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El Rugido Del Jaguar: El Soldado
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El Rugido Del Jaguar: El Soldado
Libro electrónico259 páginas4 horas

El Rugido Del Jaguar: El Soldado

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Estimado lector, mi nombre real y verdadero es Rene Silva. No les estoy escondiendo nada de nada, a lo que ustedes están leyendo es a solo un movimiento de la yema de su dedo para dar vuelta a la siguiente hoja y trasladarse en un viaje hasta mediados del siglo XX, el año 1950. ¿Preparados?

Esta es una historia real y verdadera, con nombres y apellidos, que, aunque ustedes no los conozca —o tal vez no les interesa conocerlos— se darán cuenta de las penurias que viven nuestros pueblos latinos que, aunque no igual… semejantes. Miseria, hambre, robos, motines, y asesinatos porque la economía, la sociedad, la cultura, no se ha tomado el tiempo para dedicarle a sus conciudadanos un poco de la educación, aunque sea básica, lo que es necesario para saber distinguir por su propia cuenta, lo que es el bien o el mal.

Fue una lucha dura y cruel en contra de la hiena asesinas, vamos a hacer un compromiso… ustedes adquieren mi libro, y yo me comprometo a mantenerlos ocupados y en suspenso, página tras página, hasta su final, ¿trato hecho?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2020
ISBN9781643343587
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    El Rugido Del Jaguar - Rene Silva

    Esta es una historia autobiográfica que tiene lugar en la Gran Sultana, Granada, Nicaragua y les voy a narrar básicamente la historia de cómo fue mi vida, en los años que estaba viva mis ansias de ser alguien en la vida, dar una bocanada al aire que respiramos, no solo para mantenernos vivos, sino, que mirar al presente y soñar con un futuro que hasta esa fecha era incierto, por las condiciones, primero de nacimiento, económicas y sociales que existían para ese entonces en mi tierra natal, en mi patria querida, Nicaragua. 30 de octubre de 1950: nací yo, Rene Silva Pereira, doce del día, bajo un caluroso sol de ese día, en que las calles de la Gran Sultana, todavía polvorientas y arenosas del barrio El Caimito, me daban la bienvenida en un cuartito pequeño, donde daba cabida a la extensión de un petate o una tijera de lona.

    Mi Sultana está a las orillas del Gran Lago Cocibolca, besándole los pies al arrogante y altivo Sultán, volcán Mombacho. Mis padres, Filomena Pereira Quintanilla, originaria de la ciudad de León, y verdaderamente una leona en la cocina, y de quien su cachorro cogió sus dotes, en la misma fui su ayudante; y Manuel Silva Mendoza, Talabartero de profesión, y zapatero remendón de ocasión, y de quien obtuve mis conocimientos en talabartería y también de zapatero remendón, por rebuscar para la libra de frijoles, de la ciudad de Managua, de origen humilde y trabajadores, tuvieron la responsabilidad de darle de comer y educar a nueve hermanos, yo soy el mayor de ellos; Gloria Elena, Vilma del Rosario, Manuel Antonio, Teresa, Edgar Eugenio, Luisa Auxiliadora, José Ángel y Esperanza, tarea no muy fácil que afrontaron como verdaderos padres responsables.

    La responsabilidad los atacó a mi temprana edad cuando a mi primer año de vida, el flagelo de la niñez de esos tiempos, la Poliomielitis se hizo presente con sus síntomas en mi pequeño y frágil cuerpo, y entre susto y susto porque la falta de conocimiento de mis padres que no conocían por completo de que se trataba, recurrían a la medicina casera y consejos de alguna persona mayor, los Curanderos de aquella época, recurrían a ciertos brebajes y menjunjes que se entremezclaban, la brujería y la experiencia del uso de hierbas medicinales, hasta sacrificios de algún pollo, para hacerme algunos tratamientos, que hasta me rascaban la planta de los pies con patas de pollos, que, según las curanderas de ese tiempo, era bueno hacerlo y le aconsejaban el tratamiento.

    Así pasaron dos años y no sé si por ello, la fe, o el hambre, porque después que mataban el pollo, me lo daban a comer, y no sé si es por eso que me encanta el pollo. Gracias a Dios y la alegría de mis padres, me curé. Me quedó un leve defecto en el pie derecho, que apenas visible, renqueo un poquito, casi nulo a la visión humana, pero me curé, aprendí a caminar y a correr. Nunca es tarde, pero aprendí, en el patio de la casa, que comunicaba con los vecinos, era grande. Eran esos espacios de terrenos que todavía existen en Granada, amplios, ese patio daba albergue en sus huecos de las paredes de la cercas de Taquezal y piedra cantera que bordeaban la división del vecino, existía los Garrobos, iguanas que llegaban a comer las frutas que caían de los árboles.

    Ya para entonces a mis cuatro años, alguien me regaló un perrito con el que jugaba, me enseñó a correr y a perseguir a los garrobos, iguanas, zorros cola pelada, etc., hasta cansarlos y atraparlos. ¡Y no me lo van a creer!, algunas de las frutas como el níspero que caían del árbol, los recogía y a esa edad ya comencé a hacer negocios. Se los vendía por un chelín o los cambiaba por tortillas con la Mercedes Jocota, yo no sé por qué la llamaban así, pero era popular y todos la conocíamos así, como La Jocota. En alguna ocasión, me salió hasta el Diablo en casa de la Baba, así le llamaba porque era un nombre largo.

    Doña Ana Julia Vejarano y su hija Rosa Emilia Vejarano, eran como mis abuelas, me cuidaban cuando mi madre salía a trabajar. En el centro del patio de la casa, habían unos tendederos de piedras, y por supuesto que eran escondederos de garrobos e iguanas, y, ahí estaba yo, atrapaba una iguana, la mataba, y la tiraba a las brasas del carbón para quemarle el cuero y pelarla, la cocina quedaba al fondo de la casa, y me sentaba a esperar que se soasaran; pero mientras eso ocurría, en una ocasión, en la parte media del corredor, se me apareció un hombre alto, negro, gordo, pelón y con los ojos como si fueran un par de brasas rojas encendidas y me llamaba y estiraba el brazo, yo corría a los regazos de cualquiera de ellas, y les decía el Diablo, el Diablo, pero ellas no lo miraban, solo yo, lo miraba caminar hacía la cocina y me robaba la iguana, se la comía al momento, y ellas no se explicaban como la iguana desaparecía, porque no lo miraban. Me pasó en dos ocasiones, sin resultado, no sé en realidad si eso pasó, lo que sí sé es que las iguanas desaparecieron… para mí, que el Diablo en realidad se las comió. Más adelante entendí y comprendí que tenía que vivir con él durante toda mi vida, porque también el Diablo era hijo de Dios, era un ángel renegado, por tanto era mi hermano también, porque todos somos hijos de Dios.

    Transcurrió el tiempo sin altas ni bajas, jugando, corriendo, llegó el nacimiento de mi hermana Gloria Elena. Nos llenó de más alegría, y después la Chayo, Vilma del Rosario.

    A mis cinco años a mi padre le ofrecieron un trabajo mejor pagado en la ciudad de Matagalpa, razón por la cual tuvimos que emigrar a la Perla del Septentrión, a comenzar de nuevo. Ahí don Gustín nos tenía alojamiento en otro cuarto muy parecido al de Granada, ahí acomodamos los petates y dormíamos en el suelo, un poco más abrigados porque para ese entonces, 1955, era helado; ahí sí en realidad era más fresco todo el día.

    Llegó el tiempo de la escuela, tiempo también de conocer amigos, maestros, y nueva gente en general. Mi primera maestra fue doña Lola, esposa de don Gerónimo, músico de profesión. La maestra era bien estricta, si no ponías atención, ahí estaba la coyunda o la regla, y de vez en cuando un jalón de oreja o de patilla. Mis primeros amigos ahí los hijos del Chino Pond y doña Adela, y también los hijos de doña Ana, el chino Ufion, Omar Montes, primo de Heliodoro Montes, Lino, Armando y Rafael.

    Mi segunda maestra fue la señorita Marina Cardoza, la que en realidad fue la que me enseñó a leer, después pasamos el grado y su hermana Floriselva Cardoza, continuo con la primera educación, ahí conocimos otros amigos y la revoluta se hizo grande; jugábamos por las noches el escondido, 1,2,3 punto tres, y la que más me gustaba jugar era… Arriba la pelota, con ese juego comencé a coger más resistencia para mis pulmones, piernas, y la mente, porque era de carreras, atrapar y liberar a los compañeros del otro bando que se llegaba a formar de entre tres hasta de diez jugadores. Ahí aprendí la táctica de como liberar a mis compañeros atrapados, que hacían una línea tocando un poste de luz que hacía de retén y custodiada, por la otra parte del bando, si lo conseguía, tenían que buscarte y atraparte otra vez, y significaba correr un poco más hasta el cansancio, porque la corridas se extendían por toda la ciudad, y de ahí que conseguí fortalecer mi mente y mis piernas para la dura realidad que se iba a presentar en el desenlace de mi vida.

    Y así transcurrió mi niñez, estudiando, ayudando a mis padres a hacer las tareas del diario acontecer; ya no dormía en el suelo y nos mudamos a una casita con más comodidad que llegó con la prosperidad del trabajo y el sudor de mis padres, que nos dieron la razón para que mi padre abriera su propio negocio de talabartería y zapatería y nos mudáramos de nuevo al barrio del Mercado Viejo. Ahí me tuve que ejercitar duro porque el agua se escaseaba, y tenía que recoger agua para el consumo del día, y con dos baldes me levantaban a las 4:00 de la mañana para ir a jalar el agua a dos cuadras de distancia, de eso pasaba los 7 días de la semana, y eso sin contar que era el niñero de mis hermanos menores en turno, y me tocaba pagar los patos si algo le pasaba a alguno de ellos, así que era otra responsabilidad que tuve que asumir. Sirvió para ayudarme un poco a formarme el carácter de cooperación para la familia y los demás.

    Así nuevos amigos como los Gonzales, don Isidro y Lucila, sus hijos Rosario, Marta, Deyanira, Uriel, doña Pastora y Pin, La Moncha y Moncho, Rosario y sus hijos; bueno, en fin, ya para ese entonces era el líder de la manada del barrio y la rebuscaba, lustrando zapatos, chapeando patios de los vecinos y vendiendo naranjas peladas sentado en una esquina que me ponía mi madre con una pana con cien naranjas, y las vendía todas; por la tarde me daba otra pana más pequeña cargada de elotes, y me iba a la entrada del cine Margot o Teatro Perla, dependiendo la película a presentar en ellos, buenas películas, más clientes, y además que el tiquetero me dejaba ver la película gratis.

    También mi madre con su cocina le daba de comer a casi a todos los empleado de la administración de Rentas, o a varias personas que cuidaba, yo era el encargado de llevarles la comida los tres tiempos, además que cocinaba por cada día de la semana comidas especiales como la carne en vaho, tortuga, iguana en pinol, mondongo, sopas, y por supuesto yo era su ayudante; además de hacer las entregas de las comidas a su hora, porque mi padre se iba donde sus amistades anunciando la comida del día que tocaba, de esa fue la forma que mis viejos queridos con mucho sacrificio nos dieron escuela para la educación, y a respetar a nuestros semejantes. Los dos eran muy responsable y estrictos.

    En tiempo libre, me llevaba a los otros chavalos del barrio a los cerros a cazar iguanas, o garrobos, a pescar al río. A Rene Chunito Arauz le habían comprado un rifle de balines, y al disparar con ese rifle, lo hacía de forma nata, como que ya me habían enseñado, y entonces a esos chavalos, les causaba admiración y me gané el respeto y admiración con todos ellos, porque les enseñaba a disparar.

    Mi adolescencia la inicie en la Escuela Superior de Varones, una escuela pública que ha sido la responsable en educar a todos los Matagalpinos de escasos recursos. Ahí fue donde se forjó y lo siguen haciendo, a los profesionales y técnicos con los que cuenta la ciudad de Matagalpa, que con mucho orgullo recuerdo aquel staff de maestros desde el primer hasta el sexto grado, ahí fue donde tuve el honor de darle un Galardón de Oro, al ganar el primer lugar en las carreras en las que participé, fue una de las primeras competencias deportivas que participé a nivel colegial de la ciudad. Esos actos deportivos fueron inspirados por el Colegio San José de Matagalpa, en la cual participaron todos los colegios y escuelas públicas de Matagalpa, de ahí que ya estaba en sexto grado y ahí en la escuela, también conocí a Celso Martínez, Luis Williams (cariñosamente lo llamábamos Cachete); íbamos a aprender a nadar a la Poza LLamada, la Cagalera, la Compuerta, el Salto, La Pedorra. Ya para ese entonces corría el año 1965.

    También en el Mercado Viejo vivían la Familia Muñoz, don Luis y Azucena —doña Sheena la llamamos por cariño—; la familia Mendoza, don Jesús (Chuno) y doña Ticha, padres de Danilo, Lesvia Mendoza, y sus hermanos, doña Marina Siles, modista costurera profesional, madre de Ruth, Ángela, Julio, Jhony; todos me querían mucho y el respeto y cariño era mutuo. En ese barrio se vivía alegre y tranquilo, lo extrañaré siempre, pues ahí me crie y nacieron el resto de mis hermanos.

    El bachillerato lo comienzo en ese mismo año en el INEP, Instituto Eliseo Picado, llamado también popularmente El Coloso del Norte. Ese primer año fue lleno de emociones, de grandes sueños, porque comenzaba un nivel más elevado de mi formación educativa, conociendo más amigos, profesores de otro nivel educacional, tanto intelectual como de educación física. Me gustó bastante las competencias de pista y campo, comencé un entrenamiento propio, corriendo con los atletas más experimentados de ese tiempo, como lo eran Julio Baldelomar, Evenor Gutiérrez, Agustín Laguna, Fredy Zelaya, Carlos Rivas, que eran corredores de resistencia, de carreras y distancias de largo alcance, por tanto, ameritaban un entrenamiento riguroso, largo y constante.

    Me levantaba todos los días a las cuatro de la mañana, me iba a la carretera del INEP, y de ahí salía con rumbo a Managua, o carretera a Jinotega. Comencé con cinco kilómetros hasta el Puente de Wawaly, ida y vuelta, así que me registré para correr en las competencias de celebración de aniversario del INEP, del 4 de julio del 1965. Mírese bien como comenzó a influir en mí esa fecha, 4 de julio. Era la categoría juvenil, pero habían registrado para competir la crema y nata de esas competencias y por tanto, más experimentados, como lo eran Fredy Zelaya, Bayardo Casco, Agustín, Carlos, Avener Blandon, etc. El favorito a puerta abierta era Fredy, pero yo entrené en secreto por las madrugadas, así que nadie sabía de la resistencia que tenía. Fue tan rotunda que los barrí, me los llevé de pecho, les monté dos vueltas al estadio que ahora se llama Chale Solís, y que eran un total de 15 vueltas. Gane el primer lugar, y otros primeros lugares. Me convertí en Campeón Regional de Jinotega, Estelí y Matagalpa.

    Conforme pasaba el tiempo y resistencia adquirida, le fui dando hasta Sebaco y Jinotega, ¿distancia? 25 y 32 kilómetros respectivamente, y lo hacía todos los días, ida y regreso… al regresar pasaba directo a La Poza del Chivo a nadar cruzándola dos o tres veces, regresaba a mi casa a prepararme para ir a clases.

    Recuerdo una anécdota que, cuando fue el entrenador de educación física el Profesor Rene Leclair, corriendo ya con los campeones de diez kilómetros, Avener Blandon, Choza, subiendo la carretera a Jinotega, pasé a Choza, y me llamaba pidiéndome que lo esperara, pero me hice el sordo y los dejé. Cuando ya casi llegábamos al tope de la subida que faltaba como medio kilómetro, solo me quedaba adelante Avener Blandon, y aquel cuando miraba para atrás, se asustó, y comenzó a apretar. El profesor Leclair se dio cuenta que ya lo iba a pasar y, para no herir amor propio se adelantó en su carro, y nos paró antes de que yo aventajara a Blandon; yo era un chavalo de dieciséis años.

    Para las vacaciones jugábamos fútbol, o nos íbamos a vagar a subir los cerros aledaños a Matagalpa. El Calvarío, Apante, Piedra Colorada, así nos manteníamos con entrenamiento, y también en esa época, como le llega a todo muchacho joven, conocí a una muchacha de nombre Diana María Rodríguez, y por primera vez en mi vida que sentí papalotear la mariposa del primer amor de estudiante, de chavalos que ya se sienten hombrecitos, y se hacen ilusiones, pero todo llegó hasta ahí; un noviazgo fugaz, como dice la canción, Amor de Estudiantes.

    También me mantenía concentrado en mis entrenamientos de atletismo y fútbol, que no me emocioné mucho en ese particular, pero si me encendió la llama de fijarme en el sexo opuesto, y salíamos con mi brother Roberto Cortedano, quien rascaba la guitarra, y yo le hacía de cantante, y andábamos poniéndole serenatas a las muchachas o por las noches nos paraba algún chófer que paseaba con su novia y le cantábamos algunas versiones de aquel memento.

    En el año 1967, cuando jugábamos fútbol, yo jugaba también como portero, y en unas de las tiradas o arrastradas que me di, me raspé todas las rodillas, y como no las cuidaba adecuadamente, cogí una infección en ellas, lo que me llevó a estar fuera del campo de entrenamiento por las calenturas y llagas que tenía. Ya era para el mes de junio, y no había entrenado nada de nada, por lo que para las competencias del 4 de julio, corrí todavía con temperatura alta y no le decía nada a nadie, lo que me llevó a quedar en segundo lugar en la competencia que la ganó con gran alegría mi gran amigo Daniel Aldana.

    Ese año fue crítico para mí, el profesor nos comunica que íbamos a participar en las competencias nacionales, que nos preparamos para el 12 de octubre. Fueron tres meses de preparación con alta y bajas con mi problema en las rodillas, no me preparé adecuadamente, y para colmo en el viaje a Managua, se descompuso el bus en que viajábamos, y llegamos un poco tarde y con hambre; ya serían como las tres de la tarde, nos vamos al Instituto Ramírez Goyena y nos dan de comer, recuerdo tallarines con pollo, ya eran como las cinco de la tarde, y mi carrera comenzaba a las ocho de la noche, llegamos al Estadio Nacional, a las siete de la noche, yo todavía eructando los tallarines y mirando asombrado el montón de estudiantes de todos los colegios de los rincones de Nicaragua, y por supuesto, los cadetes de la Academia Militar, toda una escuadra iba a participar en los diez mil metros. Nos dan las instrucciones de la carrera, teníamos que dar veinticinco vueltas al campo del estadio, si te dejabas montar una vuelta, estabas descalificado, no había para más.

    Nos llaman a la línea de salida; en sus marcas, listo, y el disparo… la táctica mía era no salir peleando el primero, mantenerme en el grupo cabeza, y acelerar al final. Llegamos ya a la vuelta diecinueve, llevo la delantera, peleando, con el uno, con el dos y el tercero, pero voy fatigado con el relleno de tallarines que me había comido, y se me vienen las fatídicas ganas de vomitar, y tengo que hacerme a un lado, sacar el montón de tallarines que me había comido tan tarde y tan cercanos a la carrera. Se me acabó el mundo, se me acabaron las ganas, se me acabaron los sueños de llegar primero, y ahí terminó la noche para mí, con la cola entre las piernas, pero con ansias para el año próximo.

    Ya de regreso en Matagalpa, seguimos con los juegos de fútbol en una pequeña Liga Juvenil de los barrios aledaños de la ciudad, ahí jugaba con el equipo que bautizamos como el Ixtac, lo conformábamos: los hermanos Arguellos, Rafael (alias Frijolón) y Salvador (Frijolito), los hermanos Cascos, Bayardo y Uriel, Jorge Alvarado (El Chaco), Absalón Gutiérrez (Chupeiman), William Zapata (Mulabaya), Oswaldo Benavidez, Abilio Herrera (La Pulga), Julio Moya, David Zuniga (Camión) y yo; me apodaban la Araña Negra. Por las noches íbamos al INEP (Instituto Nacional Eliseo Picado) Viejo, El Coloso del Norte, a ver los juegos de Basquetbol, en donde conocí un par de muchachas muy bonitas, Floriselva y Gladys Arauz. Nuevamente se me encendió la chispa de la vida, el amor; quedé flechado de por vida por Floriselva. Después lo trasladaron a su nueva construcción en las afueras y orillas del Hospital San Vicente de Matagalpa.

    En uno de los juego de fútbol, me dan una patada en la costilla izquierda que llegó a reventármela, me trataron de emergencia en el Hospital, y en lo que tuve en continuas visitas al doctor Guillermo Pemudy, en el tratamiento de la misma. Un día, en la espera de atención, me puse a leer revistas y libros que había en la sala de espera, y me encontré un libro que de título decía La academia militar de Nicaragua. Me lo leí de principio a fin, hasta se lo pedí prestado al doctor. En este libro hablaba todo lo bonito, bello, oportunidades de estudio en el extranjero, eran las mil y una noches, que me entusiasme tanto, que ya cuando lo leí, le dije a mi madre, Mamá, cuando me cure y ya terminé el segundo año, quiero irme a la Academia Militar de Nicaragua. ¡¡¡¿Quééé?!!!, me respondió, como que le había salido el Diablo, Vos estás loco, decile a tu papá.

    Por el momento me quedé callado hasta recuperarme totalmente, ya recuperado de todo eso, fue mi mismo padre quien me habló y me preguntó que si era verdad que quería entrar a la Academia Militar de Nicaragua, a lo que le respondí afirmativamente, y comenzó una pequeña charla entre mi viejo y yo; de lo bueno y lo malo que sería mi participación como aspirante a cadete de la misma, a lo cual yo respondí con entusiasmo a mi nueva ambición y meta, de ser un graduado de la Academia Militar de Nicaragua. Recuerdo que entre chistes y gracias me decía que ahí me iban a levantar a la cuatro de la mañana a correr y hacer ejercicio, le contesté que yo lo hacía a la tres de la mañana, en la madrugada, para ir a correr a la carretera; que me iban a pelonear —yo usaba pelón— mi pelo, que me le iban a echar saliva a la comida, etc. Y al final me dijo Está bien, preparate que yo voy a hacer lo necesario en los trámites que tengamos que hacer. ¡Aleluya! Fue la alegría más grande que me había regalado hasta ese momento.

    Y así me comencé a preparar mentalmente, físicamente, psicológicamente, espiritualmente y de todo un poco de lo terminado en mente. Porque escuchaba en el INEP, en las calles de Matagalpa, el fracaso de otros amigos Matagalpinos que en su intento de ser un servidor de la patria, les había sido truncado por lo fuerte de aquel entrenamiento, y que por alguna falla en su preparación; no lo lograron. Comenzamos a los detalles más importantes para aquel magno acontecimiento, fui a hacer el examen de admisión y físico. Una vez aprobados, a la espera del famoso y bendito telegrama con la fecha de admisión.

    Y así, llegó el año 1968. El 15 de abril de 1968, fue el día en que se paró el reloj en mi mente, en mi corazón, en todo mi mundo, se congeló el sol, y sentí que se habría el mar cuando atravesé aquel portón de la entrada al Alma Mater que se abrieron como dos brazos apretándome fuertemente abrigándome con aquel calor que recorría

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