervasi
Recorridos mínimos
RODRIGO GERVASI
Prólogo
Fue durante una bonita y ordinaria tarde en un café de Almirante Reis cuando comentamos, casi lamentando, la pérdida del viaje en nuestro mundo contemporáneo. Me sitúo en aquella avenida lisboeta fácilmente porque esta es una de esas conversaciones que nunca se olvidan y este es un libro donde el escenario importa. Importa porque te acompaña sin quererlo. «A Madrid llegas en pocas horas desde cualquier punto de la península», fue la frase más sonada de ese debate que mantuvimos mis amigas y yo, por aquel entonces estudiantes de Filosofía y Letras, sobre las ciudades, sus formas y los diferentes tipos de traslados que realizamos entre ellas. Más allá del magnético centralismo de la capital, estábamos de acuerdo en que ya nada transcurre lento. Si por nosotros fuera, plantaríamos árboles y engendraríamos personas en cuestión de segundos. Aún se nos resisten algunas cosas, pero desplazarse no es una de ellas.
Pasaron varios meses después de la inolvidable conversación hasta revivirla con Rodrigo, de nuevo, en un café, esta vez en la Plaza de la Cruz Verde, cuando hablábamos del aún embrionario Recorridos mínimos. El manuscrito inicial lograba recoger lo que en su día habíamos divagado: un retrato de esos tiempos que muchos reconocerían como un tiempo perdido, una descripción de los espacios intermedios, de las transiciones entre un quehacer y otro. De todas formas, no quisiera que se me malinterpretase, soy consciente de que avanzar a mayor velocidad conlleva ventajas al proporcionarnos un significante ahorro de tiempo, pero se siente como si trasladarse fuera tedioso. Para algunas personas esos espacios carecen de valor y para Rodrigo son la vida misma. La vida explicada a través de interludios.
Antes todo viajero incluía en su bitácora la experiencia del traslado. Conservo en la mía, por ejemplo, el número de paradas que realiza un Socibus desde Cádiz hasta la estación de Méndez Álvaro y sus diferentes aspectos: en estaciones de grandes y pequeñas dimensiones, con y sin marquesinas, céntricas o perdidas en medio de la nada. Por recordar, recuerdo el letrero luminoso de la estación de servicio de Pedro Abad. Es de neón rojo y tipografía estilo Aisle Seats JNL. Pido disculpas de antemano por llevármelo a lo personal; resulta inevitable cuando hablamos del commute: trayectos cotidianos que nos definen. De casa al trabajo, del trabajo a casa, las idas y vueltas al supermercado. Sabemos cuántos segundos duran determinados semáforos en rojo, pegar un esprint o ceder el paso es solo una decisión personal que nos lleva a distintos escenarios previamente experimentados.
Querido lector o lectora —siempre he deseado decir esto—, lo que vas a leer a continuación es un conjunto de recorridos mundanos, especiales, atípicos, abstractos, oníricos, pasados, actuales, que configuran la entidad de alguien. Narrados en primera persona del presente, esta recopilación de trayectos pretende llevarte al momento exacto en el que se desarrollan para comprenderse a través de los ojos de su instante, sin ser adulterados por el paso del tiempo y, así, verse como cotidianos. No todos, sin embargo, lo son. Esta historia, como la vida misma, es una combinación de escenas monótonas que se completa con otras únicas e irrepetibles.
Pablo Pérez Real
DEDICATORIA
Para mamá y todos sus caminos
LYCÉE COMTE DE FOIX – LA MASSANA (ANDORRA)
Trayecto del instituto a casa de mi madre
17:30 – Cada palabra pronunciada por el profesor se superpone en forma de imagen sobre las agujas del reloj que miro fijamente desde hace quince minutos. En cuanto suena la campana arranco la huida. Adiós. Atravieso el pasillo corriendo, salto las escaleras y abro la puerta principal de un empujón. El frío de la calle se amolda a mis nudillos. Me abro paso entre charlas acerca del desarrollo del día y las expectativas del mañana. Pocas personas visten bien y yo no soy una de ellas. Todos queremos ser admirados. Esquivo a los cuerpos que obstruyen el camino modificando mis pasos bruscamente. Al sortear un torso doy un codazo. Es lo que hay. No dejo de pensar en que sin tanto barullo podría oír el río.
Frente al liceo, pegados al borde de la acera, una hilera de autobuses aguarda con las puertas abiertas. Tarjetas de transporte en mano y mochilas a la espalda, nos montamos en masa. La hostilidad en el interior es extenuante: la peste a sudor se siente en el paladar, el tembleque del motor agita hasta el último milímetro de la carrocería y las risas desmedidas retumban en mis oídos como lo hacen decenas de conversaciones simultáneas en un restaurante de carretera mal insonorizado. Al ver que nadie se inmuta procuro no darle importancia. Me acomodo en un hueco libre apoyando las rodillas contra el asiento de enfrente y las mantengo inmóviles para que el de delante no se queje. Observo la repetición de patrones en la tapicería del respaldo mientras repaso mentalmente las tareas que haré al llegar a casa. Rectángulos rojos de diferentes tamaños flotan en un fondo azul marino. Si consigo acabar los deberes antes de las ocho podré ver el telediario de LaSexta. Me fascina la capacidad de la gente para hablar sin parar. Juzgo y envidio. Durante esta media hora que compartimos espacio no hay un segundo de silencio. Carcajadas ensordecedoras, gestos abruptos y fragmentos de frases cuyo contexto desconozco. Me aíslo con los auriculares. Escojo una canción de Hannah Montana y seguidamente preparo en el menú del iPod una lista de reproducción de música electrónica por si alguien me pregunta qué estoy escuchando. Al apoyarme contra la ventana mi cabeza vibra de una forma tan molesta como placentera. Cierro los ojos. Estoy bien aquí: la sensación de transitar, de saber que mi presencia es puramente pasajera y tiene como único fin terminar, me tranquiliza. Me fuerza a vivir el presente de una forma que no logro alcanzar en ningún otro contexto. Mi existencia se vuelve tenue, prácticamente transparente.
Abro los ojos al notar la curva de la rotonda del Pont de Lisboa, aliada perfecta que me avisa suavemente de que ya estamos en La Massana. Las fachadas de piedra de los edificios del pueblo se mimetizan con la montaña, salvo una que es de cemento. Cada vez que la veo, pienso en una manera de reformarla. Ideo diseños austeros y otros ambiciosos, desde reemplazar las barandillas de aluminio por unas de madera a convertir las medianeras en enormes jardines verticales. Está claro que así no puede quedarse. Se acerca mi parada y el botón de aviso está estropeado. Por desgracia, no parece que nadie más vaya a bajarse. Me aclaro la garganta y pego un grito al chófer esforzándome por sonar masculino.
Una vez en la calle echo un vistazo al reloj y calculo mi tiempo de ducha en función de la hora. Catorce minutos. No está mal, ayer fueron diecisiete y hace dos días seis. De pie ante el paso de cebra, clavo la mirada en los ojos del conductor constriñéndole a frenar. Pasa de largo. No se lo tengo en cuenta si levanta la mano en señal de disculpa, en alguna ocasión mi madre, que conduce estupendamente, también se lo ha saltado. Ahora sí, cruzo despacio para fastidiar.
Al entrar en el portal veo que el calor de las luces está dejando manchas negras sobre el gotelé recién pintado. ¿Tan jodidamente difícil era poner leds? Pulso el botón del ascensor y subo hasta el sexto. Suerte que no habla, los ascensores que hablan me hacen sentir solo. – 18:16
ARINSAL – LA MASSANA (ANDORRA)
Trayecto de la discoteca de moda a casa de mi madre
03:58 – A las puertas de la discoteca las conversaciones se intercalan con sonrisas desafiantes y caladas a cigarros de menta. No sé de quién fue la idea, pero las noches de los viernes existen únicamente para salir de juerga. Los chicos miran a las chicas y estas caminan seguras de sí mismas sabiendo que ya han descifrado la vida. Estamos repletos de sueños o al menos hemos descubierto que hay un hueco en nosotros destinado a albergarlos. Pese a que he bebido más de la cuenta me encuentro sereno; será el frío de la montaña junto con la boloñesa que he cenado. Hace escasos veinte minutos hubiera deseado que la noche durase para siempre y ahora solo pienso en el alivio que sentiré al desplomarme en la cama. He recordado quién soy, y todo lo que ello conlleva. Me asusta haberlo olvidado y odio tenerlo presente. Irse de fiesta supone un extenso protocolo de supervivencia, desde controlar mi manera de hablar a adaptar las posturas en las que me siento. Parecer relajado sin estarlo. Alargo el botellón porque no puedo bailar fuera de mi cuarto.
Me alejo sin despedirme evitando miradas que interrumpan mi huida. Son las cuatro de la mañana pasadas y he perdido el último bus. Me sabe mal tener que coger un taxi, pero es preferible a subirse al coche de un borracho. Caliento el móvil entre las