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Hasta los fines de la tierra
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Libro electrónico293 páginas4 horas

Hasta los fines de la tierra

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Información de este libro electrónico

Rumbo a los campos de algodón de Texas, un viejo Ford T se descompone y obliga un cambio de destino que termina por llevar a los protagonistas hasta la Patagonia argentina. Siga las anécdotas de una pareja inseparable que pasó su infancia en la Gran Depresión, se conoció durante la Segunda Guerra Mundial y emprendió una aventura de amor y servicio que duró toda la vida.

On the road to seek work in the cotton fields of Texas, an old Ford Model T truck breaks down and forces a change of destination that ultimately leads the protagonists to the Argentine Patagonia. Follow the anecdote-driven story of a devoted couple who spent their childhood in the U.S. Southwest during the Great Depression, met and married during World War II, and together undertook a lifelong journey of adventure and service.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ene 2020
ISBN9781950560172
Hasta los fines de la tierra
Autor

Nelda B. Gaydou

Nelda Bedford de Gaydou se crio bilingüe y bicultural. Nació en Rosario, Argentina de padres misioneros estadounidenses. Pasó su niñez y adolescencia en la Argentina e hizo sus estudios universitarios en literatura e historia en los Estados Unidos. Repartió su vida adulta entre los dos países hasta radicarse definitivamente en las Sierras de Córdoba con su esposo, con quien comparte tres hijos, cuatro nietos y tres perros labradores. En 2017, la versión del libro en inglés (“To the Ends of the Earth”) obtuvo el primer puesto en biografía general de un concurso internacional (International Book Awards). Nelda Bedford Gaydou was born and raised in Argentina by missionary parents from the U.S. Growing up, she lived in Rosario, Comodoro Rivadavia and Buenos Aires. She attended Baylor University and the University of Texas at Austin, earning degrees in English Literature, History, and Spanish Literature. Nelda speaks several languages and works as a translator in English, Spanish, French, and Italian. Nelda and her husband, who have three children and four grandchildren, live in the mountains of Córdoba, Argentina. Her book, “To the Ends of the Earth: High Plains to Patagonia,” won the 2017 International Book Award for General Biography.

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    Hasta los fines de la tierra - Nelda B. Gaydou

    Reconocimientos

    Agradezco a mis revisores, Paula De Monte y David Bedford, y a mi artista y diseñadora, Sabrina Bedford, por toda su ayuda en la preparación de este libro.

    Índice

    1944

    El Ford T

    La cosecha

    Vinagre

    Rancho Botella

    Adiós al campo

    Graduación y ordenación

    Reanudación

    Un balde de agua fría

    Como anillo al dedo

    Trabajo y entretenimiento

    Sorpresa

    Suenan las campanas

    Monerías

    Graduados

    Pueblo ganadero

    Arrorró mi niño

    Ojazos

    Profesores influyentes

    Más allá de lo esperado

    Despedida

    Costa Rica

    Trabalenguas

    Café y volcanes

    Demorados

    Burocracia básica

    Quebrar la banca

    Rumbo al sur

    La Chicago argentina

    Parentela nueva

    Noviazgos

    Cambio de rutina

    La rosarina

    Lo que hizo papá

    Ola expansiva

    Bolsos de dinero

    Armas ocultas

    Tanques y soldados

    Despedida musical

    Una licencia memorable

    El regreso

    Chicle milagroso

    Patagonia

    Pioneros

    Peligros viales

    De campamento

    Bebés y bautismos

    Encuentros familiares

    Vuelta a clase

    Uno peor que el otro

    Regreso a los fines de la tierra

    Epílogo

    Acerca de la autora

    Y hablará paz a las naciones, y su señorío será de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra"

    Zacarías 9:10

    1944

    Según el proverbio, «El hombre propone y Dios dispone», y Benjamín estaba por comprobarlo en carne propia. Para no dejar ningún detalle al azar, descartó de entrada la idea de viajar en su propio vehículo, un baqueteado Ford Modelo B que apenas podía con los veinte kilómetros de su recorrido habitual. Afortunadamente, contaba con un generoso granjero dispuesto a dedicar el día entero a llevarlo. Desafortunadamente, no contaba con que una goma pinchada retrasaría su salida. De todos modos, el contratiempo no tenía por qué impedirles recorrer los 120 kilómetros a tiempo para inscribirse en la facultad.

    Para no consultar el reloj obsesivamente, Benjamín se obligó a mirar por la ventanilla. Ese día no había ni una nube y prometía ser otra jornada abrasadora. El camino se extendía en línea recta hacia el infinito en una tierra que era puro horizonte bajo una inmensa bóveda celeste, como si fuera un lienzo pintado en el que solo ellos se movían, hasta que, a lo lejos, una pequeña mancha negra comenzó a crecer hasta convertirse en una polvorienta camioneta azul.

    Era el cartero, que hacía su recorrido rural. El granjero y Benjamín levantaron el sombrero a modo de saludo, pero el empleado postal tocó bocina y les hizo señas para que se detuvieran. Retrocedieron hasta quedar a la par.

    ―¡Buen día! Tengo una carta para el Pastor Bedford. Aprovecho y se la doy ahora.

    Pasó el sobre por la ventanilla, gesticuló un adiós, puso primera y siguió camino.

    ―Es del Dr. Aulick ―dijo Benjamín, asombrado. Abrió el sobre, en el que había una sola hoja con un garabato apresurado: «Ven a verme antes de inscribirte en Wayland», leyó Benjamín en voz alta.

    ―¿Qué hacemos? ―preguntó el granjero.

    ―Supongo que debería ir ―murmuró Benjamín, contrariado.

    En lugar doblar a la izquierda para cruzar la frontera que los llevaría de Nuevo México a Texas, giraron a la derecha, hacia Clovis. ¿Qué tendría para decirle el Dr. Aulick que fuera tan urgente? Benjamín recordaba otra ocasión en la que un contratiempo vehicular había provocado un cambio radical en el destino de su familia.

    Retrospectiva

    1932-1944

    El Ford T

    En el Ford T ya no cabía ni un alfiler. Estaba repleto con once personas, un perro, un conejo y todos los enseres y artículos personales que entraban: ropa, colchonetas y utensilios de cocina. La familia Bedford estaba en marcha una vez más.

    A pesar de haber sido un auténtico llanero solitario hasta los treinta y dos años, Benjamín Franklin Bedford era la encarnación del hombre de familia. Las circunstancias lo habían obligado a cambiar de lugar y de trabajo muchas veces, pero, en lo posible, adonde iba un Bedford, iban todos los demás. Su amor por la tierra y su conocimiento del campo eran herencia de un padre guardabosques y una madre de raíces mestizas. Había pasado largas horas a caballo arreando ganado y cultivando el suelo, comenzando por su pueblo natal, Llano, en el corazón de Texas. Para el año 1900 había llegado hasta el Territorio Indio, que pronto se convertiría en parte del nuevo estado de Oklahoma. Allí, junto a la cama de un amigo enfermo, conoció a Nancy Anthony, una vivaz muchacha de dieciséis años, enormes ojos azules y cintura diminuta. En pocos meses un pastor indígena los uniría en matrimonio.

    Dos hermanas de Ben, ambas casadas con hombres de apellido Phillips aunque no eran parientes, vivían en un valle del sur de Arizona donde el gobierno ofrecía campos de cultivo como incentivo para poblar la región. Los Bedford decidieron aceptar el desafío de mudarse a la frontera internacional con sus dos pequeños hijos, Jonás y Ancil Travis (conocido por sus iniciales A.T., a la usanza de la época). Del lado estadounidense estaba Douglas, Arizona y del lado mexicano, Agua Prieta, Sonora. El ferrocarril pasaba por el pueblo, donde realizaba cargas y descargas en dos plantas de fundición de cobre. Vivieron allí durante casi quince años y la familia fue creciendo hasta incluir a Troy, Lawrence Daniel (L.D.), Billie y Mary. Trabajaron en ranchos, granjas y minas, y hasta atendieron un pequeño almacén en su propia casa.

    Era una época incierta debido a la inestabilidad política y la rebelión armada en México. El líder revolucionario Pancho Villa y sus hombres jugaban a la mancha con las autoridades de ese país en encuentros fugaces por la frontera, donde los rebeldes aprovechaban el temor de las fuerzas del gobierno mexicano de dar lugar a que Estados Unidos invadiera a México y le arrebatara otra porción más del territorio.

    La familia Bedford literalmente tenía asientos en la primera fila de este teatro de la historia. A veces el pueblo entero salía a presenciar las escaramuzas. Al igual que en una contienda deportiva, cada lado tenía sus adherentes. En una ocasión, Nancy vio como una jovencita, subida en una caja para ver mejor, vivaba a los rebeldes y saltaba de emoción. A su lado, un señor mayor, de porte erguido y expresión sombría, obviamente era del partido contrario. En uno de los saltos más exuberantes, el hombre no aguantó más: tiró su dignidad por la borda y pateó la caja, haciendo caer a la jovencita en un remolino de brazos y piernas.

    Pero Nancy tuvo encuentros aún más cercanos que este con el famoso Pancho Villa y sus tropas. Un día abrió la puerta trasera de la casa y casi se infarta al ver que se acercaban decenas de hombres armados con sus caballos. El general la tranquilizó: ―No se preocupe, señora. Solo buscamos agua para los caballos y después nos vamos ―y cumplió su palabra al pie de la letra. En otra ocasión, cuando iba a hacer un mandado a caballo, se encontró con uno de los comandantes rebeldes. Nancy, ahora de veinte y pico de años, se había convertido en una hermosa mujer. El comandante la llenó de piropos y miradas elocuentes. Afortunadamente, era tan caballero como locuaz y permitió que se alejara al galope.

    Una sequía prolongada en toda la región obligó a la familia a hacer un cambio. Se mudaron al centro de Oklahoma, donde Jonás consiguió trabajo en el ferrocarril. Vivieron allí unos ocho años, un período arduo y penoso. La familia creció y se encogió: llegaron mellizas que sobrevivieron apenas unas horas después del parto. Un año y medio más tarde nació Jewel («Joya»), una niña fuerte y sana. Nancy estaba embarazada nuevamente cuando su primogénito, motivo de orgullo y alegría durante toda su vida, enfermó repentinamente y murió. Ardell Paul (Ira, pronunciado «aira») nació cuatro meses más tarde.

    El mayor de los hermanos restantes tomó el lugar de Jonás en el ferrocarril y la familia lo acompañó mientras trabajaba en un proyecto de corto plazo en Belén, un pequeño pueblo en el centro de Nuevo México, sede de un empalme ferroviario. Fue allí donde nació el undécimo y último de los Bedford: Allen Benjamín. Pesaba menos de un kilo y era tan pequeño que al principio su madre le sujetaba la ropa a una almohada con un alfiler de gancho para sostenerlo con mayor seguridad. Nancy tenía un sobrino cuya suegra hispana estaba tan emocionada por el cabello oscuro de Benji que ofreció mil dólares (una fortuna por aquel entonces) para quedarse con él, pero Benji permaneció en casa. Al poco tiempo cambió ese cabello por otro fino y rubio.

    Durante su breve regreso a Oklahoma, cuando Benji tenía casi dos años, se cayó de un carro de caballo y, antes de que su hermano pudiera detenerlo, las ruedas tanto delanteras como traseras pasaron por encima de los pies del pequeño. Cuando lo llevaron al médico, descargó su dolor y bronca tirándole de los pelos. No recibió ningún tratamiento especial y de ahí en más los tacos de sus zapatos se gastarían en forma despareja. Unos meses más tarde, ahora en Clovis, Nuevo México, Benji le dio otro susto a la familia al jugar en el umbral de la ventana y caerse hacia afuera. Por fortuna, su hermana mayor estaba allí y con reflejos relámpago lo atajó en pleno vuelo.

    La situación laboral en Clovis era la misma que en todas partes: pésima. Aparte de A.T., Billie era la única de la familia que había logrado conseguir un trabajo estable, que le pagaba ocho dólares a la semana por probar crema y desplumar gallinas. Por otra parte, contaban con el apoyo de la gran red de la familia Anthony. Dos hermanos de Nancy (Ignacio y Crawford) y su hermana Arizona (casada en segundas nupcias con su cuñado Seth) vivían allí. La madre, una austera mestiza viuda de un veterano de la Guerra Civil, pasaba la mitad del tiempo con Ignacio y la otra mitad con su tercer hijo Henry en Oklahoma. Cuando la abuela Anthony estaba en el pueblo, siempre exigía que una de las nietas la atendiera y pasara la noche con ella.

    Los parientes se veían con frecuencia. Además de tíos y abuela, había una profusión de primos y parientes políticos. Esta abundancia podía ser motivo de confusión. Cuando su cuñada Geneva mandó a Benji a comprar cigarrillos, el almacenero dudó en dárselos a un niño tan pequeño y le preguntó para quién eran.

    ―Mi nuera ―contestó muy convencido.

    Al igual que sus vecinos, los Bedford habían estado a la merced de los vaivenes de la economía de las Altas Planicies toda la vida. Las buenas lluvias de fines del siglo XIX habían atraído a muchos pobladores. Luego llegaron las sequías, lo cual provocó recesiones económicas y convirtió los campos en desiertos que recibieron el apodo de «tazones de polvo». Este ciclo se repitió varias veces a principios del siglo XX, pero el peor de todos coincidió con la Gran Depresión, cuando la situación nacional y personal era desesperante.

    Para el año 1932, el único capital que le quedaba a Ben Bedford consistía en su ingenio, su voluntad y su fe. A los sesenta y cuatro años de edad, se vio obligado a volver a comenzar de cero. Se enteró de que se estaba cosechando algodón en Paducah, en su estado natal, en la llamada «Encrucijada de América»¹, la intersección de las carreteras nacionales setenta y ochenta y tres. Ben le pidió un préstamo de noventa dólares a su suegra, compró un viejo camión Ford Modelo T, lo cargó y partió hacia Paducah.

    Acostumbrado a andar a caballo y a manejar carros y arados con tracción a sangre, Ben nunca había aprendido a manejar un vehículo motorizado, de modo que sus hijos mayores se turnaban al volante. Salieron de Clovis alrededor del mediodía y tardaron unas seis horas en recorrer los 160 kilómetros hasta Lubbock.

    La lona que los protegía del ardor del sol y las maderas de costado les impedían ver la mayor parte del paisaje. De todos modos, no había mucho para ver; los 160 kilómetros eran monótonamente iguales: completamente planos, con una que otra casa protegida del sol y del viento por un par de árboles retorcidos. Al atardecer, pararon y armaron un lugar para descansar en campo abierto, bajo las estrellas.

    Por la mañana, volvieron a cargar el camión y se metieron adentro. Hoy le tocaba manejar a L.D. Su esposa, sus dos hijitas y Troy estaban en la cabina; los demás iban atrás. Hoy la vista era otra cosa. Estaban bajando de la alta meseta del Llano Estacado a los lechos rojos de las Planicies Onduladas. Poco a poco la vegetación fue sumando arbustos de enebro y arboledas de mezquite a los pastos de la pradera, y empezaron a aparecer señales del trabajo milenario del Río Blanco: las coloridas zanjas y quebradas del Acantilado Caprock y el Cañón Blanco.

    El camino a través de este paisaje fascinante subía y bajaba por colinas cada vez más escarpadas. Inevitablemente, fue demasiado para el pobre Ford T. Justo cuando estaban llegando a la cima de una pendiente particularmente alta, la caja de cambios dejó de responder y el camión comenzó a rodar hacia atrás, aumentando exponencialmente la velocidad. L.D. no tuvo alternativa: giró el volante y el vehículo dio contra la ladera con un golpe seco. Nadie se lastimó, pero el conejo aprovechó la confusión para salir a explorar. Gracias a la destreza canina de Fritz, en poco tiempo estaba de nuevo con su familia, sano y salvo.

    Entre todos, tenían un total de cinco dólares, exactamente lo que les cobraron por sacar el camión de la zanja. Tras analizar la situación, los hermanos mayores calcularon que si todos (salvo el conductor) seguían a pie, tal vez el Ford T llegaría hasta la cima. Mientras la familia caminaba y miraba, Troy se metió detrás del volante y comenzó el ascenso. Una vez más, el camión llegó casi hasta arriba antes de fallar y retroceder. Sabiendo que ya no tenían los medios para pagar un auxilio, Troy hizo todo lo posible por mantenerse en el camino. Por fin el camión se detuvo al borde de una profunda quebrada y no volvió a arrancar más.

    Los once estaban en el medio de la nada, sin dinero, sin medio de transporte, sin trabajo y sin saber qué hacer. Al rato pasaron dos jóvenes que estaban ablandando un motor montado en un chasis pelado, con la excepción de los asientos del conductor y del acompañante. Se detuvieron para ver lo que pasaba y L.D. se acercó para averiguar si podían remolcar el camión hasta el próximo pueblo, a unos veinte kilómetros de allí. El único artículo de valor que podía ofrecerles era su pistola, que llevaba en el cinturón. Mientras la iba sacando, preguntó:

    ―¿Nos podrían remolcar hasta Dickens?

    ―¡Claro! ―tartamudeó uno―. ¡Lo que usted diga!

    ―No se asusten, muchachos ―aclaró L.D.―; es todo lo que tengo con que pagarles.

    Los jóvenes aceptaron y remolcaron el camión con todo, y todos, hasta Dickens. Los dejaron en un campo en las afueras del pueblo y, mientras la familia se bajaba y estiraba las piernas, Ben se dirigió resueltamente al almacén de ramos generales con las manos y los bolsillos vacíos.

    Tardó un buen rato en regresar, pero cuando lo hizo, traía comida, trabajo y vivienda.

    Había conocido a un agricultor de la zona, con quien acordó cosecharle el algodón. Al día siguiente, el granjero llegó al campo con caballos para remolcar el camión averiado hasta su propiedad, donde quedó en el olvido, junto con el plan de ir a Paducah.


    1 Ya que Estados Unidos de América es un nombre tan largo, sus habitantes suelen referirse al mismo sencillamente como América

    La cosecha

    Todos trabajaban en la cosecha. En la época del algodón, cada uno tenía una bolsa larga sujetada por una tira que pasaba sobre el hombro para dejar las dos manos libres. Hasta había una más corta para Benji, de solo cinco años. Iban de a dos y a él le tocaba con Troy, quien, como sabía que a su hermanito le gustaba figurar bien cuando se pesaban las bolsas, aflojaba el algodón y lo dejaba entre las hileras para que el chiquitín lo levantara cuando los demás se adelantaban demasiado.

    Para aprovechar la fuerza de los más grandes, le enseñaron nuevas destrezas al más chico.

    Cuando los cultivos requerían cortar las plantas, Benji manejaba un aparato tirado por caballos que había que mantener en línea recta para que las cuchillas afiladas que se extendían a noventa grados de ambos lados tuvieran una pasada limpia. Por detrás venían los demás. Los primeros juntaban todo lo que podían en los brazos y lo dejaban en el suelo. Los siguientes formaban atados y los últimos los apilaban.

    Benji también aprendió a manejar el cultivador. Este tenía dos grandes ruedas de metal parecidas a las de una bicicleta gigante. Varillas de metal unían el armazón y, sentado bien arriba en un asiento anaranjado, Benji controlaba la acción de las cuchillas tirando de una palanca en el costado mientras guiaba a los cuatro caballos o mulas.

    Los Bedford dedicaron toda su energía a las cosechas alrededor de Dickens, comenzando por el campo de Stevens, que tenía un pequeña vivienda de dos habitaciones. Después de la primera temporada pasaron a la granja de Gilstrap por casi dos años antes de quedar definitivamente en la de Reynolds, cerca de la aldea de Croton.

    Los trabajos ocasionales eran una fuente preciada de ingresos adicionales y la familia estaba dispuesta a intentar casi cualquier cosa. En una ocasión, Ben cavó un pozo a cambio de una yegua y un potrillo. Con la excepción de la yegua, a la que pronto vendieron para cubrir gastos, y el potrillo, que se convirtió en la mascota de los varones más chicos, los animales de la granja pertenecían al dueño de la propiedad, pero los Bedford los podían usar y eran responsables de su cuidado.

    Una vez, Ira y Benji ayudaron a quitar tocones y raíces de mezquite de un campo. Podían guardarlos como parte de pago y usarlos como combustible en el horno a leña. Para protegerse del sol, los chicos llevaban sombreros de fieltro azules que alguien les había regalado en Clovis. Un día tuvieron la ayuda, o por lo menos la compañía, de los futuros hijastros de Troy, Burton y Tim, que tenían aproximadamente la misma edad que los hermanos. Mientras Ben conducía el carro de regreso a casa, los chicos se entretuvieron quitándole el sombrero a Benji, tirándolo al suelo y riéndose mientras él bajaba a buscarlo y volvía a treparse al carro. Después de varias repeticiones, Benji decidió tomar medidas defensivas. La próxima vez que intentaron sacarle el sombrero, Benji asió el ala con las dos manos y la sujetó con todas sus fuerzas.

    Desafortunadamente, los otros ya tenían la copa bien agarrada y cuando pegaron el tirón, se desprendió, dejando solo el ala alrededor de la cabeza como una aureola azul.

    También había bastante para hacer dentro de la casa. No tenían electricidad, gas, agua corriente ni cloaca. El agua, ese elemento tan indispensable, debía sacarse del suelo, ya fuera con una bomba de mano o con un molino de viento. Entraba en un gran barril, donde se colocaban frascos llenos de alimentos que debían mantenerse frescos: leche, manteca, crema y carne. El desborde iba al abrevadero para los animales.

    El lunes era el día habitual para lavar la ropa. Se colocaba una enorme pileta de hierro sobre soportes. Había que llevar agua del pozo para llenarla y prender fuego debajo para hervirla. Primero se lavaba la ropa blanca; por lo general, se enjuagaba dos veces en grandes piletas de zinc, la última vez con blanqueador. El orden en el cual se lavaba el resto de las prendas dependía del grado de suciedad, de modo que la ropa de trabajo quedaba última. Después de hervirla para aflojar la tierra, se frotaba en tablas de madera con surcos de metal, usando jabón casero hecho de grasa. Las prendas que lo necesitaban se mojaban en una solución con almidón. Se tendía la ropa en una soga y por lo general se planchaba al día siguiente, después de rociarla con agua y enrollarla. La plancha se calentaba sobre la hornalla o un fuego abierto. Se planchaba todo menos la ropa interior y las medias.

    El sábado era otro día que requería muchos baldes de agua. Era cuando todos se daban un baño por inmersión. Se llenaban piletas galvanizadas redondas (lo suficientemente grandes

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