Hasta los siete años, Mercedes de Acosta creyó ser un niño. Su madre, la aristócrata madrileña Micaela Hernández de Alba y de Alba, la había criado como tal. Micaela quería un varón. Después de tener a dos niñas consecutivamente y haber perdido a su primogénito a los dieciséis años en un accidente, deseaba que su nuevo hijo, el último de los ocho que tendría, fuera un niño. Incluso ya había elegido un nombre: Rafael. También lo deseaba su padre, Ricardo de Acosta, un rico empresario cubano de origen asturiano propietario de plantaciones de azúcar.
Sin embargo, en 1892, a la gran casa que los Acosta poseían en Manhattan (tenían como vecinos a los Vanderbilt, los Astor, los Roosevelt) llegó una niña. Sus padres la bautizaron como Mercedes, pero, en la intimidad, a su madre le gustaba llamarla Mercedes Rafael o, simplemente, Rafael. La vestía con ropa de niño y la, esa “re- conducción” no tuvo demasiado éxito. “No soy una chica ni tampoco un chico. O puede que sea ambas cosas, no sé”, cuentan que les decía a las monjas.