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Detrás Del Mensaje: De qué sirve ganar el mundo si pierdes el alma en el proceso
Detrás Del Mensaje: De qué sirve ganar el mundo si pierdes el alma en el proceso
Detrás Del Mensaje: De qué sirve ganar el mundo si pierdes el alma en el proceso
Libro electrónico530 páginas8 horas

Detrás Del Mensaje: De qué sirve ganar el mundo si pierdes el alma en el proceso

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Información de este libro electrónico

Gabriela jamás imaginó lo que el destino le tenía preparado. Su vida tomaría un giro tan inesperado como peligroso al encontrar a su jefe asesinado. Este hecho resultará en una búsqueda desenfrenada al intentar descubrir lo que se esconde detrás de semejante crimen. Perseguida por criminales, sospechosa de homicidio y acompañada de personajes de dudosa procedencia, la joven no descansará hasta dar con el asesino o asesinos aun a riesgo de perder la vida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2020
ISBN9781643344751
Detrás Del Mensaje: De qué sirve ganar el mundo si pierdes el alma en el proceso

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    Detrás Del Mensaje - Diana Fernández

    Día 1

    Las calles se encontraban desiertas debido a la tormenta que se había desatado hacía unas horas, sin embargo, a pesar de la fuerte lluvia, dos individuos hablaban en la oscuridad de un callejón para no ser vistos, había que tomar precauciones si querían llevar a cabo sus planes con éxito. Ya habían fallado con anterioridad y no podían darse el lujo de fracasar de nuevo.

    —Ya sabes lo que tienes que hacer, no vayas a fallar.

    —¿Y si las cosas se complican? sabes a lo que me refiero —preguntó Beta.

    —No cometas una estupidez. Contrólate —respondió Alfa—. Solo tienes que presionar un poco, ¿entiendes?

    —Si, si, ya sé, considéralo hecho. —Dicho esto, Alfa y Beta salieron del callejón tomando caminos diferentes bajo la incesante lluvia.

    Pasada la tormenta, en las afueras de la ciudad, la alarma del celular sonaba sin cesar, una melodía de música country, Gabriela estiro el brazo para apagarlo maldiciendo, ya que detestaba levantarse temprano. Todas las mañanas sentía un peso enorme sobre su pecho que no le permitía despertarse, pero no tenía otra alternativa que abrir los ojos e incorporarse. Tenía una gran afición a la lectura de novelas de intriga y suspenso, lo que la obligaba a desvelarse. Esta pasión la había adquirido de su mejor amiga, quien era una adicta a tal género y la había contagiado desde hace unos años.

    Lentamente y arrastrando los pies se encaminó hacia el baño, tomó una ducha rápida, luego se envolvió en su toalla y se dirigió a la cocina a calentar un poco de té con leche, que era lo único que desayunaba. Mientras este se calentaba, comenzó a vestirse. Daba gracias que su trabajo como diseñadora gráfica, le permitía vestirse de manera informal, así que, como todos los días, se puso uno de sus jeans, una franela blanca manga larga de cuello en V y sus ya usados tenis. A medio vestir, preparo su taza de té y con ella en mano se dirigió al baño. Se aplicó un poco de máscara en sus hermosos ojos verdes y cepillo su largo y sedoso cabello castaño claro dejándolo caer sobre sus hombros, se roció perfume y observando la hora buscó su bolso y su chaqueta saliendo apurada hacia la calle. Bajo la tenue luz del amanecer que asomaba en el horizonte, Gabriela caminó por unos diez minutos mientras escuchaba, en su celular, su música favorita hasta la carretera principal alcanzando apresuradamente el autobús antes que este arrancara de nuevo.

    El tráfico no estaba tan pesado como de costumbre, así que llegó a la oficina una hora antes de que abriera. Le sorprendió ver la puerta entreabierta, quizás Ana la secretaria quien siempre llegaba temprano, había olvidado cerrarla al entrar, pensó Gabriela. Al empujar la puerta y encender las luces, quedó impactada por el desorden que encontró a su alrededor. Por unos minutos se quedó dónde estaba, su cerebro no comprendía lo que había sucedido.

    La oficina no era muy grande, se trataba de una sola planta dividida en cubículos, unos más amplios que otros dependiendo de la actividad realizada por cada empleado. A su jefe le gustaba interactuar con todos sus trabajadores y permitía que estos se relacionaran con más intimidad entre sí. A través de sus grandes ventanales ya comenzaban a penetrar los primeros rayos del sol, lo que le daba al lugar un agradable ambiente de trabajo.

    Gabriela observo con preocupación el desorden de papeles a su alrededor, gavetas abiertas, sillas fuera de lugar. Parecía que un tornado hubiese arrasado todo, pero lo que la dejó paralizada por unos segundos, al adentrarse unos metros más, fue unas manchas de color rojo sobre el piso de cerámica. Su corazón comenzó a latir con rapidez forzándola a respirar con dificultad. No se atrevía a mirar detrás de la pared del cubículo. Se armó de valor, respiró profundamente y se acercó lentamente obligando a sus pies a moverse. No gritó, solo exclamó:

    —¡Oh Dios mío! —Aproximándose al cuerpo que yacía ensangrentado sobre el piso observo con horror que se trataba de su jefe. Este al verla comenzó a mover los labios obligando a Gabriela a acercarse un poco más, y al hacerlo la agarró por el brazo entregándole un papel arrugado manchado de sangre, al tiempo que pronunciaba con dificultad unas palabras incomprensibles. Unos segundos después la vida de Miguel López dejaba de existir.

    En ese preciso momento escucho un grito agudo detrás de ella, que hizo que su corazón saltara violentamente. Al voltear bruscamente, se encontró con Ana la secretaria que acaba de llegar. La expresión de su rostro lo decía todo, estaba horrorizada.

    —¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —exclamó Ana con voz temblorosa colocando sus manos sobre su rostro y abriendo los ojos como platos.

    —No lo sé —respondió Gabriela insegura, sin saber qué hacer. Un segundo después escucho la voz de Ender detrás de ella que impulsó su corazón a saltar en su pecho de nuevo.

    —¡Mierda! ¡¿Qué ha pasado aquí?! —gritó Ender, el chico que se encargaba de entregar y llevar todos los documentos administrativos, o como dicen en inglés office boy.

    —Alguien ha asesinado a Miguel, o eso parece —contestó Gabriela asombrada por la calma con que había respondido, a pesar de sentir todo su cuerpo temblar—. Ender llama a la Policía.

    Ender se alejó en busca del teléfono con Ana a su lado tan asustada que no articulaba palabra. La chica no había vuelto abrir la boca, solo mantenía sus manos en el rostro llorando silenciosamente. Gabriela volteó de nuevo hacia la víctima. No creía lo que estaba viendo, una sensación de irrealidad la envolvía. Antes de poder ver lo que contenía el papel que sostenía en su mano, sintió a Ender acercándose. Se guardó el papel manchado de sangre en el bolsillo de su chaqueta rápidamente. No supo entonces porque lo había hecho, fue algo inconsciente sin motivo ni razón aparente.

    Al fin sonó el celular, y tomándolo rápidamente contestó.

    —Habla.

    —Las cosas se complicaron un poco —contestó Beta.

    —¡Mierda! No digas nada más, nos encontramos a la medianoche —respondió Alfa.

    —Llamaré a Omega.

    Omega era el segundo después del jefe. Habían acordado utilizar el alfabeto griego para identificarse unos a otros. Usar sus nombres reales significaba un gran riesgo. Debían ser muy cuidadosos. Varios de ellos eran conocidos en la alta sociedad, sobre todo en la política del país, y si fuesen descubiertos, no solo sus carreras y todo lo que habían logrado se vendría abajo, también sus vidas, y ese era un lujo que no podían permitirse, había mucho en juego y dinero de por medio.

    Delta se encontraba en su casa de playa esperando noticias. Había enviudado hacía unos cuantos años y sus hijos ya adultos no lo visitaban muy a menudo, de hecho, su hijo menor había dejado de hablarle hacía unos cuantos años luego de una discusión bastante acalorada e insultante sobre dinero. Él no comprendía que quien no tiene dinero no tiene poder, y quien no tiene poder es un maldito perdedor. Este mundo era una mierda, por lo tanto, había que vivir en él lo mejor que se pudiera. Estaba consciente que no había obtenido su dinero honestamente, sino a través del engaño, la extorsión, el robo, el chantaje, el tráfico de drogas y el asesinato, entre otros actos delictivos, pero para tener el poder absoluto se necesitaba tener el control total y él lo había logrado, aunque para ello había tenido que asesinar. Nadie iba a destruir lo que con tanto esfuerzo y riesgo había conseguido.

    Delta salió de la casa esa misma tarde. Recorrió durante una hora la carretera que bordeaba la costa hasta adentrarse a la autopista que lo llevaría a la ciudad a encontrarse con Omega y cambiar los planes. No podía fracasar. El poder absoluto estaba en juego.

    Era ya medianoche. Todos ya estaban allí, sentados en un sótano de un viejo edifico abandonado en la zona industrial de la ciudad, bajo la tenue luz de un bombillo que colgaba de una de las vigas del techo. Se podía sentir la humedad y el calor en el ambiente, además del nerviosismo de sus ocupantes. El lugar escogido era realmente apestoso, pero el más idóneo, si de secretos se trataba.

    —Delta, las cosas no salieron exactamente como se planearon —dijo Omega con tono preocupante.

    —Dame los detalles —exigió Delta.

    —Beta no siguió al pie las instrucciones, sabes cómo es él —dijo Omega con inseguridad—. Perdió el control y lo asesinó antes de obtener lo que buscábamos.

    —¡Maldita sea! No se puede mandar a un niño a hacer el trabajo de un hombre —dijo con furia Delta.

    —Lo siento jefe —se disculpó Beta con voz temblorosa, aterrorizado. Sabía que las cosas no iban a terminar bien para él.

    —¡Cierra el pico imbécil! —gritó Alfa.

    —No, déjalo hablar —contestó Delta. Y dirigiéndose a este último, lo agarró por el cuello de la camisa, lo levantó del cajón donde estaba sentado, empujándolo contra la pared.

    —¡Ahora dime pedazo de hijo de puta, sin omitir detalle, ¿cómo coño la cagaste?! —le gritó Delta al tiempo que oprimía sus manos contra el cuello de Beta.

    —Verá jefe yo... yo... no... no... tuve más remedio que matarlo —respondió Beta a duras penas y casi sin aliento. No conocía mucho a Delta, pero si lo suficiente para saber de lo que era capaz cuando estaba furioso. Sentía el sudor del miedo recorrerle la espalda—. El tipo se puso cómico, no quería soltar prenda. Lo amenace con el puñal, pero él saco un arma del escritorio donde estaba recostado. No pensé ni por un segundo y lo apuñalé varias veces. Luego, tomé el arma, revisé todo el lugar, pero no encontré nada importante y salí huyendo de allí. Ya amanecía y tuve miedo de encontrarme con algunos de los empleados.

    —Eres un maldito inútil. Solo espero que nadie te haya visto salir —dijo Delta exasperadamente, y dirigiéndose a Alfa ordenó—. Encárgate, no podemos dejar cabos sueltos, este pajarito no cantará más. —Dicho esto, Alfa saco a Beta a rastras del lugar sosteniendo una pistola semiautomática 357 Magnum en la mano derecha apuntando a su cabeza, mientras que con la izquierda lo agarraba por el cuello.

    La policía tardo unos quince minutos en llegar a la escena del crimen. Para entonces ya habían llegado todos los demás empleados. El detective Méndez se encontró con unos rostros llenos de confusión, angustia y nerviosismo. Una chica lloraba, otra no paraba de hablar, otros fumaban afuera de la oficina sin saber qué hacer, y los vecinos curiosos que nunca faltaban. La policía forense encargada de levantar el cuerpo del delito había sido avisada, sin embargo, esta todavía no había llegado, por lo tanto, los oficiales de policía comenzaron sus experticias pertinentes para estos casos.

    Acercándose a su compañero, un detective joven no muy alto pero musculoso, quien tenía más aspecto de deportista que de policía, le indicó que sacara de la oficina a todos los empleados, dejando a un oficial a cargo de estos para que ninguno abandonara el lugar antes de ser interrogados. A continuación, los oficiales acordonaron el lugar para evitar que este fuese contaminado y de esta manera impedir la destrucción de evidencias que allí pudiesen encontrarse. Seguidamente, José, el joven detective, procedió a fijar la escena, tomando fotografías tanto de la víctima como todo lo que estaba expuesto a su alrededor. Méndez se inclinó y cuidadosamente reviso el cuerpo del occiso extrayendo sus pertenencias personales que posteriormente proporcionarían no solo la identificación de la víctima, sino también cualquier pista que sirviese para esclarecer el crimen.

    —¡José! Encárgate —le indicó Méndez entregándole dentro de sendas bolsas plásticas, la billetera, el celular, y otros objetos de poco valor, pero importantes para la identificación de la víctima o el motivo de su muerte.

    Antes de que Méndez comenzara con la búsqueda de evidencias dentro del espacio acordonado, la policía forense llegó a la escena. Un médico de edad mediana se acercó e inclinándose próximo a la víctima, examino el cadáver.

    —No tiene mucho tiempo muerto. Yo diría, basado en la lividez y rigidez del cuerpo, que la hora aproximada se encuentra entre las 5:30 y las 6:30 de la mañana. Presenta heridas punzo penetrantes, posiblemente hechas con algún tipo de arma blanca, las cuales se establecerán luego de realizada la autopsia —explicó el forense.

    —Bien —dijo Méndez dirigiéndose al forense y agregó—: Necesito un informe completo de la autopsia lo más pronto posible. Le agradezco que en cuanto lo tenga listo me avise, gracias.

    Dejando a los del cuerpo forense terminar su trabajo, Méndez se acercó a José.

    —¿Qué has descubierto hasta los momentos?

    —La víctima se llamaba Miguel López, de cincuenta y cinco años y director de esta Agencia, según información obtenida de la señorita... déjame ver el nombre, la señorita Gabriela Parmentier, empleada en esta oficina —respondió el joven detective.

    —¿Qué más pudiste averiguar?

    —La señorita Parmentier fue quien encontró el cadáver. Al parecer otros dos empleados llegaron minutos después de ella.

    —Mmm.... Interesante —comentó Méndez reflexionando. Se quedó pensativo unos segundos y agregó—: Creo que comenzaré los interrogatorios con esa señorita. Pero primero echaré un vistazo por los alrededores.

    Méndez recorrió la oficina con mucho cuidado, observando con detenimiento cada rincón del mismo, sabía, por años de experiencia, que cualquier detalle encontrado podía llevarle a descubrir un crimen, sin importar lo pequeño o insignificante que este fuese. No existía el crimen perfecto, todos los criminales cometían errores, solo había que dar con ellos, y eso era lo que él pretendía.

    La oficina no era muy grande, tendría unos 120 mt cuadrados, además de un cuarto de baño y otro para depósito. En cada cubículo había, dependiendo de la actividad realizada, computadoras, laptops, mesas de trabajo, fotocopiadoras e impresoras, así como también teléfonos inalámbricos y una máquina de fax. Todo estaba revuelto, papeles sobre el piso y varias gavetas abiertas, sin embargo, se notaba que el asesino no se tomó la molestia de registrar todo, o bien por no tener tiempo, o por no saber que buscar exactamente. El rastro de sangre indicaba claramente que la víctima había sido asesinada en el centro de la estancia y que esta se había arrastrado hacía uno de los cubículos antes de morir, posiblemente para tratar de pedir ayuda, o accionar algún botón de alarma, ya que había manchas de sangre sobre el teclado y sobre el asiento de la silla, como si hubiese tratado de incorporarse a ella antes de morir. Llamó a su compañero y le indicó que buscara huellas o cualquier otro detalle de este cubículo en particular. Era hora de interrogar a los empleados.

    —Disculpen por retenerlos aquí, pero debo hacerles unas cuantas preguntas de rutina —dijo en tono profesional Méndez—. Me gustaría empezar por la señorita Parmentier —indicó mirando a las tres mujeres que se encontraban cerca de la puerta.

    —Yo soy la señorita Parmentier —contestó Gabriela acercándose al detective.

    —Soy el detective Carlos Méndez. Acompáñeme dentro.

    Méndez le señaló con la mano que sentara en la silla de uno de los cubículos más alejados de la oficina. No quería que la joven observara lo que se estaba desarrollando a unos metros más allá. No era nada agradable ver lo que hacían los de la policía forense para cualquier mortal que no estuviese acostumbrado a ello.

    —¿Es su nombre Gabriela Parmentier? —preguntó Méndez.

    —Si —respondió Gabriela.

    —Tengo entendido que fue usted quien encontró el cadáver.

    —Sí. —Gabriela estuvo a punto de decir que Miguel estaba todavía con vida cuando lo encontró, pero por algún motivo permaneció callada. No quería complicar las cosas más de lo que ya estaba.

    —¿Cuántos años tiene?

    —Veintiocho años.

    —¿Dónde vive?

    —En las afueras de la ciudad.

    —¿Desde cuándo trabaja en esta agencia?

    —Desde hace cinco años.

    —¿O sea que conoce a la víctima desde ese mismo tiempo?

    —No, lo conozco desde hace un poco más.

    —¿Desde cuánto para ser exacto?

    —Lo conocí cuando era una estudiante en la carrera de Diseño Gráfico, hace unos ocho años.

    —¿Se llevaba bien con su jefe?

    —Si, muy bien.

    —¿Tenía usted una relación especial con él?

    —¿A qué se refiere, que insinúa? —preguntó Gabriela un tanto molesta.

    —Lo siento si se siente ofendida por la pregunta, pero no se imagina lo que impulsa a la gente a asesinar, especialmente cuando de pasión se trata.

    —¡Oh por Dios! mi relación con Miguel era de amigos, nada más que eso, él era como un padre para mí —exclamó Gabriela con tristeza reteniendo las lágrimas que amenazaban con salir.

    —Interesante —dijo con tono curioso Méndez.

    —¿Por qué lo dice? —preguntó Gabriela un poco alterada. No se sentía cómoda con el camino que estaba tomando el interrogatorio.

    —Porque quiere decir que lo conocía bien y podrá ayudarme a resolver este caso. ¿A qué hora exactamente llegó usted esta mañana?

    —La oficina abre a las 7:30, yo llegué como a las 6:20.

    —¿Qué hizo?, explíquese.

    —Encontré la puerta entreabierta y pensé que la secretaria, quien acostumbra a llegar bastante temprano había olvidado cerrarla al entrar. Cuando encendí las luces encontré todo desordenado y sangre en el piso. En ese momento sabía que algo terrible había sucedido. Me acerqué y vi el cuerpo de Miguel ensangrentado. Inmediatamente escuche los gritos de Ana y luego de Ender, entonces avisamos a la Policía —explicó Gabriela rápidamente. Estuvo a punto de mencionar lo del papel escondido en su chaqueta. «¿Debo decirle o no?», se preguntó. Quizás este contenía algo sin importancia, sin embargo, no dijo nada, no quería dar más información de la necesaria.

    —Una última pregunta. ¿Por qué motivo llegó usted a la oficina una hora y media antes de que esta abriera?

    —Por ningún motivo especial, no quería quedar atrapada en el tráfico que por lo general es terrible a tempranas horas de la mañana.

    —Gracias señorita Parmentier, esto será todo por el momento. No salga de la ciudad. Nos pondremos en contacto durante el transcurso de la investigación. Aquí está mi número telefónico en caso de necesitarme, o si se acuerda de algo más que crea importante para resolver este crimen —indicó Méndez entregándole una tarjeta de presentación—. Al salir un oficial le tomará sus datos personales.

    Gabriela se levantó, caminó hacia la salida donde un oficial la estaba esperando, le dio sus datos y se dirigió hacia sus compañeros de trabajo que la miraban expectantes. Gabriela les contó más o menos acerca de las preguntas que le habían hecho sin entrar en muchos detalles y salió rápidamente. Fue en ese momento en que se encontró sola en medio de la calle, que su cerebro hizo clic y la realidad la golpeó como una bofetada. Ella no era una mujer impresionable, mantenía siempre el control de las situaciones, no se dejaba llevar por arrebatos ni histerismo. Había tenido experiencias desagradables en su vida, y las había superado sin ningún tipo de trauma, incluso con la muerte de sus padres en un accidente automovilístico hacía ya doce años, sin embargo, encontrarse con el cuerpo de Miguel apuñaleado, bañado en sangre, la había dejado perturbada, confundida y desorientada. La experiencia que acababa de vivir parecía la escena de una película de ficción, que se repetía en su cerebro una y otra vez, como una pesadilla de la cual no podía despertar. Sintió nauseas, las reprimió y respirando profundamente, sacó un cigarrillo del bolso, lo encendió mirando las personas que iban y venían a su alrededor, cada una de ellas inmunes al drama que ella acababa de vivir.

    Al término de los interrogatorios, Méndez indicó a los empleados que podían retirarse, sin antes advertirles que podían ser llamados a declarar en cualquier momento, por consiguiente, no debían alejarse de la ciudad hasta tanto no finalizara la investigación. Levantado ya el cuerpo del delito, la policía selló la escena del crimen y se retiró, dejando un par de oficiales en custodia. Méndez y José el joven detective se encaminaron hacía un café cercano. Se sentaron en una mesa y ordenaron sendos cafés para relajarse un poco antes de continuar con la investigación.

    —¿Qué crees? —preguntó José a su jefe.

    —Yo no creo nada, la evidencia lo dirá —respondió Méndez en tono seco.

    —¿Qué crees que ocurrió? —insistió José.

    —Déjame pensar —respondió Méndez rascándose la barbilla—. En primer lugar, estoy seguro de que no fue un robo al azar, al menos no a simple vista. Nadie manifestó que faltara algo. En segundo lugar, tiene toda la pinta de un ajuste de cuentas. Apuesto que la víctima conocía al perpetrador o no se sorprendió al verlo. Otra cosa que me inquieta, si la agencia no abre hasta las 7:30, y siendo la víctima el jefe ¿qué hacía a esas horas en la oficina?

    —Muy cierto. Los forenses determinaron la hora de la muerte alrededor de las seis de la mañana. Es de suponer que la víctima ya se encontraba allí mucho antes —comentó José frunciendo el ceño—. Curioso ¿no?

    —José indaga todo lo que puedas sobre Miguel López, donde vivía, que hacía en su tiempo libre, su familia, sus cuentas bancarias, tarjetas de crédito y débito, todas las llamadas telefónicas salientes y entrantes hechas en los últimos meses, que lugares frecuentaba, sus amigos, donde pasaba sus vacaciones, todo ¿entiendes? También sobre la señorita Parmentier, en especial cuál era su verdadera relación con la víctima.

    —¡Vamos jefe ¿tú crees que esa joven tan hermosa y atractiva tenía una relación amorosa con su jefe? Ese viejo le llevaría como treinta años.

    —Compañero no puedes ser tan inocente —dijo Méndez sonriendo irónicamente—, no imaginas lo que puede hacer una mujer por dinero. En este trabajo se ven las cosas más insólitas que jamás creerás ver en tu vida. Te lo aseguro.

    Debido a sus veinticinco años de experiencia en el departamento de homicidios del cuerpo policial, Méndez estaba seguro de sus conclusiones. Mientras José averiguaba todo sobre la vida de la víctima, y la joven diseñadora, él regresaría a la escena del crimen. Sabía que allí se encontraba la clave para resolver este asunto. Además, sería un buen comienzo mientras esperaba los resultados de la autopsia y las huellas digitales encontradas, si se había encontrado alguna fuera de las pertenecientes a los empleados.

    Mientras observaba con detenimiento cada rincón del lugar buscando cualquier evidencia, o algo fuera de lugar, su mente meditaba sobre tan feo asunto. ¿Cuál era el móvil? Siempre había un móvil. La mayoría de las personas no asesinaban sin motivo alguno, al menos que ellas fueran esquizofrénicas o psicópatas, y aun así siempre se encontraba un motivo oculto. En cualquier caso, debía ser extremadamente cuidadoso. Especialmente en este asesinato, algo no olía bien.

    La agencia no contenía nada realmente de valor. Un mobiliario simple como cualquier oficina, sin adornos o cuadros de valor, que no fueran los afiches relativos a anuncios colgados en distintas paredes. Además, no se llevaron laptops ni computadoras, ni ningún otro tipo de utilería. La clave de este asesinato quizás no se encontraba en esta oficina, sino más bien en la propia víctima. Sin embargo, se detuvo ante uno de los cubículos, precisamente donde el cuerpo había sido encontrado, buscando alguna pista, algún objeto, o cualquier detalle. La víctima, según lo observado y siguiendo el rastro de sangre dejado por ella, se había inclinado sobre la silla antes de desplomarse en el piso. Méndez observó con detenimiento las manchas de sangre sobre el teclado. Era curioso que solo allí se encontraran. Acercó su rostro aún más, mirando detenidamente cada tecla pulsada. Aunque había sangre esparcida hacia el lado inferior izquierdo del teclado, se observaba claramente que determinadas teclas tenían una huella de sangre impresa en ellas, como si la víctima las hubiese pulsado justo antes de caer al suelo. «¿Es posible que este sujeto las hubiese pulsado antes de morir? ¿Estaría dejando una pista o evidencia de su asesino?», pensó Méndez. Inmediatamente llamó a su compañero.

    —José, deja lo que estás haciendo y ven aquí inmediatamente. Necesito que veas algo.

    —¿Qué sucede? ¿Encontraste alguna evidencia? —preguntó José con curiosidad.

    —Puede ser que sí, o puede ser que no. Depende de cómo se le mire.

    —Voy enseguida.

    Al cabo de cinco minutos llegó José a la escena del crimen y aproximándose hacia uno de los cubículos donde se encontraba Méndez, el mismo donde se encontró a la víctima, observó que este último inclinaba su rostro hacía el teclado de la computadora.

    —¡Ey! ¿Qué ves? —preguntó José a espaldas de Méndez.

    —Dime tú que ves. Acércate un poco más —le indicó Méndez enderezándose y colocando su mano sobre el hombro del joven y empujándole con suavidad hacía el teclado. José fijo sus ojos sobre este frunciendo el ceño.

    —Mmm, no estoy seguro, pareciese que estas teclas fueron pulsadas intencionalmente, ya que son las únicas tecleadas, y esta mancha de sangre aquí abajo se asemeja a la impresión de una mano —comentó José dubitativamente examinando ahora con más interés las manchas de sangre.

    —Eso mismo pienso yo —opinó Méndez—. Anotemos cada letra partiendo de la primera fila del teclado a ver a donde nos lleva. —Dicho esto, anotó la letra E, luego siguiendo la fila, la R, y así sucesivamente hasta formar una palabra incoherente, E R I A G L B. Los dos policías se miraron uno al otro desconcertados.

    —¡Vaya! Interesante, ¿no? —dijo José en tono burlón—. Esto es peor que un maldito acertijo. Quizás estamos sacando falsas conclusiones, y esto fue solo accidental. A lo mejor el tipo trató de levantarse para pedir ayuda.

    —Imposible, no hay un maldito teléfono en este cubículo, además no creo que hubiese llegado muy lejos en el estado en que se encontraba.

    Méndez se quedó por unos segundos pensando con el ceño fruncido y acariciándose la barbilla, mientras miraba a su alrededor. Se alejó de su compañero y caminó hacia el centro de la oficina, justo donde comenzaba el rastro de sangre, y dirigiéndose a José comentó:

    —Es curioso, este individuo no se arrastró hacia el cubículo más cercano, que sería aquel —dijo el detective señalando con la mano el de más proximidad. Y dirigiéndose hacia donde estaba José, le sugirió—. Averigüemos quien utiliza este.

    Méndez y José revisaron con cuidado el escritorio, las gavetas, y todo a su alrededor, incluidas las paredes que contenían dibujos y bocetos, además de notas escritas clavadas con tachuelas. No existían fotografías ni nada que indicara si este cubículo pertenecía a un hombre o a una mujer. Encendieron el monitor el cual exigió una clave para entrar, la cual no sabían por supuesto. No encontraron nombre alguno, sin embargo, dedujeron que debía ser de algún diseñador por los bocetos y garabatos encontrados en paredes y gavetas, como también sobre el escritorio.

    —José ¿Tienes la lista de los empleados?

    —Si, aquí la tengo —respondió José al tiempo que sacaba una libreta del bolsillo de su chaqueta que entregó a Méndez.

    —La primera es Gabriela, diseñadora. Ana la secretaria, Ender el mensajero, Tony administración, Isabel relaciones públicas, Juan diseñador, Alber...

    —¡jefe! ¡Lo tengo! —exclamó José—, dame el papel con las letras escritas.

    Méndez le entregó el papel desconcertado. José lo examinó detenidamente leyéndolo para sí. Sus ojos brillaban como el de un niño que acabara de descubrir un tesoro, y sonriendo saco un bolígrafo y comenzó a escribir sobre el papel algunas letras. Al cabo de unos segundos le devolvió el papel a Méndez.

    —Mira jefe, no puede estar más claro.

    —¡Vaya que eres pilas! —se alegró Méndez, y mirándolo comentó—. Serás joven, pero eres inteligente. Quién lo diría, la chica no es tan inocente como parece. —Seguidamente pronunció las letras E R I A G L B, G A B R I E L A.

    Como a la mayoría de nosotros, seres humanos comunes y corrientes, que llevamos una vida ordinaria, sin más preocupaciones que el de trabajar para pagar las cuentas, llevar comida a la casa, relajarnos viendo televisión, cuidar de nuestras mascotas, tomarnos algunos tragos con nuestros amigos más íntimos, e irnos de vez en cuando, si el dinero y el tiempo lo permite, de vacaciones a alguna playa cercana, Gabriela no imaginaba que no muy lejos de donde se encontraba, tomando una coca cola y fumando un cigarrillo para tranquilizarse y meditar sobre lo sucedido, un par de ojos oscuros de mirada intensa la observaban detenidamente. Kappa la había estado vigilando desde que había salido del edificio. Concentrado en su papel de guardia más el bullicio que se encuentra en cualquier ciudad del mundo, no escuchaba el celular que vibraba dentro de su bolsillo trasero sin parar.

    —¡Epa! ¿Qué pasa? —preguntó sobresaltado Kappa.

    —Dímelo tú —respondió Alfa.

    —La policía todavía sigue aquí, aunque ya se retiraron los forenses.

    —¿Y la mujer?

    —Está sentada en un café al frente de la calle. No ha hablado con nadie y parece nerviosa, no deja de voltear de un lado a otro de la calle —explicó Kappa cercano a un kiosco de periódicos.

    —Bien, no la pierdas de vista —ordenó Alfa.

    —Oye Alfa, ¿puedo saber cuál es el interés en la chica? No es que me desagrade poner mis ojos en semejante mujer, pero no entiendo....

    —¡Escucha! Tú solo has lo que se te ordena, no la vayas a cagar entendido —le cortó Alfa irritado.

    —Tranquilo, todo bajo control.

    Kappa apagó el celular y lo guardó en el bolsillo al tiempo que tomaba un refresco y hojeaba las revistas expuestas sobre el anaquel a un lado del kiosco, sin quitar la vista de la atractiva mujer sentada en uno de los tantos cafés que ocupaban el frente de la avenida. De todos los encargos que Alfa le había ordenado, este era el más satisfactorio. Él no era un pervertido, pero si tuviera la oportunidad se llevaría aquella mujer a la cama. No la perdonaría.

    Gabriela, ignorante del peligro que acechaba tan cerca de ella, no dejaba de preguntarse qué hacer. No quería regresar a su casa, si bien, le encantaba vivir en aquella zona montañosa, rodeada de naturaleza, aire fresco y tranquilidad, no tenía deseos de estar sola, menos aún en aquel lugar que, aunque envidiable para algunos citadinos, estaba bastante retirado, sin otra actividad humana que no fuera la de los campesinos cercanos amigables y sencillos, que labraban la tierra y convertían el paisaje en un hermoso mosaico de tonos verdes que brillaban a la luz del sol.

    Cerró los ojos y pasándose la mano por la frente, tomó una decisión, que, aunque quizás no fuese la más acertada, era la única que se le ocurría después de meditarlo por unos minutos. Tomó su celular y marco un número sin buscar en sus contactos, este se lo sabía de memoria.

    Elena conducía muy lentamente su avejentado y descolorido 4 x 4 a través de la autopista, hoy el tráfico estaba insoportable. Colocó un CD de música Pop en el reproductor para relajarse. Bajo la ventana, encendió un cigarrillo y decidió tomarlo con calma, no tenía sentido estresarse. Mientras aspiraba su cigarrillo con resignación sonó su celular. Se colocó el cigarrillo en la boca mientras que con su mano derecha lo buscaba dentro de su bolso, colocado en el asiento continuo sin quitar la vista al frente.

    —¡Hola!

    —Hola Elena, soy yo Gabriela —dijo esta con voz apagada y nerviosa.

    —¡Hola Cariño!, ¿cómo está todo? Tenía días sin saber de ti —dijo esta alegremente.

    —¿Dónde estás? Necesito... —Hizo una pausa—. Bueno, este... —Gabriela aspiró profundamente.

    —¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? Dime Gabriela —preguntó Elena preocupada. Reconocía por el tono de voz de su amiga que esta estaba nerviosa y angustiada.

    —Ha sucedido algo muy... No sé ni cómo empezar —respondió Gabriela nerviosa sin saber que decir.

    —¿Dónde estás? —preguntó Elena con preocupación.

    —Estoy cerca de la oficina en un café.

    —OK, no te muevas de allí, te pasare buscando. No sé cuánto tiempo me tarde, pero espérame.

    Al colgar el celular, Elena se quedó pensando en su amiga bastante preocupada. ¿Qué le habrá ocurrido, para estar tan nerviosa? Conocía a Gabriela desde hace unos cinco años, y a pesar de la diferencia de edad que existía entre ellas, su amistad había crecido enormemente desde entonces. Se llevaban muy bien, no solo porque Gabriela era una chica independiente, segura de sí misma, agradable y cariñosa, y que, a pesar de las dificultades encontradas y experiencias vividas, había superado los obstáculos y hallado su camino en la vida, sino porque Elena era única. A sus cuarenta y siete años, Elena había experimentado y vivido aventuras increíbles en su juventud, desde fumar marihuana, inhalar cocaína, probar el LSD, practicar deportes extremos, tener sexo sin compromiso, pasar un corto tiempo en la cárcel, hasta viajar por casi toda Europa con una mochila al hombro y poco dinero en el bolsillo.

    Elena era una mujer espontánea, de mente abierta, amistosa y despreocupada, que no se inquietaba por las cosas insignificantes de la vida. Había aprendido a disfrutar de ella amando las pequeñas cosas que la misma le ofrecía, sin embargo, a pesar de todo ello, su sentido de la responsabilidad y el respeto por la vida de otros estaba muy arraigado dentro ella. Era una mujer sencilla y humilde que no alardeaba de sus proezas o virtudes y reconocía sus defectos y errores. Vestía de manera informal, sin joyas o adornos, le gustaba el Rock y el Pop, y aparentaba mucho menos edad de la que realmente tenía, quizás debido a su espíritu joven y aventurero, razones por las cuales a Gabriela le agradaba tanto, ya que, no hacía juicios ni aplicaba moralismos a nadie, pues su lema era que cada quien escogía la vida que quería y ella no era quien para juzgar a nadie. Gabriela se refería a ella como su amiga la hippie, más por su filosofía de vida que por su apariencia, y aunque no lo era realmente, era una manera cariñosa de llamarla.

    Al cabo de media hora Elena recogió a Gabriela y se dirigieron a un apartamento en una zona tranquila alejada del centro donde Elena vivía sola desde su divorcio. No era muy grande, pero si muy acogedor, con montones de libros que llenaban los estantes, casi todas novelas de misterio, un televisor pantalla plana, una mesa de madera avejentada, grandes cojines de diferentes colores alrededor de esta y algunas ilustraciones de Norman Rockwell que colgaban en una de las paredes.

    Durante el trayecto, Gabriela le había contado a Elena sin muchos detalles lo que había sucedido, sin embargo, no fue sino hasta que se acomodó en uno de los cojines del apartamento, que Gabriela comenzó a hablar apresuradamente de lo acontecido.

    —No puedes imaginar lo que sentí. Todavía no lo puedo creer. No puedo sacarme de la mente el cuerpo de Miguel allí tirado bañado en sangre. Es espeluznante —le decía Gabriela inquieta apoyando los codos sobre sus rodillas mientras se pasaba las manos por el rostro y el cabello.

    —La verdad cariño no sé qué decirte, estoy sorprendida, pero creo que lo que necesitas ahora es calmarte y tengo justo el remedio para eso. —Dicho esto, Elena se levantó y se dirigió a la cocina, al cabo de unos minutos, apareció con una botella de whisky y dos vasos con hielo. Sirvió el líquido amarillento en sendos vasos alargándole uno a Gabriela quien la miró expectante—: No me mires así, no hay nada mejor que un whisky para calmar los nervios, quizás hubiese sido mejor fumarse un joint (porro), pero ese hábito ya lo dejé atrás junto con mi juventud. Anda, échate un buen trago y relájate.

    —¡Relajarme!, como si pudiera. Me han pasado muchas cosas en mi vida, pero nunca algo semejante —dijo Gabriela exasperadamente secándose las lágrimas que amenazaban con salir incontrolablemente—. Esto sucede solo en las películas o en los libros, no en la vida real.

    —¡Oh, sí que pasa!, pero siempre le pasa a otro, así que cuando nos pasa, no lo podemos creer —comentó calmadamente Elena. No era que no le preocupaba lo que le acontecía a Gabriela, pero no quería asustarla ni preocuparla más de lo que ya estaba.

    —Y para colmo, ese malintencionado policía insinuó que yo tenía algo con Miguel. Casi me acusó de asesinar, el muy hijo de puta —comentó con rabia Gabriela.

    —Bueno, tranquila mi niña. La policía solo hace su trabajo, y para ellos todos somos sospechosos si nos encontramos en la escena del crimen —dijo Elena mientras se sentaba junto a Gabriela tomando una de sus manos y colocando su brazo sobre los hombros de esta acariciándola como una madre hacia su hija.

    —Elena, Miguel era como un padre para mí, siempre me apoyo y ayudo en los momentos difíciles, ¿quién quiso asesinarlo? Y ¿Por qué? —Dicho esto, Gabriela no resistió más y lloró, apoyando su rostro en el hombro de su amiga.

    Al otro lado de la calle Kappa vigilaba escondido entre unos matorrales. Había seguido a las dos mujeres en su moto, guardando cierta distancia para no ser descubierto. La motocicleta la había ocultado a una cuadra de allí en un terreno baldío. No entendía que pretendía Alfa con esto, cuál era el interés en la joven, sin embargo, las indicaciones eran claras, solo debía vigilar y reportar a Alfa cualquier acción que esta última tomase. Habían pasado unas horas desde la llegada de las dos mujeres al apartamento. Temía, que, debido a las circunstancias, permanecería allí toda la noche. Llamó a Alfa en espera de nuevas indicaciones.

    —¿Sí? ¿Qué sucede? —preguntó Alfa.

    —No sucede nada, eso es lo que pasa —respondió algo molesto Kappa. Se sentía nervioso y algo ansioso de permanecer allí durante tanto tiempo. A pesar de estar acostumbrado a este tipo de trabajo, no le gustaba estar allí sin hacer nada.

    —Si no sucede nada, ¿para qué me llamas entonces? —preguntó Alfa irritado—. No te quejes que para eso te pago. ¡Me importa un carajo si tienes que pasar allí toda la noche! Solo sigue mis instrucciones, no pierdas de vista a la chica, ¿entendido?

    —Está bien, no la perderé de vista, no te alteres —dijo resignado Kappa.

    —Si hay algún cambio me llamas, sin importar cuál.

    Kappa, dirigiendo su mirada hacia el edificio, se preguntaba, ¿qué estarían haciendo esas dos mujeres? Sentía curiosidad por saber de qué estaban hablando, pero no podía acercarse, y menos aún subir. No podía levantar sospechas entre los vecinos. Cualquiera podría llamar a la policía y él se metería en graves problemas, ya que su expediente descansaba desde hace tiempo en la comisaría por otros delitos. Ya había pasado algún tiempo encerrado en aquel infierno y no quería por nada del mundo regresar allí.

    A unos kilómetros de distancia, sentado en un café en una de las avenidas del centro, Alfa meditaba acerca de todo este asunto. Él y los otros del grupo se habían separado, era mejor guardar la distancia por unos días hasta que las cosas se calmasen un poco. No sabía realmente lo que Delta estaba buscando, pues este no le había dado mucha información, pero de lo que, si estaba seguro, era que debía ser sumamente importante para asesinar por ello. En fin, a él no le pagaban para pensar, sino para actuar, y si había una buena cantidad de dinero de por medio, él haría lo que estuviese a su alcance para conseguirlo.

    Mientras se tomaba un café y se relajaba pensando en el dinero que iba a recibir sonó su celular. Habían acordado utilizar celulares no rastreables, así como también, desecharlos una vez usados por corto tiempo, no podían correr el riesgo de ser interceptados por la policía.

    —Nos vemos en el lugar indicado en una hora. Nuevas órdenes —habló Omega rápidamente.

    —Bien, allí estaré —respondió Alfa con la misma rapidez.

    Dicho esto, pagó el café y salió a la calle, tomó el metro asegurándose que nadie sospechoso lo siguiera. No había que subestimar a la policía. Algunos eran como perros sabuesos olfateando criminales desde lejos, y él era uno de ellos. No escogió ser un maldito criminal, pero su vida había sido un desastre desde el día que nació. Su madre era todavía una niña de 15 años cuando se embarazó y su padre un borracho y drogadicto sin remedio. Aún recordaba las golpizas que recibía su madre cuando aquel miserable perdía el control, o no tenía que consumir. A los 12 años se fue de su casa, no solo, porque no soportaba ver a su madre llorar, sino porque su padre casi lo mata a golpes en una ocasión cuando no había tenido suerte en conseguirle algo de droga. Desde entonces vivió en la calle, robando para comer, y luego de algunos años, para tener todo aquello que deseaba. Ya de adulto se unió a una banda de narcotraficantes y terminó, a través de buenos contactos, haciendo trabajitos para gente importante y poderosa quienes, a pesar de las apariencias, no eran mejores que él.

    Sentado en su oficina, el detective Carlos Méndez mantenía una conversación con su compañero,

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