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Mi Definición De Miedo
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Libro electrónico152 páginas1 hora

Mi Definición De Miedo

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Mi definición de miedo es un pequeño espejo donde se reflejará, por lo menos, uno de sus miedos. Usted podrá abrirse y encontrarse a sí mismo.

No deje que sus miedos manejen su vida, dese la oportunidad de ser el protagonista de su historia. Aun con todas las cosas que tenga que enfrentar siempre hay más de una esperanza, no guarde en el cajón todo lo que usted podría llegar a realizar si suelta sus miedos.

En su vida manda usted y solo usted decide cada paso que da. Pida al creador su bendición, para decidir con sabiduría, tenga por seguro que usted actuará correctamente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jun 2020
ISBN9781643344454
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    Mi Definición De Miedo - Mariah Matsushima

    Definición de miedo

    ¿Qué es el miedo?

    Sentimiento de temor ante algo real o imaginario del presente o del futuro.

    Temor o recelo de que suceda algo contrario a lo que se desea.

    ¿O es el número tres? Sentimiento que se hereda de la madre, estando en el útero.

    ¿Cómo podría comenzar desde el principio?... Si no recuerdo desde cuando tengo miedo. ¿Tal vez desde el vientre de mi madre? Cuando se enteró que estaba embarazada y se dio cuenta que la vida que me esperaba no iba a ser como a ella le hubiera gustado y sus miedos empezaron a surgir. Miedos tan dolorosos que, seguramente, llenaron mi alma quedándose estos sentimientos arraigados a mí. Tal vez porque se había casado enamorada de un hombre que no conocía del todo, que tal vez también estaba lleno de miedos y los escondía detrás de una máscara de macho. El macho que se emborracha y se gasta el poco dinero con mujerzuelas, el que lleva los pantalones, el que golpea y humilla a su mujer, la insulta y después la posee para demostrar quién manda.

    Yo tenía un miedo inmenso cada vez que mi padre tomaba, porque llegaba aventando y rompiendo todo lo que se ponía en su paso. Pero sus celos enfermizos también se demostraban cuando estaba sobrio y golpeaba a mi madre de la nada. Por eso descansábamos cada vez que él se daba sus vacaciones y se iba por ahí. Se perdía por dos o tres semanas y luego regresaba el martirio y el miedo, o mejor dicho el terror.

    Cuando mi madre fue desahuciada de cáncer, nos fuimos a la provincia a la casa de sus padres y él se quedó en la capital. Solo así la opresión que sentía en el pecho se fue, hasta que ella murió.

    Siempre me he preguntado si mi padre, en algún momento de su vida, fue feliz. Tal vez, alguna vez se enamoró de verdad, pero el destino le ganó la partida, o fue golpeado por su padre y vivió la misma violencia que demostraba a diario. No lo sé, nunca tuve comunicación tan profunda con él. Algunas veces hablábamos de cosas triviales, pero nunca de su infancia mucho menos de sus amores de juventud, esas cosas no se le decían a una hija en aquellos tiempos.

    Me contó una vez, que entro a la caballería de la infantería en el colegio militar, cuando tenía dieciséis años, que amaba los caballos y que le hubiera gustado quedarse. No dijo nada más, solo se quedó mirando la nada, con una expresión de tristeza.

    A veces lo observo en sus fotos y noto una expresión triste, amargada, asqueada de la vida sin esperanza alguna, sin recuerdos felices, sin alegrías.

    Aunque con el tiempo cambio un poco. Su rostro triste y su sonrisa como una mueca se mantuvieron hasta el día de su muerte. Me apena tanto pensar que tal vez no pudo realizar muchos de sus sueños. Tal vez ninguno... Pero me duele aún más pensar que tal vez yo contribuí a su amargura.

    ¿Cuál era el miedo de mi padre? ¿Por qué tanta tristeza, por qué tanto odio? ¿En qué basaba su dolor, sus frustraciones? ¿A la soledad, al dolor de su alma atormentada? ¿A la pobreza, al maltrato, al desamor?

    Quisiera haber tenido en ese entonces el valor para hablar con mi padre. Porque yo sé ahora que todo por lo que mi familia pasó fue por su gran dolor, por su incapacidad de ver las cosas positivamente, por no enfrentar sus miedos, por conformarse con la vida que tenía. Porque pensaba que ya no había nada más, porque siempre creyó que mi madre y yo éramos su carga, su cruz y todo lo que había fuera de nosotros, era lo que lo hacía olvidarnos.

    Con la muerte de mi madre, cuando yo tenía dieciocho y después de varios años, el cambio se dio y por mucho. Se volvió a casar, ya sonreía, hacía chistes y platicaba más conmigo. Pero de nueva cuenta lo dejé solo, con su nueva familia, no quería ser un punto del pasado que lo obligara a recordar lo infeliz que había sido, ahora se veía feliz y yo... simplemente me alejé.

    Ya, al final de sus días, él era una persona completamente diferente, había conocido la palabra de Dios y yo tuve la oportunidad de platicar más con él, le perdoné y él me perdonó y en su final, aunque yo no estaba presente sé que mi padre tuvo un pensamiento para mí. Sé que me dijo que me amaba. Y yo elevé una triste plegaria por él, por el hombre que me dio el ser y que me amó... a su manera.

    Proverbios 3, 23–24: Así pues, seguirás tranquilo tu camino, andarás ahora con seguridad. No habrá cosa alguna que haga tropezar tus pies.

    Te acostarás sin miedos, ciertamente te acostarás, dormirás y el sueño te será placentero.

    La enseñanza que obtuve

    ¿Qué fue lo que aprendí de mi padre? Tal vez no mucho, solo una vez me tomó de la mano para ir de compras al centro, solo una vez me abrazó cuando lloraba siendo adolescente y solo una vez jugó conmigo cuando era pequeña. Pero las veces que lo hizo se le notaba lo contento que estaba o lo triste y por estas cosas tan pequeñas mi corazón no se endureció y yo seguí amando a mi padre.

    Aunque no me enseñó ninguna de estas cosas, yo tomé como una enseñanza las cosas que sí aprendí de él, para no aplicarlas a mi vida.

    Aprendí a respetar a las personas no importa quienes sean, sus condiciones o circunstancias, todos tenemos el derecho al respeto. Aprendí a sonreír siempre, ante cualquier mal rato, a distraer el dolor, la angustia, el enojo y tratar de encontrar solución a todo, porque todo en esta vida tiene solución.

    Aprendí a amar, a demostrar mi amor, a mi pareja a mis hijos, a la gente que me estima. A sonreír con ellos a hablar de sus cosas, de las mías, a contar anécdotas hermosas y tristes, a llorar con ellos, a reír con ellos. A irnos de aventuras, a escucharlos, a decirles todos los días y a cada momento cuanto los amo y a abrazarlos fuerte muy fuerte. A aprovechar cada minuto que tengo para ellos.

    He aprendido a saber cuándo necesitan un abrazo, cuando necesitan un consejo o de una simple mirada llena de amor. He aprendido a sonreírle a las personas desconocidas a ganarme, con dedicación, el cariño o por lo menos la comprensión de la gente que no me entiende. A buscar por todos los buenos medios la felicidad mía, de los míos y de los que me rodean. A tener confianza en mí, y una fe ciega en Dios, que es el que nos da y regala cada instante que estamos con nuestra familia, con nuestros amigos, con las personas que estimamos. Él es el que nos da la vida sana y consiente para disfrutar de todo eso. Por eso doy y enseño a mi familia a dar gracias. ¡Gracias Señor por todo!

    Hebreos 11, 1: La fe es la garantía segura de las cosas que se esperan, la prueba evidente de lo que no se ve.

    Gálatas 5, 22–23: El fruto que cosechamos cuando tenemos al Espíritu Santo en nuestras vidas es: amor, gozo, paz, paciencia, bondad, honradez, fe humildad y control de nuestros actos. Contra tales cosas no hay condena.

    Oseas 10, 12: Siembren semilla para ustedes en justicia y rectitud y en todo lo que es bueno. Cosechen el fruto con la bondad del amor eterno. Abran surcos en la tierra cultivable. Porque es tiempo de buscar al Señor hasta que él venga y derrame el poder de su justicia y salvación sobre ustedes.

    Mi primer miedo

    Contaba con cuatro años la primera vez que sentí un miedo tan espantoso, que es el único que recuerdo tan detalladamente. Cada vez que lo recuerdo todavía me espanta.

    Una noche mi padre llego a casa, tan ebrio que no podía mantenerse por sí solo. Mi madre y yo estábamos acostadas en nuestra pequeña camita cuando lo vimos entrar. Nos sobresaltamos al escuchar todas las cosas siendo aventadas por toda la casa. Mi madre se levantó y me dijo que me quedara bajo las cobijas. Después solo escuchaba los gritos de mi padre y el fuerte llanto de mi madre al ser golpeada, pero en un momento determinado mi madre me levanto de la cama, me cargo y ya corría desesperada hacia la entrada de la puerta, después que logramos salir de la casa, mi madre seguía corriendo conmigo en brazos descalza por la calle empedrada, vi claramente como mi padre salía de la casa gritándole y segundos después mi padre nos enviaba una lluvia de disparos mientras corría detrás de nosotros cayéndose a cada momento.

    Mi madre y yo nos refugiamos en la casa del compadre y su familia, a quien mi padre le tenía mucho respeto. No recuerdo cuanto tiempo estuvimos en esa casa. Pero lo que recuerdo muy bien es que desde ese día yo no quería separarme de mi mamá ni un segundo, el terror que mi padre había sembrado en mí tal vez desde antes, ahora era una paranoia que demostraba en temblores y convulsiones cada vez que mi padre se emborrachaba.

    Ya de adolescente la rebeldía era mi forma de demostrar mi enojo. Tristemente no me daba cuenta que me lastimaba a mí misma y de paso a mi pobre madre que no tenía culpa.

    Cuando somos niños o jóvenes, no sabemos por qué vemos a nuestros padres pelear, vemos a nuestra madre sufrir o a nuestro padre llorar. Las discusiones se vuelven golpes y queremos hacer algo, pero el terror nos paraliza. A veces intervenimos y también se nos golpea, he ahí el miedo y frustración que nos producen las discusiones y las peleas.

    Desgraciadamente, muchos de nosotros no aprendemos la lección y

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