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Te Escuché En Mi Corazón...
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Libro electrónico175 páginas2 horas

Te Escuché En Mi Corazón...

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Año 1977, el verano en Ica. Todo empezó cargado de emociones fuertes y placenteras, y siendo sincero, estas satisfacían mucho mi ego adolescente. Con 17 años y los últimos tres de internado, solo deseaba vivir plenamente.

Hasta allí siempre tuve un motor que me impulsó hacia adelante buscando conseguir eso tan preciado que deseaba, pero cuando creía estaba a punto de lograrlo se alejaba. Pensé: debía hacerlo mejor y eso planeé, y claro, no contaba con el destino que ocasionó giros inesperados.

Pero gracias a estos, hoy tengo una historia que contar que sin la menor duda capturará la propia imaginación, por ello lo invito a acompañarme y vivirla nuevamente, el resultado sí que valió la pena.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2020
ISBN9781643344225
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    Te Escuché En Mi Corazón... - Raúl Clavarino

    I

    Mi graduación

    El reloj colgado en la pared frente a mi cama marcaba las 2:00 p.m. de ese primero de enero de 1,977, la luz del sol entraba por el tragaluz que tenía la habitación y todo estaba en silencio, no hacía mucho que había despertado y permanecía acostado en mi cama. Aún sin recuperarme de lo vivido en las últimas horas, tenía la mirada perdida en la nada pero mi mente reproducía fielmente esas imágenes, volviendo a sentir esa sorpresa, angustia y satisfacciones que me regalaron la noche anterior.

    Podía ver claramente cada detalle con una sonrisa de satisfacción, de la forma como llegó el año 1977, ¡de una sola cachetada!, literalmente.

    Estas horas fueron, totalmente, llenas de emociones nuevas y cargadas de adrenalina, que inundaron mis venas produciendo un efecto de excitación adictiva que duró durante toda la madrugada del primer día del nuevo año, sin advertir, premonitoriamente, que la aventura que allí empezaba cambiaría todo lo que tenía planeado con tanto detalle.

    El último día del año de estudios en el colegio militar Leoncio Prado, (sábado 4 de diciembre de 1976), terminó con nuestro regreso al colegio de nuestra marcha anual de campaña para prácticas militares, que duraban tres días y dos noches, estas siempre se llevaban a cabo en una zona desértica al norte de Lima en el distrito de Ventanilla.

    Luego de entregar el armamento, bañarnos y alistar nuestros enceres y uniformes en bolsas y maletas, todos los cadetes estábamos en nuestras cuadras haciendo bromas, comprometiéndonos de volvernos a reunir cada año para el reencuentro anual, lo mismo que visitarnos y, en muchos casos, algunos continuar nuestros estudios profesionales juntos, así se fueron pasando los minutos antes de que llegara el momento de almorzar y formar en el patio.

    Ese día inolvidable nos despedíamos, no por última vez, pero si por el último día de convivencia, después de tres años de internamiento, con quienes vivimos todas esas aventuras, hermandad y compañerismo, que serían la amalgama que nos uniría para toda la vida. Autografiamos nuestras camisas de campaña, nos tomamos fotografías y nos dedicamos mensajes de fraternidad y cariño.

    Después del rancho, alistamos nuestros últimos enseres personales como: colchones, ropa de cama, libros y cuadernos. Salimos al patio del pabellón Duilio Poggi, donde quedaban nuestras cuadras del quinto año, vestidos con nuestros uniformes blancos de verano que lucían gallardamente el dorado brillante de nuestras insignias de rango - tres estrellas que ganamos por cada año de estudios- nuestro kepi blanco que descansaba en un corte militar y calzando relucientes y brillantes zapatos que destacan la elegancia de nuestra estampa militar.

    Dejamos nuestra formación en el patio de honor frente al pabellón central y nos dirigimos marchando en perfecto orden cada una de las secciones, para formar en línea de desfile en la pista principal en dirección al pabellón central, pero esta vez lo hacíamos para desfilar oficialmente, por última vez, como cadetes graduados, me sentía súper emocionado y lleno de amor a nuestra institución, en todo este tiempo se había incorporado a mi alma y a mi carácter la mística, fraternidad, lealtad y amor a nuestra alma máter, (este sentimiento de fraternidad continuaría hasta hoy que relato esta historia y seguirá hasta el final de mis días, así como lo es para cada uno de mis hermanos Leonciopradinos sin importar la promoción a la que pertenecen ya que todos nos convertimos en hermanos que nos reconocemos en cualquier parte del mundo donde nos podamos encontrar).

    Una vez formados, se hizo un silencio sepulcral, solo se oía el retumbar de las olas que rompían en el acantilado de la mar brava, donde estaba construido nuestro colegio militar... ¡Batallón atención! ordenó el brigadier general rompiendo el silencio y al unísono se escuchó el golpe seco de los tacones de nuestros zapatos, con un potente y único ¡clok!, que resonó produciendo un eco profundo al golpear el sonido en las paredes de los edificios, era el momento de hacer nuestro mejor y último desfile... ¡Deee frenteee!... a la orden inclinamos unos grados nuestros cuerpos hacia la izquierda para dejar el movimiento libre para nuestra pierna derecha... ¡Marchen! y como nunca lo habíamos hecho con tanta emoción, iniciamos la marcha con una sincronicidad que los 380 pies que golpeaban la pista hacían temblar el suelo, ocasionando una emoción impactante a nuestra marcha, ¡Himno de la XXXI promoción!... y cantando a todo lo que nuestros pulmones podían, iniciamos la cuenta impar al ritmo de nuestra marcha: 1... 3... 5... 7... 9... y así hasta llegar al 29... (casi sin pronunciarlo) para luego gritar a todo pulmón: Treinta y uno... Pro... Mo... ción... la... me... jor....

    Al pasar delante del estrado de autoridades del colegio e invitados, iniciamos nuestro tradicional paso de ganso, levantando nuestras piernas a la altura de nuestra cintura conservando el ritmo que la banda de guerra marcaba. En el momento que llegamos a nuestro emplazamiento de formación, donde estaban nuestras pertenencias y como era la tradición de despedida de graduación, lanzamos nuestros kepi al aire con una tradicional bomba, que consistía en que el brigadier lanzaba con fuerza su Kepi al aire y a la caída todos silbábamos al unísono simulando la caída de una bomba gritando el número de nuestra promoción a todo lo que daban nuestros pulmones: ¡Fiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiuuuuuuuuu... Boooom!... 31... ¡Más fuerte!... 31 ¡Hasta el cielo!... 31..., ¡Tres hurras por la 31!... Ra... Ra Ra... Ra Ra Ra... ¡Palmas cadetes!... y alegres abrazándonos, todos confundidos en abrazos y promesas de volvernos a ver, nos despedimos para tomar nuestras cosas y salir rumbo a nuestras casas y, en mi caso, a la casa de mi tío Absalón donde me hospedaba, cuando llegué a Lima en 1974, aquí vivieron mi tía Gladys hermana de mi mamá hasta 1975 en que se trasladó con toda su familia a Venezuela y desde entonces fue la familia de mi tío Absalón quien ocupó la casa.

    Tenía que preparar mis cosas para volver a Ica, el lugar donde nací y a donde iría a pasar las fiestas navideñas, el año nuevo y unos pocos días de vacaciones, antes de regresar a prepararme para postular a la universidad y continuar mis estudios profesionales en Lima.

    En ese momento yo estaba con mi mente concentrada en lo que deseaba estudiar, Administración de Empresas. Esta decisión fue resultado del análisis vocacional realizado a todos los alumnos que terminábamos, y para ello, mi objetivo era estudiar en la Pontificia Universidad Católica de Lima, que estaba ubicada en la avenida Universitaria, justamente a la altura donde desembocaba la avenida Mariano H. Cornejo con la calle Urano donde yo vivía, esta estaba más o menos a seis cuadras de distancia del campus universitario. ¿Cuál era mi mayor motivación?, en líneas generales la misma que me trajo a Lima hacía tres años atrás.

    Antes de proseguir, debo regresar en el tiempo para poner en el contexto el inicio de esta historia. En 1969, yo estudiaba en el colegio particular San Vicente de Paúl de Ica y, uno de mis compañeros de aula era Pancho, él era el hijo menor de una familia chilena que llegó al Perú en 1960, porque su papá, Ingeniero de Minas, trabajaba en Marcona, un asentamiento minero al sur de Ica, eran tres hermanos en casa, Ana, la mayor, y Natalia habían nacido en Chile, en La Serena y Pancho llegó en la barriga de su mamá Ana, naciendo en Perú, entre Pancho y Natalia se llevaban once meses.

    Una tarde, estando con otros amigos con los que también estudiábamos y vivían cerca de la casa de Pancho, fuimos a buscarlo y mientras él pedía permiso para salir a su mamá, entramos a su casa y estando en la puerta de su sala comedor, ¡la vi!... todo pareció detenerse y seguir en cámara lenta, era Natalia, la hermana de Pancho, esa fue la visión más hermosa que tuve a mi corta edad, quedé hipnotizado, nunca más pude sacármela de mi mente y de mi corazón. La vi salir de su dormitorio y cruzar frente a mí con su cabello lacio, de color castaño claro, hasta el hombro, su nariz respingada y tes blanca, con un tenue rubor rosado en las mejillas, que hacía juego con sus ojos color avellana, los cuales me miraron un par de segundos y que fueron suficientes, fue una sensación inexplicable, que creció cada día más y más. La verdad y, para ser sinceros, ya no recuerdo que más sucedió ese día, si fuimos a jugar o no, yo perdí noción del tiempo y del espacio, estaba caminando en huevos... pero bueno prosigo con lo que importa.

    La Sra. Nannie, mamá de Pancho, se atendía en el salón de belleza de mi mamá llamado Salón de Belleza Hollywood, ella iba por lo menos una vez a la semana a atenderse y, después de un tiempo, me di cuenta de que se hicieron muy amigas, aumentando sus visitas a dos o hasta tres veces semanales, más para contarse los acontecimientos de la sociedad iqueña del momento, o sea, los chismes.

    Cuando sucedió esto y hubo más confianza entre ellas, la Sra. Nannie solía llegar con mucha regularidad y usualmente acompañada de sus hijos Pancho, Anita y Naty, a mi casa, los fines de semana y fue entonces que empecé a darme cuenta de que algo extraño estaba sucediéndome; inicialmente no lo asocié sino, hasta que después de algunas oportunidades caí en cuenta que, minutos antes que llegara Naty, yo empezaba a sentir una pequeña presión y hormigueo en mi pecho y se me aceleraba el ritmo cardiaco, ¡esto era extraño pero fantástico!

    Cuando lo pude asociar con ella, —o sea, solo me sucedía cada vez que ella iba a llegar o la iba a ver o encontrar en algún lugar—, en silencio sonreía y me alegraba, era como una inyección de energía y sobre todo me permitía saber, por lo menos con unos diez o quince minutos de antelación, que ella aparecería y tenía tiempo de prepararme y estar lo mejor presentable para verla, puedo jurar que nunca me falló.

    Esta conexión psíquica incrementó mi esperanza de que algún día ella se fijaría en mí, estaba convencido de que ese era nuestro destino. Pero a mediados de 1972, los papás de Pancho se separan y la Sra. Nannie decidió trasladarse a Lima y, terminando el colegio se mudaron; Cuando me enteré de esta noticia por boca de Pancho, quien no quería irse de Ica, yo me sentí desolado y muy triste, diría triste a morir, no dormía pensando que, quizá, no la volvería a ver, eso no cabía en mi cabeza, me sentía tan impotente y a mis doce años, poco o nada podía hacer.

    Cuando terminamos el año escolar y ellos vinieron a despedirse a nuestra casa antes de partir hacia Lima, pude verla a los ojos y, no sé por qué, pero pareció como que algo me decía que ese no sería el fin y nuevamente el destino me daba la razón poniendo frente a mí, las herramientas necesarias para estar cerca de ellos.

    A mediados de 1973, seis meses después de la partida de mi amigo y su familia, otro amigo de aula llamado Percy, nos comenta a todos los muchachos que éramos del grupo, su intención de postular al Colegio Militar Leoncio Prado que quedaba en Lima, y en ese momento algo se encendió dentro de mí y me dijo: Aquí está tu oportunidad, y yo la tomé. Yo no tenía la mínima idea sobre ese colegio, ni que era, así que pedí a mi amigo que me prestara el brochure de admisión.

    Cuando lo tuve en mi mano, apenas tuve oportunidad de hablar con mi mamá, le dije a quemarropa:

    —Quiero postular, junto con Percy mi amigo, al colegio Militar Leoncio Prado.

    Obviamente se sorprendió y se quedó muda, tomó el brochure para saber de qué le estaba hablando, ya que jamás me había escuchado sobre esta intención, ella trató de explicarme como era vivir internado en Lima, sobre todo que no tendría las comodidades a las que estaba acostumbrado y lejos de la familia, además que tendría que estudiar mucho porque los exámenes de admisión eran muy exigentes, tendría examen físico, psicológico, ciencias, letras y matemáticas. —EL Colegio Militar Leoncio Prado era considerado, como el mejor colegio del país y donde postulaban alumnos de todas partes del país e incluso del extranjero—; Yo era un estudiante dedicado, pero sabía que debía prepararme si quería estar listo; Estaba decidido y por ello la presioné prometiéndole que haría mi mejor esfuerzo para lograrlo.

    En ese entonces nuestra familia tenía muy buenos contactos en los círculos del Ejército Peruano, mi tío Lucho, hermano de mi mamá, había sido oficial y comando élite de esa institución, lamentablemente había fallecido un año antes en cumplimiento de su deber y yo como el mayor de sus sobrinos fui su favorito, por ello me llevaba cada vez que iba a Lima a visitar a la familia a la escuela de comandos del ejército donde trabajaba como instructor y me llevaba a la pista de comandos para ver a los aspirantes pasar las pruebas, me dejaba coger el armamento y a verlo disparar en el polígono y eso realmente me encantaba. A mis escasos años, cuando finalmente caí en cuenta que el colegio era de formación militar, recordé todo lo que había visto con mi tío Lucho y me gustó mucho más la idea convirtiéndose en un plus a mi objetivo.

    Recuerdo mucho que la segunda semana de enero de 1974, fuimos a Lima a conocer el colegio, en ese momento estaban de vacaciones y no había alumnos, estar allí me pareció alucinante, era enorme e imponente, construcciones sólidas, pintadas de amarillo con zocalos color ocre, el pabellón central que era la primera edificación que se veía al ingresar radiaba respeto, lo mismo que la estatua de cuerpo entero en broce oscurecido por los años del Coronel Leoncio Prado, héroe de Huamachuco en la guerra con Chile, ingresamos al pabellón donde mi mamá pudo comprar el prospecto de admisión y pagar los derechos de exámenes: medico, físico, psicotécnico, ciencias, letras y matemáticas.

    Para la tercera semana de enero ya estaba matriculado en una academia en Pueblo Libre cerca a la casa de mis tíos donde me quede hospedado y estudiando a conciencia, durante ese tiempo fui a visitar a Pancho a su casa en Santa Catalina,

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