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Triple paréntesis
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Libro electrónico349 páginas4 horas

Triple paréntesis

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TRIPLE PARÉNTESIS es una novela en clave –roman a cèf– que relata el viaje onírico a las profundidades abisales del ser humano, quien perpetúa aquello de lo que huye porque no hay generación sin corrupción.

 

A través de tres personajes principales marcados por la tragedia y sumidos en la confusión de la realidad, el lector se sumergirá en una historia de intrigas en el corazón de Hollywood basada en hechos reales.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2023
ISBN9798223908296
Triple paréntesis

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    Triple paréntesis - Tiberia Editorial

    TIBERIA EDITORIAL

    © 2022 Madezherizel

    © 2022 Tiberia Editorial

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo

    los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o

    parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea

    electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o

    cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y

    por escrito de los titulares del copyright.

    Primera edición: 27 marzo 2022

    Diseño de cubierta: Madezherizel

    ISBN: 9798440546578

    Ficción narrativa. Todos los hechos y personajes de la presente novela

    son fabulados. Cualquier semejanza con personas o instituciones

    reales son una mera coincidencia. Las opiniones descritas en ella no

    tienen por qué corresponderse necesariamente con las del autor.

    Todos los derechos reservados.

    Contacto:

    TiberiaEditorial@protonmail.com

    @tiberiaed

    PARA ANA

    Duele

    PRIMER PARÉNTESIS

    Hace años, Hollywood solía ser uno de los

    lugares más malignos de la tierra.

    No, no estoy de broma.

    –Vincent Price.

    Tras un recorrido de lentitud exasperante desde Burbank, el BMW M7 Gran Coupé V12 plateado abandonó la autovía del Pacífico tomando el desvío hacia la antigua carretera de Malibú. La entrada a la Colonia se escondía tímidamente entre las estilizadas palmeras que se bañaban en el oro del atardecer. Gilles se agitaba sin poder evitarlo en el cómodo asiento trasero de cuero marrón oscuro, notando que empezaba a sudar un poco y que un desagradable y hediondo amargor le secaba la boca. Comenzó a masticar con ansiedad un chicle de menta mientras el coche se detenía suavemente frente a la barrera de la garita de seguridad, protegida bajo un frondoso paraguas arbolado de colorida postal marina. El vigilante solicitó el nombre de los tres ocupantes del vehículo y el número de la residencia a la que se dirigían. Tomó nota en un pequeño cuaderno y la barrera iluminada se elevó toscamente.

    Una casa enorme de estilo español se descolgaba sobre la playa a unos cientos de metros de distancia, amurallada por un robusto armazón de piedra salpicado por baladres, pitas y pinos. Una estampa mediterránea a orillas del Pacífico.

    –Vaya, tío. ¿A quién hay que matar para conseguir un casoplón así? –bromeó Gilles nerviosamente.

    Alice levantó ligeramente los ojos del móvil y miró de soslayo a Schiller con el ceño casi imperceptiblemente fruncido. Schiller, al volante, captó el mensaje de su pareja y supuso que debía advertir a Gilles sobre sus peculiares formas campechanas.

    –Y eso que aún no la has visto por dentro pero...

    –¡Venga! ¡Que empiece la fiesta! –interrumpió Gilles, sobreactuando.

    –...lo que quiero decir es que trates de calmarte un poco. Si te ven demasiado ansioso es posible que... o sea, lo que quiero decir es que tu futuro depende de la gente que conozcas esta noche. Para eso estamos aquí, ¿no? La primera impresión es la que cuenta. No hables a menos que te pregunten y, cuando respondas, procura ser insustancial. Yo te presentaré a quien crea oportuno. Más adelante, cuando estés dentro, podrás hacer lo que quieras. Literalmente.

    –Tienes razón, Schilly, es por los nervios. No os dejaré en evidencia, tenéis mi palabra.

    –Y por lo que más quieras en este mundo, Gilles, no me llames Schilly delante de nadie, ¿estamos? Suena a chili.

    –Tienes razón, perdona tío.

    Alice bajó la vista y volvió a teclear compulsivamente en su teléfono de carcasa dorada y logotipo de manzana mordida. Aparcaron en un hueco de la inmensa hilera de coches de lujo que flanqueaba ambos lados de la calle privada de la otrora famosísima Colonia de Malibú. Algunos guardaespaldas, a quienes sus protegidos les habían pedido que se quedaran en el exterior como perros guardianes a los que no les está permitido entrar a un restaurante, charlaban distendidamente.

    De camino hacia la puerta de hierro galvanizado negro custodiada por dos gorilas con pinganillo, Alice y Schiller se grababan en directo con sendos móviles para apaciguar a la exaltada marabunta de las redes sociales, abarrotadas de seguidores sin nada mejor que hacer que cotillear sobre la vida y milagros de la gente guapa de Hollywood.   

    La Ciudad de Hojalata conjuraba en las mentes de la clase trabajadora, contribuyente y pluriempleada, imágenes de un paraíso idílico donde el sol brillaba eternamente, bronceando los cuerpos glamurosos que disfrutaban con lánguido entusiasmo en tremendas y exquisitas piscinas tras bajar de enormes limusinas brillantes y poner el pie sobre mullidas alfombras rojas. Sus ídolos lo sabían y se encargaban de mantener la ilusión día tras día alimentando con fingido optimismo las expectativas de sus deprimentes suscriptores, quienes no perdían la esperanza en que algún día ellos podrían estar ahí.

    En la Factoría de los Sueños todo era posible.

    Gilles había sido uno de esos idólatras hasta que pudo conseguir un par de frases como secundario en una película de serie B de su ahora mejor amigo Schiller, el fotógrafo favorito entre la basca indie cultureta de Hollywood. Abandonó su Idaho natal para labrarse una carrera como actor dadas sus plausibles dotes en el teatro Argyros de Ketchum. Lo que no sabía era que tendría que arrastrarse sobre las estrellas de Sunset Boulevard mendigando unos dólares a los turistas para no morir de hambre. Una hamburguesa a medio comer abandonada en un Wendy’s, su restaurante de comida basura favorito, antes de ir a dormir al coche era todo un logro. Pero ahora que había conseguido por fin estar a las puertas del auténtico éxito no pensaba renunciar a él por nada ni por nadie. El sueño americano estaba a tan sólo unos metros de distancia.

    Abriéndose paso a través de la magnífica entrada principal de la casa, Gilles notaba muy buenas vibraciones rodeado de tantas celebridades rebosantes de energía. Schiller y Alice se detenían continuamente para saludar a conocidos entre el bullicio. Sonrisas blanquísimas, cuerpos tonificados, carísimos atuendos de grandes diseñadores pretendidamente desaliñados, débiles apretones de manos, besos con cortina de aire entre las mejillas, multitud de fragancias, miradas de aprobación. Pero Gilles se sentía fuera de lugar, como si fuese un impostor que no perteneciera a la misma especie de aquellos dignísimos personajes. Un edén vertiginoso que aún no terminaba de creer, habitado por caras que le resultaban conocidas pero que era incapaz de ubicar. ¿No era ese Charlie Sheen? Se parecía, pero era demasiado bajo, viejo y carente de gracia. Tal vez fuese un doble. ¿No era aquel James Franco? ¿Junto a él estaban Will Smith, Meryl Streep, John Cusack y Demi Moore?

    A Gilles se le perdía la vista mirando hacia los techos altísimos del interior iluminados con focos downlight de colores que bañaban a la multitud congregada en un espléndido salón abierto y amplio. Sus ojos apenas podían alcanzar a ver los formidables ventanales que mostraban los interminables arcos del porche trasero. Nunca había visto un botellero de vinos tan grande como aquel, bajo el cual un camarero preparaba cócteles a los asistentes. El porche trasero conducía al inmenso jardín con piscina de borde infinito que, al atardecer, se confundía con la inmensidad del Pacífico. El césped acababa junto a las rocas escalonadas que abrazaban los peldaños de piedra que daban acceso a la exclusiva playa de los famosos. Surfistas de vida disoluta surcaban tranquilamente las pequeñas olas rizadas de un mar meloso. Al fondo, el salto de los delfines deleitaba a los invitados, reunidos en torno a la pareja de jóvenes anfitriones, Benjamin Greene y Abigail Gretsch.

    Gilles sentía estar sobre una nube. Acababa de conocer a Benjamin Greene, uno de los actores, guionistas y productores de Hollywood más jóvenes y admirados por la crítica, especialmente recordado por su aparición estelar en la comedia gamberra Negrobouncer encarnando a un seductor pelirrojo rebelde y deslenguado que arrasó entre las chillonas preadolescentes. Lo que Gilles no esperaba era que Abigail, la mujer de Benjamin, también pelirroja, de felinos ojos azules y busto generoso, fuese bastante más alta que su marido, un duendecillo de malévolos ojos negros y diminutos. Era la magia de la pantalla.

    Schiller hablaba animadamente con Benjamin y otros asistentes mientras Alice y Abigail compartían mutuamente las fotos de sus viajes a la Toscana y a Tailandia, los destinos de moda. Gilles observaba la fiesta con la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón de lino beige y con la derecha sujetando un Negroni al que daba pequeños sorbos. Animado por las moderadas dosis de alcohol interrumpió la conversación entre Schiller y Benjamin:

    –¿En qué proyecto estás trabajando ahora, Benji?

    Benjamin Greene titubeó durante unos segundos, sorprendido por el desparpajo natural del nuevo amigo de Schiller.

    –¿No se lo has contado? –preguntó Ben a Schiller, quien no parecía muy contento con la salida de tono de Gilles–. Ahora estamos produciendo una serie de vídeos infantiles para Internet, tanto de animación stop-motion como de acción real. Está teniendo mucho éxito, con millones de suscriptores, visualizaciones y comentarios. Oye, si Schiller está de acuerdo podríamos buscarte algo en la productora. ¿Manejas de diseño gráfico o redes sociales?

    Antes de que el advenedizo pudiese responder que, en efecto, había hecho sus pinitos como grafista, apareció de entre la multitud lo que Gilles consideró un ángel de Los Ángeles.

    –¿Os importa que os lo robe un rato? –preguntó juguetona una joven, al mismo tiempo que cogía a Gilles del brazo y lo arrastraba hasta hacerlo desaparecer entre la masa de asistentes a la fiesta.

    Sunick, presentándose como la mejor amiga de Abigail, lo llevó junto a un grupo de snobs. A Gilles todos le parecían unos capullos intentando arrimarse al sol que más calentaba para alcanzar la fama y alimentar sus insaciables egos. Ese no era su caso, por supuesto. Él era artista y lo crematístico quedaba a un lado. Animado por la bebida y excitado por la velada habló brevemente sobre su pasado y sobre su par de líneas en Lose To Live, la película de terror con la que debutó Schiller, ópera prima que pasó con más pena que gloria ante la crítica especializada.

    –¡Aquí no tenemos caballos! –interpretó Gilles para su público, forzando algunas sonrisas condescendientes–. Y también aparecí en Humming Happy, ¿la conocéis? ¿No? ¿Es que no ves que soy un sádico, muñeca? –volvió a interpretar sobreactuando.

    Sunick sonreía dulcemente mientras que los snobs parecían encontrarse incómodos ante la presencia del intruso. Gilles se fijó en el colgante de cristales que Sunick llevaba al cuello.

    –Qué curioso, mi hermana es naturópata en Idaho y se especializó en cristaloterapia. ¿Es cuarzo rosa, no?

    –¡Sí! Abre los chakras del corazón y permite regresar a un estado de niñez pasada para deshacer las emociones negativas.

    Sunick seguía hablando entusiasmada sobre el poder sanador del cuarzo rosa pero Gilles había caído en un profundo trance, perdido en sus ojos grises, en su encantadora sonrisa de dientes perfectos, en su piel tersa y fina, en su aterciopelada melena clara y en el sutil aro plateado en la aleta derecha de la nariz.

    Un ángel con olor a vainilla.

    Alguien sacó a Gilles del magnético influjo en el que estaba sumido. Un cultureta de mirada desafiante le interpeló.

    –Así que Idaho... a ver si vas a ser chapero... en privado –le atacó, haciendo una desagradable referencia cinéfila–. Qué pena que no seas de Arkansas. ¿Habías visto alguna vez una fiesta así, paletillo de las llanuras? –el individuo miró a su alrededor buscando la complicidad de los demás.

    La grosera interrupción desató sonrisas crueles y miradas expectantes. Gilles, aún aturdido por la abrasadora belleza de Sunick, no dio demasiada importancia a aquel tipo a pesar de su intento de humillación pública.

    –Es una fiesta impresionante, sin duda, pero en Idaho también sabemos montar fiestas geniales, aunque sin famosos –contestó intentando disimular su molestia–. Esos se juntan en sus mansiones de Sun Valley y Aspen.

    Gilles no había llegado tan lejos como para echarlo todo a perder por un desconocido barbudo gafapasta apalizable que lucía puerilmente una camiseta de Reservoir Dogs, una de las películas más sobrevaloradas que Gilles había visto nunca junto con Taxi Driver. Tal vez estaba siendo demasiado falso pero si quería salir adelante en Hollywood tendría que hacer cualquier cosa que le dijeran o, como en este caso, sonreír hipócritamente y decir algo lo suficientemente neutral como para desactivar la amenaza. Pensó que le estaban poniendo a prueba.

    Sunick volvió a coger a Gilles del brazo y se lo llevó al interior de la colosal casa, a la cual le faltaba magnanimidad para llegar a ser mansión.

    –No le hagas caso. Humilla a los demás en público para quedar por encima. Piensa que así va a llamar mi atención.

    –¿Quién es? ¿Ha hecho algo importante? –se interesó Gilles.

    –¡Qué va! Sólo es un pringado, un triste fracasado, el perro faldero de un colega de Ben que se empercha a todas las fiestas para ver si pilla algo. Lo que sea.

    Eso demostraba la hipótesis que Gilles tenía desde hacía tiempo. Que las estrellas nunca vestían las camisetas de las películas que las habían catapultado al éxito, ni siquiera las camisetas de su última película a modo de promoción. ¿Por qué? La persona más inesperada, un mendigo junto al que compartió penurias, le dio la respuesta una noche en Sunset Boulevard: en realidad las celebridades de Hollywood eran simples mercenarios de los estudios, encargados de difundir una agenda ideológica a través de las imágenes, siendo el resultado artístico en el cine algo puramente accidental. Aquel mendigo, a pesar de su condición, no fue un cualquiera como sí lo era el tipejo barbudo gafapasta apalizable con camiseta de Reservoir Dogs. Aquel mendigo había sido un ejecutivo de los Estudios Universal que vagabundeaba, ahora arruinado, por las sucias y apestosas calles de la falsa y cruel ciudad de Los Ángeles.

    En la Factoría de los Sueños todo era posible.

    Gilles nunca había visto un cuarto de baño de mármol con jacuzzi, sofá, televisión panorámica, minibar, chimenea y ducha para varias personas.

    –Se podría decir que es un poco más grande que mi piso... –murmuró sintiéndose algo incómodo por la excesiva fastuosidad.

    Sunick, con una sonrisilla pícara, se bajó los pantalones cortos vaqueros y dejó caer de golpe sus perfectos y livianos muslos sobre el retrete de diseño incrustado en la pared. La fina camiseta ombliguera blanca con la palabra OBEY dejaba a la vista un torso tonificado y perlado.

    –Aquí se rodaba porno hasta que Ben y Abi compraron la casa –dejó caer Sunick tan inesperadamente como había dejado caer sus ingrávidos muslos.

    Gilles, regodeándose en la enemistad entre la muchacha y las bragas, intentó disimular mirando para otro lado mientras seguía hablando torpemente sobre el balance de energías en la naturaleza y el poder vibratorio de los cristales, intentando no pensar en sexo. Pero lo único que encontraron sus huidizos ojos fue un espejo descomunal que reflejaba a Sunick haciendo aguas menores y mirándole divertida mordiéndose el labio inferior.

    Hasta entonces no se había percatado de los tatuajes que el ángel llevaba por todo el cuerpo. Una cabeza de lobo gris, un girasol con la Flor de la Vida, un Veve vudú y un águila Sioux en el brazo izquierdo. Una flecha atravesando un corazón y apuntando hacia la cabeza de un ciervo, y la cara de Frank, el conejo de Donnie Darko, en el brazo derecho. Una calavera con cruces clavadas y la palabra Snoddy en el fino tobillo derecho; unas iniciales, un cactus de San Pedro y el Halcón Milenario en el fino tobillo izquierdo.

    Durante su época en la universidad, Gilles compró el dicho de que la piel es como un lienzo en blanco que los tatuajes deben embellecer. Pero a partir de los veintisiete años, tras haber pasado por distintas mujeres adictas a la tinta, había llegado a la conclusión de que una mujer tatuada era sinónimo de mujer trastornada. Cuando Gilles les preguntaba por qué se tatuaban compulsivamente, en todos los casos argüían clichés pseudo intelectuales y lugares comunes tales como un pretendido simbolismo con el que expresarse. «¿Expresar qué, exactamente?», se preguntaba Gilles; o recordar experiencias y personas importantes en sus vidas. «Si tan importantes habían sido, ¿por qué tenían que tatuarse para recordarlos?». Al contrario que diez años antes, ahora pensaba que la piel manchada con tonos azulados, verdosos y negros sólo indicaba enfermedad, no ya sólo de la piel sino de la mente, una necrosis cerebral. La conclusión para Gilles estaba muy clara: se tatuaban por imitación ovejuna y, en los últimos tiempos, le servía como detector de locas.

    Sin pretenderlo vio de refilón que Sunick también llevaba una inscripción tatuada en el pubis rasurado a la brasileña.

    –Buen chorro –fue lo único que acertó a decir Gilles torpemente cuando Sunick terminó la micción y se acercó a él abrazándolo por la cintura sin lavarse las manos.

    Un abrazo con olor a mandarina.

    –¿Quieres ver lo que pone?

    Sunick se bajó los pantalones para mostrarle la inscripción tatuada sobre el magnífico y cuidado pubis.

    Rostfrei, significa inoxidable en alemán.

    Un aroma dulce que embriagó a Gilles emanaba de la encantadora Sunick. Creyó perder la razón.

    Una entrepierna con olor a fresa.

    De un bolsillo sacó una papelina, vació un poco de su contenido sobre la yema de su fino dedo corazón e inhaló dos veces. Después repitió el proceso y ofreció el polvillo blanco a su invitado. «Es coquita sana», le aseguró. A partir de aquel momento Sunick perdió ese halo de pureza que tanto había cautivado a Gilles. Eufórica, hincó las rodillas sobre el mármol jaspeado, le deshizo el nudo de los pantalones de lino y metió la mano palpándole sus inflamadas partes pudendas.

    –Así es como me gustan, bien duras –sonreía Sunick agitándole el miembro.

    Alguien llamó a la puerta y Gilles dio un respingo.

    –¡¿Sunick, estás bien?! ¡Llevas ya un rato ahí dentro! –gritó alguien en el exterior.

    –¡Vuelve a la fiesta! ¡Saldré enseguida! –decía Sunick mientras masturbaba a Gilles con frenesí y empezaba a hacerle una felación.

    –¡Es que te traigo un helado y se va a derretir! –volvió a gritar provocando una fellatio interruptus.

    Sunick, que tenía ahora la boca llena, paró y, riéndose, le repitió que no podía salir, que tardaría un rato. Se trataba del hipster de la barba ridícula. Gilles trataba de aguantar las carcajadas, dejó el vaso ya vacío sobre el cristal templado rojo del lavabo y se sintió pletórico en su placentero e involuntario ajuste de cuentas con aquel barbudo gafapasta apalizable ataviado ridículamente con la camiseta de Reservoir Dogs.

    Una celestial mamada del ángel vengador con olor a coco. 

    De vuelta a la fiesta, con el sol ya oculto, algunos de los invitados se habían marchado pero la mayoría de ellos estaba ahora en el jardín, sentados sobre el césped, nadando en la piscina de borde infinito o agrupados alrededor de la hoguera que ardía en la parte de abajo, en la arena de la playa. Pronto llegaron los hombres de los caramelos trayendo consigo bandejas decoradas con líneas paralelas de polvo blanco, cuencos con pastillas rojas, azules, verdes, amarillas y rosas, así como bolsitas llenas de pequeños cristales y hierba. Un surtido de película del que cada asistente se sirvió cuanto quiso. Aquella tarde de verano Malibú se había convertido en el paraíso químico del Pacífico.

    Gilles despertó y, avergonzado, se vio desnudo sobre la arena de la playa cuando el mar comenzó a acariciarle los talones. «¿Qué ha pasado?»; «Ah, sí, estuve en una fiesta». Ya no recordaba más. Le dolía la cabeza, la boca le sabía a pescadilla y los habitantes de la Colonia de Malibú obsesionados con el deporte de moda pasaban corriendo por la orilla del agua acompañados por la salida del sol vadeando al náufrago. Gilles ofrecía un lamentable espectáculo que ya estaban acostumbrados a ver.

    Se ató a la cintura una camisa blanca de lino y cuello Mao que encontró entre las salicornias, que resultó ser la suya. Anduvo con los hombros caídos intentando reconocer la casa de la pareja de anfitriones Benjamin Greene y Abigail Gretsch. «¿Qué habrá sido de Schiller y Alice? Tendrán un mosqueo importante. ¿Y cómo se llamaba la del pubis inoxidable? ¿Sunick?»

    Entonces comenzó una grabación en su cabeza:

    No te preocupes por la muerte,

    se suponía que no debías vivir;

    La chica que una vez amaste

    y a la que hiciste daño

    está flotando deshecha;

    Su nombre real es Sunick,

    diosa del amor infinito.

    Tenía la mente nublada. Poco a poco trataba de encajar las piezas recordando hacia atrás, como solía hacer con los sueños. Una fiesta con más de cien invitados entre los que había actores, actrices, directores, productores, representantes, raperos, músicos, abogados, fotógrafos, y a la que todos llevaban acompañantes que no habían sido invitados. Uno de ellos era el barbudo gafapasta apalizable con la camiseta de Reservoir Dogs.

    Hubo una discusión beoda entre Gilles, el barbudo y tal vez Schiller. Aunque todo le resultaba borroso estaba seguro de haberse abalanzado sobre el barbudo, haberle dado varios puñetazos y haberle amenazado de muerte. Benjamin llamó a los porteros para que echaran al barbudo apalizado. Además le pidió al colega que lo había traído que también abandonase su propiedad.

    Gilles estaba avergonzado no sólo por el terrible aspecto que debía tener de resaca sino también por lo que recordaba haber hecho y, al mismo tiempo, asustado por la posibilidad de perder la oportunidad que tanto tiempo había estado esperando. Probablemente había echado a perder su única y exclusiva ocasión de brillar como una estrella.

    Siguió recordando. Cenó M&Ms especiales con vodka, alguien dijo haber traído pizzas y estuvieron hablando de negocios y proyectos. Ben había hecho referencia a un proyecto concreto del que Gilles no podía recordar el nombre. «¿Y antes de eso qué pasó?» Ben, fuera de sí por el cóctel químico, le había pasado el brazo por encima y le susurró al oído que «el proyecto lo es todo, cada color es un disparador, ahora estás con nosotros, es el futuro».

    Le pareció haber trascendido los límites de la realidad y haber llegado a algún tipo de purgatorio entre la realidad y un retorcido sueño ácido donde las cosas se volvían cada vez más ajenas y fluidas, inyectándole una nostálgica alegría infantil de descubrimiento y miedo ante lo incierto que yace más allá del velo de la realidad, en el Otro Lado, de donde nadie vuelve. Unas turbulentas corrientes de agua lo transportaban a gran velocidad entre superficies gigantes membranosas que se doblaban esponjosamente y se deslizaban sobre sí mismas. Él se ayudaba nadando con unas recién desarrolladas aletas y cola. Finalmente la corriente lo llevó hasta una superficie de colores vívidos donde le esperaba su difunto hermano David. Trató de comunicarse con él pero su boca sólo emitió un ridículo chillido de delfín. «¿Cuál es la frecuencia, Ecco?», escuchaba en su mente. Y seguidamente comenzó a nadar entre las profundidades de un cristalino océano en calma, de espacio infinito, con una sensación de unicidad, de ser uno con el océano, y de paz y alegría silenciosa por estar ahí con su hermano, el delfín del Proyecto JANUS.

    Pateando a duras penas entre la arena espesa de la playa, sintiendo que los párpados le pesaban y que la cara se le iba a derretir, recordó unos sonidos intensos, reconfortantes y conmovedores, como los de un sueño húmedo. No podía creer que se hubiese tirado a su mito erótico de la infancia de Los Vigilantes de la Playa. «La morena de ojos azules. ¿Cómo se llamaba?» Daba igual. El caso es que estuvo en la fiesta de Benjamin y Abigail y ahora era una cincuentona derruida pero muy influyente en la Colonia a pesar, o tal vez a causa, de su retirada a las sombras y de la ausencia de nuevas series o películas en su haber para lograr ingresos. Sin marido conocido, de la única forma que podía mantener su nivel de vida en Malibú era como suministradora de estupefacientes para las estrellas. De hecho, se la conocía como la farmacéutica de Malibú. A ella acudían celebridades, políticos, empresarios, funcionarios, chóferes, limpiadoras, repartidores, y todo tipo de clientes para comprar sus medicinas sin receta. La única vez que fue detenida no lo fue por tráfico de drogas sino por suministrar cocaína a un surfista menor de edad y llevárselo a la cama. Cuando el padre, el productor musical Lieu Alder, se enteró, denunció a la corruptora de menores y mandó al hijo a Nueva York con su madre, lejos de la acechadora de la playa. El ingenuo chaval, creyéndose en un romance auténtico, se escapó y volvió a Malibú para enterarse de que su amante ya lo había sustituido por otro juguete más joven. Con el corazón roto, volvería a Nueva York para disfrutar de la fortuna de papá. En cuanto a la solterona de la playa de la que ya nadie recordaba el nombre, salió en libertad sin cargos tras hacer un trato con las autoridades, dando lugar a una serie de redadas de la DEA en la ciudad de Los Ángeles y en la frontera con México. No sería descabellado pensar que alguien podría haber puesto precio a

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