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Cristian Baynd y la búsqueda en la eternidad
Cristian Baynd y la búsqueda en la eternidad
Cristian Baynd y la búsqueda en la eternidad
Libro electrónico406 páginas5 horas

Cristian Baynd y la búsqueda en la eternidad

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Información de este libro electrónico

Después de sufrir un accidente, un excelente y noble adolescente se da cuenta que su existencia se enlazaba a una suma de acontecimientos tenebrosos del pasado de su familia. En su intento por saber la verdad de su origen; descubrirá que ha sido designado para encabezar la lucha contra las fuerzas oscuras y sobrenaturales del mundo.

IdiomaEspañol
EditorialRC Rementeria
Fecha de lanzamiento17 ago 2022
ISBN9781005190040
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    Cristian Baynd y la búsqueda en la eternidad - RC Rementeria

    R. C. REMENTERÍA

    Y

    LA BÚSQUEDA

    EN LA ETERNIDAD

    TÍTULO: CRISTIAN BAYND Y LA BÚSQUEDA EN LA ETERNIDAD

    AUTOR: RICHARD CRISTIAN REMENTERIA MELENDRES

    EDITOR: RICHARD CRISTIAN REMENTERIA MELENDRES

    PUENTE PIEDRA - LIMA - PERÚ

    1A. EDICIÓN – ENERO 2022

    DEPÓSITO LEGAL N° 202203200

    Este libro está dedicado a Dios, que me ayudó a plasmar cada palabra que estaba dentro de mi esencia y hacer algo hermoso de este fondo vacío. A mi querido abuelo Víctor Rementería, el hombre que nació líder, y a mi pequeña sobrina Estefanny Muente, la niña que inició esta aventura.

    CAPÍTULO I

    LA INVITACIÓN

    Inicio esta página de reminiscencias con una pregunta, y espero respondas con toda sinceridad. ¿Qué ves cuando cierras los ojos, cuando la oscuridad se vuelve absoluta, y tu ser está encerrado dentro de ti? ¿Qué ves cuando te sientes sumergido en un vacío profundo, en un lugar donde la luz no te llega a alcanzar? Un lugar desolado...

    Existe un modo de escapar de esa oscuridad y es encontrándote contigo mismo, sabiendo que todo lo que sientes y piensas forma parte de tu ser, que tu cuerpo y espíritu son la esencia de tu vida y que cada cosa que te rodea forma parte de algo más, algo de lo que ni siquiera te has percatado, aun cuando siempre ha estado frente a ti; quizá por tener los ojos obnubilados por el trajinar indetenible del día a día.

    Las miles de letras aquí escritas, reunidas en estos capítulos tenues y grises, pero emocionantes, situadas en una sucesión descendente de líneas extendidas, surcarán las páginas de este libro en una búsqueda incansable de llenar tu corazón con un escenario inusitado y sin igual que podrás encontrarlo en estos recuerdos de tinta seca y hojas blancas, que serían olvidados si tú no los leyeras. En cuanto abras los ojos, te darás cuenta de que no solo buscan describir el exterior de las cosas de las que siempre has estado rodeado; te buscará a ti en lo más profundo de tu alma para mostrarte el reflejo de tu vida y para ayudarte a encontrar la respuesta a aquella pregunta que tantas veces te has hecho y que, por alguna extraña circunstancia, no has logrado responder. Porque, al igual que Cristian, creo que tú también puedes dejar de sobrevivir y comenzar a vivir; ser parte de algo grandioso y único. Pero solo lo conseguirás despertando de la utopía donde casi todos estamos inmersos.

    Supongo que al llegar a estas líneas tu mente ha comenzado a llenarse de desconciertos e incertidumbres que yo podré responderte escribiendo esta historia inspirada en alguien que bien podrías considerarlo un amigo.

    No recuerdo en qué momento comenzó todo. Tal vez fue aquel día o mucho antes; quizá fue aquella mañana cuando el sol de verano llegaba mostrándonos las deslucidas calles de una humilde ciudad. Esa luz se filtraba entre las cortinas inquietas de una ventana abierta en la habitación del segundo nivel de una casa vieja y a media construcción. La oscuridad permitía que el destello claro del cielo, creciendo de prisa, creara reflejos en las paredes blancas, para que alguien por fin despertara de una vez, porque de seguro ya era tarde. La inmensa luz del cielo sobrecogía este pequeño distrito que se sostenía en la pobreza, aislado y excluido por el borde de la ciudad, donde destacaban los enormes rascacielos de paredes grises y pintadas de hollín, negados a presenciar el hermoso horizonte que se escondía detrás. Aquí, en la pequeña colina desértica del distrito de la costa, Cristian dormía cómodo dentro de una habitación sobre una cama, cubierto a medias con una sábana blanca que se extendía por el piso, dejando ver un pequeño lunar en el centro de su pecho que parecía el punto inicial de una coordenada.

    El decorado de aquella habitación mostraba cosas interesantes pero sencillas como un velador apolillado de color celeste con diseño prehispánico ubicado al costado de la cama, un armario pequeño que había sido reparado con pedazos de madera, una modesta biblioteca sin acabados con algunos libros viejos en el interior, un escritorio chico cerca de la ventana en el cual se veía un borrador verde desgastado y un lápiz sin punta, algunos afiches de artistas con trajes de colores junto a muchas hojas de frases célebres escritas a mano, todas estas pegadas en las paredes. En medio de todo ello, un reloj clásico de color dorado, con un ave dormida muy reluciente en su interior, cuyas manecillas marcaban las ocho y ocho de la mañana. Al costado, casi tirado en el piso, se encontraba una mochila abierta con muchas hojas en el interior, donde una en especial sobresalía; probablemente sería la última que había sido utilizada por el joven. En ella se apreciaban trazos extensos de carbón recorriendo la superficie, y algunas manchas de color azul, amarillo y rojo rodeándola, como si trataran de describir algo importante. Las líneas carecían de sentido en la superficie blanca; quizás esto era la muestra más clara de las voces silenciosas de su interior que necesitaban narrar un suceso que no lo dejaba tranquilo, incluso cuando dormía. Describir, tal vez, algo que estaba en lo más recóndito de sus recuerdos, cuando estos solo se presentaban como lagunas mentales. Y, por la cantidad de hojas, de seguro llevaba días así, sin conseguir plasmar del modo correcto lo que su mente quería mostrar.

    Sin embargo, todo cambiaría a partir de ese día cuando aquella luz golpeó la sábana que le cubría el rostro, y se comenzaron a escuchar pasos que provenían desde detrás de la puerta, que era del mismo color de las paredes. El sonido se incrementaba cada vez más, como si alguien se aproximara con rapidez. Un instante después, la puerta se abrió de golpe.

    —¡Hey…! ¡Despierta, despierta…! —pronunció de improviso una voz infantil delgada y ruidosa, sin detenerse.

    —¡¿Qué…?! —despertó Cristian sobresaltado. Aquella impresión produjo en él un ligero sobresalto en la cama. Cegado por la luminiscencia blanca de la habitación, cerró los ojos de inmediato, ya que no podía distinguir casi nada. Dio un respiro profundo, para luego abrirlos muy despacio. En ese instante cualquier rastro de sueño se había ido por completo.

    —¡Tenemos visita, tenemos visita!

    —Ah…, eres tú, Debby —expresó Cristian con la voz apagada y con los párpados entreabiertos, mirando a la pequeña—. ¿Ahora, qué sucede? —agregó, y luego cerró los ojos y se volvió a recostar. Tratando de levantar parte de la sábana del piso jaló de ella pretendiendo cubrirse el cuerpo, como si fuese un murciélago huyendo de la luz.

    —¡Ya te dije, tenemos visita! —respondió la niña, sujetando la esquina de la sábana para impedir que su hermano se cubriera el rostro. De inmediato, comenzó a jalarlo con fuerza. Cristian abrió los ojos de nuevo, y ahí estaba Debby de pie, irritándole la vista. Su larga cabellera castaña clara y despeinada brillaba con los reflejos del sol. Con su pijama rosa siempre le había parecido tierna, pero nunca a esa hora.

    —¿Podrías dejarme solo, por favor? O le diré a mamá que me estás molestando —expresó cubriéndose la cara con la almohada, un tanto enfadado.

    —¿En serio no quieres saber? —le preguntó Debby, como si supiera algo de lo que él no estuviera al tanto—. Creo que te buscan —añadió, susurrándole casi al oído, con un tono de emoción.

    —¿Qué…? —preguntó Cristian como si no hubiese escuchado bien.

    —Te buscan, bobo. ¡Des-pier-ta! —insistió la niña haciendo gestos extraños con la boca, como si gritara muy fuerte y lentamente en la última palabra. Pero casi no se le oyó.

    —¿A mí? No creo.

    —Ya te lo dije, están hablando de un tal Cristian. Y tú eres el único que se llama así en esta casa.

    —¿Sabes? No sé por qué te hago caso.

    —Estoy diciéndote la verdad, no miento. Si no me crees, puedes mirar. Está en la sala.

    —¿La verdad? —murmuró Cristian—. ¿Pero tiene que ser a esta hora? —Respiró profundo y, malhumorado, lanzó la almohada en la cama y se levantó muy despacio, como un robot con la batería baja.

    Caminaron hacia la entrada de la habitación y salieron a un pasillo sombrío donde la luz del día casi no ingresaba, ya que no había ventanas. La temperatura del verano parecía menor en ese espacio estrecho en el que las paredes sin pintura mostraban el color gris del cemento frígido de la caliza.

    Apresurado, atravesó el pasillo que terminaba al cruzar una puerta de madera frente a una escalera de concreto sin acabados. Las gradas descendían a otro pasillo amplio, a unos metros de la puerta principal y muy cerca de la sala de estar.

    —Créeme, hermanito —seguía diciendo la niña, que iba detrás de Cristian.

    —Espero que sea cierto, Debby. Me voy a enojar contigo si no es así —le advirtió Cristian con la voz baja, mientras se acercaba a los escalones.

    —Te estoy diciendo la verdad. ¿Por qué nadie me cree?

    —No todos, Debby. Yo sí te creo —dijo Cristian deteniéndose. Luego, se dio la vuelta y le dijo—: Si no te creyera, no estaría aquí.

    —Es cierto, tú eres diferente —dijo la niña, sonriendo.

    —Sí. En eso tienes razón. Soy el diferente en esta familia rara —sentenció y prosiguió el paso, silenciosamente.

    —Ese señor me pareció un hombre muy extraño —comentó Debby.

    —Seguro que es un familiar de mamá, alguien que se le olvidó de presentárnoslo y está de visita, o algo así —dijo, tratando de no asustar a su hermanita—. Ahora por favor, no hagas ruido —expresó deteniéndose y mirándola fijamente a los ojos, cuando ya casi se podía oír lo que su madre decía en la primera planta de la casa.

    —¿Lo crees? —preguntó la niña, como si ella presintiera algo que el muchacho también sentía por dentro: una sensación extraña de miedo y desconcierto.

    —Claro que sí. Mejor… quédate, Debby. —Se detuvo justo en el momento en que iniciaba su descenso por la escalera —. Debe ser una conversación aburrida, tú sabes, de adultos. No es necesario que bajes. Por favor, ve a tu habitación.

    —Humm… está bien —accedió Debby, pero se marchó a su cuarto un tanto disgustada.

    Cristian enfocó su mirada en dirección a la sala que era un tanto modesta, con paredes sin acabados, pero cubiertas de cuadros abstractos, hermosos y únicos. Las ventanas eran enormes, de cristales de colores en forma de círculos y cuadrados. Se encontraban bien abiertas para que el calor antipático que hacía en la temporada de verano fuera disminuido por la brisa fría del mar.

    —Creí que el muchacho recordaría algo —dijo alguien con voz gruesa.

    Cristian se detuvo unos peldaños antes de culminar el descenso por la escalera y se sentó sin ser visto.

    —No —se oyó la voz de Clara, su madre—, mi hijo Cristian no sabe nada de su hermano. Y si es por eso que ha venido usted hasta aquí —prosiguió sentada en el sofá blanco, incómoda por la visita—, desde ahora le digo que no va a conseguir nada; solo está perdiendo su tiempo.

    Clara Baynd era una mujer humilde. Llevaba el cabello sujetado y cubierto por una gorra azul; se tocaba la frente sudorosa por el calor, mientras sus ojos color miel destellaban de vida en un rostro fino que resaltaba incluso en ese instante cuando traía un mandil sucio, lleno de manchas de tierra y pimienta.

    —Solo queremos saber lo que sucedió ese día, señora, puesto que Cristian es la persona que lo vio por última vez. Un poco de cooperación de parte de usted y su familia ayudaría a agilizar el caso —dijo el visitante. Cristian podía ver al hombre, que estaba sentado de espaldas a él, y se apegaba un poco más a la pared para que no lo vieran.

    —Cristian no sabe nada de su hermano, ya se lo he dicho —explicó Clara un tanto a la defensiva.

    —¿Usted no me podría dejar hablar ahora con él? Será solo un momento.

    —Él en estos momentos está descansando. Ayer se quedó haciendo unos pendientes hasta muy tarde.

    —Entiendo —asintió el hombre.

    —Ustedes deberían hacer bien su trabajo y encontrar a mi hijo cuanto antes —exigió Clara con voz que denotaba agobio.

    —Señora Baynd, como comprenderá, no es mi responsabilidad entrometerme en ese tipo de asuntos. Solo le puedo decir que las personas encargadas están haciendo sus mejores esfuerzos para resolver este caso y dar con el paradero de Teo lo más pronto posible. El motivo por el cual he venido a su hogar es otro, en realidad.

    Lo poco que Cristian podía distinguir del visitante era su cabellera canosa y su saco oscuro.

    —¿Otro motivo? —preguntó Clara un tanto desconcertada.

    —Sí —afirmó el hombre con convicción—. Tengo la orden de trasladarlos de aquí a la brevedad.

    —Pero… ¿por qué ahora? —prosiguió Clara, preocupada y sorprendida—. La verdad, no entiendo. ¿Por qué hacen esto con nosotros? —Se tocó el rostro con las manos, mientras miraba por la ventana sin percatarse de la presencia de Cristian, que se ocultaba en los peldaños.

    —Lo que ocurre es que el Estado ya no quiere pagar los subsidios para su familia; no habrá cómo sostener los gastos de esta casa. Y, aún más, este último suceso ha dejado muy preocupados a todos. Por ello será mejor que se muden. Lo siento.

    —Ustedes me prometieron encontrar a mi hijo, y no me iré de aquí sin él —dijo Clara con un poco de ira.

    —Señora, tiene que entender que es por el bienestar de su familia, el de sus hijos —expresó calmado el hombre, tratando de hacerle entrar en razón.

    —¡Han pasado más de quince días y yo sigo sin respuestas! ¿Y quiere que me vaya? —exclamó Clara, casi sin poder hablar por la rabia e impotencia que sentía.

    —Ya le dije que los mejores hombres están tras las pistas de Teo. Es cuestión de tiempo que él aparezca —dijo el hombre en tono apaciguador, para que la señora Baynd no se enfadara más.

    —¡Para entonces mi hijo ya estará muerto!

    —No, no diga eso. —El visitante la silenció con severidad de inmediato—. Señora Baynd, no me gusta que ponga en tela de juicio el trabajo de personas calificadas —dijo, como si se hubiese ofendido—. Créame, lo encontraremos. Aunque algunas fuentes indican que él se marchó de su casa porque ya era mayor de edad y quería un poco de independencia. Tal vez haya decidido vivir junto a alguna señorita de la ciudad —dijo con mesura—, sin mencionar que no sería la primera vez que Teo huye de su casa.

    —Espero que así sea —musitó Clara con la mirada al piso—. Preferiría mil veces que haya encontrado a alguien que lo acompañe, a que esté solo por ahí.

    —Por ahora lo mejor es que ustedes se trasladen de este lugar —insistió el hombre, bebiendo su taza de té.

    —Pero… mis hijos ya comenzaron a acostumbrarse a esta zona; tienen amigos y los vecinos no parecen ser tan malos como en otros lugares donde ya habíamos estado —dijo Clara con la voz entristecida, pero más tranquila.

    —Ellos se acostumbrarán también allá. No tiene por qué preocuparse de eso, señora Baynd. Perdóneme, pero ustedes aquí no se podrán quedar más. Lo siento por ellos, tendrán que iniciar otra etapa de nuevo —repuso al final el visitante con un tono frío, como si lo que escuchase de la mujer no le importara en lo más mínimo.

    —Llevamos menos de un año aquí, no me puede pedir eso —dijo Clara con un tono suplicante.

    —Si no se van, me temo que podría pasar lo peor.

    —¿Lo peor?

    —Sí.

    —¿Acaso usted no se da cuenta? ¡Mírenos! Dos de mis hijos ya no están a mi lado. ¿No entiende que ya no hay nada peor que esto?

    —Señora, tranquilícese —dijo el sujeto, tratando de apaciguarla—. Río Brillante ha cambiado mucho desde que ustedes se marcharon de ahí.

    —¿Río Brillante?

    —Así es.

    —¿Y por qué nos quieren llevar allá? Me gustaría que, si nos van a trasladar, fuese a otra parte. ¿Cómo espera que estemos más seguros en Río Brillante? ¿Acaso no se acuerda lo que sucedió años atrás?

    —Esa ciudad ya no es como usted la recuerda, señora. El progreso y la paz han llegado nuevamente ahí, y le podría asegurar que hoy en día es uno de los lugares más seguros de este país —expuso el hombre—. El mundo cada vez es más inseguro e incierto. Créame, estarán bien ahí.

    —No es cierto lo que dice.

    —Usted sabe que es verdad. Los hombres se destruyen entre sí, y no hay un día que pase en que la gente no muera aquí. Lo he visto, señora —afirmó el hombre, mirándola fijamente a los ojos. ¿Quiere que sus hijos sigan viviendo en este lugar árido? ¿Este lugar donde la muerte los rodea todos los días?

    —No, claro que no —contestó Clara con temor en los ojos.

    —¿Entonces? Usted sabe que durante estos años el consejo le puso resguardo de agentes especiales para el cuidado de su familia, por ciertas consideraciones que no mencionaré. Pero ahora ya no estamos en tiempos de guerra. Y, con los fondos vacíos en las cajas del gobierno para casos especiales como el suyo, no se podrán costear los gastos de esta casa, lamentablemente. Sé que es humilde, pero no hay dinero. Y la seguridad que han tenido será retirada en unos días. Es una pena, pero… esa es la verdad.

    —¡Pero… marcharnos ahora, cuando mi hijo tal vez podría volver a esta casa! —reprochó Clara derrotada.

    —Teo conoce Río Brillante. Si decide volver, también podría hacerlo allá. Discúlpeme, señora, pero ustedes ya no se pueden quedar más aquí; serán trasladados al pueblo, y para ser más específicos, a una de sus propiedades, la casa cerca del río —explicó el sujeto.

    —Esa casa era de mi suegro. Él dijo que se la dejaría a sus dos nietos, como herencia. Sin embargo, esa casa no ha sido habitada en mucho tiempo, no sé si se pueda vivir ahí.

    —Descuide, nosotros nos encargaremos de adecuarla. Claro, si usted nos lo permite.

    —¿En serio?

    —Por supuesto que sí. Usted no tiene por qué preocuparse de eso. Aparte de ese inconveniente, no creo que tenga problemas en volver ahora. El lugar es hoy diferente, pues hay mayor seguridad, como ya se lo he mencionado.

    —Les agradezco, entonces, por el apoyo, aunque me gustaría pensarlo y hablarlo con mis hijos —dijo Clara, como si no le convenciera la idea de mudarse a Río Brillante.

    —Señora Clara, por su bien y el de toda su familia, tendrán que marcharse de aquí en menos de una semana. Créame, es lo mejor.

    —Pero… ¿por qué en tan poco tiempo?

    —Como le indiqué, este lugar se ha tornado muy peligroso y la inseguridad ha llegado a niveles inimaginables. Cada día que pasa es una lucha constante por la supervivencia, porque no se sabe si se despertará al día siguiente. En verdad, lo siento mucho, pero los chicos tienen que irse de aquí. Además, no habrá inconveniente alguno, ya que el año escolar acabó hace unos días.

    —Si él estuviera aquí, sería diferente —musitó con la mirada divagante hacia la ventana.

    —Quizá —dijo el hombre, como si supiera de quién hablaba Clara—, pero también lo hago por él. Era mi amigo y no me perdonaría si algo malo le sucediera a su esposa y sus hijos.

    —¿Acaso no se da cuenta de que ya casi no tengo a mis hijos? —replicó Clara.

    —Sus hijos están bien: Teo volverá pronto y su hija mayor vive feliz con su esposo, el contador —la tranquilizó con un tono optimista—. Más bien —advirtió—, si usted no se va de aquí, sí podría suceder algo irreparable. Espero que entienda eso, señora. Es momento de que los chicos vuelvan a casa.

    —Pero ¿qué fue lo que pasó para que nos quiten los fondos? —preguntó con mucha tristeza la señora.

    —Para este nefasto gobierno la guerra interna terminó, señora —respondió con cierta frustración, luego beber un sorbo de té—. O, por lo menos, eso intentan hacerle creer a la gente. Ustedes no hicieron nada para que esta orden fuese dictada. Sin embargo, tienen que comprender y acatarla.

    —Está bien, nos iremos —respondió Clara, resignada.

    —Me alegra que por fin nos hayamos entendido, señora. Por otra parte, traigo una carta oficial del director de la escuela secundaria del pueblo para que Cristian ingrese a estudiar el año entrante a ese colegio.

    —Supongo que no tiene otra alternativa, ya que es el colegio más cercano.

    —Así es, y el muchacho deberá llevar clases adicionales.

    —¿Qué? —preguntó Clara. Aquellas palabras la dejaron sorprendida.

    —Así como lo oyó, señora. Serán clases de nivelación, según me informó el director.

    —Mi hijo Cristian no las necesita. No es como su hermano.

    —Eso lo tendrá que decidir la institución. Ellos quieren evaluar su grado de rendimiento. Solo eso.

    —Pues pierden su tiempo. Se darán cuenta de que él es un chico muy inteligente y de corazón noble —dijo con ternura aquellas palabras.

    —Si es así, entonces no hay de qué preocuparse, ¿no lo cree? —aclaró el señor, con un tono sereno.

    —Exacto —respondió Clara a la defensiva, sin soltarle la mirada—. Ya que menciona todo esto, mi hijo Teo estuvo muy diferente desde que volvió de su último año de ese colegio. Yo me sentía más tranquila cuando ingresó a la escuela de militares. ¿Acaso él está…?

    —Muy bien, señora —la interrumpió el hombre, con nerviosismo—. Ya es muy tarde. Ah… lo olvidaba, en tres días llegará el camión de la mudanza. Tenga todo preparado, por favor. —Puso la taza de té en la mesa, se levantó y se arregló el saco—. Ahora, si me disculpa, pasaré a retirarme.

    —Lo acompañaré a la salida —dijo la señora, poniéndose de pie rápidamente para conducirlo hacia la puerta.

    —No se preocupe, conozco el camino —expresó el hombre con amabilidad—. Buen día.

    En ese instante, Cristian no sabía si subir por las escaleras o quedarse quieto en ese lugar. Para su suerte, la pequeña habitación donde se encontraba estaba a oscuras. El sujeto pasó tan rápido que no se percató de su presencia.

    —Permítame… yo la abro —dijo Clara, alcanzándolo y sujetando la manija de la puerta. La levantó con fuerza y luego tiró de ella para abrirla. Sabía que la puerta estaba un tanto descuadrada y que el visitante no podría hacerlo.

    —Gracias —dijo el sujeto, saliendo de la casa—. Si hay algún cambio sobre los días de traslado, se lo haremos saber —agregó desde afuera, con la mirada hacia el fondo de la casa.

    Clara cerró la puerta y caminó nostálgica hacia la escalera. Se percató de la presencia de Cristian.

    —Creí que aún estabas dormido, hijo —dijo, sentándose al lado de él—. Supongo que escuchaste todo. ¿No es así? —preguntó.

    —Sí, mamá, todo —respondió en voz baja—. Pero… ¿por qué? —preguntó con la mirada hacia el piso—. ¿Por qué siempre nos estamos mudando?

    —Pues… —respondió Clara, mirándolo—, no sé qué decirte, hijo. Solo te puedo decir que en algunas ocasiones es mejor no saber la verdad, si aún no se está preparado.

    —¿Por qué no somos como las demás familias? ¿Por qué siempre parece que estuviéramos huyendo de alguien?

    —No digas tonterías, hijo. ¿De quién podríamos estar huyendo?

    —¿O es que le debemos dinero a alguien, y es por eso que no tenemos un paraje fijo? ¿Como algún banco, o algo por el estilo?

    —¿Debemos al banco? Cómo se te ocurren esas cosas —dijo Clara más tranquila—. Nada de eso, hijo. Es solo que no podemos costear ni esta casa ni el colegio, y menos ahora que no tengo trabajo. Espero que entiendas eso.

    —Sí, lo entiendo.

    —Y no hay forma alguna de evitarlo —suspiró Clara—. Nos iremos en unos días. Lo que nos espere allá, no lo sé. Quizá podamos iniciar todos nuevas vidas; en especial tú y Debby.

    —¿En verdad crees eso?

    —Pues… yo pienso que sí.

    —¿Y sabes cómo es el lugar? —preguntó Cristian con un poco de intriga y curiosidad.

    —Sí, lo conozco muy bien —respondió Clara con la mirada perdida hacia el pasillo. Quizá pensaba en ese instante en los lugares por donde ella y su familia habían recorrido en todos esos años. Luego, dio un respiro profundo, y prosiguió—: Tú naciste en ese lugar. Eras muy pequeño cuando salimos de ahí y nos fuimos a otras ciudades, por eso no lo recuerdas. Es muy hermoso —continuó, como si no estuviera sentada ahí, sino en otro lugar—. Te va a gustar mucho, hijo.

    —¿Y mi hermano? ¿Qué pasará con él? —preguntó Cristian con tristeza.

    —No te preocupes por él. Cuando llegue el momento, estará con nosotros —respondió Clara, cambiando el tono de su voz—. Te aseguro que él sabrá cómo alcanzarnos en nuestra nueva casa. ¿Te acuerdas de la escuela donde estudiaba Teo? Esa zona donde se internaba y no lo veíamos después de meses.

    —Sí —respondió Cristian.

    —Está allí —dijo Clara con tristeza—. Teo volverá, lo presiento, y todo será como antes. —Luego de un pequeño silencio que de pronto los envolvió, expresó—: Ánimo, si él ya estuvo ahí, no debe de ser tan malo.

    —Supongo que no, mamá —dijo Cristian con un gesto de duda en su rostro.

    —Estarás bien, tendrás nuevos compañeros y nuevos amigos —dijo Clara, tratando de alentar a su hijo.

    —Solo espero que a Teo no se le olvide el camino; si es que él ya estuvo ahí antes —añadió Cristian, sereno.

    —Créeme, no se le olvidará. Estoy segura de que volverá.

    —Sí, es cierto —manifestó Cristian, envolviéndose de esperanza—. Él es el mejor y volverá pronto.

    —Eso es, no pierdas la fe. Y te pido un favor, Cristian —expresó Clara, mirándolo de frente.

    —¿Cuál? —preguntó.

    —No debes de tratar este tema tan delicado con tu hermana.

    —Te aseguro que no le diré nada, mamá.

    —No quiero que Debby esté triste, todavía es muy pequeña para entender todo esto. Ahora ella es la única persona que le da vida a esta casa.

    —Es cierto. Descuida, de mi boca no saldrá nada.

    —Gracias, hijo. Ustedes dos son mis grandes motivos para seguir adelante —dijo, mirándolo tiernamente—. Otra cosa que se me olvidaba decirte. Tú no tienes la culpa de nada, así que no te atormentes por algo que no hiciste, porque ni siquiera entiendes lo que está pasando. ¿Escuchaste bien?

    —Sí, mamá.

    —Si tu memoria no quiere que recuerdes lo que sucedió esa noche, tal vez sea por alguna buena razón. Quizá sea mejor así. Me duele decir eso, pero… —dijo Clara sin terminar.

    —Dímelo, mamá.

    —No es nada, olvídalo. Es solo que a veces nuestra mente reprime recuerdos que no son agradables para nosotros. Así que tal vez deberías dejarlos ahí, olvidados. ¿Entiendes?

    —Creo que sí —dijo Cristian, dubitativo.

    —Muy bien —dijo Clara, y, poniéndose de pie, cambió de tema radicalmente—: Tendremos arduo trabajo estos días, jovencito; deberás ayudarme a empacar las cosas de la casa, en especial el cuarto de tu hermana. Hay muchos juguetes usados en esa habitación. Y no sé de dónde aparecieron.

    —Pues…

    —Ahora dime, Cristian. —Clara lo miró fijamente—. ¿Sabes de dónde sacó Debby esos juguetes? Sé muy bien que tú dudas cuando tratas de ocultar algo y no sabes mentir.

    —Mejor pregúntale a ella, mamá. Yo sí sé de dónde aparecieron, pero no puedo decirte nada. Se lo prometí.

    —Mmm… Está bien. Se lo preguntaré a ella, ya que, de tu parte, veo que no conseguiré nada, y es obvio que no romperás tu promesa. ¿Acaso alguien le habrá regalado todo eso?

    En ese instante, Cristian se quedó pensativo. Los recuerdos le devolvían aquella imagen de su hermana acompañándolo en el

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