La ley de la calle
Por Ángela Lagreca
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La ley de la calle recrea el monólogo de una política de primer fuste que, entre mitos y verdades, despliega su autobiografía en el contexto de una escena entre antagonistas. Se trata de un discurso hecho de retazos, una voz que paladea el tiempo y se proyecta entre generaciones, que construye y reconstruye su propia versión, borrando las fronteras entre la ficción y la historia. Lo que surge del encuentro entre rivales es la emoción de una confesión fantasmagórica que busca acercar posiciones a ciegas.
Ángela Lagreca organiza un texto donde lo verdadero y lo falso dejan de tener valor, mientras crece un verosímil poderoso que se vuelve más convincente por sus fallas y sus pasos de comedia. Lo que crece son los ecos de una realidad alterada pero igualmente atractiva, que se replica o no en nuestro mundo, o en otro donde la ficción prevalece ante la realidad.
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La ley de la calle - Ángela Lagreca
Lagreca, Ángela
La ley de la calle / Ángela Lagreca. - 1a ed.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Neural, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-631-00-0809-7
1. Biografías. 2. Novelas Biográficas. I. Título.
CDD A863
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Neural
Editores: Martín Jali, Matías Buonfrate
Diseño de portada: Sergio Calvo
1a edición en Argentina: Septiembre de 2023
www.literaturaneural.com
¿Hacia dónde nos puede llevar la marea del discurso cuando se trata de convencer, interpelar, o manipular los afectos y las convicciones? ¿Qué pasa con las ideas y nuestros programas al verse interpelados por una voz que nos seduce y nos envuelve en pos de un objetivo glorioso?
La ley de la calle recrea el monólogo de una política de primer fuste que, entre mitos y verdades, despliega su autobiografía en el contexto de una escena entre antagonistas. Se trata de un discurso hecho de retazos, una voz que paladea el tiempo y se proyecta entre generaciones, que construye y reconstruye su propia versión, borrando las fronteras entre la ficción y la historia. Lo que surge del encuentro entre rivales es la emoción de una confesión fantasmagórica que busca acercar posiciones a ciegas.
Ángela Lagreca organiza un texto donde lo verdadero y lo falso dejan de tener valor, mientras crece un verosímil poderoso que se vuelve más convincente por sus fallas y sus pasos de comedia. Lo que crece son los ecos de una realidad alterada pero igualmente atractiva, que se replica o no en nuestro mundo, o en otro donde la ficción prevalece ante la realidad.
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Ángela Lagreca es abogada. Publicó el libro de cuentos Miriñaque (Imaginarium, 2008) y participó en la antología de relatos II Concurso Literario y Científico-Jurídico Dr. Guillermo O. Nano (Ediciones Legal, 2018). Escribió dos novelas, todavía inéditas. Desde 2008 es miembro honoraria de la Asociación Amigas de las Letras, donde brinda lecturas sobre literatura y derecho constitucional.
LA LEY DE LA CALLE
Ángela Lagreca
NeuralDebajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Hay una sola ley y es la ley de la calle. Por eso necesité salir de la casa de mis padres, por eso todos necesitamos rebelarnos, oiga, rebelarnos desde la casa de nuestros padres. No contra
, desde
. Quienes equivocan la preposición, acaban como los advenedizos. Cumpliendo rituales, repitiendo esquemas, desobedeciendo al tiempo. Romper con el mandato, le dicen algunos, para mí fue extenderlo. El mandato es siempre el mismo: la ley de la calle. Que no es la ley del más fuerte.
¿Está bien en ese sillón? ¿O prefiere la silla aquella? ¿Quiere algo para tomar? Bien, preparo dos entonces.
Cuando tenía catorce, quince años, crucé por primera vez la avenida Córdoba, hacia el sur, hacia calles que conocía por las noticias policiales, tal vez de algo de literatura. Crucé hacia el sur y en eso yo entendí que era una extensión, no una extinción, una extensión de dominio, como la conquista del desierto. Son raros los años de la adolescencia, ¿no le parece? Son raros, sí. Un poco borrosos, siempre, lo son y lo eran entonces, lo seguirán siendo. Para nadie la adolescencia es clara, excepto quizás para los músicos, por eso crucé la avenida Córdoba con mi prima y mi hermana. Ella nos incentivó. Yo, como le habrán comentado, era rea, me animaba a todo, pero mi hermana tenía otra lucidez. Era su gran ventaja.
Eran años de convulsiones en el mundo y en el propio cuerpo, vivencias donde todo lo que es arriba, es abajo y viceversa. Yo no sabía ni como peinarme. No es que ahora sepa, lo disimulo mejor. Mi hermana era muy consciente de su juventud. Después venía yo, más lenta aunque fuera la mayor. Para ella todo se desenvolvía a su alrededor, como si fuera una cuestión de nadar con la corriente, una corriente que ella podía percibir en cualquier cosa, en cualquier momento.
A mí se me hacía dura esa experiencia, la viví con entusiasmo, pero también con torpeza. La torpeza propia de un cuerpo, de una familia, demasiado grandes, para la mentalidad, las ambiciones. El problema de mi hermana fue que no supo endurecerse, continuó siendo joven. No se le habían dispersado esos años imberbes en el borrón de velocidad, como de andar en auto con la cabeza por fuera de la ventanilla, la melena al viento. Para ella fueron siempre años intensos y claros. En eso nos diferenciamos, en eso somos, fuimos, no como el agua y el aceite, más bien como el aceite y el vinagre. Yo sería la agreta
, por supuesto.
Sí, puede reírse. Yo no lo creo, pero es lo que ustedes ven.
Así que la primera vez que crucé avenida Córdoba lo hice con mi hermana y mi prima, para ir a una reunión, un asalto... ¿una joda? Llámelo como quiera. Tocaba la guitarra un amigo suyo, ella sabía la dirección.
Eso para mí fue conocer la calle, ¿le ha pasado? ¿Ha tenido usted esa sensación? ¿De estar en un lugar conocido pero que se va volviendo extraño? Y a la vez saber que todo eso que ve extraño, a medida que lo descubre así, en su extrañeza, ya no volverá a resultarle tan extraño nunca más. No hay modo de recuperar esa visión de las cosas. No hay manera. En esas veredas todo me daba miedo y a la vez todo me daba seguridad. No hubo un paso en que no fuera más temerosa y, a la par, más valiente.
Hasta ese momento de mi juventud me había movido en una especie de corral o cuadrilátero de calles, acompañada, por mi hermana, mi prima y la empleada, siempre. Para ir al colegio, al teatro, a las visitas, retraída al dominio familiar. Cruzar la avenida no fue un acto de rebeldía, no, fue un acto de extensión de dominio. Conmigo, adolescente y perdida, portaba el mandato familiar, regresaba a unas veredas que se nos habían vuelto extrañas.
En ese momento no me sentí portadora de nada, tampoco horas después tomando vino del pico, ni escuchando la música desafinada, ni conversando con los muchachos sobre un colchón en el piso. Era la primera vez que iba al barrio de San Telmo, y sin embargo no era la primera vez. Ahí mi familia había abandonado muchas propiedades, refugiándose de la fiebre amarilla.
Entonces descubrí que no sabía volver a la casa