Hubiera querido llamarme fuego
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La autora de este libro usa la prosa poética, un lenguaje reposado, reflexivo, autocrítico. Los personajes, en su mayoría mujeres, se expresan en diálogos consigo mismos, en monólogos interiores, en conversaciones al vacío, en sueños que se confunden con la vigilia, en rememoraciones de un pasado que puede ser real o producto de la imaginación. Esa intimidad se refleja al narrar situaciones tan disímiles y crudas como la angustia de una niña que le pide a su madre que la proteja de ese “monstruo” que llega a las cinco a robarle pedazos de su inocencia; o la tristeza reposada de una Eva que contempla el cadáver de su Adán, ese amante-esposo-hijo, que regresó al polvo de donde fue sacado; o la locura domesticada en la que cae lentamente una mujer obsesionada con la limpieza de su apartamento, tal vez para conjurar el hastío de la realidad que la aguarda afuera de sus puertas.
Ricardo Silva Romero
Ana Mercedes Andrade
(St. Louis, Estados Unidos – 1971) Trabaja como profesora de literatura en la Universidad de los Andes en Bogotá y actualmente dirige el programa de Escritura Creativa de Educación Continuada de la misma institución. Ha publicado la novela Elegía para una insomne (traducida al italiano), el poemario Grafía (traducido al inglés) y sus cuentos y poemas han aparecido en revistas como Otro Páramo, Galerna, Hispanic Culture Review y Hofstra Hispanic Review, así como en diversas antologías en español y en la antología de escritores colombianos traducidos al esloveno Zgodbe Iz Kolumbije. Fue ganadora del Concurso de Cuento Ramón de Zubiría (1995) y finalista del Concurso de Cuento Carlos Castro Saavedra (1996). Su poemario De lo apenas vislumbrado estuvo entre los preseleccionados para el Premio de Poesía Ciudad de Bogotá en 2020.
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Hubiera querido llamarme fuego - Ana Mercedes Andrade
El sacrificio
A la memoria de Miguel Ángel Ariza
Y me dije: he aquí tu ofrenda, Señor, he aquí lo que creo que me has pedido. He aquí lo que te cedo y lo que me quitas. Es lo justo, me dicen. Es lo justo, me repito. He aquí, pues, tu ofrenda, Señor, he aquí lo convenido. Tómala en tus manos y déjame a cambio las mías vacías. Es mucho lo que pides, es mucho lo que has querido.
Tengo las manos sucias de tierra; tengo las manos cuarteadas por la tierra.
Las motas de polvo bailan sobre un rayo de sol. Veo las partículas que flotan en el aire y me imagino que se persiguen unas a otras. Me digo que se hablan, invento que se dicen cosas secretas y paso así el rato intentando descifrar sus palabras mientras me llega a medias el sonsonete de los cantos gastados. Nadie afina, nadie intenta seguir una melodía: todos repiten con voces perezosas y mecánicas sus palabras oxidadas. ¿Qué se estarán diciendo las motas de polvo? ¿Qué hablarán de nosotros?
Es que somos, Señor, tan pobres y tenemos tan poco para darte. Somos una gente silenciosa que recorre desde siempre los caminos polvorientos, azotados por el sol. Se lastiman nuestros pies con los guijarros, las piedras hieren nuestra carne y nos mortifican a cada paso. Hemos atravesado montañas y valles, hemos cruzado desiertos; son tantos los caminos que ya no los podríamos recordar.
Alguna vez, hace tiempo, enterramos nuestras semillas entre el cascajo y nos sentamos a esperar. Nos quebramos las uñas escarbando y luego vimos con alegría cómo las hojas diminutas desenrollaban su verde pálido al sol. Pero la tierra era yerma y pronto las plantas se secaron. El viento rompió sus tallos, el sol nos las marchitó. La tierra no nos quiere
, pensamos, sin atrevernos a decirlo. Por eso he aquí tu ofrenda, Señor, llévatela de una vez de mis manos.
Porque tengo las manos rucias de tierra. Porque tengo las manos cuarteadas por la tierra.
La luz que atraviesa los vidrios no me calienta y los cantos no logran romper el letargo. Tres viejas que se han sentado juntas cabecean como tortugas, suspendidas en un sueño de otras épocas, y recuerdan quizás otros días cuando el futuro parecía aún posible. De vez en cuando entreabren sus ojos llorosos, como si atravesaran muchos siglos al hacerlo, y suman sus voces cuarteadas a las de los demás. Cantan con desgano mientras se aferran a la banca con sus manos temblorosas. Desde la mía veo cómo todos se levantan, se sientan, se levantan, se sientan, como si estuvieran hipnotizados. Arrinconada, miro entonces las motas de polvo, para no marearme con tanto movimiento.
Tenemos los labios quebrados por el viento y no queremos hablar. Nuestros ojos irritados escudriñan el horizonte en busca de una promesa. No hemos encontrado nada de lo que nos dijiste y, sin embargo, seguimos buscando; porque somos una gente mísera, porque en realidad no tenemos nada, nada más podemos perder. Sabes muy bien que hemos soportado mucho, que hemos aguantado el hambre y la sed. Durante la interminable sequía, arrancamos las malezas que crecían entre las piedras y se las dimos a nuestros hijos para que las comieran. Nos decían son amargas
y trataban de escupirlas, pero nosotros los obligábamos a masticar. Les cerrábamos la boca y les tapábamos la nariz para que tragaran.
He aquí mis manos, he aquí mis manos resecas por el polvo. Mira mis manos rucias de polvo.
Observo a las tres tortugas antiguas, con sus pieles de cuero cuarteado y lleno de manchas, sus cabezas cubiertas por pañoletas que parecen telarañas. ¿Serán hermanas? Me pregunto, medio en serio, si serán las mismas viejas que veía cuando venía aquí, hace tantos años ya. Me entretengo imaginándolo: las mismas tres hermanas envejeciendo en sus bancas, flotando en el frío de la eternidad polvorienta, parecidas a esas flores que algunos dicen inmortalizar sumergiendo sus tallos en glicerina. Las flores se vuelven flexibles, cauchudas, pero adquieren un tono más oscuro y pierden para siempre su brillo natural. Quizás eso son ellas, meciéndose en el polvo.
Cuando al fin llegó la lluvia los animales se enfermaron. Se lanzaron sedientos en busca de agua, bebieron de los pozos y empezaron a temblar. Algún veneno habrán tomado con el barro. Luego nos miraban con ojos desorbitados que nos llenaban de miedo; sus gemidos de dolor no nos dejaban dormir y los niños lloraban asustados. La tierra nos rechaza
, pensamos sin decirlo, y sentimos