Casa de Lobos: El curso de la filacteria, #2
Por D.F. Gallardo
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Una talentosa pianista sorda.
Su anciano abuelo, incapaz de abandonar su despacho.
La madre de la joven, una mujer obsesionada con virus y bacterias.
Y el padre de la criatura, un sastre que luego de arduos esfuerzos por concretar el proyecto de su vida, se ve privado de él a causa de un conflicto que, tras permanecer un largo período en estado de latencia finalmente ha estallado en forma de guerra civil, algo que los obliga a refugiarse en el frío e inhóspito hogar fundacional del clan.
Una casa de Lobos que será el escenario de rencores, intentos de reconciliaciones o pactos con el pasado; de charlas silenciosas, de piedras e instrumentos musicales raros; paisajes montañosos, nieves y tormentas; de barcos, peces y pájaros; tónicos, bálsamos o aceites para bigote; de facciosos locutores de radio, problemas mentales o litros y litros de desinfectante; de telas por supuesto, e hilo, aguja y afiladas tijeras de sastre; de peleas y golpes de boxeo; de libros; de una tierra por descubrir o una diosa en un pozo y sus fanáticos servidores; de leyendas, y algún que otro espectáculo...
Localizada en un punto cronológico comprendido entre la periodista y el profesor de El comedor de relojes, Casa de Lobos sigue en cualquier caso la línea temporal marcada al final del primer libro de esta serie de tres, y explora el importante suceso que supondrá un punto de inflexión en el devenir de las siguientes historias.
D.F. Gallardo
Las tres haches de la literatura: Humor, Horror y Huspense.
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Casa de Lobos - D.F. Gallardo
Prólogo
Un estruendo de falsos truenos dimanados de una también, falsa tormenta, rompía sin quebrar el cielo vespertino del verano tardío en el cual, prestando un poco de atención, resultaba posible distinguir las remotas detonaciones de la artillería naval irrumpiendo de forma esporádica en el azul difuminado del horizonte.
En caso de que las fragatas de escolta cumpliendo labores de protección en la costa, se acercaran lo suficiente a quienes pugnaban por atravesar su cerco defensivo, el mutuo intercambio de cañonazos desencadenaba tal alumbramiento en el ambiente, que daba la impresión de estar contemplando una segunda alborada.
Mientras esto sucedía, se llevaba a cabo el embarque en el buque objetivo de los atacantes, que se encontraba atracado, acondicionado y listo para zarpar en instantes de las atarazanas colindantes al conflicto armado, en donde finalizaba la etapa de nidificación de las gaviotas. Los polluelos tendrían la ocasión de aprender a volar en calma, y debido al inminente abandono de las instalaciones por parte de los militares las aves lo heredarían despoblado, habitándolo durante un tiempo previamente a verse forzadas a levantar el vuelo inducidas por las mismas razones que aquellos hombres: su búsqueda en común de mejores puertos.
Por ese entonces, la tumultuosa cacofonía de graznidos competía con las apremiantes voces de los mandos, urgiendo a los marinos a empujar por las rampas de acceso la carga decretada de subirse a bordo.
Ajenos al inquieto avispero que eran los astilleros, la dotación de la grúa acometía la misión de trajinar con el último bulto tan engorroso y voluminoso como para reclamar sus servicios.
Consistía en un piano de cola.
Agrupados bajo la férrea supervisión de un capataz de pésimo humor y torva mirada, dos operarios, resguardados de la llovizna por malolientes abrigos impermeables, emprendieron la faena de envolver meticulosamente el trabajoso bagaje a la mayor brevedad.
Empezaron por forrar la cubierta de teca lacada de un azul oscuro casi negro que coloreaba la pieza, revistiendo luego el teclado cerrado elaborado en ligera madera de tilo; remetieron a continuación con tiento la funda aislante encerada por sus lisos bordes, y remataron su intervención con las ataduras de cordones a los que dieron fuertes lazadas alrededor de sus dorados pies de fiera, hechos de hierro forjado al igual que su armazón interior.
Conformes con la fijación de arreos y arnés tiraron del gancho, lo sujetaron, y con el visto bueno del capataz al gruista el trío se retiró ipso facto ante el zarandeo experimentado por el peso al tensarse el cable.
El monumental piano levitó por magia de la logística elevándose en el aire ridículamente magnífico, solemne, silente y en divergente oposición a la ruidosa vulgaridad de unas gaviotas dispersadas en desbandada, frente al advenimiento del instrumento musical volador.
Y sucedió que en el espacio comprendido entre el muelle de carga y la nao se partió la maroma, con lo que el ingente fardo volteó en orden vertical, despeñándose al mar, perforando su superficie con el fragor análogo al producido por el desembuche de los cañones, y hundiéndose a la par que los desbaratados cascos de los navíos en liza.
1
Al alba de un día cualquiera, dos meses después de su precipitada huida en el gargantuesco buque de guerra Luxmaram, el destructor de la flota del bando revolucionario en el que supo arreglarse pasaje, el barco y la tripulación arribaron a las serenas márgenes de su destino.
En la medida de las negociaciones acordadas de antemano con el capitán, al señor de Lobos, único civil acreditado de ir a bordo, se le facilitó un bote y dos remeros a las órdenes de un marinero, que lo ayudarían a transportar sus posesiones y depositarlas en suelo firme.
El resto era asunto suyo.
A la sazón, fondeados y con todo dispuesto, se despachó una de las embarcaciones auxiliares en la cual navegaron rumbo al continente.
—¡Le salió de chiripa, míster! —prorrumpió de pronto con el esquife en movimiento el jovial y joven remero en su musical acento noroccidental—. Esa de ahí es una población tranquila, ¡dentro de lo que cabe! —pero ni su veterano compañero o el adusto marinero, ni el propio señor de Lobos, se sentían con ánimos de cháchara, por lo que el resto del trayecto transcurrió bajo el más absoluto de los silencios.
Con el rumor de la agitada marejada y la acompasada respiración de los marinos en segundo plano, el señor de Lobos se acopló en su asiento en la popa, y rodeado por los exiguos bienes a los que se vio reducida su agridulce singladura empresarial, escudriñó el paisaje.
Pensó en mencionar la calidez del hogar trasladada por la brisa marina, decir que añoraba la visión de esas imponentes cumbres que escondían su meta, o evocar nostálgico y compartir en comandita las alegres tertulias nocturnas en sus dos tabernas, mas, él jamás anheló retornar. Los años, la distancia y un rencor a priori insalvable, borraron las entrañables remembranzas que pudiese albergar respecto de este lugar.
De contraste a la tibieza de los haces solares trepando por su nuca, percibió el mordisco de la cruda humedad penetrándole en la piel, y removido por el efecto se arrebujó en su manta, sintiendo un ferviente deseo de separarse de los mares por una temporada bien prolongada.
Teniendo tierra a tiro de piedra estudió la panorámica costera, reparando en la falda de un cerro azabache, de rala hierba verde, de la cual brotaba toda una ringlera de tejadillos de lajas arrancadas a la montaña, y paredes erigidas a base de los listones extirpados a los bosques. De manifiesta discrepancia con el escenario del sombrío macizo, las casas que así construyeron estaban pintadas en llamativas tonalidades. Ese era el pueblo más cercano.
Cerciorado del fondo de arena grisácea, el marinero botó el ancla a escasos metros de la orilla de un litoral mínimamente profundo, al amparo del viento con el que los aceptaba, reluctante, este desabrido rincón del mundo. Entonces vio que no lejos de allí, en la carretera delimitada por la frontera ribereña, se mantenía a la espera un tipo derecho junto a una desvencijada camioneta; paciente, pendiente de las maniobras de los hombres que de mañana temprana le traía la mar.
—¿Y ese cretino qué hace? ¿Se puede saber qué mira? —el marinero masculló su desconfianza—. ¿Nos habrá interceptado la inteligencia de las tropas estatales? —nervioso, desenfundó cauto su pistola.
—No se alarme —musitó el señor de Lobos.
—¿Lo conoce?
—Sí, es él.
Al cobijo de la manta, observó al mirón despojarse de la chaqueta, que colgó con esmero en el espejo retrovisor del flanco del conductor, y arremangándose las mangas de la camisa acudió a ellos sin demora.
Era un individuo grande en extremo, de blanquecina pelambrera crecida, y barba rubia asilvestrada, ceñida a la torcida sonrisa que otorgaba a su alargado rostro una mueca completamente terrorífica; sus intensos ojos ámbar, lechosos y prominentes, sugerían ser capaces de hacer zozobrar la barca con los cuatro dentro de un simple vistazo.
—¡Láncenme un cabo! —los exhortó este, metiéndose en el agua hasta la altura de las rodillas—. ¡Descuiden, por aquí no hay piedras! —por su aspecto, y la áspera entonación de su pronunciación trabada, la tripulación militar descubrió en atán parcas palabras el perfil de enajenado que terminó por plasmarse en sus prejuiciosas entendederas.
El marinero consintió a su propuesta, los remeros recogieron los remos, y se le arrojó una tiesa soga que el gigantón les cazó al vuelo, afianzada maquinalmente a esos fornidos brazos suyos de trabuquete.
—Rodillos de telas, agujas de ganchillo, escuadras, reglas y decenas de carretes de hilos de colorines... ¡¿Esto es una máquina de coser?! —soltó guasón el de la camioneta en tanto que jalaba, curioseando de forma somera el cargamento del esquife—. ¿Qué es esta basura, y las armas de Plaad?
—Las armas son para los soldados, amigo —alegó desafiante el marinero, enfadado con los rudos modales del insolente remolcador.
—Se llevan a nuestros jóvenes a morir en una guerra que ni les va ni les viene, dejándonos indefensos a quienes nos quedamos fuera... ¿Cree que nos libraremos del combate? —encallaron a apenas palmos de la arena seca—. Quizá tarde, aunque comparecerá, eso no lo dude.
Encimándolos el civil de tierra, que se vino arriba con su diatriba, el embarcado aprovechó la circunstancia y se deshizo de sus embozos.
—Buen día, señor Plaad. Es usted más grande de lo que recordaba —lo saludó una vez reincorporado, procurando no desequilibrarse.
De tez clara, de reciente tostada por la exposición a las vicisitudes de su periplo, el señor de Lobos lucía el moreno cabello intachablemente peinado, en sentido favorecedor para con su esbelta fisonomía, ostentando un garboso bigote que maduraba ostensiblemente su apariencia aniñada. Vestido su talle de mediana estatura en riguroso traje de lino, por él confeccionado, el señorito no podría ser más distinto a su interlocutor.
—¡Señorito Nonus! —lo reconoció el susodicho señor Plaad, quien lo tomó de sus finas manos, estrechándoselas vigorosamente—. ¡Creíamos que no vendría! Es decir, Plaad llegó a suponer q-que... bueno, nos mandaba sus bártulos, y que sin embargo usted aún tardaría —a su estilo, se disculpó por el modo en que se refirió a su equipaje.
—Sí, efectivamente ese era el plan inicial... Los acontecimientos me obligaron a improvisar, y tuve que ingeniármelas. Ande, arrime los hombros, esa basura
—recalcó sañudo—, no va a apearse sola.
—Puede darlo por hecho, señorito —expresó entusiasmado.
Tras el trasiego de portes, con el género apilado en el sector posterior de la descapotada camioneta, el señorito delegó en el señor Plaad la correcta redistribución del transbordo y se aproximó a los hombres.
—Es de parte del comandante; léalo a solas y destrúyala sin dilación —le transmitió el marinero pillándolo desprevenido en el trance de los adioses, al hacerle entrega disimuladamente de un pliego lacrado.
—¡Que me asista la Diosa, ¿qué más quieren de mí?! ¿Es que ustedes no me han sangrado ya de sobras? —chistó el bigotudo, luego de confirmar que el señor Plaad no los oía, trabajando de espalda a ellos.
—Desconozco la naturaleza de este mensaje, señor. Es confidencial y no estoy autorizado; ni al capitán se le ha informado del contenido.
Vencido a su insistencia, ocultó