Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La cortina de humo
La cortina de humo
La cortina de humo
Libro electrónico324 páginas8 horas

La cortina de humo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En una antigua cafetería del Cairo, dos espías veteranos planean una misión secreta para resolver, de una vez por todas, el conflicto entre Palestina e Israel bajo la promesa de que Israel hará una gran concesión como parte de un tratado de paz. En Singapur, Jethro Westrope, un periodista de una revista de sociedad, tropieza con una escena del crimen: En sus últimos momentos, la hermosa Niki Kishwani le da una grabadora digital, una evidencia que pone en peligro la vida de Jethro. Por si fuera poco, el periodista es incriminado por el homicidio de Niki. 

Ahora Jethro tendrá que encontrar al asesino de Niki mientras se adentra cada vez más en una red de conspiraciones e intriga que involucra a miembros de los gobiernos de Singapur, Israel y Estados Unidos, cada uno con una agenda compleja, competitiva y potencialmente mortal.

En este contexto trepidante, Jethro tendrá que encontrar respuestas y salvar su propia vida, pero nada es lo que parece. De pronto se halla en el centro de un complot político diabólico y apabullante con grandes implicaciones globales.

Jethro se sorprende al descubrir que no sólo lo han incriminado por homocidio, sino también por asesinato político. En sus manos recae una responsabilidad que se vuelve más grande que su propio destino.

IdiomaEspañol
EditorialKhaled Talib
Fecha de lanzamiento9 feb 2024
ISBN9781547589081
La cortina de humo

Lee más de Khaled Talib

Relacionado con La cortina de humo

Libros electrónicos relacionados

Suspenso para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para La cortina de humo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La cortina de humo - Khaled Talib

    1

    ––––––––

    El helicóptero militar zumbaba a lo largo del desierto durante la tarde a una altitud de 600 pies. Su destino: La base de Sayeret Maktal, el cuartel general de la unidad de fuerzas especiales de las Fuerzas de Defensa de Israel.

    Entre los cuatro pasajeros había tres hombres vestidos con uniformes de color desértico que portaban la insignia del ejército israelí. Cada uno de ellos había sido seleccionado con base en sus vínculos sociales y familiares. Los soldados permanecían sentados durante el viaje sin decir palabra, con un rifle entre las piernas. El cuarto hombre, quien vestía una camisa de manga corta y pantalones de vestir color verde oscuro era Chan Boon Seng, el jefe de protocolo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Singapur.

    Chan observaba el desierto vasto y desolado que se abría ante él, donde se habían librado tantas guerras y batallas por miles de años. No tenía ningún sentido para él.

    Abrió el maletín en su regazo y extrajo una carpeta marrón que luego abrió para estudiar su contenido. Sacó una fotografía que mostraba a un joven de treinta y tantos años cuyo rostro denotaba cierta flexibilidad emocional a pesar de su complexión oblonga y étnicamente dudosa. Su piel era de color claro, con ojos pequeños color avellana, una nariz afilada y proporcional, y una cabellera desgreñada que colgaba sobre su sien derecha. 

    El archivo estaba etiquetado como Clasificado y también contenía una ficha informativa acompañada de otros documentos de apoyo: informes de desempeño escolar, informes médicos; un historial de su vida.

    Chan deslizó la fotografía de vuelta al interior del archivo, cerró la carpeta, la volvió a guardar en su lugar y cerró el maletín, aferrándolo con firmeza. 

    El piloto habló por el intercomunicador para decirle a los pasajeros que se abrocharan el cinturón. A medida que el helicóptero se acercaba a su destino, varios destellos proyectaron sombras de campamentos camuflados dispersos por la arena. Los soldados cargaban Uzis, rifles de asalto Tavor TAR 21, IMI Galils y CornerShots. Algunos se desplazaban en grupos y otros caminaban solos. Docenas de tanques Magach y vehículos blindados se alineaban en filas. En un área, un grupo de hombres y mujeres practicaban krav magá, un arte marcial israelí que combina métodos de pelea callejera con movimientos estándar de dojo.

    El helicóptero bajó de velocidad, planeando sobre el campamento. En cuestión de minutos, Chan vería a su viejo amigo israelí, el capitán Eli Aviram.

    Chan era un hombre alto, robusto y áspero que no se preocupaba por agradar a la gente. Sus ojos negros se alzaban sobre un puente nasal bajo, traicionando su naturaleza depredadora y alerta. Su cabello, también negro, estaba rapado por los lados y era grueso y canoso en la parte de arriba, que llevaba peinada hacia atrás. Tras graduarse de la Escuela de Economía de Londres tuvo una carrera militar excepcional, alcanzando incluso el rango de coronel. Había sido parte de la primera generación de ciudadanos de Singapur entrenada por el ejército israelí antes de ser enviado a la oficina del Medio Oriente de la División de Inteligencia y Seguridad de Singapur (DIS), una subdivisión del Ministerio de Defensa que tenía sus propias reglas.

    En aquel período, el coronel había desarrollado una relación más estrecha con los israelíes. Consiguió información sobre Ali Hassan Salameh, el Príncipe Rojo, quien había organizado la masacre de Múnich, y reportó su descubrimiento a las autoridades de Singapur. Sin embargo, se le ordenó deshacerse de la información bajo la excusa de que ese era problema de los israelíes.

    Aunque el ejército de Singapur había sido entrenado por los israelíes y ambos gobiernos habían colaborado en muchos otros asuntos, su relación era secreta en la esfera internacional. Así que Chan decidió reunirse clandestinamente con los israelíes para informarles sobre lo que había descubierto sobre Salameh. Contactó a un miembro de la embajada de Israel en Singapur que le indicó las personas a las que tendría que recurrir. Viajó a Tel Aviv para reunirse con agentes de inteligencia militar y divulgó todo lo que sabía y la manera en que había obtenido la información.

    Chan y los soldados descendieron del helicóptero mientras las aspas aún silbaban sobre sus cabezas. Se les acercó un soldado que portaba un emblema rojo bordado con la insignia de Aman, la dirección de inteligencia militar del ejército de Israel. El capitán Eli Aviram tenía cuarenta y tantos años, era alto y esbelto. Una delgada cicatriz atravesaba su mejilla derecha, plenamente visible por su falta de barba.

    Ambos hombres se saludaron y abrazaron. Momentos después, el helicóptero despegó hacia el cielo nocturno, dio la vuelta y voló sobre el desierto iluminado por la luna, levantando nubes de arena antes de desaparecer en la oscuridad. 

    Dos soldados flanqueaban la entrada de la tienda camuflada. En el interior, Chan y Aviram se sentaron alrededor de una mesa portátil. Botellas de agua mineral y vasos de poliestireno habían sido colocados frente a cada silla. Sobre ellos colgaba una bombilla cuya luz tenue rebotaba en las paredes y techo de la tienda mientras el material sintético era sacudido por el ventarrón. Había un tablero sobre un caballete en la esquina de la tienda, con algunos marcadores sobre el reborde. Chan colocó el maletín sobre el suelo de madera.

    Dentro de la tienda, otros cuatro oficiales que revisaban documentos alzaron la mirada y lo saludaron. Un anciano de cabello gris y delgado que llevaba una camisa de manga corta a cuadros se hallaba sentado en el extremo de la mesa, en actitud alerta. Frente a él yacía una carpeta marrón con letras impresas en la superficie que decían Unidad 131Aman (Inteligencia FDI).

    —La operación Paylut Hablanit Oyenet comenzará en el momento en que nuestro submarino nos deje a mis hombres y a mí en aguas indonesias a las veintiún horas en punto —dijo el capitán Aviram—. Coronel Chan, usted nos informará cómo debe llevarse a cabo la segunda parte de la misión.

    Chan levantó el maletín y lo colocó sobre la mesa. Lo abrió y extrajo el archivo marrón. Sacó la foto del joven periodista y se la mostró a todos. Con una voz baja y sombría, dio inicio la conferencia: —Este es el rostro de un singapurense único. Trabaja como reportero en una revista, pero no es el típico hombre asiático. Sus padres son de raza mixta. Su nombre de nacimiento es Jethro Alvin Westrope, conocido comúnmente como Jet West. Su padre Alvin llegó a Singapur en los años 60 después de que nuestra pequeña isla adquiriera su independencia de los ingleses. Trabajó como maestro en una escuela católica. Revisamos los antecedentes del padre y rastreamos a su familia hasta Irlanda; el clan O’Callaghan-Westropp. Indagamos más y descubrimos que, por alguna razón, Alvin modificó la escritura de su apellido de manera que -ropp se convirtió en -rope.

    Chan repartió las copias de la fotografía junto con la ficha informativa. —Logramos descubrir el porqué: Alvin era un ferviente defensor del Ejército Republicano Irlandés y quiso proteger a su familia. Así que se mudó a Singapur para después casarse con una peranakan, es decir, una descendiente de inmigrantes chinos en el estrecho de Malaca. Ambos están muertos. Caballeros, espero que hayan puesto atención. Les presento al nuevo Lee Harvey Oswald.

    Nadie dijo nada. El anciano plantó un dedo sobre la mesa. —¿Y por qué ustedes siempre copian todo lo que hacen en occidente? Ha’shem, que alguien me ayude, ¡ahora incluso dicen genial en Singapur! Alguien tiene que recordarle a la mitad del mundo que a la bandera de los Estados Unidos ya no le caben más estrellas.

    Un estallido de risas rompió el silencio.

    Chan giró la cabeza con sorpresa. —Jet West es perfecto. Ya revisamos su expediente y...

    —La pregunta es: ¿por qué él?

    Chan sonrió, restregando la fotografía en el aire. —Porque a los medios les va a encantar su rostro. —Colocó un dedo sobre la fotografía—. Basta con mirarlo.

    —¿Mirar...? no —exclamó el anciano frunciendo el ceño mientras alzaba el dedo índice al nivel del rostro de Chan—. ¿Cómo propones convencer a todos de que él es el asesino? ¿qué motivo tiene? ¿cuál es la conexión? Bien podría aparecer en aquella revista americana, ¿cómo se llama? ¿Gentleman Quarterly? ¡Ajá! Justamente esa. ¡Este sujeto ni siquiera tiene barba, por Dios!

    Chan sonrió. —La historia será la siguiente. Este joven alega haber recibido un mensaje divino de parte de Alá pidiéndole convertirse al Islam y matar al líder sionista. En una declaración posterior, confiesa haberse unido a Hamás por solidaridad. El primer ministro de Israel, qué sorpresa, estaba en Singapur. Fue acribillado en un evento público y declarado muerto. Atrapamos al asesino y el resto es historia. Ah, y después me pagas ciento treinta millones de dólares por hacer bien mi trabajo. 

    —¡Asombroso! —El anciano alzó las manos para aplaudir—. ¡Debes ser la ira de Dios encarnada si de verdad piensas pedirnos tanto dinero!

    Volvieron a estallar las risas entre los oficiales.

    Chan sonrió —Si la ira de Dios es retributiva ¿qué importa el dinero comparado con la posibilidad de perder la mitad de Jerusalén y el Templo del Monte ante los árabes? 

    El anciano juntó las manos —¡Uf! Después de cinco mil años, llega un chino de Singapur a insultar nuestro ego semita. Y vaya que lo destrozaste —dijo, palpándose el pecho con una sonrisa—.  Esto no se trata de dinero, mi buen amigo singapurense. Esta no es una misión ordinaria.

    Chan hizo una mueca condescendiente. —La misión es infalible. —Volteó hacia Aviram—. ¿Ya asignaron a un tirador?

    El capitán Aviram se rascó la nariz. Sus colegas permanecían en silencio alrededor de la mesa, con la mirada baja. —Sí. Seré yo.

    —Yo recomendaría —agregó Chan— usar una VSS Vintorez rusa. Es un arma silenciosa con alcance de entre trescientos y cuatrocientos metros.

    El anciano pegó la mano a la oreja en gesto de escucha. —Perdón, ¿qué dijiste? Creo que escuché mal, ¿sugieres que usemos un pedazo de mierda rusa?

    —Les recomiendo encarecidamente usar ese rifle —respondió Chan.

    El anciano frunció el ceño. —¡Muéstrale algo de respeto a mi primer ministro! No lo hagas con un arma rusa.

    Chan susurró: —¿Y qué creen que van a decir en los medios si descubren que el arma fue fabricada en Israel?

    —Tiene un buen punto, señor —dijo Aviram.

    El anciano se rascó el pecho. —Leí el archivo de Chan —dijo, mirando a los soldados—.  Para los que no sabían, fue abordado por un grupo de israelíes que realizaban una operación encubierta en la división de inteligencia Agaf HaModi’in, es decir, Amán. Necesitábamos ayuda externa para desviar sospechas. —En voz baja, el anciano siguió hablando de Chan como si no estuviera presente—. Chan ha sido nuestro contacto en Asia desde entonces.

    —Gran presentación. Gracias —dijo Chan.

    X levantó una ceja. —De hecho, se los dije para que te asesoraran.

    El capitán Aviram miró fijamente al anciano. —Señor, ¿qué es lo que le preocupa?

    El anciano alzó la ceja, levantó un lápiz y lo presionó contra la mesa. —Aún me atormenta la operación Susannah. Recen por que no se repita.

    —Señor...

    El anciano le lanzó una mirada mordaz al capitán Aviram. —No podemos darnos el lujo de otra vergüenza en la historia de nuestro país. Esta es una operación de alto riesgo. Es más fácil entrar a un país árabe y asesinar a un objetivo, ya lo hemos hecho muchas veces. Pero eliminar a tu propio líder... eso sí que es de temer. Si metemos la pata, cada hombre sentado en esta mesa será sometido a una doble circuncisión.

    Chan volvió a abrir la carpeta y extrajo la fotografía. Miró la imagen con atención. —Será él, entonces.

    —Ain efes, la misión debe cumplirse, como solemos decir. —El anciano volteó a ver al capitán Aviram—. El asunto de Lavon sucedió en 1954. Era una operación de bandera falsa. —Miró a todos los demás sentados alrededor de la mesa—. Teníamos miedo de las ambiciones militares de Nasser en nuestra contra. Así que lanzamos bombas en varios lugares del Cairo y Alejandría y culpamos a la Hermandad Musulmana, esperando disuadir a los ingleses de retirarse del canal de Suez. Al final metimos la pata. —El anciano volvió la mirada hacia Chan—. Ain efes. ¿Está claro?

    Aviram carraspeó como para decir algo. El anciano lo miró y sacudió la cabeza: no tenía permiso de hablar.

    —Sólo un agente pudo escapar de Egipto durante la operación Susannah. Fui yo. Perdimos a muchos hombres —señaló el anciano—. Le echaron la culpa por la misión fallida a nuestro ministro de defensa, que no sabía nada. Las cabezas empezaron a rodar más rápido que un balón de soccer.

    —Esta operación es diferente —dijo Chan, rechinando los dientes—. Eran otros tiempos. Hoy en día todo es más sofisticado.

    El anciano resopló con ironía. —¿Tú crees? Se han hecho conspiraciones desde los tiempos de Cristo. La mitad del mundo piensa que murió en la cruz; la otra mitad dice que no fue crucificado, ni siquiera asesinado. Pero claro, tú lo sabes todo sobre conspiraciones.

    —Por cierto, ¿tú quién eres? Creo que no nos han presentado formalmente.

    —Soy X —dijo el anciano, cruzándose de brazos.

    Chan hizo una mueca. —¿Sólo X? —Miró a Aviram y luego volvió la mirada hacia el anciano.

    El anciano asintió. —X.

    —¿Cuántos hombres tendremos en la misión? —Preguntó Chan.

    Aviram se puso rígido. —Diez. Nuestro submarino nos va a dejar unas millas al noreste de Jakaba antes de avanzar a Singapur.

    El anciano destapó su botella y vertió un poco de agua en su vaso de poliestireno. —En el año 711, el general árabe Tariq ibn Ziyad ordenó quemar todas las naves que habían llevado a sus hombres a la costa de España. De esa forma, no podrían retirarse. Si querían ir a casa, tenían que vencer al ejército español y quitarles sus barcos. —Bebió otro tanto de agua antes de continuar—. Prepárese para quemar las naves, Aviram.

    —¿Y eso qué quiere decir? —dijo Chan con impaciencia.

    —¿Dónde está ese reportero? —preguntó uno de los oficiales.

    Chan miró al oficial. —Aún no lo hemos aprehendido. —Miró de nuevo al anciano—. ¿Qué quiere decir con eso de quemar las naves?

    Se hizo de nuevo el silencio entre los presentes.

    El anciano inclinó la cabeza y le devolvió la mirada a Chan. —Significa que no podemos regresar a casa hasta que la misión esté cumplida. ¿Y entonces cuál es el plan? ¿Ir a la casa del reportero y secuestrarlo?

    —Sí...

    —No. —Lo interrumpió X.

    Chan juntó los dedos y alzó las cejas. —¿Y qué esperaba que hiciera?

    El anciano cerró los ojos y sacudió la cabeza. —Use su imaginación, Sr. Chan. Construya una historia primero.

    —Estoy tratando de planear una misión, no volver a escribir la Biblia —replicó con una sonrisa maliciosa, mirando disimuladamente a los demás para ver si disfrutaban de su sarcasmo. Varios oficiales sonrieron disimuladamente.

    El anciano soltó el lápiz y dejó que rodara hasta caer de la mesa. —Su historia tiene un final, pero no un principio. Claro, a los medios les encanta el tópico del hombre guapo y aparentemente normal que termina encarnando al demonio. Eso vende periódicos, despierta interés; todos entendemos eso. Pero su idea es demasiado abrupta. Si realmente quiere hacer a la gente creer que un reportero de una revista en Singapur mató al primer ministro de Israel porque Alá le dijo que lo hiciera, habrá que satanizarlo, pero gradualmente.

    Un vaso de poliestireno voló sobre la mesa después de que otra corriente de aire sacudió la tienda. Un oficial se agachó para recuperarlo.

    El anciano miró a todos y luego a Chan. —Manda comunicados de prensa. Inventa historias sobre este asesino. Dale un apodo. No sé, el asesino eurasiático, algo llamativo.

    Chan sonrió con picardía. —No me dio la oportunidad de terminar lo que iba a decir. Lea este archivo. Lo elegí por una buena razón.

    El anciano alzó las cejas, escéptico. —Está bien, lo voy a leer. —Levantó la ficha informativa de la mesa y comenzó a leer, manteniendo el documento a cierta distancia de sus ojos. —Tov... tov... tov —dijo el anciano, inclinando la cabeza hacia un lado mientras leía el documento. Una vez que terminó, alzó la mirada hacia Chan.

    Chan deslizó la fotografía de Jethro Westrope al interior de la carpeta y la cerró. Miró fijamente al viejo y tamborileó con los dedos sobre la mesa. —¿Tov? Eso significa bien. Supongo que tengo su aprobación. —Analizó los rostros impasibles de los demás.

    X se inclinó hacia adelante y apuntó su dedo índice hacia Chan. —Sólo una cosa más: Que no se te ocurra joder a Israel —Se levantó—. Es todo, fin de la discusión.

    Chan desenroscó la tapa de su botella y dio un trago de agua antes de hablar—: También me dio gusto conocerlo.

    Los oficiales se pusieron de pie y saludaron. El viejo respondió con un saludo casual y salió de la tienda hacia la luz del sol ardiente.

    *

    La fuerza del viento hizo que volaran gorras militares. Los soldados aferraban sus boinas mientras la arena se acumulaba en sus botas y uniformes. Chan y Aviram salieron de la tienda cuando el ventarrón amainó. El singapurense deslizó una mano en el bolsillo de su camisa y sacó una cajetilla de cigarros Dunhill. Extrajo un solo cigarrillo con el pulgar, lo sostuvo entre sus dedos índice y anular y se lo encajó entre los labios. Palpó en su bolsillo del pantalón para buscar el encendedor. Sostuvo un Zippo frente al extremo del cigarrillo ahuecando la mano alrededor de la flama, pero el viento la apagó de inmediato. Apretó sus labios carnosos y pálidos alrededor del cigarrillo y bajó el encendedor.

    Aviram sonrió, extrajo un encendedor de gas a prueba de viento de su bolsillo y lo sostuvo frente al cigarrillo. —Hecho en Israel —dijo al encender el aparato que emitió una luz azul—. Ni un tornado puede apagar esta hermosura.

    —Brillante. —Chan cerró los ojos mientras aspiraba la primera bocanada del cigarrillo. Lo saboreó como si hubiese satisfecho una gran urgencia y expulsó el humo.

    Un grupo de hombres se hallaban postrados en la arena entre dos tanques miliares. —¿Qué carajo están haciendo? —dijo Chan, señalándolos.

    Aviram volteó hacia donde Chan apuntaba. —¿Qué? ¿nunca has visto rezar a un musulmán? Pueden rezar donde sea, siempre y cuando sea en un lugar limpio.

    Chan entrecerró los ojos. —¿Pero por qué llevan puestos uniformes del ejército israelí?

    —Son árabes beduinos. Son capaces de matar a su propia gente por dinero y comida. Ya los hemos puesto a prueba en los campamentos palestinos. Son baratos pero efectivos, algo así como sus gurkas[3].

    —No son leales a sus hermanos ¿y aun así rezan? —Preguntó Chan. —Qué interesante.

    —Es extraño ¿no crees? Los palestinos los llaman hipócritas, pero están en todas partes. Incluso en su isla.

    —Hay traidores de todos los colores.

    Pasaron dos jeeps, en el segundo iba montado el anciano.

    —Por cierto —dijo Chan, dando otra bocanada—. ¿Quién es ese tal X?

    —Un ex espía israelí. Ahora es consejero militar.

    —¿Consejero? —Chan aspiró el humo de su cigarrillo.

    El capitán Aviram sonrió. —Sólo es... X.

    —X. —Chan rió por lo bajo antes de lanzar el cigarrillo al suelo y apagarlo con el zapato.

    Aviram rodeó a Chan con el brazo, guiándolo de vuelta hacia la tienda. —Cuéntame más sobre ese joven eurasiático, Jethro Westrope.

    2

    ––––––––

    El Miata color negro aparcó en la entrada del Marina Bay Sands. Todas las miradas se posaron en el auto descapotable mientras el joven y tonificado hombre eurasiático se movía en el asiento del conductor. Abrió la puerta del coche y dejó que el sonido de su música a todo volumen bañara a todos a su alrededor por un instante antes de apagar el estéreo. Al salir, un valet con cara de niño corrió a recibirlo con fascinación.

    —Uuuuuuf, hermano. ¡Tienes un Miata del 94! —Sus manos acariciaron la lona del techo descapotable.

    Jethro Westrope llevaba puesto un blazer color malva sin corbata. Le lanzó la llave. —Y eso que no lo has visto por dentro. —Caminó altivo entre una multitud de curiosos y entró a la recepción del hotel. Las suelas de sus zapatos resonaban sobre el suelo de mármol.

    Jet sabía que a las mujeres les atraía su aspecto físico. Aquella tarde presumía un nuevo estilo de pelo: Corto, con textura encima y el copete ligeramente más largo.

    Tomó el ascensor al piso 57 y caminó hacia el Sands SkyPark, una plataforma voladiza que conduce al salón de baile y que parece flotar sobre las tres torres del hotel, desafiando la ley de gravedad. Dos jóvenes asiáticas le dieron la bienvenida desde el mostrador de recepción. Se aproximó a ellas sonriendo. Las chicas lo miraron y le devolvieron la sonrisa con brillo en los ojos.

    Se presentó. Una de las chicas recorrió la lista con el dedo y se detuvo en su nombre. La otra le sugirió dejar su tarjeta de presentación en el tazón. Él aceptó. La chica lo invitó a pasar hacia la plataforma de observación, donde lo recibió un intercambio de conversaciones, risas, rostros afables y meseros de uniforme blanco con faja escarlata que se deslizaban entre la multitud. Miembros de la comunidad diplomática, directores generales y gente de la alta sociedad se habían reunido para cacarear y reír, haciendo promoción al Concejo Turístico de Singapur en su fiesta anual.

    —Una hora y me largo —murmuró Jet por lo bajo mientras una señora de mediana edad se le acercaba. Tomándolo de la mano, le plantó un beso en la mejilla y le susurró algo al oído. Jet rió y se apartó de la mujer, quien dejó un rastro de perfume a su paso. Mujeres de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1