Alas para lanzarme de un puente y volar
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es la vida de los protagonistas que encarnan la realidad de
una persona gay en Colombia. Doscientos años de vio
-
lencia y de machismo engangrenado en cada vereda, de
costa a costa y en cada ciudad, disparan la violencia con
-
tra la diversidad sexual. Y, aunque la esperanza nunca se
pierde Alas para lanzarme de un puente y volar es un libro de
relatos breves donde el rechazo de la sociedad, los prejui
-
cios sobre la sexualidad, la familia y el amor duelen, pero
no quitan la vida. Alientan a seguir sin negar la realidad, a
desafiar a la muerte en el borde, arriesgarse, saltar y sobre
-
vivir siendo uno mismo, en la manera en que todos somos.
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Alas para lanzarme de un puente y volar - César Mora Moreau
El baile
El agua es roja como la sangre que baña tu estómago herido. Acaricio la piel lastimada, mis dedos se empapan de ti, Fabián. Me dices que solo es un rasguño, que la bala no te alcanzó, y te sumerges. Mis labios te siguen sin importar la falta de aire, mis manos ansiosas tocan tu cuerpo bajo el uniforme. No tenemos mucho tiempo y no podemos actuar como locos, pero yo estoy actuando como uno por seguir aquí contigo. Podrían decir que soy un traidor, un cómplice por no delatarte o un espía. Quería unirme a ustedes. Me dijiste que no. Allí también tendríamos que actuar y podrían separarnos.
Vuelvo a tocar la herida. Una línea rosada en tu piel trigueña empieza a sangrar de nuevo. No es muy profunda, pero no quiero que se infecte. Me dices que no me preocupe, que no te pasará nada malo, y me cuentas las historias de cada una de tus cicatrices.
***
—Nos vieron —dices aferrándote a la pistola.
Trato de buscar a alguien detrás de los matorrales. Me adviertes que no mire. Salimos del río y nuestra ropa empapada deja un rastro en la arena, como si nuestra sombra nos estuviera abandonando al avanzar. Nos escondemos en la casa de Felicidad Mosquera. Me asusta estar aquí por todo lo que le hicieron. Aún puede verse la sangre seca en las paredes y el llanto de las cortinas. Pones una tranca detrás de la puerta, observas a todos lados como si estuvieras buscando a alguien entre las ruinas.
—No nos vieron —digo para tranquilizarte. Pero yo sé que sí, por eso estoy temblando. Afuera se escucha el río y el canto de algún pájaro que no entiende del horror. No nos atrevemos a movernos. Podría volver a mi casa, arroparme y fingir que llevo varios días enfermo sin salir. Mi mamá me seguiría la corriente.
—No nos vieron. —Me cuesta trabajo respirar, como esa noche en la que nos reunieron en la plaza y un comandante llamó al frente a Jairo, el hijo menor de Jannys, y lo obligó a desnudarse. Las súplicas de la madre solo se detuvieron cuando la mitad de su rostro estalló en una nube de sangre, carne y humo. Los alaridos de Jairo no se detuvieron ni cuando lo patearon en la boca y le dijeron que se callara.
A nosotros también nos prohibieron hacer el menor ruido mientras lo obligaban a arrodillarse y apoyar sus codos en el suelo. Un niño se acercó sosteniendo un rastrillo. Cerré los ojos cuando supe lo que harían y apreté los dientes para no llorar por los gritos y las burlas de ellos, que le preguntaban si estaba disfrutando.
Luego pronunciaron otro nombre y después llamaron a más personas. Cada vez que el comandante veía un papel arrugado y movía sus labios, imaginaba mis pasos temblorosos al tener que caminar al centro de la plaza para ser juzgado.
Esa noche, amenazaron a los viejos para que tocaran las gaitas y los tambores de la Casa de la Cultura.
—No puede ser una fiesta si no hay música —dijo un hombre enorme de cejas pobladas que, de no estar emborrachándose delante de toda esa matanza, me habría parecido hermoso.
Un soldado que tartamudeaba al hablar se acercó al comandante que tenía la lista y le susurró unas palabras al oído.
—Así que mi general quiere celebrar —el hombre lanzó una risita y señaló a varias personas al azar.
Me llamó la atención que todas fueran mujeres. Entre ellas estaban mis vecinas Paola y Juanita, la hija de Manuela, a la que ni siquiera dejaban salir de su casa. Las obligaron a formar una hilera y seguir al soldado que las llevaría a la iglesia. Quería que esa noche terminara cuanto antes. Los minutos no parecían transcurrir.
—¿A cuántos les gustaría bailar con los muertos?
***
Tu sangre fluye por mi camisa, que ahora es una venda. Quiero salir para pedir ayuda. Tú me dices que no.
—Nos vieron —repiten tus labios pálidos. Te cuesta mantenerte de