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América Latina: Procesos de hegemonía ciudadanía y poder político: Revista Anthropos 254
América Latina: Procesos de hegemonía ciudadanía y poder político: Revista Anthropos 254
América Latina: Procesos de hegemonía ciudadanía y poder político: Revista Anthropos 254
Libro electrónico330 páginas7 horas

América Latina: Procesos de hegemonía ciudadanía y poder político: Revista Anthropos 254

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Revista Anthropos 254 América Latina: Procesos de hegemonía ciudadanía y poder político presenta los siguientes contenidos y autores:
◗ Elecciones y poder político
◗ El PRI: las causas de su derrota en 2018, René Torres-Ruiz
◗ México: elecciones, sistema político y asuntos de poder, Alberto Aziz Nassif
◗ Ciudadanía y movimientos sociales
◗ Actores conservadores y capitalistas como movimientos sociales, Geoffrey Pleyers
◗ El debate actual sobre la ciudadanía. Vigencia, actualidad y pertinencia, Lucía Álvarez Enríquez
◗ La tachadura del Sujeto en el Chile ultraliberal. Apuntes para un tejido institucional de una "democracia insurgente", Borja Castro Serrano
y Nelson Arellano Escudero
◗ América Latina: tendencias y contratendencias de un escenario regresivo
◗ Cambios políticos recientes y disputas estratégicas en las relaciones de América Latina con Estados Unidos, Darío Salinas Figueredo
y Yissel Santos González
◗ De Obama a Trump: la comunicación política y la disputa geopolítica por América Latina, Olga Rosa González Martín y Yazmín Bárbara Vázquez Ortiz
◗ La crisis estructural del Foro Social Mundial como condicionamiento de un "declive político", Masiel Rangel Giró
◗ Diversidades del capitalismo y el papel del Estado en América Latina, Ilan Bizberg
IdiomaEspañol
EditorialAntrophos
Fecha de lanzamiento16 oct 2020
ISBN4064066512170
América Latina: Procesos de hegemonía ciudadanía y poder político: Revista Anthropos 254

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    América Latina - Darío Salinas Figueredo

    2019

    El PRI: las causas de su derrota en 2018

    RENÉ TORRES-RUIZ

    Introducción

    Durante el gobierno del priista Enrique Peña Nieto se presentaron más continuidades que soluciones frente a los problemas que el país venía arrastrando de tiempo atrás. Esta situación la resintió la ciudadanía y decidió retirarle la confianza al Partido Revolucionario Institucional (PRI) después de habérsela otorgado en 2012. El viejo partido de Estado no cumplió con las enormes expectativas que despertó entre los ciudadanos. El panorama político, social y económico del país se complicó aún más. La violencia continuó campeando a lo largo y ancho del territorio nacional, sembrando terror y desolación, cobrando miles de vidas, convirtiendo, pues, el país en un camposanto; y en el inter, la violación a los derechos humanos era un asunto recurrente en donde el Estado se convirtió en protagonista, dejando ver impunidad, instituciones disfuncionales, ineficacia e ineficiencia gubernamentales, complicidades entre el gobierno federal (y los gobiernos estatales y locales) y el crimen organizado.

    En el sexenio peñista, la corrupción se convirtió en el peor problema de la sociedad y en el factor que mayor descontento generó entre la ciudadanía. Los priistas, supuestamente renovados (así lo dijeron ellos mismos al comenzar el sexenio), cometieron excesos en este tema; su codicia y rapacería fueron desmedidas. El costo que debieron pagar por ello el 1 de julio de 2018 apenas parece justo. Los casos en esta materia fueron demasiados y muy visibles, ahí tenemos «La casa blanca» de Peña Nieto, o la lujosa casa de Malinalco de quien fuera el secretario de Hacienda en el sexenio del mexiquense. También están los excesos e ilegalidades cometidas por distintos gobernadores priistas, que provenían del llamado «nuevo PRI», quienes fueron señalados por cometer diversos delitos: corrupción, lavado de dinero, delincuencia organizada, malos manejos de las finanzas en sus respectivas administraciones, etc. O cómo olvidar los sonadísimos casos de Odebrecht y la «Estafa maestra». Todos estos hechos llevaron a la ciudadanía a tener una elevada percepción de corrupción en México.

    Por otro lado, la pobreza continuó creciendo como resultado de una economía estancada, la desigualdad avanzó y se amplió más la brecha entre los círculos sociales. La pobreza y la desigualdad no mejoraron, más bien, el país experimentó retrocesos en estas materias. Como es sabido, estas dos áreas son enormemente sensibles para la sociedad mexicana, una sociedad caracterizada desde hace décadas por una pobreza lacerante y una desigualdad que llega a lo indecible. México, no hay que olvidarlo, es uno de los países más desiguales de América Latina, la región del mundo de por sí más desigual.

    Otra causa del declive electoral priista se debió al Pacto por México, un arreglo que al principio del mandato de Peña Nieto muchos pensaron que le daría importantes bonos al PRI para permanecer en el poder más allá de la administración del mexiquense. La realidad fue otra. Ciertamente, al inicio del sexenio el acuerdo despertó grandes expectativas entre propios y extraños y pareció ser un acierto. Muchos veían a un presidente y a un PRI con gran habilidad política para articular al gobierno y a los partidos opositores en torno a un proyecto de país, en donde el Revolucionario Institucional era el convocante y primer actor. No obstante, a partir de la segunda mitad del sexenio se hicieron visibles grandes deficiencias en la aplicación e implementación de las políticas y programas derivados del pacto, así como las limitaciones y carencias de muchas de las propuestas contenidas en él. Ello dio al traste con el proyecto más ambicioso de Peña Nieto (sus reformas estructurales) y terminó convirtiéndose en un factor más para que la ciudadanía, o una parte numerosa de ella, no votara por el otrora partido hegemónico. El priista, conforme avanzaba su gobierno, fue perdiendo legitimidad y su condición de representativo. El divorcio entre ciudadanía y el presidente se hizo patente.

    Finalmente, mencionar la importancia y significado que tuvo el hecho de que la elección haya sido edificada con base en una visión maniquea, es decir, como una elección en la que existían solamente dos alternativas: 1) «el bien» (el proyecto político ya conocido encabezado por el PRI y el Partido Acción Nacional-PAN), y 2) «el mal» (la propuesta de transformación construida en torno a López Obrador), frente a las que la ciudadanía debía pronunciarse. El desenlace de estas elecciones ya lo conocemos. Aquí analizaremos este maniqueísmo considerando que la competencia comicial fue una lucha entre distintas emociones sociales fincadas en las ideas del bien y del mal. Por una parte, odio y miedo que intentaron generar nuevamente panistas y priistas (y ahora también perredistas) y, por la otra, malestar, rabia, hartazgo e indignación que estaban hondamente presentes entre los simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien supo catalizar todas esas emociones sociales que, acompañadas de otra profunda emoción: la esperanza; terminaron superando, por mucho, al miedo y al odio, dándole una amplia victoria al proyecto lopezobradorista.

    El argumento central de este texto es que el PRI perdió los comicios presidenciales por cometer una serie de excesos en su forma de gobernar, por mostrar una palmaria incapacidad para resolver graves problemas políticos, económicos y sociales, aspectos que lo llevaron a distanciarse de la sociedad mexicana. Para sustentar esta argumentación, en las siguientes páginas se analizan la violencia y violación a los derechos humanos; la corrupción e impunidad; la pobreza y desigualdad. Temas profundamente sensibles para la ciudadanía y en donde el PRI lejos de ser un factor de solución se convirtió en parte del problema. Luego abordamos el asunto del Pacto por México, que incluyó políticas y programas que al final fueron mal evaluados por los ciudadanos. Enseguida, revisamos cómo Peña Nieto fue perdiendo legitimidad al transcurrir su administración y, por último, establecemos la manera en que la elección se convirtió en un campo de lucha entre «el bien» y «el mal» (maniqueísmo) en donde fue claramente derrotada la idea del bien que priistas y acompañantes quisieron imponer. En la última parte presento unas breves conclusiones.

    La violencia en la sociedad mexicana

    Durante el sexenio de Peña Nieto se dieron múltiples acontecimientos que convierten a ese periodo en el más sangriento y violento de la historia reciente de México. El año más violento fue 2018, registrándose de enero a noviembre 31 mil 285 homicidios dolosos, cifra nunca alcanzada en un año y que representó un incremento de 16% respecto a 2017. Si nos concentramos únicamente en homicidios dolosos a lo largo del sexenio peñista (diciembre de 2012 a noviembre de 2018), la cifra asciende a 125 mil 508, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). Lo que equivale a una tasa sexenal de 100.61 casos por cada cien mil habitantes.

    El presidente Peña Nieto superó las cifras de violencia de su antecesor, el panista Felipe Calderón, ya que según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) y el sesnsp, durante la administración de Calderón se cometieron 102 mil 859 homicidios dolosos, que equivale a una tasa de 87.87 casos por cada cien mil habitantes. La suma de los homicidios cometidos en los dos sexenios es aterradora. Los últimos doce años, presididos por Calderón y Peña Nieto, dejaron 228 mil 367 personas asesinadas, cifras muy similares a las que arroja una guerra convencional. Este periodo ha sido, por mucho, el más violento desde la Revolución Mexicana, alcanzando su máximo histórico bajo el gobierno de Peña Nieto. El principal efecto de esta tragedia es el humano, es decir, la enorme desventura que viven miles y miles de personas que se ven atrapadas en la violencia y la incertidumbre permanentes, con su dignidad mancillada. Pero esta situación, que en sí misma ya es gravísima, no es la única afectación, también están las económicas y sociales. Según números reportados en el Índice de paz México 2018, publicado por el Institute for Economics & Peace, tenemos que:

    El impacto económico de la violencia en 2017 alcanzó la cifra de 4.72 billones de pesos (249 mil millones de dólares), lo que equivale a 21% del PIB nacional y es uno de los mayores porcentajes del mundo. El costo de oportunidades perdidas es alto: una reducción de 10% de la violencia liberaría recursos casi equivalentes al costo anual total del sistema de salud pública. El impacto económico total de la violencia fue siete veces mayor que el presupuesto de educación en 2017. Una reducción de 1% del impacto económico de la violencia equivaldría a la inversión del gobierno federal en actividades relacionadas con la ciencia, la tecnología y la innovación el año pasado (2017). Sobre una base per cápita, el impacto económico de la violencia fue de 33,118 pesos, más de cuatro veces el salario mensual promedio de un trabajador mexicano.

    Como puede apreciarse fácilmente los costos de la violencia son altísimos en varios aspectos. Por si lo anterior no fuera suficiente, en materia de secuestros (también hasta abril de 2018), se alcanzaba la cifra de 6 mil 830 en todo el país. Así, este tipo de delito de alto impacto llegaba a su peor momento durante el gobierno peñista. En relación con las extorsiones, para el mismo mes y año, la cifra llegó a 31 mil 833. En ambos casos, seguramente si la totalidad de este tipo de delitos se denunciara a las autoridades el número sería aún mucho mayor. Hay que considerar que, como resultado de la falta de confianza en el sistema de justicia y en las instituciones de seguridad, los mexicanos en muchas ocasiones no denuncian los secuestros y las extorsiones y, en general, los delitos de los que son víctimas, por lo que es muy probable que las cifras delictivas en todo México estén subestimadas. No perdamos de vista que «la cifra negra» (delitos no denunciados) llegó a 93%, es decir, 93 de cada 100 delitos cometidos en el país no se denuncian (ver Índice Global de Impunidad México, 2018:8). Esta cifra es desproporcionada y nos habla, como decíamos, de la debilidad del sistema de justicia, de la impunidad que existe en el país y, desde luego, de la falta de credibilidad y confiabilidad que estas instituciones tienen entre la ciudadanía.

    De acuerdo con datos oficiales, la impunidad en los delitos de homicidios y desaparición de personas en México alcanza el 98%. De manera que la violencia y la impunidad son fenómenos sociales que están estrechamente vinculados entre sí y que afectan, según apunta Amnistía Internacional en su informe anual 2018, el ejercicio pleno de los derechos humanos. Esta misma organización señala que en México las detenciones arbitrarias son un fenómeno muy extendido, derivando de éstas otras violaciones a los derechos humanos, como torturas, malos tratos, desapariciones forzadas y ejecuciones sumarias extrajudiciales, todo esto bajo el manto de la impunidad y con una clara implicación del Estado. Amnistía Internacional, citando el registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, nos dice en el informe referido que en México se desconoce el paradero de 34 mil 656 personas (25 mil 682 hombres y 8 mil 974 mujeres). La violencia es terrible y mantiene a la población en continua intranquilidad y con un profundo miedo de que su dignidad e integridad sean vulneradas. Como se ha dicho: «Vivir con miedo es vivir a medias. Y en México tenemos miedo. Miedo de salir a las calles a caminar; de recorrer nuestro hermoso país por carretera: miedo de la noche: miedo y más miedo. Miedo que nos atenaza e impide que gocemos a plenitud de nuestras libertades, […].» (Oliveira, 2018: 43).

    Este miedo, esta percepción de que el entorno es inseguro, de que las autoridades no cumplen con su deber y son incapaces de proveer de seguridad, lleva a las personas a cambiar sus hábitos, a vivir de una manera distinta a como lo solía hacer, en otras palabras, trastoca la sociabilidad, empobrece y limita el espacio público. Según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU, 2018) el

    65.5% de la población de 18 años y más, […] modificó sus hábitos respecto a «llevar cosas de valor como joyas, dinero o tarjetas de crédito» por temor a sufrir algún delito; mientras que 58.6% reconoció haber cambiado hábitos respecto a «permitir que sus hijos menores salgan de su vivienda»; 53.5% cambió rutinas en cuanto a «caminar por los alrededores de su vivienda, pasadas las ocho de la noche» y 35.9% cambió rutinas relacionadas con «visitar parientes o amigos».

    Agreguemos un dato. De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), en México han sido asesinados 133 periodistas entre el 1 de enero de 2000 y el 31 de marzo de 2018, prevaleciendo un índice de impunidad de 90% en estos delitos. Además, de 2005 a 2018, 21 periodistas permanecen desaparecidos. Asimismo, de 2006 a mayo de 2018 han tenido lugar 52 atentados contra medios de comunicación en diversas partes del país. Estas cifras convierten a México, de acuerdo con Reporteros Sin Fronteras (RSF), en uno de los países del mundo más mortíferos para el ejercicio del periodismo, lo que se traduce en cercenar o afectar seriamente la libertad de prensa. (Etcétera, 3 de mayo de 2018).

    Por otra parte, en el periodo peñista los feminicidios continuaron. La tragedia que comenzó (¿se visibilizó?) en 1993 en Ciudad Juárez, no se resolvió. Las mujeres siguieron siendo atacadas, secuestradas, violadas y asesinadas por el solo hecho de ser mujeres. Justo así, es como Jill Radford y Diana Russell (1992) definen el feminicidio: «el asesinato misógino de mujeres por ser mujeres.» Y, ante esos hechos indignantes, las autoridades no hacen nada (o muy poco). La larga lista de mujeres asesinadas crece escandalosamente como resultado de una espiral de violencia imparable. «¡México es una fosa!», claman las y los familiares de las víctimas, y en ella hay enterradas cientos o miles de mujeres. Se calcula que en México se han registrado al menos 2 mil fosas clandestinas entre 2006 y 2016, fosas que se localizan en 24 estados del país y que albergan 2 mil 884 cuerpos de personas asesinadas y sepultadas por el crimen organizado.¹

    Lo preocupante en estos tiempos es que los feminicidios no son ya un problema exclusivo de Ciudad Juárez. Este flagelo se ha extendido a varias entidades del país. De acuerdo con cifras del INEGI y la Fiscalía General de Chihuahua, desde enero de 1993 y hasta febrero de 2018, se han registrado mil 779 feminicidios en Ciudad Juárez. Y, según cifras del SESNSP, durante los cuatro primeros meses de 2018, se registraron 226 feminicidios en todo el país, un aumento del 15% respecto al mismo periodo del 2017, y 116% más en comparación con el 2015, cuando fueron, en ese mismo periodo, 145 mujeres asesinadas por cuestiones de género. No obstante, en cifras aún más alarmantes, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES), en un informe de 2018 titulado «La violencia feminicida en México», señalan que en México se asesinan diariamente 7 mujeres.

    Al mismo tiempo, de acuerdo con un reporte de Etellekt Consultores, México padeció una acentuada violencia política a lo largo del proceso electoral 2017-2018, registrándose 145 asesinatos de políticos y candidatos. Así, no sólo la violencia social experimentada todos los días en diferentes municipios y entidades hizo mella entre los mexicanos, sino también esa violencia que tiene que ver con amedrentar, atentar, agredir o asesinar a políticos con la finalidad de influir, por parte del crimen organizado, en el curso de las decisiones políticas en distintas comunidades del país (Etellekt, 2018).

    A la luz de lo dicho sobre la violencia se hace evidente la frágil situación que México enfrenta cotidianamente en materia de seguridad. Una realidad que no ha sido correctamente atendida por los dos últimos gobiernos, y en donde Peña Nieto tuvo una enorme responsabilidad que le costó a él y a su partido ser castigados en las urnas el 1º de julio de 2018.

    Violencia y violación de los derechos humanos

    Durante la administración de Peña Nieto, se registraron varios episodios de violaciones graves a los derechos humanos, como lo sucedido en Chalchihuapan, Tlatlaya, Apatzingán, Ostula, Tanhuato y Nochixtlán, sólo por mencionar algunos ejemplos. En todos estos casos el Estado mexicano, mediante las fuerzas armadas, actuó con fuerza desproporcionada y sin el menor cuidado a los derechos humanos, olvidándose de todo tipo de protocolos y afectando la integridad física y moral de los habitantes de esos lugares. Inclusive llegó a cometer ejecuciones sumarias extrajudiciales, como ocurrió en el municipio de Tlatlaya, cuando el 30 de junio de 2014, 22 jóvenes, presuntos delincuentes, fueron ajusticiados por el ejército mexicano (Fazio, 2016: 314-348). Ayotzinapa es un caso aparte. Sobrecogedor. El 26 de septiembre de 2014 por la noche, México vivió uno de sus episodios más tristes y desgarradores de su historia reciente. En el municipio de Iguala, en el estado de Guerrero, desaparecieron forzadamente 43 estudiantes normalistas de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos (la Normal de Ayotzinapa). Las razones, a cuatro años de los acontecimientos, aún no están del todo claras. Pero sin duda, los efectos de esos hechos, que «fueron crímenes de Estado y que podrían configurar crímenes de lesa humanidad» (Fazio, 2016: 349), han sido enormes en la sociedad mexicana, y en el derrotero del país. Son un episodio más de la barbarie que se vive en el territorio nacional desde hace ya algunos años, cuando en diciembre de 2006, a los pocos días de asumir la presidencia, Felipe Calderón, inició una absurda y descontrolada guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado.

    Los sucesos de Iguala despertaron grandes reacciones sociales tanto en el ámbito nacional como en el internacional. A los pocos días se detonó un gran malestar ciudadano que llevó a grandes protestas y manifestaciones en las que miles y miles de connacionales marchaban para exigir la aparición de los estudiantes. Estas acciones colectivas se dieron en medio de un contexto de enorme fragilidad institucional y legal en México, en donde, durante los últimos tiempos, se ha ido deteriorando gravemente el aparato de justicia, quedando a la deriva los derechos ciudadanos a la seguridad, la paz y la integridad. La principal obligación del Estado ha quedado de lado, se ha visto sumergida en la inoperancia e incapacidad de las autoridades mexicanas a distintos niveles. Hoy, después de más de cuatro años, la sociedad mexicana sigue sin saber dónde están los 43 normalistas desaparecidos. La «verdad histórica» construida y difundida tan cínicamente por el entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, en la que afirmaba que los estudiantes estaban muertos y habían sido incinerados, se cayó a pedazos ya hace tiempo gracias al espléndido trabajo realizado por los 5 integrantes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), quienes presentaron en abril de 2016 un informe sobre la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, dejando de manifiesto en ese documento serias fallas en la investigación oficial sobre la desaparición de los normalistas y una clara responsabilidad en los hechos por parte del Estado.

    De este modo, el caso de Ayotzinapa no hace más que constatar la fragilidad institucional en materia de procuración e impartición de justicia y la insolvencia estatal para enfrentar y resolver el fenómeno de la violencia; y también, la enorme impunidad que permea el ejercicio de poder en México, así como de las abiertas connivencias, que cada vez más, se establecen entre autoridades legalmente constituidas y el crimen organizado.

    Lo que Peña no entendió, al igual que su antecesor, Felipe Calderón, es que el uso de la fuerza, por legítimo que sea, no puede ser considerada como la única respuesta del Estado ante la violencia y la inseguridad. Esto lo dijo Luis Raúl González Pérez, presidente de la CNDH, en su informe de 2017. (véase Aristegui Noticias).²

    Concebir el combate a la delincuencia organizada desde esta estrecha óptica es un craso error, que ha llevado a la estrategia estatal instrumentada en los dos últimos sexenios a un rotundo fracaso y al país a una inestabilidad política y social alarmante. Esta fallida estrategia da cuenta de la debacle de un Estado en descomposición y nos lleva, al mismo tiempo, a la preocupante realidad de una sociedad que enfrenta enormes adversidades y que se ve obligada a luchar por sobrevivir frente a la indefensión en la que se encuentra.

    La insolvencia del gobierno de Peña para abordar adecuadamente el fenómeno de la criminalidad y la violencia, fueron factores que afectaron profundamente la imagen del gobernante priista ante la ciudadanía, no sólo en el plano nacional, sino también en el internacional. La imagen de un gobernante exitoso, que quiso construirse alrededor de Enrique Peña Nieto, y que quedó plasmada en las palabras Saving Mexico (salvando a México), título que apareció el 24 de febrero de 2014 acompañando el retrato del mexiquense en la portada de la afamada revista Time, publicación que dedicó un largo artículo al presidente mexicano refiriéndose a él como el gran reformador, salvador y estadista, muy pronto se derrumbó, y su prestigio, sustentado en bases inexistentes o muy precarias, se desintegró en los aires de manera dramática. A partir de los desgarradores hechos a los que hemos aludido (esencialmente Tlatlaya y Ayotzinapa), todo fue cuesta abajo para el priista. La imagen de Peña se desplomó y su aprobación entre los mexicanos se fue en picada, pasando de un 52% de aprobación de la ciudadanía en junio de 2014 a un raquítico 24% en julio de 2018 (Parametría, 2018). Desde entonces, el gobierno peñista cayó en el descrédito y en una profunda crisis de gobernabilidad.

    Corrupción e impunidad: el declive ético e institucional

    En este sexenio también se dieron grandes escándalos relacionados con la corrupción; quizá la marca más ominosa de la administración peñista y que generó más indignación entre la población (véase la Figura 1), convirtiéndose incluso en un «obstáculo para la gobernabilidad del país.» (Arellano, 2018: 11). A mediados del sexenio, cuando todavía no se conocían los actos de corrupción de Peña Nieto y los priistas, este tema no ocupaba el lugar más relevante entre las preocupaciones de la sociedad (ver Figura 2); pero conforme la administración del mexiquense fue avanzando y los excesos del PRI fueron saliendo a la luz, esta problemática se convirtió en un asunto central que incidió en el ánimo ciudadano y muy posiblemente en el resultado final de la reyerta comicial de 2018. Habría que considerar que, según una encuesta de Parametría, para el 33% de los ciudadanos que votaron por AMLO la corrupción fue el tema más relevante de esta elección.

    FIGURA 1. Tema de la elección 2018

    Fuente: Parametría. Identidades, candidatos, campañas y corrupción. Encuesta de salida de urna realizadael 1º de julio de 2018. Disponible en: http://www.parametria.com.mx/carta_parametrica.php?cp=5054.

    FIGURA 2. Tema de la elección 2015

    Fuente: Parametría. Identidades, candidatos, campañas y corrupción. Encuesta de salida de urna realizada el 7 de junio de 2015.

    Disponible en: http://www.parametria.com.mx/carta_parametrica.php?cp=5054

    De acuerdo con el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2017 de Transparencia Internacional, donde 100 corresponde a una percepción de ausencia de corrupción y 0 a una percepción de muy corrupto, México se colocaba en el lugar 135 de 180 países con una percepción de 29, donde la puntuación del IPC correspondiente a un país o territorio indica el grado de corrupción en el sector público según la percepción de empresarios y analistas del país. Esta elevada percepción de corrupción en México respondía en buena medida a los excesos cometidos por parte de los priistas.

    En efecto, la corrupción durante el sexenio del mexiquense fue rampante. Sorprendentemente, no parecía importarle a Peña Nieto y su gente la percepción social crecientemente negativa frente a

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