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Mi Origen: Tepuche, Mi Destino
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Mi Origen: Tepuche, Mi Destino
Libro electrónico148 páginas1 hora

Mi Origen: Tepuche, Mi Destino

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Mi origen, Tepuche, mi destino, la historia de vida contada con lujo de detalle que llevará al lector a explorar todos los acontecimientos más relevantes, y que lo harán vivir paso a paso esta aventura, desde el momento mismo de mi nacimiento en una zona rural en condiciones de pobreza, donde con grandes sacrificios familiares y personales logré salir adelante. Tepuche sería el paraíso donde aprendí mis primeras letras en la escuelita que estaba al pie de la lomita, hasta graduarme como ingeniero civil en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Como un homenaje a mis amigos y maestros que dejaron huella desde la primaria hasta la universidad, nombro uno a uno como parte de mi historia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 jul 2021
ISBN9781662490873
Mi Origen: Tepuche, Mi Destino

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    Mi Origen - Jesús Arredondo

    I

    Viernes 11 de diciembre de 1959, 11:30 de la noche aproximadamente. Llegué a este mundo en un cuarto oscuro, alumbrado solamente con lámparas de petróleo, junto al camino real, me recibió mi madre Aurelia López en sus brazos junto a mi padre Clemente Arredondo y mis abuelos, Margarita y Feliciano. Eran las vísperas de la celebración a la Virgen de Guadalupe, razón por la cual mis hermanos Humberto, Ana y Yita, andaban en el baile que se celebraba en el rancho con tocadiscos de baterías, junto con mis primos, Chayito, Lupita, Toñita, y el Guta que vivían también con los abuelos. Para ese entonces ya habían nacido todos mis hermanos, Ofelia tenía 4 años, Clemente tenía 10, Gustavo 13, la Yita 14, Pancho 16, la Ana 18 y Beto 20 años aproximadamente.

    En dicha fiesta se encontraban los jóvenes de esa época, mis hermanos Beto, Ana, Yita, Pancho, mi tía Monchi López Cárdenas, mis primos Chapo, Mon, Laila, Arredondo Félix, Polo, Armida, Elvira, Juanel Félix Arredondo, Lacho, Chuy, Rosa, Pérez Arredondo, La Fira, Chayito Gallardo Zazueta, mi cuñada Alejandra Magallanes, la Fandila Félix Zazueta, la Toñita, el Mono y Manuel, Pacheco Félix, Simón, la Chona y la Marcelina Zazueta, la Mona, La Vía, Chema, Cárdenas Arredondo, la Julia y Poncho Cazarez, el Nán Cárdenas Cazarez, Rubén Gastelum, Ramón, y Chayo Tamayo, la Quía y Jorge, Cazarez Félix, el Toto, La Pagua, José Chávez Cazarez. Estoy hablando solo de jóvenes bailadores que sacaban sus mejores galas para las fiestas.

    Había muchos jóvenes más que también asistían a las fiestas, pero no estaban en edad de bailar, más bien asistían como chaperones para cuidar a sus hermanas, aunque siempre han sido personas de mucho respeto, ellos participaban de la fiesta correteando alrededor de los bailadores, jugando a las escondidas, a los encantados, etc. Todo esto lo supe ya de grande cuando mis hermanos me platicaban. ¡Ay mi Ama, todavía con sus cosas!, dijo mi hermana Ana cuando le avisaron que yo había nacido, y es que les agüé la fiesta, discúlpame hermana, no fue mi intención, ¿será por eso que las quiero tanto? Traje la alegría a esa casa donde fui tan querido y mimado por mis hermanas y mis primas que no me bajaban de sus brazos. Van a embracilar al niño, decía mi madre y mi abuela cuando las muchachas se peleaban por cambiarme de panal o darme la leche, para ese entonces mi madre tendría alrededor de 50 años, por lo que no me pudo amamantar por mucho tiempo.

    Pasó que la Tomasa Zazueta había dado a luz a Víctor, su hijo mayor, unos dos o tres meses antes de yo nacer por lo que le dijo a mi mamá: Aurelia préstame a Chuy pa’ darle pecho, mira que yo estoy produciendo abundante leche. Ándale pues Tomasa, si me haces el favor, le dijo mi madre, fue así como crecí sano al cuidado de mis padres, hermanos y abuelos, entre las entrañas de esa tierra hermosa rodeada por montañas, veredas y arroyos, conservando el olor fresco en mis recuerdos de la Guásima, la Casiguana, la Cacaragua, el Brasil, los Binolos y la Vara Blanca.

    La vida era muy apacible interrumpida, únicamente con el canto del cenzontle, de las chicharras, de las guacamayas, los búhos, el repiqueteo del pájaro carpintero, el revoloteo de calandrias, las chuparrosas, las palomas, las iguanas, las Ardillas y a lo lejos el aullido de los coyotes, el canto de los gallos, el ladrido de los perros, el rebuznado de los burros, el relinchido de los caballos, el canto y el chiflido alegre de nuestra gente trabajadora.

    Después de haber cumplido una dieta rigurosa de 40 días con mis abuelos maternos, con la ayuda de mis hermanos, mi padre y mi madre, por fin llegamos a lo que sería mi casa, donde crecí junto con mis hermanos y la que me ha acompañado en mis sueños hasta el día de hoy. Mi casita de palma con paredes de adobe, con horcones y vigas de madera, con pintura de tierra, el portal y el patio barridos, regados, arenados y repleta pero muy repleta de amor.

    La casa estaba cercada con una tapia de postes de Brasil, una puerta de trancas y tres puertas de caracol, una al lado de la llegada del Aguapepe, otra a la salida de mi tío Miguel Gallardo y otra junto a la casa de mi tío Javier Pérez, todas hechas con postes de Brasil; a un lado de la puerta de trancas estaba un mezquite grandísimo, al centro del patio un tabachín, al lado derecho del portal una enredadera y al lado izquierdo una granada, atrás de la casa un horno, una noria, un yoyomo, un árbol de chapote, un guayabo arrayan, muchos árboles de mango, ciruelos, cuajilotes, etc. Este fue mi paraíso.

    Crecí siendo el menor de ocho hijos, con todas las atenciones que los padres y hermanos mayores te bridan, el apoyo, la seguridad y el amor, además de sentirte amado por tíos, primos y abuelos. Estos últimos exigían que noche a noche los visitáramos, esto se mantuvo por muchos años; entre ladridos de perros y montado en brazos primero, después en hombros y finalmente caminando se extendían las pláticas hasta ya entrada la noche que regresábamos en medio de la oscuridad donde solo veíamos las luces de los copeches o la braza de los cigarros de los mayores, y en noches de luna llena admirar la belleza reflejada en las sombras de los cerros y los árboles.

    Llegábamos a la casa y mis hermanos tendían las camas de lías y mis hermanas tendían los petates y cuiltas envueltos en sábanas blancas, dormíamos plácidamente en los portales en contacto directo con la naturaleza. No había relojes, decía mi padre: ya se puso el lucero de la mañana, es hora de levantarnos. Al poco tiempo escuchábamos el zumbido del tranvía que salía rumbo a Capirato. Mi papá atizaba las hornillas y encendía el radio para escuchar los laboratorios mayos, era un programa de radio que combinaba anuncios de medicina con música, después ponía café, se tomaba su taza de café y ya luego se levantaban unos a moler nixtamal o hacer tortillas. Cuando ya se escuchaba que el tranvía estaba de regreso, rápidamente se levantaban las camas y los tendidos, ya que pasaba el tranvía, desayunábamos y las mamás lavaban los trastes y las más jóvenes acarrear agua.

    Se escuchaba el rechinido de la rondanía cuando bajaba el balde sujetado de una cuerda hasta lo más profundo de la noria donde vertía el agua fresca, producto de los escurrimientos del subsuelo y después la acarreaban, para regar las plantas primero, luego regar el patio y echar arena, eran mujeres de acero porque no me explico cómo resistían tanto, acarrear arena del arroyo y desparramar en los portales, lavar ropa de siete u ocho personas que había en promedio en cada familia, aparte de hacer comida, planchar y remendar ropa, era una tarea titánica, así que si escuchas quejar a tu mamá, abrásala, llénala de mimos y dile que la amas mucho, porque ellas han dado sus vidas por nosotros.

    Al mismo tiempo los hombres, con gran gallardía se internaban en lo más profundo de los cerros para cortar vara blanca, la cual vendían en los campos tomateros, se pasaban días enteros hasta que lograban hacer cargas completas, entre albures, chiflidos, cantos y el incesable golpeteo de las hachas y machetes pasaban las horas, hasta llegar exhaustos al anochecer. Dependiendo de la temporada era la actividad, en tiempos de lluvias primero era ir a rosar o desmontar, después sembrar, luego taspanar, y finalmente cosechar, desgraciadamente para cuando llegaba la cosecha, esta ya era vendida previamente a los ricos de los pueblos cercanos pagando precios que ellos querían, aprovechándose de la necesidad de nuestra gente.

    Esto sucedía cuando la plaga, la sequía o el exceso de humedad permitía levantar algo de cosecha, pero cuando sucedía lo contrario había que emigrar a los campos tomateros o a la pizca del algodón, o a los Estados Unidos para sobrevivir, y darnos a nosotros lo que hoy somos, de tal modo que estamos comprometidos con esa generación de hombres y mujeres que dieron sus vidas por nosotros.

    Pero el tiempo no se detenía y llegó la edad de asistir a la escuela, el maestro Víctor Manjarrez fue mi primer maestro en la escuela más bonita del mundo, Escuela Primaria Rural Federal Josefa Ortiz De Domínguez, ubicada al pie de la loma a la entrada de Tepuche. El maestro Víctor fue mi padrino, él me enseñó las primeras letras, poco tiempo después llegó otro maestro, el maestro Marcos, luego otro maestro que no recuerdo su nombre, y finalmente la maestra Fandila que fue mi última maestra del rancho.

    A pile of dirt in front of a building Description automatically generated

    Mis compañeros de clase eran:

    Álvaro Gastelum.

    Leopoldo Cazarez Félix.

    Víctor Pérez Zazueta.

    Lourdes Pérez Zazueta.

    Rubén Félix.

    Olga Cazares.

    Adelaida Cazares.

    Socorro Cazares Arredondo.

    José Alberto Cazares López.

    Graciela Gallardo Zazueta.

    Isaura Gallardo Zazueta.

    Rosita Chávez Félix.

    Adán Cazares.

    Gabino Cazares.

    Ramón Sauceda Cárdenas.

    Modesto Sauceda Cárdenas.

    Jesús Valdez.

    Martina Valdez.

    Elvia Félix Zazueta.

    Chuyita Cárdenas Escobar.

    El Chío Cárdenas Cazares.

    Ronulfa Tamayo Pacheco.

    Guillermina Tamayo Pacheco.

    Fermín Tamayo Pacheco.

    Julieta Tamayo Pacheco.

    Paz Chávez Zazueta.

    Angelina Chávez Zazueta.

    Mayo Chávez Zazueta.

    Fue una entrañable generación que hacíamos equipo para presentar tareas y manualidades, como aquellos paisajes enmarcados en cartulina y papel papastu, era una cinta fosforescente de múltiples colores que poníamos en el borde del paisaje y le untábamos saliva ocasionando mucha amargura en la boca, pero nos encantaba. Recuerdo aquel dibujo que me tocó colorear, consistía en un niño hincado maniobrando un

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