El mundo después
Por Sandra Labastie
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Seleccionada para el PREMIO DE LOS LECTORES de Francia.
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El mundo después - Sandra Labastie
Invierno
El diccionario
A mamá no le gusta lo graso. Lo desgrasa todo. Refrigera la comida para que la grasa se convierta en una corteza blanca y luego la retira con una cuchara. El frío pone al descubierto la presencia de grasa. Es un poco como las tribulaciones del fin del mundo: dejan la fe al descubierto.
Durante el último temporal, un barco encalló en la playa. A veces, imagino que consigo subir a bordo, de noche, a escondidas de papá y mamá, y que me instalo en él. Ya no tengo ninguna obligación. Ya nadie me ve y yo ya no veo a nadie. También me imagino que se pone a llover de tal modo que el barco es arrastrado a alta mar. Estoy sola y rodeada de agua, como Noé en su arca. Tengo doce años y me gustaría no tener más responsabilidades.
Con frecuencia, mamá descubre un nuevo alimento bueno para la salud. Dice que hay que estar en forma para lo que nos espera y me mira comer sonriente. Ahora cultiva kombucha. Es un hongo procedente de Asia que se reproduce en un acuario donde macera en té azucarado. «Esta bebida tiene propiedades milagrosas», dijo la vendedora. «Está científicamente probado», añadió. Desde entonces, papá, mamá y yo bebemos cada mañana un vasito de kombucha.
La mujer del pastor se llama Dolores. Es rolliza y dulce, con unas manitas blancas como empapadas en leche. Siempre lleva un moño bajo muy apretado. A veces, mamá y ella van juntas al mercado. Dolores no pone a macerar el hongo a causa del pastor, que lo ve raro, pero cuando viene a casa mamá siempre le da un vaso. Es un poco como si tomásemos el aperitivo. Lo he visto en las películas. Cuando la gente se reúne, toma el aperitivo. Nosotros no bebemos alcohol. Es malo para el espíritu.
Tenemos un huerto. Papá dice que lo ideal sería no necesitar a nadie. En verano, tenemos tomates, lechugas, pimientos y fresas. Claro que no podemos alimentarnos solo de eso, así que nos vemos obligados a ir al supermercado. Dolores también tiene un huerto. Mamá y ella intercambian consejos para que la fruta y la verdura crezcan bien. Hablan del huerto y del fin del mundo. Mamá dice que el fin del mundo que se acerca es como un largo invierno que destruirá las plantas más frágiles, pero que, en secreto, otras plantas, humildes, discretas, resistentes al mal, sobrevivirán a la catástrofe. Esas plantas somos nosotros. El largo invierno es la voluntad de Dios.
Me gusta el invierno. Uno puede ponerse a cubierto. A veces, me pongo a cubierto sin querer. En el templo, por ejemplo. Escuchamos a los hermanos hablar durante horas, sin movernos, en sillas de madera. Son duras y hay que mantenerse erguido. Es difícil, pero me gusta pasar el rato con las hermanas y los hermanos. Papá y mamá están sonrientes y relajados. Estamos en familia. Sin embargo, a veces desaparezco discretamente. Desde que el barco encalló, pienso en él, imagino mi vida a bordo. La lluvia lo lleva lejos y yo navego alrededor del planeta. Pesco para alimentarme y bebo agua de lluvia. Nadie sabe dónde estoy. A veces, en el barco, tengo miedo, sola, por la noche. Entonces me encierro en la cabina del capitán y pongo el escritorio delante de la puerta. Siempre tengo miedo de que me hagan daño. Es algo en lo que pienso constantemente. Es porque sé lo que va a ocurrir. Dios nos ha elegido y el fin del mundo se acerca. Los otros van a ponerse contra nosotros y a hacernos mucho daño. Ya nos odian, y eso que la guerra final ni siquiera ha comenzado. Nos sentiremos más seguros cuando estén todos muertos…
La gente me da miedo, sobre todo cuando predicamos el evangelio. Hay que estar preparado todo el rato, un poco como cuando se sale en medio de la tormenta. Uno se abriga y contrae la cara, la endurece porque sabe que el viento y la lluvia van a arreciar. Por la noche, a la hora de acostarme, estoy tensa y me duele la cabeza de tanto haberme preparado para los ataques. A veces, me digo que hubiera preferido no ser una elegida. Por otro lado, esta soledad me parece agradable. «Es la soledad de los reyes», dice papá.
No hay nadie de mi edad en la congregación, pero tengo una amiga, Abigaïl. Tiene diecisiete años. Su madre se llama Monique; su hermano, Abel. Los tres se parecen. Abigaïl y Abel son gemelos. Son gorditos y llevan las mismas gafas, grasientas y empañadas. Cuando van de paseo por la ciudad, parecen dos bolas de billar lanzadas por una pista para derribar cualquier cosa que se ponga a su paso. La gente se burla de ellos. También se burla de mí. Es como esos ultrasonidos que enloquecen a los perros. En nuestra presencia, la gente se vuelve mala. Abigaïl entona cánticos de camino al instituto. Abigaïl y Abel tienen nombres bíblicos porque su madre ya amaba a Dios antes de su nacimiento. Abigaïl significa «mi alegría está en Dios». Abigaïl era una mujer muy sabia. Papá y mamá entraron en la Iglesia justo después de que yo naciera, por eso no tengo un nombre bíblico. Me da igual no llevar el nombre de una mujer de la Biblia. En la Biblia, las mujeres no hacen nada especial. En el colegio, saco buenas notas, pero eso no cuenta.
Hace unos días, los no creyentes celebraron el año nuevo. El pastor dijo: «¡Que lo aprovechen porque es el último!». Como hemos sido elegidos por Dios, Él nos ha informado de la fecha del fin del mundo. El día uno de enero, estábamos todos juntos en el templo, entre hermanos y hermanas, pero no lo hemos celebrado. Las fiestas son algo pagano.
Es una época difícil porque todo el mundo se desea un feliz año y nosotros tenemos prohibido responder, ni siquiera para decir «igualmente», que sería lo mismo que decir «feliz año» pero con otras palabras. La gente cree que somos groseros, cuando en realidad tendríamos que demostrar que somos buenos cristianos. Es un auténtico problema.
En este primero de enero, el primer día del último año del mundo, ha sucedido algo especial entre nosotros, los elegidos. Era como en primavera, que uno se pone contento sin saber por qué. «Es el último año de sufrimiento», dijo papá. Pronto seremos liberados.
A papá le gustan mucho el Antiguo Testamento y los guerreros que van a conquistar la tierra prometida. También le gustan las películas del Oeste. Mamá prefiere el Nuevo Testamento. Le gustan Jesús y los apóstoles. A mí lo que me gusta de las películas del Oeste son los indios. Es la razón por la que quiero dejarme el pelo largo, como los guerreros. Papá, mamá y los hermanos y las hermanas creen que es para parecerme a las mujeres de la Biblia. Abigaïl también lleva el pelo largo. Le gusta cepillárselo durante mucho tiempo antes de acostarse. Le llega hasta el trasero, pero lo tiene un poco deshilachado.
El sábado por la noche, se pone trenzas para que al día siguiente, en el templo, se le ondule el pelo. Su madre está orgullosa de su pelo largo. Dice que se parece a Abigaïl, la de la Biblia. Es lo que quieren todos los padres, que sus hijos se parezcan a los elegidos de la Biblia.
Predicamos incluso los días de lluvia. Llegamos a las puertas chorreando, como perros vagabundos. Todo el mundo nos rechaza. La Biblia habla de un lugar «donde mana leche y miel». Es la tierra prometida. Me gusta esta idea de un paisaje con ríos de leche y de miel. Así fue como se me ocurrió la idea de mi bebida preferida. Es un código entre mamá y yo. Cuando estoy triste, le pido una tierra prometida. Y ella me hace una leche caliente con miel. Cuando llueve, al volver de la prédica, mamá me prepara siempre una tierra prometida para reconfortarme. Lo que me deja hundida no es la lluvia, pero eso no se lo digo porque se pondría triste.
Tenemos muchos códigos papá, mamá, los hermanos y las hermanas y yo. Hablamos de una cosa y, en realidad, se trata de otra. Debe ser para protegernos de los no creyentes.
Cada estación, nos juntamos en una gran ciudad de la región. Hay que decir que hay otros como nosotros. Es algo agradable. Sí, en el mundo hay gente a la que no conocemos, a la que nunca hemos visto y que, sin embargo, son nuestros hermanos y hermanas. Si mañana los necesitamos, estarán ahí para nosotros. Es una sensación fascinante la de pertenecerse los unos a los otros. «Amaos los unos a los otros», decía Jesús. Somos hermanos y hermanas porque rezamos a la misma persona para que nos ayude cuando sufrimos y porque esperamos la misma catástrofe. Sí, es fascinante tener tantos amigos y enemigos al mismo tiempo.
Esta vez, el lugar de encuentro está a dos horas de camino a casa. Es una especie de nave industrial. Hace mucho frío. Podrían aparcar ahí lo menos cien camiones. He oído decir que somos tres mil personas. Tres mil sillas de plástico. Con tablas que hacen daño en el trasero, no son muy estables. Me recuerdan a los ciervos. Sus patitas tiemblan un poco, como si fueran a romperse. Los hermanos y las hermanas muy gordos rebosan de sus sillas y a mí me dan pena los pobres ciervos. Yo me vuelvo ligera en la mía. La muevo balanceándola muy suavemente de un lado a otro. Mamá no se da cuenta. Imagino también que la cierva escapa muy lejos al bosque, conmigo en su grupa. Soy pequeña y ligera. Somos parecidas la cierva y yo. La acaricio. Había olvidado que era de plástico. Durante dos días, permanecemos inmóviles, con los abrigos puestos. Nos entrenamos para los momentos difíciles. Un poco como un ejército que se prepara para la guerra. El micrófono les pone a los hermanos una voz impresionante, un poco como la de Dios a través de las nubes de las películas antiguas. Es una voz que da miedo y que adormece al mismo tiempo. Es