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Géneros, poder y cultura
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Libro electrónico310 páginas4 horas

Géneros, poder y cultura

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Se trata de una experiencia que, en palabras de Aristóteles, busca el cultivo de las virtudes humanas (phrónesis), así como la construcción de criterios —quizá, herramientas— para la toma de decisiones en la vida pública. En este terreno de disputas y complementariedades, las prácticas políticas de mujeres, hombres, gays, lesbianas, transgeneristas, entre otras identidades, requieren ser analizadas y problematizadas. No solo buscamos interpretarlas como meras reivindicaciones, sino como subjetividades que devienen divergentes y han empezado a modificar la cultura patriarcal, machista y racista que ha acompañado la vida republicana de nuestro país.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2019
ISBN9789587873559
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    Géneros, poder y cultura - Sara Guzmán Grandas

    Feminidades, masculinidades y cultura

    Marta Cabrera*

    Introducción

    Para hablar sobre este tema tendré que usar muchas definiciones, ya que se trata, a grandes rasgos, de la presentación de un cuerpo crítico, proveniente de varias vertientes del feminismo y de algunas disciplinas. Sin embargo, la parte crucial es el trasfondo político que subyace en nuestras concepciones de género. Quiero mostrar las conexiones entre esas nociones y aspectos críticos del mundo contemporáneo, como la persistencia del racismo, del sexismo y las reconfiguraciones del capitalismo que descansa sobre esas concepciones.

    Abro con la primera definición, que es justamente la de género. Este es un término que se usa mucho en la actualidad y aparece muy seguido como parte, precisamente, de agendas políticas (en el sentido más convencional del término —como gobierno—), pero que también es frecuentemente objeto de malentendidos. No solo se asume que género es equivalente a cosas de mujeres, sino que se piensa que la agenda política de inclusión (por ejemplo, las cuotas políticas para mujeres) es siempre una señal de progreso y modernización (espero mostrar que la inclusión implica lo contrario: con frecuencia se trata de agendas más bien regresivas y del mantenimiento del estatus quo).

    Bien, entonces, ¿qué entender por género? Lamas (2008) lo define como:

    […] una construcción simbólica e imaginaria que soporta los atributos asignados a las personas a partir de la interpretación cultural de su sexo: distinciones biológicas, físicas, económicas, sociales, psicológicas, eróticas, afectivas, jurídicas, políticas y culturales impuestas (p. 3). Lagarde agrega que analiza la síntesis histórica que se da entre lo biológico, lo económico, lo social, lo jurídico, lo político, lo psicológico, lo cultural; implica al sexo, pero ahí no agota sus explicaciones" (p.3)

    De estas definiciones emergen dos puntos: 1. El género es el resultado de la conjunción de una serie de factores, que son cambiantes (en el sentido que no son universales o que no mutan en el tiempo) es decir, no hay consideraciones naturales o exclusivamente biológicas; 2. El género no es reducible al sexo o a la diferencia sexual. Género no equivale a cosas de mujeres, ya que implica a los seres humanos; la definición de feminidad depende de la de masculinidad y viceversa, y cómo incluso algunas personas tienen dificultades en identificarse con alguna de estas definiciones, dando pie a interesantes interrogaciones.

    ¿De dónde salen las definiciones de género, cómo se empieza a hablar de género?

    La disciplina que primero utilizó la categoría género para establecer una diferencia con el sexo fue la psicología, en su vertiente médica. Stoller (1968) estudió los trastornos de la identidad sexual, examinando casos en los que la asignación de sexo falló, ya que las características externas de los genitales se prestaban a confusión. Tal es el caso de niñas cuyos genitales externos se han masculinizado a causa de un síndrome adrenogenital; o sea, niñas que, aunque tienen un sexo genético (xx), anatómico (vagina y clítoris) y hormonal femenino, tienen un clítoris que se puede confundir con un pene. En los casos estudiados, a estas niñas se les asignó un papel masculino; y este error de rotular a una niña como niño resultó imposible de corregir después de los primeros tres años. Ellas retenían su identidad inicial de género pese a los esfuerzos por corregirla.

    También hubo casos de niños que genéticamente eran varones y que, al tener un defecto anatómico grave o haber sufrido la mutilación del pene, fueron rotulados previsoriamente como niñas, de manera que se les asignó esa identidad desde el inicio, y eso facilitó el posterior tratamiento hormonal y quirúrgico que los convertiría en mujeres. Esos casos hicieron suponer a Stoller que lo que determina la identidad y el comportamiento masculino o femenino no es el sexo biológico, sino el hecho de haber vivido desde el nacimiento las experiencias y costumbres atribuidos a los hombres o las mujeres. Y concluyó que la asignación y adquisición de una identidad es más importante que la carga genética, hormonal y biológica.¹

    Tres categorías claves para hablar de "género

    Aunque no existen categorías absolutas para hablar de género, se puede proponer una perspectiva desde las siguientes concepciones:

    a) La asignación (rotulación, atribución) de género

    Esta se realiza en el momento en que nace el bebé, a partir de la apariencia externa de sus genitales. Algunas veces dicha apariencia está en contradicción con la carga cromosómica, y si no se detecta esta contradicción, o se prevé su resolución o tratamiento, se generan graves trastornos.

    b) La identidad de género

    Se establece más o menos a la misma edad en que el infante adquiere el lenguaje (entre los dos y tres años) y es anterior a su conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos. Desde dicha identidad, el niño estructura su experiencia vital; el género al que pertenece lo hace identificarse en todas sus manifestaciones: sentimientos o actitudes de niño o de niña, comportamientos, juegos, etcétera. Después de establecida la identidad de género, cuando un niño se sabe y asume como perteneciente al grupo de lo masculino y una niña al de lo femenino, esta se convierte en un tamiz por el que pasan todas sus experiencias. Es usual ver a niños rechazar algún juguete porque es del género contrario, o aceptar sin cuestionar ciertas tareas porque son del propio género. Ya asumida la identidad de género, es casi imposible cambiarla.

    c) El papel de género

    El papel (rol) de género se forma con el conjunto de normas y prescripciones que dictan la sociedad y la cultura sobre el comportamiento femenino o masculino. Aunque hay variantes de acuerdo con la cultura, la clase social, el grupo étnico y hasta al nivel generacional de las personas. Se puede sostener una división básica que corresponde a la división sexual del trabajo más primitiva: las mujeres paren a los hijos, y, por lo tanto, los cuidan: ergo, lo femenino es lo maternal, lo doméstico, contrapuesto con lo masculino, como lo público. La dicotomía masculino-femenino, con sus variantes culturales establece estereotipos más bien rígidos, que condicionan los papeles y limitan las potencialidades de las personas al estimular o reprimir los comportamientos en función de su adecuación al género.

    Lo que el concepto de género ayuda a comprender es que muchas de las cuestiones que pensamos que son atributos naturales de los hombres o de las mujeres, en realidad son características construidas socialmente, que no tienen relación con la biología. El trato diferencial que reciben niños y niñas, solo por pertenecer a un sexo, va generando una serie de características y conductas diferenciadas.

    Estos cambios en la forma de pensar el género no se pueden entender de manera desconectada de su contexto, la década de 1960 se caracterizó, entre otras cosas, por la enunciación de las diferencias sociales, políticas y étnicas, y la aparición o desarrollo de movimientos sociales, académicos y políticos de alto impacto: los movimientos de mujeres, el movimiento de derechos civiles en Estados Unidos, los movimientos indigenistas en Latinoamérica, el movimiento gay y lésbico, el movimiento hippie, el Mayo Francés, buena parte de la descolonización (África en particular) y la emergencia política del Tercer Mundo.

    Aquí nos interesa analizar el papel que jugaron los movimientos de mujeres, y en especial el movimiento feminista en su aporte a nuevas conceptualizaciones de la noción de género. Para este momento (años sesenta) la denominada segunda ola del feminismo jugó un papel central en la visualización de la desigualdad de las mujeres como sujetos de derecho. A las luchas iniciadas con el comienzo del siglo por los derechos sociales y civiles de las mujeres, se colocaba ahora sobre la mesa el derecho de las mujeres a controlar su cuerpo (derecho al placer sexual, derecho a la anticoncepción, derecho al aborto, derecho a no ser discriminada por su orientación sexual). La identificación y lucha por la conquista de estos derechos serán un punto de inflexión en lo que hoy denominamos derechos sexuales y reproductivos². Todo esto se sustenta en uno de los principios éticos del feminismo que enunciaba que lo personal es lo político, colocando en el debate público aquello que hasta entonces parecía ser solo del orden de lo personal y lo íntimo.

    Esto es muy importante, ya que desafía la noción burguesa que divide rígidamente lo público de lo privado y les asigna a los hombres un papel en el primer ámbito y reserva el segundo a las mujeres, al dividir roles y espacios, formas de trabajo (división sexual del trabajo) y funciones (maternidad vs. política; cuidado vs. actividad económica, etc.).

    Lo privado salta a la esfera pública en los sesenta, impulsado, en buena parte, por el inicio de la comercialización de la píldora anticonceptiva como el primer método que permitirá a las mujeres no solo controlar su fecundidad, sino también depender de sí mismas para el ejercicio de este control. Así, los anticonceptivos orales se convierten en un instrumento de autonomía de las mujeres y la maternidad y el matrimonio dejan de ser considerados como un destino, es decir, se abren nuevas posiciones de sujeto para las mujeres.

    Una de esas nuevas posiciones de sujeto radicaba, desde hacía poco tiempo, en la academia. Para esta época, hay ya un número de académicas feministas pensando la condición de las mujeres como un campo específico de producción de conocimiento. Se articulaba así un movimiento social y académico con el fin de darle voz a las mujeres, reafirmaba la necesidad de ser habladas y pensadas desde y por sí mismas. Así surgen los llamados Estudios de la Mujer (Women´s Studies), como un campo interdisciplinario de investigación y producción de nuevos conocimientos y heterogéneo en sus herramientas teóricas y metodológicas. Su foco de crítica: la concepción antropocéntrica³ y falocéntrica de la ciencia⁴; su propuesta era entonces la de generar nuevos paradigmas desde los cuales construir conocimiento. Asimismo, cumplieron con el papel de mostrar la situación de las mujeres en diferentes contextos y ámbitos, y muy particularmente, desmontar la pretendida ‘naturalización’ de la división socio-sexual del trabajo; revisar su exclusión en lo público y su sujeción en lo privado; así como cuestionar la retórica presuntamente universalista de la ideología patriarcal.

    ¿Qué quiere decir eso?

    Se ha identificado una cierta toma de poder histórica por parte de los hombres sobre las mujeres, conocida como patriarcado, cuyo agente ocasional fue de orden biológico, elevado a la categoría política y económica. Dicha toma de poder pasa forzosamente por el sometimiento de las mujeres a la maternidad, la represión de la sexualidad femenina, y la apropiación de la fuerza social de trabajo total del grupo dominado, del cual su primer, pero no único producto son los hijos (Sau, 1989). Por su parte, Lerner (1989) lo ha definido, como la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre mujeres y niños(as) en la familia y la extensión del dominio masculino sobre las mujeres a la sociedad en general (p. 239).

    Walby (1986) lo ve como un sistema de estructuras sociales interrelacionadas a través de las cuales los hombres explotan a las mujeres (p. 51). Amorós (1994) lo define como un pacto interclasista entre varones, en el que se apropian del cuerpo de las mujeres, como propiedad privada. En ese pacto, por supuesto, los pactantes no están en igualdad de condiciones, por cuenta de la diferencia de clases. Hartman (1983) lo precisa como:

    Un conjunto de relaciones sociales que tiene una base material y en la cual hay relaciones jerárquicas entre los hombres y solidaridad entre ellos, lo que les permite dominar a las mujeres. La base material del patriarcado es el control de los hombres sobre las mujeres, en la esfera de la producción, negando el acceso a las mujeres a los recursos productivos económicamente necesarios y restringiendo su sexualidad. (p. 15)

    En la base de la categoría patriarcado hay dos instituciones vinculadas entre sí, que son necesarias para la continuidad del orden socio-simbólico patriarcal y que resultan, en consecuencia, muy importantes para la vida y la historia de las mujeres. Uno es el de heterosexualidad obligatoria; el otro, el de contrato sexual.

    La noción de heterosexualidad obligatoria aparece en los ochenta, enunciada en el ámbito del feminismo lesbiano, cuando se afirma que el feminismo tiene una cierta presunción de heterosexualidad en sus teorías y prácticas políticas. Monique Wittig (1935-2003), feminista francesa, irá más allá al afirmar que las lesbianas no son mujeres en tanto que el concepto mujer se define en relación con el de hombre. Las lesbianas, con sus prácticas, desplazamientos, y resignificaciones presentan otras formas de ser en el mundo y no pueden ser definidas como mujeres. El principal objetivo de Wittig es problematizar las identidades que supuestamente se desprenden del cuerpo y de la sexualidad, es decir, cuestionar la continuidad que se cree que existe entre el sexo y el género, así como el binomio hombre-mujer.

    Sin embargo, Rich (1980) hace una crítica demoledora al feminismo heterosexista al identificar la heterosexualidad como una institución política opresiva para las mujeres. Rich denunció la manera en que las feministas heterosexuales se negaban a reconocer las fuerzas sociales que dirigen a las mujeres hacia la heterosexualidad para, a través de ella, someterlas. La razón de la firme adhesión feminista a la heterosexualidad es que conlleva claros privilegios si lo comparamos con el lesbianismo, el lugar del estigma.

    Rich afirma que el feminismo debería cuestionar el supuesto de que la mayoría de las mujeres son innatamente heterosexuales y eso solo es posible si consideramos la heterosexualidad como una institución política, y no como algo que ocurre naturalmente. En la década del noventa, Michael Warner acuña la noción de heteronormatividad, entendida como la práctica y las instituciones que legitiman y privilegian la heterosexualidad y las relaciones heterosexuales como fundamentales y ‘naturales’ dentro de la sociedad. En este concepto se hace evidente cómo la sexualidad (de nuevo, imaginada como perteneciente a lo privado) está implicada en estructuras de poder, en intersección con la etnicidad, la clase y el género.

    En cuanto al contrato sexual, según Pateman (1995), es un pacto entre hombres —o entre algunos hombres— sobre el cuerpo de las mujeres. Un pacto desigual y, seguramente, no pacífico, porque no sería un acuerdo libre entre mujeres y hombres. Un pacto siempre implícito, que es esencial para entender el patriarcado, el género, la subordinación social y el desorden simbólico en que vivimos las mujeres en cualquier época histórica de predominio masculino. El contrato sexual es, pues, previo al contrato social en las formaciones patriarcales. Es, por tanto, previo a la aparición de las desigualdades en las relaciones de producción que determinan la pertenencia de clase de las personas; lo cual supone, para las mujeres, la incorporación a una clase social en condiciones marcadas siempre por la subordinación, una subordinación que ahora describimos con la oscura frase: debido a su sexo. El contrato sexual comporta, para las mujeres, una pérdida muy importante de soberanía sobre sí y sobre el mundo. Una soberanía que se refiere a las funciones que su cuerpo tiene capacidad de desempeñar en la sociedad y también a las codificaciones simbólicas que definen lo que el sexo femenino es en la cultura de que se trate.

    Bien, resumiendo un poco todo eso: los cambios políticos, tecnológicos e intelectuales que ocurren en los sesenta llevan a una nueva comprensión del género, referido ahora como un conjunto de prácticas, creencias, representaciones y prescripciones sociales que surgen entre los integrantes de un grupo humano en función de una simbolización de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres (Lamas, 2008). Por esta clasificación cultural se definen no solo la división del trabajo, las prácticas rituales y el ejercicio del poder, sino que se atribuyen características exclusivas a uno y otro sexo en materia de moral, psicología y afectividad.

    La cultura marca a los sexos con el género y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. Por eso, para desentrañar la red de interrelaciones e interacciones sociales del orden simbólico vigente, se requiere comprender el esquema cultural de género. La investigación, reflexión y debate alrededor del género ha conducido lentamente a plantear que las mujeres y los hombres no tienen esencias que se deriven exclusivamente de la biología, sino que son construcciones pertenecientes también al orden del lenguaje y de las representaciones. Alejarnos de ideas rígidas, monolíticas, binarias de mujer y hombre llevan a postular más bien la existencia de sujetos relacionales, que producen un conocimiento filtrado por el género.

    El género es muy eficiente en la producción de imaginarios sociales, por lo que produce no solo fuertes concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y la feminidad, sino que también puede ser usado para justificar la discriminación por sexo (sexismo) y por prácticas sexuales (homofobia).

    Al sostenimiento de este orden simbólico contribuyen tanto hombres y mujeres, reproduciéndose y reproduciéndolo, ayudados por otras instancias, como los medios de comunicación, las instituciones del Estado, las disciplinas científicas, etc. Los papeles cambian según el lugar o el momento, pero, mujeres y hombres son los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones recíprocas.

    Estas nuevas ideas sobre género provocaron que ciertas ramas del feminismo (el feminismo no es y nunca ha sido una sola cosa) hiciera otras conexiones, por ejemplo, con clase y etnicidad. Esta perspectiva, llamada interseccionalidad, y desarrollada en particular por el feminismo negro en Estados Unidos es una poderosa herramienta analítica para estudiar, entender y responder a las maneras en las que el género se cruza con otras identidades y cómo estos cruces contribuyen a experiencias únicas de opresión y privilegio. Adicionalmente, la entrada de las feministas negras a la discusión implica la ampliación de la categoría mujer. Ellas critican la manera esencialista como las feministas blancas se apropian de la teorización sobre otras mujeres (clasadas, racializadas) y contribuyen así a expandir esa noción cerrada y monolítica de la mujer, que es así dinamitada con la noción de interseccionalidad.

    La interseccionalidad descansa sobre la premisa de que la gente vive identidades múltiples, formadas por varias capas, que se derivan de las relaciones sociales, la historia y la operación de las estructuras del poder. Las personas pertenecen a más de una comunidad a la vez y pueden experimentar opresiones y privilegios de manera simultánea (por ejemplo, una mujer puede ser una profesional respetada en el ámbito público, pero sufrir violencia doméstica en casa).

    El análisis interseccional tiene como objetivo revelar las variadas identidades, exponer los diferentes tipos de discriminación y desventaja que se dan como consecuencia de la combinación de identidades. Busca abordar las formas en las que el racismo, el patriarcado, la opresión de clase y otros sistemas de discriminación crean desigualdades que estructuran las posiciones relativas de hombres y mujeres. Toma en consideración los contextos históricos, sociales y políticos y también reconoce experiencias individuales únicas que resultan de la conjunción de diferentes tipos de identidad.

    Hacia los ochenta, y teniendo en cuenta estas conceptualizaciones en torno al género, comienzan a aparecer los primeros estudios sobre masculinidad (Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Suecia), abriendo más todavía el ámbito de intervención de los Estudios de Género hacia la construcción cultural de la diferencia sexual, tema que ya se había tocado en los debates de los sesenta, los cuales lograron, como hemos visto, desanclar el género del determinismo biológico. Refiriéndose al tema de la diferencia sexual, la historiadora Scott (1990), por ejemplo, afirmará que el género es: una categoría social impuesta sobre un cuerpo sexuado. Rubin (1996) redondea esa idea con la noción de sistema sexo/género, entendida como:

    Un conjunto de prácticas, símbolos, representaciones, o valores que las sociedades establecen a partir la diferencia sexual anatomo-fisiológica, y que dan sentido a los impulsos sexuales a la reproducción de la especie humana y en general a las relaciones que las personas establecen entre sí; son la trama social que condiciona las relaciones de los seres humanos en tanto personas sexuadas. (p. 97)

    Esto quiere decir que ni el género como la sexualidad son propiedades de los cuerpos u objetos existentes en los seres humanos, sino que, como comenta Lauretis (1989), son el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales (p. 8). Para esta autora, es necesario pensar el género como el resultado, como producto y como proceso de un conjunto de tecnologías sociales de aparatos tecno-sociales o bio-médicos, teniendo en cuenta la diferencia de los sujetos femeninos y masculinos.

    Hablar de lo masculino y lo femenino desde una perspectiva de género implica realizar una primera afirmación: las culturas construyen los modos de ser mujer y de ser varón. Al decir de Simone De Beauvoir la mujer no nace, se hace. Podríamos extender la misma idea hacia la construcción del varón. Y nos construimos como mujeres y varones en un complejo entramado de aspectos socioculturales, históricos, políticos, económicos, familiares.

    Las nociones de oposición y complementariedad de lo femenino y lo masculino son muy comunes, hacen parte de la construcción del pensamiento dualista que es propio de la cultura occidental y que ha asociado lo femenino con la pasividad y la afectividad, mientras que a lo masculino lo une a la actividad y la razón. Es decir, la igualdad, basada en la razón y en la educación, nociones que fueron los grandes logros de la Ilustración, no se aplicarán a las mujeres. El modelo político que se impondrá con los teóricos del Contrato Social exigirá una mujer doméstica que libere al ciudadano de las preocupaciones y tareas del ámbito privado para que pueda dedicarse a lo público.

    Frente a los derechos de la mujer, reivindicados, entre otras, por Mary Wollstonecraft o por D’Alambert (que sostuvo que una educación más extendida y homogénea cambiaría totalmente la relación entre los sexos al mostrar que lo supuestamente natural era fruto de una relación represora que actuaba sobre las mujeres como los jardineros en los parques franceses: podando e imponiendo formas inexistentes en la naturaleza), el modelo que va a prevalecer es el del Emilio, de Rousseau.

    Toda educación de las mujeres debe de

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