Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Lo ajeno: El año previo a El desastre: El curso de la filacteria, #3
Lo ajeno: El año previo a El desastre: El curso de la filacteria, #3
Lo ajeno: El año previo a El desastre: El curso de la filacteria, #3
Libro electrónico209 páginas2 horas

Lo ajeno: El año previo a El desastre: El curso de la filacteria, #3

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Faltando a la solemne promesa que diecisiete años antes hicieran a su abuelo materno biológico, al alcanzar la mayoría de edad un muchacho es puesto al corriente por boca de estos, sus padres adoptivos, de la verdad que encierra su origen, en paralelo a la historia de la inexplicable desaparición de sus progenitores, aún a fecha de hoy rodeada de las más extrañas circunstancias.

Además de tales averiguaciones, junto con los dieciocho años recibirá la visita nocturna de la serie de inquietantes pesadillas que desde ese momento comenzará a experimentar, y que ya no se despegarán de él, deduciendo de ellas el intenso anhelo subyacente por transmitirle un críptico mensaje, el cual se le presenta envuelto en formas enigmáticas a la par que horrorosas.

Por otra parte está su hermana, una joven ligeramente menor que él dotada de una inteligencia tan mordaz como frágil es su salud, en cuya compañía iniciará el primer año de estudios superiores en la universidad, y respecto a quien sus sentimientos de amor fraternal advierten un cambio ahora que se abre ante ellos este nuevo panorama en el que se evidencia su no unión por lazos de sangre.

Las trágicas repercusiones que acarreará consigo este encadenamiento de agridulces acontecimientos alterarán sus vidas de una manera que jamás imaginaron, pues inserto en sus raíces yace algo oculto, algo que él todavía desconoce, algo ajeno.



Finalizando lo iniciado en El comedor de relojes y continuado en Casa de Lobos, Lo ajeno cierra esta trilogía de novelas cortas que a modo de largo prólogo sirven para asentar las bases de historias venideras.

IdiomaEspañol
EditorialD.F. Gallardo
Fecha de lanzamiento1 ene 2024
ISBN9798201489939
Lo ajeno: El año previo a El desastre: El curso de la filacteria, #3
Autor

D.F. Gallardo

Las tres haches de la literatura: Humor, Horror y Huspense.  

Lee más de D.F. Gallardo

Relacionado con Lo ajeno

Títulos en esta serie (3)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Misterio y suspenso para jóvenes para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Lo ajeno

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Lo ajeno - D.F. Gallardo

    Contenido

    ––––––––

    Prólogo

    Primer acto: otoño

    1

    2

    3

    4

    Segundo acto: invierno

    5

    6

    7

    8

    Tercer acto: primavera

    9

    10

    11

    12

    Cuarto acto: verano

    Unos diecisiete años atrás

    13

    En la colina del árbol de raíces blancas

    Epílogo

    Nota del autor

    Prólogo

    Un tórrido mediodía de principios de verano, arropada por los cantos de los suyos saturando el ambiente, la cigarra voló a una rama en donde puso sus huevos, y de conformidad a las leyes de la naturaleza murió al poco de la puesta, despeñándose al suelo.

    Eclosionaron en semanas, y las larvas penetraron en el terreno.

    Al transcurso de diecisiete años bajo la protección del árbol, nutriéndose de la savia de sus vasos sin perjuicio para las raíces las ninfas, por esa época desarrolladas en ejemplares adultos, retomaron las galerías ya excavadas de vuelta hacia la superficie.

    Despiertos de su larga noche interior el mundo les amanecía.

    Y más allá de la inmensidad de esa fresca sombra que los guarecía se maravillaron de sentir por vez primera en su ser las irradiaciones de un sol de bronce, caldeando implacable el pasto amarillo, encaramándose lapidario a una lámina limpia de nubes.

    Un firmamento que de claro era una pátina de vivo cardenillo.

    Perduró el brote, faltaban miles por emerger y al lograrlo, escalaron el tronco, liberados de su muda a golpe de espasmos. Desperdigándose perezosamente se adaptaban a su actual hábitat, a la cual asomaron con el mero objeto de devorar, y reproducirse.

    De inicio tímido y pronto desbocado, los machos de la especie repicaron sus timbales al son del calor, convocando a las hembras con su a oídos profanos monótona cantinela; el enjambre de insectos desentumeció sus alas a estrenar, batiéndolas con ímpetu, y dispersados por el panorama dieron comienzo a un nuevo ciclo.

    Próximo al lugar en el que estuvieron enterradas las cigarras, en la llanura al pie de ese altozano coronado por el árbol, un campo de girasoles se desplegaba lindante con la carretera lejana; las plantas, establecidas en estructuradas y meticulosas hileras se erguían ceremoniosas en el saludo diario a la luz de la mañana, atendiendo con sumo interés la curva de su somnoliento ascenso.

    Pero, de rebato, el conjunto paisajístico de bucólico sosiego quedó enturbiado por un zumbido que ganaba tono paso a paso, proveniente de alguna localización indeterminada, in crescendo.

    Su causante era un acelerado automóvil que centelleó en el aire con brevedad después de abandonar accidentalmente la remota calzada, precipitándose en el sembradío fuera de control; pese a que el estruendo generado moviera a pensar lo contrario, el guardarraíl demarcando el borde del arcén no bastó a frenarlo.

    Imperceptible al ojo, sumergido en el vasto océano terrestre de girasoles aventajándolo en talla, el antiguo modelo deportivo continuó su marcha sin alterar un ápice el empuje de su tracción, e internado en el campo arrambló con decenas de los impávidos súbditos del astro rey por desgracia enraizados en su trayectoria.

    A la estridencia del motor revolucionado, el tronchar de tallos; al arrollamiento de los capítulos florales aplastados de forma inmisericorde por las ruedas o rebotando en carrocería y cristales, se unió la acústica de la melodía a máximo volumen derivada de la autorradio de a bordo, desbordada por las ventanillas cerradas. Sonaba una orquesta de jazz compuesta de violonchelo, piano, trompeta y saxofón en cadenciosa armonía improvisada, guiada por el incansable redoble de la percusión marcándoles el compás.

    Atravesó el plantío de punta a punta en una admirable línea recta inexorablemente embalado, directo a ese árbol de la colina, el único distinguible en varios cientos de metros a la redonda. Simultáneamente en el concierto tocó el turno del solo de batería, consumiendo el postrero trecho al ritmo de bombo y platillos tan elegantes en su ejecución, que valieron al arreglista los encendidos elogios de sus colegas, y de gran parte del público asistente.

    En último extremo el conductor del vehículo intentó apartarse de la ruta trazada pegando un brusco volantazo, a la desesperada. Desestabilizado por su exceso de velocidad dio una vuelta de campana durante la cual pareció ralentizarse el paso del tiempo... y se empotró contra el muro cimentado en la base de la elevación.

    Brutalmente privado del parachoques se hundió el frontal, arruinándose en el violento proceso el bloque del radiador, a lo que siguió el estallido de la luna delantera al ser traspasada por dos personas impulsadas por la inercia de las fuerzas centrífugas, y los vítores ofrendados a los artistas de la interpretación musical.

    Ella lucía un colorido pañuelo de seda anudado a la cabeza, y vestía garboso sayo de algodón, ceñido a su talle por el cinturón; a despecho de su aburrida discreción, él no desmerecía a su vera.

    Una joven pareja cruzando involuntariamente, en volandas, sobre ese número once de rojo en el capó arrugado, ovacionada por el respetable de la grabación, presumiblemente puesto en pie.

    Los cuerpos aterrizaron ensangrentados, rotos e inertes.

    Batieron palmas desde la pletina.

    La aclamación y los aplausos menguaron lentamente hasta desvanecerse, regresando con ello el paraje a su acostumbrada calma.

    Entonces fue audible el llanto de un bebé procedente de los hierros retorcidos del siniestro.

    Chirriaron las cigarras.

    Trinaron los pájaros.

    Primer acto: otoño

    1

    Por sus canales auditivos se cuela un tenue castañeteo, un eco, y en respuesta abre los ojos a la hondura de una negrura absoluta.

    Extiende sus brazos, e igual que un torrente, manan de sí...

    Las tinieblas no han mermado en intensidad ni se le presenta fuente de luz alguna, sencillamente sus extremidades están ahí; amén del contorno de la soga materializada, tendida a su alcance.

    Y no entiende qué es lo que sucede, tan solo que debe asirla.

    Contemplando a la impasible nada de la cual nace esa cuerda la pesca, y afianzándola de unas vueltas en sus manos jala de ella con brío, sin saber el motivo, estimulado por la sacudida interna.

    Es una impresión, un dolor; una voz impeliéndolo a intervenir.

    En consonancia a los sonidos, que adoptan ritmo de marimba, se amplifica sobremanera la manifestación del cabo del que tira; ilimitado, desdibujándose gradualmente en un elemento distinto. Así, la erosiva aspereza que rozó su piel en su concepto original es sustituida por una suavidad tersa y verde, porque ve el verde mas, esta percepción reciente no se prolonga, y de un enérgico estremecimiento siente que obtiene consistencia, textura y grosor.

    El eco previo reverbera nuevamente recrudecido en sus oídos.

    Ensuciados los dedos de turba, baja la vista y se percata de sujetar una enorme raíz rugosa que de buenas a primeras se agita.

    Al asustarse, en acto reflejo la suelta, y cuando se desploma pesadamente aprecia a la horrible raíz rasgar el área circundante, desencadenándose de inmediato una grieta a través de la cual una vasta atracción tira de él mimetizando su ejercicio con la cuerda.

    A duras penas consigue resistir, se zafa de la poderosa fuerza y congelado de terror no puede sino observar como esa cosa se abalanza, siendo absorbida a la fisura por ella misma engendrada.

    Al margen de resolverse, su problemática se incrementa sin cesar, embargados sus sentidos bajo la virulenta sensación de angustia experimentada ante el avance de la oscilante avalancha de cepas, vertiéndose en derredor, que regurgitadas desde la nada se arrastran en su dirección remolcadas por la raíz desaparecida.

    El eco en firme auge pulsa sus tímpanos por tercera ocasión.

    Ahora el espacio se estrecha, angostado en demasía se retrae; replegándose sobre sí y acercado a la burbujeante aglomeración de contorsionados apéndices espinosos pierde el equilibrio, no halla apoyo y patina arrojado del invisible talud, proyectado al vacío al lado de ese horror inextricable, que lo acompaña al caer.

    Enfrente los zarcillos vegetales se desenrollan en una miríada de estolones germinantes de brotes muertos renovados sin pausa.

    En vainas huecas que al volver a cerrarse se hinchan a sus ojos con promesa de albergar todos los frutos sin ser ninguno a la vez.

    Se abren flores de olores aturdidores, y esparciéndose crean un velo con sus pétalos tornasolados de pantalla al insondable abismo en cuyo fondo, y a su llegada, algo resucita de su profundo letargo...

    El eco muta en balbuciente bisbiseo deslizado a su espalda, y de improviso intuye con un total convencimiento de que tratan de comunicarse con él, de transmitirle un mensaje, ¡una advertencia!

    Al final del abismo descubre las ánimas reptando en el suelo, a sus pies, y en ese momento el bisbiseo se eriza en aullido de pesar avisándolo de la súbita amenaza que lo asalta salvajemente.

    —¿A-abuelo? —se oye preguntar a sí mismo sin saber la razón.

    ·

    ·

    ·

    —Oye... ¿cómo hablará alguien a quien nunca has escuchado hacerlo anteriormente? —la pregunta del joven rompe el silencio.

    —Exactamente, ¿qué es lo que me estás sugiriendo? —y hete aquí la réplica de su contrapartida femenina, a la par en juventud.

    En paralelo a los diferentes grupos de estudiantes de edades afines, los dos, ella y él, se tumban en el impecablemente cortado verde césped de un apacible montículo forrado por hojas secas. Posicionado entre ellos, descansa un juego de muletas metálicas.

    —Me refiero al acento, la entonación... No sé, digo en general; a lo mejor por su aspecto... —esboza vacilante, con ambigüedad.

    —A bote pronto me parece inviable, y peor me lo pones con esa simpleza de método empleado de basarte en su apariencia...

    En estado de reposo, y a consecuencia de su esbelto torso, el muchacho aparenta ser de una estatura superior a la de ella, aunque es la pizpireta chica quien, al estirazar de pleno sus luengas y frágiles zancas, logra rebasarlo apenas por un escaso centímetro.

    —¿En serio lo ves tan complicado?

    —Fíate de mí —sentencia asertiva.

    El dúo cursa en la única universidad del país que defiende la obligatoriedad del uniforme: pantalón o falda por la rodilla en azul marino, con camisa blanca sin distinción de géneros, y los que hay allí desparramados, incluidos ellos, lucen de esta guisa.

    —Sus... sus facciones me dicen —pese a todo, él le insiste—, que mi padre sonaría con un timbre m-más grave que el del tuyo; y mi madre... mm, dulce; no sé, menos aguda la tuya. ¿Q-qué opinas? —se gira hacia ella, zozobrante—. ¿Coincides conmigo?

    —Ese gorrión —le señala ella, atrayendo su atención.

    —¿Qué le pasa?

    —Dime, ¿acaso con verlo volar podrías afirmar con completa confianza lo que se siente al poseer alas? ¡Claro que no, botarate!

    De refuerzo a la cuestión planteada la chica coge una galleta del paquete que yace volcado en su regazo y le lanza un trozo al pajarito que le ha servido de ejemplo, el cual aletea a la fuga, mas, vira raudo acudiendo a inspeccionar el sabroso manjar que picotea, escoltado enseguida por otros cuatro de sus congéneres.

    —No, imagino que no es posible... —su decepción es palpable.

    —Lo suponía —ella por su parte se ufana con descaro.

    —Evidentemente que lo suponías... —gruñe sarcástico.

    —¿Qué te pica? —dice como si nada, sin mirarlo siquiera.

    —Bah, olvídalo.

    —Pues si no te gusta que te machaque, la próxima vez piénsalo antes de abrir la boca... —su cargante sonrisa no resta ni pizca de gracia a su armónico rostro—. ¿Te apetecen o se las doy a ellos? —a lo que alude ella es a las galletas, y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1