Nieve sucia en Kabul
Por Gianluca Ellena
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Tras el atentado que le hirió en el corazón y en el alma, el capitán de la policía criminalística Yasir vuelve a investigar en la turbulenta Kabul.
De vuelta al servicio tras un sangriento atentado que lo dejó marcado, Yasir, oficial de la Policía Criminalística afgana, regresa a una Kabul cada vez más caótica y peligrosa para reincorporarse a su equipo y a su antiguo ritmo de trabajo. Lejos de su hogar en Herat, en la rutina de una capital dominada por la delincuencia común e ideológica, Yasir y su equipo se enfrentarán a un caso de asesinato de un cooperante europeo que somete a todo el distrito a la presión política y a la necesidad de resolver el caso rápidamente.
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Nieve sucia en Kabul - Gianluca Ellena
Nieve sucia en Kabul
Gianluca Ellena
––––––––
Traducido por Antonio de Torre
Nieve sucia en Kabul
Escrito por Gianluca Ellena
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Traducido por Antonio de Torre
Diseño de portada © 2023 Gianluca Ellena
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Capítulo I. El retorno
El aire acondicionado del autobús expulsaba un gélido soplido a través de las rejillas de ventilación superiores, que se mezclaba con el olor a terciopelo caliente y el sudor acre de la cantidad de seres humanos que se hacinaban en ese transporte público. Sumergido en el tráfico matinal del sábado, avanzaba por la ruta del aeropuerto, una arteria palpitante de personas saturada de sonidos tan discordantes como familiares.
Yasir regresaba a su puesto en la mastodóntica y desordenada Kabul, embarrada por el que hasta ese día había sido un invierno suave, lejos de su Herat natal.
Los meses de convalecencia no habían calmado las heridas de su alma, ni el pesar por la muerte del joven Faisal. Sentía un zumbido en sus oídos, que lo agobiaba como una advertencia incesante.
«¡Alá te ha protegido!» repetían sus parientes, en torno a su familia en cuanto Yasir pudo abandonar el hospital militar de Kabul para estar con ellos en Herat.
En esos meses se habían producido varios acontecimientos, como el desafortunado traslado de su tío Zemar a Kunduz y el ingreso del joven Faraj en la Facultad de Medicina de Herat, algo que había hecho rejuvenecer a su padre, henchido de orgullo. Yasir regresaba al segundo distrito, al Departamento de Criminalística, ansioso por volver a ver a Mahmud, su fiel y discreto colaborador y tío del difunto Faisal.
Culpabilidad. Yasir no podía escapar a la duda de haber expuesto al joven policía a la explosión que mató a seis personas y dejó heridas a cuarenta y ocho. «¡Dios te ha protegido, nunca dejaremos de agradecérselo!», le decían sus padres. «Los zumbidos desaparecerán poco a poco, hijo», le tranquilizaba su padre. El más sabio fue quizá su tío Abed: «¡En el ring nunca te habría pasado, sobrino!».
«Sí, el boxeo», pensó Yasir, ese deporte al que tanto se oponían sus progenitores y, en especial, su padre, el doctor Papá, jefe de ortopedia del hospital Merhaban de Herat.
Después, llegaban las noches, trufadas de pesadillas recurrentes, en las que Mahmud aparecía vestido de blanco, camino de La Meca en una silla de ruedas empujada por su sobrino Faisal, también de blanco. Su conciencia lo perseguía, soñaba con Mina, su futura esposa, que lo miraba con dureza sin pronunciar palabra, llevando un libro bajo el brazo. Durante el sueño era incapaz de hablarle. Sus pesadillas terminaban con frecuencia con una luz brillante y un despertar taquicárdico, atosigado, alterado.
La muda escucha de Mina lo había acompañado durante las cálidas tardes primaverales de su convalecencia. Sin respetar las rígidas convenciones sociales, en los dos meses de reposo habían compartido té y galletas de jengibre servidas por la futura suegra, mientras charlaban con serenidad sobre su futuro, tratando de no exagerar los planes. Mina daba clases en el instituto femenino situado a unos metros del parque Takht-e-Safar: «Yasir, el futuro de nuestros hijos dependerá de las posibilidades que tengan de estudiar y de elegir su propio camino», decía una y otra vez. «¡Suena muy ambicioso en una mujer afgana de provincias!», se burlaba de ella mientras sorbía su té de azafrán.
Ella sonreía en silencio y lo escrutaba, en busca de matices invisibles a simple vista. Él la miraba con descaro, como recordó una vez una tía chismosa de la futura novia.
Una fría tarde de noviembre, en casa de una pareja de profesores amigos de Mina, Yasir parecía más taciturno que de costumbre.
—¿Te molesta el oído, Yasir? –le preguntó Mina.
—Escucha, durante mi descanso forzado, he tenido tiempo de preguntarme si tiene sentido construir aquí nuestra vida.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Solo estaba pensando en voz alta, perdona.
* * *
En medio del terrible tráfico, con el autobús inmovilizado tras una larga fila de vehículos de todo tipo, el hedor de los gases que salían del sistema de aire acondicionado se hacía cada vez más agobiante en el habitáculo. Atrás había dejado el hospital Wazir Akbar Khan, para atravesar después la gran plaza Massoud y, tras el tramo rectilíneo, llegar a la rotonda de la plaza Abdul Haq. Yasir se reencontraba con el gigante Kabul, como si fuera un viejo amigo. La ciudad, contaminada e internacional, abarrotada de camiones, motocicletas, automóviles y taxis hasta donde alcanzaba la vista, era la capital y, por lo tanto, esos excesos tenían su razón de ser. Dirigió su mirada hacia el reloj Suunto plateado que le había regalado un colega canadiense de la EUPOL[1]. Eran las diez en punto. Había tomado el vuelo de las siete de la mañana, un trayecto de poco más de una hora de duración, sin contar el retraso causado por el atestado aeropuerto de Kabul, una enorme y caótica zona en obras. Gracias a su placa de agente de la policía criminal, pudo evitar las desordenadas colas que discurrían como cauces de ríos en épocas lluviosas, algo que no se le habría ocurrido hacer en Estados Unidos, o quizá sí. Sonreía mientras se preparaba para retomar lo que había dejado varios meses atrás, en el día del Nouruz, cuando intervino en el mercado de Ka Faroshi junto a Faisal y fueron víctimas de un atentado que desgarró vidas tan inocentes como ignorantes de las miserias de este mundo. En los agitados sueños de las últimas semanas, se le aparecía el fogonazo de la explosión como si fuera el flash de una cámara fotográfica. También veía el rostro del suicida, en un fotograma fugaz, un paquistaní sin nombre ni identidad que había desaparecido en la explosión sin dejar rastro. Desde aquel día, no había logrado liberarse de un pitido en su cabeza que aumentaba con el silencio de la noche o al pasar de la consciencia al sueño, parco en descanso, pero abundante en pesadillas y sentimientos de culpa. Su teléfono vibraba con los mensajes de Mina: casi había llegado. Un Ford Ranger verde obstruía la entrada principal y, en su parte trasera, un policía agitaba una ametralladora PK, cuya cinta de munición brillaba como una serpiente de latón en el lateral. El autobús había girado a la izquierda