La noche del 25 de junio de 1906 hacía un calor sofocante en Nueva York. Como había ocurrido durante la última década y media, la alta sociedad acudió a refrescarse a la terraza de moda, la del Madison Square Garden. El arquitecto que lo había reconstruido en 1890 se encontraba allí. Stanford White sonreía ufano, con sus mostachos pelirrojos ya entrecanos a los cincuenta y dos años, desde su mesa habitual. Le gustaba que lo reconociesen. Era una estrella de su oficio. También de las veladas elegantes de la Edad Dorada, la Belle Époque que siguió a la posguerra de Secesión.
Había llegado tarde. Faltaban unos minutos para la medianoche. Aunque estaba cansado, disfrutaba de la cena y la canción que sonaba en el escenario. Entonces alguien le disparó tres veces por la espalda, a la cabeza y a quemarropa. El asesino, extrañamente, llevaba puesto un largo abrigo sobre el esmoquin,