Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Ella era el diamante
Ella era el diamante
Ella era el diamante
Libro electrónico329 páginas4 horas

Ella era el diamante

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Sandra Guerrero es una mujer con un trabajo exigente, acostumbrada a abrirse paso en un mundo liderado por hombres. Su temperamento fuerte y su carácter retador han hecho de ella una mujer impetuosa e independiente, que no permitirá que nadie dirija su vida.

Gonzalo Cedeño, serio, observador y meticuloso, es un hombre adicto al trabajo y al placer sin compromisos, que no está dispuesto a cambiar ni un ápice su vida. Apegado a una vida nómada, no tiene intención de asentarse en ninguna parte.

Los dos empezarán a sentirse muy atraídos físicamente y, con el tiempo, los sentimientos se harán más intensos. Pero cuando surge el amor, un inevitable acontecimiento cambiará sus vidas para siempre
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ene 2023
ISBN9788419545008
Ella era el diamante

Relacionado con Ella era el diamante

Libros electrónicos relacionados

Romance para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Ella era el diamante

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Ella era el diamante - Sarana Alter

    Capítulo 1

    Sandra

    Piiiiii, piiiii, piiiiii… Piiiiii, piiiii, piiiiii…

    ¡¿De dónde demonios viene ese ruido?! Me giré en la cama molesta. No sabía muy bien dónde me encontraba, ni de dónde provenía aquel sonido que no cesaba.

    —¡Sandra, apaga la maldita alarma! —escuché la voz de Bego desde la litera de abajo.

    Abrí los ojos de golpe y vi que estaba en el cuartel. Habíamos llegado por la noche de unas maniobras y me encontraba en el barracón con algunas compañeras más. Bego y yo teníamos la residencia aquí, pero habíamos llegado tan cansadas que decidimos hacer la noche en el cuartel para no tener que conducir hasta casa. De repente, entró el sargento Gustavo Torres. Pese a su edad, tenía una constitución fuerte y su aspecto era rudo. Sus ojos eran pequeños y de un color azul tan intenso como el más profundo océano. Tenía el pelo cano y escrupulosamente peinado hacia atrás. Llevaba muchos años en el ejército y eso se reflejaba en las marcadas arrugas de su envejecida piel. Se le conocía por ser muy autoritario y, desde luego, entre sus virtudes no se encontraba la paciencia. Por lo que cualquiera bajo su mando intentaba responder ante la mínima orden suya en el menor tiempo posible.

    Al verlo parado en el umbral de la puerta, Bego y yo nos pusimos en pie rápidamente y bajamos de las literas junto con el resto de nuestras compañeras para cuadrarnos frente a él.

    —Buenos días, soldados.

    —¡Buenos días, señor! —contestamos todas al unísono.

    —Es hora de empezar el día. Vestíos e id, sin perder un segundo, a desayunar. Nos espera un día duro. —Acto seguido se dio media vuelta y salió del barracón.

    Todas empezamos a dispersarnos poco a poco y el ambiente empezó a relajarse. Me dirigí a la litera para hacer la cama, pero antes miré a Begoña. Éramos muy distintas. Yo tenía veintinueve años y ella veintisiete. Y, mientras que yo era bajita, morena y de ojos marrones, ella era corpulenta, rubia y de ojos verdes. Las dos éramos amigas desde el jardín de infancia, nuestros padres habían sido vecinos toda la vida en un pequeño pueblo de Extremadura, Fregenal de la Sierra. Y aunque echábamos de menos nuestra tierra, hacía unos diez años que vivíamos en Mallorca, una isla que nos enamoró desde el primer día.

    Sentí una punzada sobre los ojos, una pequeña jaqueca, así que me masajeé las sienes con las yemas de los dedos mientras continuaba parada viendo cómo Bego hacía la cama. Y recordé la de veces que siendo pequeñas habíamos guardado chocolatinas debajo de los colchones. Obviamente los dulces eran algo que teníamos limitado cuando éramos unas niñas, pero siempre nos las ingeniábamos para salirnos con la nuestra. De nuevo, me asaltó una punzada sobre los ojos.

    —¡Madre mía, qué dolor de cabeza… ¿Qué hicimos anoche? —Miré hacia mi litera sin muchas ganas de hacerla. La noche anterior habíamos estado bebiendo algo con los chicos y ahora me estaba pasando factura.

    —Tienes razón, Sandra… ¡A mí me duelen hasta las pestañas! ¡Bebimos como si no hubiese un mañana! —dijo mientras continuaba estirando las sábanas.

    Terminamos de hacer las camas y nos vestimos con el uniforme. Me puse el pantalón de camuflaje color tierra y la camisa. Cogí el cinturón y me lo ajusté alrededor de la cintura. Me agaché para recoger las botas, que estaban a los pies de la cama, y me las calcé. Como era habitual recogí mi larga melena en una coleta en lo alto de la cabeza. Mi amiga, como lo tenía corto, se lo levantó un poco con las manos y se dio por peinada. Ambas nos miramos con una sonrisa en los labios, desde luego no parecíamos el reflejo del erotismo femenino, pero éramos auténticas guerreras. Salimos del barracón tapándonos los ojos con la mano en un intento por frenar la molestia de aquel sol cegador que junto con la resaca eran un auténtico incordio y nos encaminamos hacia el comedor.

    Bon dia, chicas. ¡Arriba esos ánimos! —escuché a Tomeu a mi espalda, a quien más que un compañero, consideraba un amigo. Lo miré de refilón toda enfurruñada, me impresionaba y molestaba a partes iguales que siempre consiguiese estar de buen humor, durmiese o no.

    Una vez entramos en el comedor, escuchamos un jaleo atronador que me hizo de nuevo masajearme la frente con los dedos. Nuestros compañeros eran muy escandalosos, se levantaban llenos de energía y muertos de hambre. Me dirigí con Bego a la parte izquierda del comedor, donde estaban las bandejas plateadas. Cogimos un par y nos pusimos a la cola para coger el desayuno.

    Las maniobras, esa vez nos habían tocado en la montaña y habían resultado agotadoras. Dormimos por parejas en tiendas de campaña, hicimos recorrido topográfico, practicamos combate y caminamos durante horas con una mochila de veinte kilos a la espalda. Afortunadamente, en esas maniobras había hecho buen tiempo y, al menos, no habíamos tenido que soportar la lluvia. Nos alimentamos durante días a base de latas de judías, carne en salsa, lentejas, sopa… Tuvimos suerte porque casi todos los días pudimos comer caliente. Uno de los días nos tocó Tema, así lo llamábamos cuando hacíamos un simulacro de guerra. Usamos la munición de fogueo y nos enfrentamos a una emboscada, desgraciadamente ese día nos robaron las provisiones, así que nos quedamos sin cenar.

    Escuché cómo mi estómago rugía de hambre y miré con ansia los paquetes de galletas del desayuno. No teníamos delante un gran banquete, pero era comida, no nos íbamos a poner escrupulosos. Empecé a pensar en las cosas que comería ahora que volvía a estar en casa: Una hamburguesa doble con queso, un buen filete de carne o helado de vainilla con nueces de macadamia. Mmm… Adoraba ese helado.

    —Cachorra, me comería una vaca. —La voz de Bego me sacó de mi ensoñación.

    —Yo creo que cuando llegue a casa me voy a coronar… Pienso comer hasta reventar —le contesté mientras veía cómo Tomeu, que estaba delante de mí en la cola, se llenaba la bandeja de zumos y paquetes de galletas.

    Nos sentamos los tres juntos en una de las mesas y empezamos a charlar de cosas banales, como siempre hacíamos después de unas maniobras. Hablábamos de nuestras camas, de las almohadas, de una buena ducha. En fin, de las comodidades que echábamos de menos cuando no estábamos en casa. La hora del desayuno se nos pasó rápido y empezamos la jornada. Como acabábamos de volver de maniobras, el día transcurrió muy suave, básicamente nos dedicamos a descargar todas las cosas que habíamos llevado y necesitado durante nuestra expedición. Al final del día, nos dirigimos al barracón para hacer el petate y volver a casa, por fin librábamos.

    —¡Ay, me muero de ganas de ver a Ronco! —Empecé a meter mis cosas en la maleta. Ronco era mi perro mestizo de mastín; su pelaje era la combinación perfecta del color blanco y el canela, pesaba unos setenta kilos y me llegaba por la cintura, adoraba a esa enorme bola de pelo. Lo recogí de una perrera cuando estaban a punto de sacrificarlo y aunque era un perro cariñoso y adorable, no había conseguido ninguna familia que lo adoptase debido a su gran tamaño. ¡No todo el mundo quiere tener un perro de esas dimensiones! Pero cuando lo vi tuve un flechazo y no me lo pensé, me lo quedé.

    —Yo me muero de ganas por llegar a casa, tumbarme en el sofá y tomarme una cerveza bien fresquita. —A Bego siempre le había gustado disfrutar de su «momento cerveza» después de unas duras maniobras. Así que no me extrañó en absoluto que su primer deseo fuese «beber cerveza».

    La miré de reojo con socarronería y, sin poder evitarlo, nos echamos a reír. Recordé el millón de veces que habíamos disfrutado del «momento cerveza» a escondidas de nuestros padres en el pueblo. Veníamos de unas familias con valores muy tradicionales. Según ellos, dos mujercitas no debían beber cerveza y menos si lo hacíamos a morro, pero Bego y yo nunca hicimos caso de aquellas anticuadas imposiciones.

    —Anda, Cachorra, vámonos antes de que nos manden deberes.

    La miré asintiendo a su orden. Ambas con nuestros uniformes aún puestos, cogimos el petate y salimos a la calle despidiéndonos de los compañeros que nos íbamos encontrando por el camino.

    —¡Franqui! —Oí el grito de Tomeu a mi espalda. Así era cómo me llamaba de forma cariñosa. Me apodó así desde el primer día que entré en el Cuerpo, ingresando en la unidad de francotiradores—. Si aquest fin de semana decides hacer alguna excursión con Ronco avísame, estaré encantado de acoplarme.

    Usaba siempre esa particular mezcla de mallorquín y castellano a la que ya estábamos acostumbradas. Tenía treinta y un años, era un chico más bien bajito y poco musculado, tenía el pelo castaño y unos ojos grandes y redondos de color miel. Su nariz era pequeña y puntiaguda. Su boca era fina y tenía los dientes blancos, aunque un poco desordenados. Todo él era vitalidad, alegría y buen humor. Era mallorquín de pura cepa y aunque se notaba su fuerte acento cuando hablaba, en castellano se defendía muy bien.

    —No te preocupes, Tomeu, si Ronco y yo decidimos salir a la montaña te diremos cosas. —Le lancé un beso con la mano de manera exagerada y él respondió cogiendo mi beso en el aire y metiéndoselo en el bolsillo, mientras se despedía de Bego guiñándole un ojo.

    —¡Nos vemos, Rubia!

    Mi amiga y yo nos metimos en la furgoneta, decidí comprarme ese coche después de adoptar a Ronco. Fui al concesionario y elegí una Citröen Berlingo Extreme de color mocca y naranja. Desde luego, la mejor decisión que había tomado. Al entrar, encendimos la radio y nos pusimos a cantar. Empezó a sonar una de nuestras canciones preferidas Pienso en aquella tarde del grupo Pereza y no dudamos en aumentar el volumen de nuestras voces:

    Yo pienso en aquella tarde

    Cuando me arrepentí de todoooo

    Daría, todo lo daría

    Por estar contigo y no sentirme soloooooo.

    Estuvimos cantando a pleno pulmón gran parte del camino hasta que, por fin, llegamos a casa de mi amiga. Me puse en doble fila y bajé el volumen de la música que todavía retumbaba en los altavoces.

    —¡Y llegamos a tu mansión, Rubia!

    —Al menos es rubio natural —dijo encogiéndose de hombros.

    —Disfruta de tu «momento cerveza».

    —Por supuesto que lo voy a disfrutar, dale muchos besitos a Ronco de mi parte cuando lo veas. —Vi cómo se bajaba de la furgoneta mientras sacaba las llaves de la mochila. Vivía en un pequeño piso, sencillo, con una sola habitación en Palma. La ciudad se había vuelto carísima en los últimos años y nuestros sueldos de militares tampoco nos permitían grandes lujos—. Adiós, Cachorra, ¡Sé buena! —gritó desde el portal de su casa.

    Le respondí haciendo el saludo militar y me incorporé de nuevo a la calzada. El camino de vuelta a casa lo disfrutaba más que nada en el mundo, me gustaba conducir porque me ayudaba a desconectar. Llegar a casa, saludar a Ronco, pedir una pizza y ver juntos la tele atiborrándonos a comida mientras nos relajábamos. Eso era todo lo que necesitaba cuando volvía a casa de unas duras maniobras. Iba distraída pensando en eso cuando, de repente, se me cruzó precipitadamente algo por delante del coche. Tuve que dar un frenazo para no atropellar lo que fuera que se me hubiera cruzado, noté cómo el coche derrapaba y las ruedas chirriaban, era incapaz de controlarlo. Empecé a notar que el pánico se apoderaba de mí. Me subí a la acera, perdiendo el control absoluto del vehículo, y vi cómo me acercaba a una velocidad vertiginosa hacia un árbol. En un intento de pararlo, cogí el freno de mano y tiré de él con todas mis fuerzas. El coche frenó en seco, provocando que mi cabeza golpeara contra el volante. Permanecí inmóvil durante algunos minutos, asimilando lo que acababa de suceder. Aturdida me incorporé, sentía cómo mi corazón latía a toda velocidad y mi respiración era entrecortada. Bajé del coche para intentar tranquilizarme y vi que el coche había quedado a un palmo de distancia del tronco. Alarmada, me apoyé las manos sobre la cabeza, sin poder dar crédito a lo que había estado a punto de pasar y empecé a andar nerviosa de un lado a otro de la acera.

    —¡¿Pero qué demonios?! ¡Joder, casi la espiño!

    —Señorita, casi me atropella. —Escuché una voz masculina a mi espalda.

    Me giré y vi al hombre que me había hecho dar el volantazo. Mis ojos se encontraron con los suyos. Los tenía achinados, pero pude ver que eran oscuros como el café. Me miraba intensamente y percibí la furia que hervía en su interior pese al buen tono que había usado al dirigirse a mí. Apretaba la mandíbula de forma rítmica, lo cual me dejaba ver lo tenso que estaba. Lo vi dar un paso hacia delante con los puños apretados a los lados del cuerpo. Estaba claro que, aunque controlase su entonación, su lenguaje corporal hablaba por sí solo. Estaba muy cabreado.

    —Repito. Señorita, casi me atropella.

    Intenté aguantar las ganas que tenía de partirle la cara a ese gigante, lo escruté con la mirada sin dejarme intimidar. Era alto, de complexión fuerte, tenía el pelo negro y la piel morena. Llevaba ropa deportiva y unos cascos colgados del cuello. Imaginé que se me había cruzado mientras corría a la velocidad de una gacela, porque era imposible que no hubiese podido ver a una persona cruzar la calle.

    Me miró e hizo unos aspavientos con las manos, imagino que para ver si le contestaba, pero estaba completamente absorta en mis pensamientos. Lo vi girarse con chulería y entonces me crispó. Me acerqué y me puse de puntillas para tocarle el hombro con un dedo. Se dio la vuelta y entonces le dije:

    —¡Perdona, pero eres tú el que te has puesto en medio y casi provocas que yo tenga un accidente!

    Sabía que el tono que estaba usando no era conciliador, pero me daba igual. Aquel gran hombre volvió a mirarme de arriba abajo, no sé si quería intimidarme o si es que no daba crédito a mi respuesta. Se acercó a mí acortando todavía más la distancia, haciendo patente su altura.

    —Primero, no me tutee porque no nos conocemos de nada. Y segundo, haga el favor de mirar hacia la carretera. ¿Por dónde estaba pasando yo? ¡Por un maldito paso peatonal! ¿Conoce las normas de circulación, señorita…? —Dejó un claro espacio de tiempo para que contestase mi nombre. En ese lapso, noté cómo me observaba, pero no fue una mirada normal. Lo vi analizarme, me miró el pelo, los ojos, los labios, la nariz, y siguió su mirada por mi cuerpo. Empecé a ponerme nerviosa y noté cómo mi respiración se aceleraba de nuevo.

    —Discúlpeme, don nometuteeporquenomeconoce para usted seré la señorita laculpaestuyaporsalirdelanada —respondí con toda la chulería que fui capaz.

    Lo vi apretar la mandíbula y cerrar los puños de nuevo. Estaba claro que no le había gustado mi respuesta. Se giró bruscamente dándome la espalda. Vi cómo abría y cerraba la mano de nuevo, como para eliminar la tensión que estaba claro que acumulaba. De pronto, me di cuenta de que su actitud había cambiado. Tenía una postura más relajada. Se giró un poco quedando de costado y pude ver que en su rostro se había dibujado una sonrisa ladeada. ¡¿Pero qué cojones?! Más cabreada que antes me di media vuelta y me subí a la furgoneta. Arranqué y salí de allí lo más rápido que pude. Menudo lunático.

    Después de conducir durante veinte minutos había tenido tiempo de tranquilizarme. Al llegar a casa, como de costumbre, tuve que empezar a dar vueltas con el coche para encontrar sitio.

    —¡Sí! Por fin. —Un coche salía de su aparcamiento, así que puse el intermitente y me armé de paciencia para esperar a que, el abuelito que conducía el coche saliese. Lo vi girar el volante hacia la derecha, echar marcha atrás, volver a meter embrague y girar el volante hacia la izquierda para enderezarlo un poco. Repitió esa maniobra una y otra vez, hasta que sacó el pequeño escarabajo del enorme espacio en el que estaba aparcado. Respiré aliviada cuando por fin lo vi desaparecer por la calzada.

    —Ya era hora.

    Metí la furgoneta en el enorme sitio que había dejado. Apagué el motor. Cogí el petate y lo cerré para dirigirme al portal de casa.

    Abrí la puerta y subí los cuatro pisos, sin ascensor, hasta mi casa. Era una finca vieja. En ese sentido, mi situación era bastante parecida a la de Bego. A ambas nos encantaba nuestro trabajo, pero el salario no era una ventaja. Metí la llave en la cerradura y escuché las pisadas de Ronco corriendo para empezar a oler debajo de la puerta.

    —Roncooo —canturreé, aun sabiendo que eso solo le transmitiría más nerviosismo. Al abrir, mi enorme perro se abalanzó sobre mí sin piedad, me tiró al suelo de un placaje. Estaba claro que aquella enorme bola de pelo no era consciente de su tamaño y pretendía que lo cogiese en brazos como si de un chihuahua se tratase. Me empezó a lamer por todo mi cuerpo llenándome de babas, pero yo solo pude sonreír. Lo había añorado muchísimo.

    —Ronco, Ronco, tranquilo, chico, tranquilo. —Lo adoraba, así que lo abracé con todas mis fuerzas y empecé a darle besos en su enorme y peluda cabezota—. Mami te ha echado mucho de menos, bebé ¿Quién es mi pequeñín? ¿Quién es?

    Mientras me deshacía en mimos con él, oí la dulce voz de la tata detrás de Ronco.

    —Hola, Sandra, cariño.

    —¡Tata! ¡No sabía que estabas en casa!

    —Tranquila, cariño, Ronco te ha echado mucho de menos, es su momento. ¿Qué tal te han ido las maniobras, cielo?

    La miré con cariño. Mi vecina Aurora era como mi familia, tenía unos sesenta años, prejubilada, con el pelo cano y unos ojos azules muy expresivos. Toda la vida se había dedicado a trabajar de cocinera en un restaurante de la ciudad y ahora, después de muchos años trabajando, podía tener tiempo para ella. Siempre se encargaba de Ronco cuando yo no estaba y me llenaba la casa de táperes porque, según ella, mi trabajo era muy exigente y debía alimentarme bien.

    Me levanté del suelo como pude y le di un cálido abrazo.

    —Las maniobras han ido bien, lo de siempre, caminar y caminar, subir montaña, bajar montaña y blablabla, pero ya sabes que gracias a tu comida yo soy como Popeye. —Ambas nos echamos a reír.

    —Bien, cariño, ahora que ya sé cómo estás, me iré. Supongo que necesitas descansar. Ronco ya ha salido de paseo y ha cenado, hoy se ha relamido el hocico bien gustoso, le he hecho unas albóndigas con tomate que estaban de muerte. Tú tienes tu táper en la nevera, por cierto, te he comprado tu helado preferido, vainilla con nueces de macadamia y caramelo, por si te pica el gusanillo esta noche. —Me miraba con adoración, siempre me hacía saber lo mucho que me apreciaba con sus detalles.

    —Muchas gracias, tata, eres la mejor, no sé qué haría yo sin ti.

    Nos dimos un beso y nos despedimos, quedándome a solas con mi peludo de cuatro patas, por fin, en casa.

    —Ohhhh, Dios mío, Ronco, qué ganas tenía de llegar, vengo reventada.

    Ronco me miraba moviendo la cola. Dirigí mi vista al pequeño saloncito. La estancia estaba perfectamente ordenada porque Aurora se encargaba de que así fuese. Cuando volvía de maniobras siempre lo encontraba todo impoluto y perfectamente ordenado. No tenía la casa recargada, sino más bien, sencilla. Los muebles eran de roble oscuro que contrastaba muy bien con la pared en color crema. Ese ambiente me relajaba y me daba confort. La hacía acogedora. Miré el sofá marrón chocolate con la manta blanca, perfectamente doblada, cómo lo había echado de menos. Delante, vi el televisor apagado sobre el mueble oscuro de trazos rectos. El salón estaba separado de la cocina por una pequeña barra americana, que me servía de mesa de comedor al mismo tiempo. Y sobre la barra, había un jarrón de porcelana blanco con un tulipán naranja. Ese toque creaba la armonía perfecta. Ese era mi mundo.

    Pensé en darme una ducha primero para después cenar más relajada. Entré en el único baño de la casa. No era gran cosa, pero me gustaba. Estaba tan acostumbrada a compartir duchas y vestuario con mis compañeras en el trabajo que me gustaba aquel baño porque, por pequeño que fuese, era solo mío. Nada más entrar te encontrabas con el espejo y un lavabo de esos que están incorporados en un mueble. Justo a la izquierda de la puerta se encontraba el váter y al lado, la bañera. El aseo al completo era de color blanco, sus baldosas, sus muebles, todo. Pero yo le había incorporado mi toque, el naranja, un color que siempre me transmitía alegría. Tenía encima del mueble del lavabo jabón de melocotón, el cual otorgaba color y junto a él una pequeña vela perfumada. Las toallas eran también de color naranja, y la cortina de la ducha era blanca con un enorme crisantemo naranja y amarillo. En un rincón tenía una maceta, por supuesto de plástico, por mi trabajo no podía permitirme nada que necesitase mis cuidados. Me acerqué a la bañera y abrí el grifo para que se fuese llenando. Después fui hasta el mueble del lavabo y sacando un mechero de uno de los cajones, encendí la vela perfumada. Al poco tiempo, empezó a embargarme el dulce olor a vainilla e inspiré profundamente. Me quité las botas militares y sentí un cosquilleo placentero. Eran mis pies cansados agradeciéndomelo. Me quité la ropa y antes de entrar en la bañera paré delante del espejo para ver mi aspecto. Miré mi reflejo y me asusté al ver las oscuras ojeras que enmarcaban mis ojos.

    —¡Por Dios, Sandra, pareces un oso panda!

    Sin perder tiempo, me metí en la bañera y fui hundiéndome hasta cubrirme por la barbilla. Sentía cómo el calor del agua iba relajando mis músculos y una enorme sensación de alivio se apoderó de mi cuerpo. Estuve un largo tiempo allí metida, sin pensar en nada, y solo decidí salir cuando el agua empezó a enfriarse. Me enrollé en una toalla para secarme y después me puse mi camiseta favorita, una camiseta de baloncesto de hombre, de talla extra gigante, que me servía de camisón. Me encantaban aquellas enormes camisetas para dormir. Salí del baño y me encontré a Ronco en la puerta que me esperaba ansioso.

    —Vamos, chico, vayamos a la cocina a ver qué tenemos para cenar. —Abrí la nevera y vi el táper de albóndigas que me había dejado Aurora.

    —Mmm, qué ganas tengo de hincarle el diente a estas suculentas albóndigas.

    Ronco me miró, acercó el hocico al táper y movió la cola. A pesar de haber cenado, él también quería hincarle el diente, definitivamente mi fiel amigo era un pozo sin fondo.

    Fui a abrir el congelador para sacar el helado, pero me quedé de piedra cuando lo hice.

    —¡Madre mía! ¡¿Pero qué hay aquí?! —En el interior del congelador había una hilera de táperes perfectamente amontonados—. ¡Virgencita! ¿Pero esta mujer solo ha cocinado mientras he estado fuera? —Me dispuse a sacar todos los táperes uno a uno. Cada uno contaba con una etiqueta escrita a mano: croquetas de cocido, lentejas, calamares rellenos, estofado de ternera, carne en salsa, fabada, bacalao en salsa… Así fui sacando unos doce táperes hasta que, al final, conseguí encontrar el helado. Miré a Ronco que esperaba paciente sentado a mi lado.

    —Tranquilo, pequeño, si sucede una catástrofe, la tata nos ha hecho táperes para todo un año.

    Con las albóndigas y el helado me senté en el sofá y encendí la tele. Ronco hizo lo mismo, se subió y se acomodó a mi lado, no era consciente de que ocupaba medio sofá, así que intentó estirarse al máximo para asegurarse de estar cien por cien cómodo junto a mí, mientras yo me quedaba recluida en un rincón.

    —Veamos qué echan en la tele, pequeño. —Cogí el mando y empecé a hacer zapping mientras iba picoteando las albóndigas. Paseé por todos los canales durante un rato, pero nada me convencía hasta un momento determinado. No puede ser, ¿en serio? ¿La están echando por la tele? Salté de alegría al ver

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1