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Las Mentalistas: Otros Mundos, #1
Las Mentalistas: Otros Mundos, #1
Las Mentalistas: Otros Mundos, #1
Libro electrónico429 páginas6 horas

Las Mentalistas: Otros Mundos, #1

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Información de este libro electrónico

Este es el viaje fantástico de Hans Wolff, un joven antropólogo que trabaja en un instituto de arqueología en Viena, Austria.

La muerte repentina de su padre lo enreda en graves problemas por una misteriosa herencia: Es asaltado por desconocidos, es suspendido por su trabajo, es investigado por la policía y pierde su novia. Con la ayuda de un amigo trata de resolver el misterio y salir de sus increíbles contrariedades.

Sus investigaciones le conducen a un nuevo mundo donde habita una segunda humanidad. Es un mundo lleno de maravillas y poderes sobrenaturales. Allí encuentra nuevos amigos. Pero le acechan mortales peligros y queda atrapado. ¿Logrará escapar? ¿Vivirá para iniciar una nueva vida? ¿Podrá encontrar el amor de su vida?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ago 2022
ISBN9798201396015
Las Mentalistas: Otros Mundos, #1
Autor

Johann Franz Radax

Johann Franz Radax nació en 1957 en Wiener Neustadt, Austria Baja. Después del estudio de la medicina veterinaria en Viena trabajó como profesor asistente en el Instituto de Nutrición de esta universidad y a continuación se dedicó durante diez años a la práctica de animales grandes en el sur de Austria Baja. En aquel tiempo escribió su tesis doctoral y se graduó de «Dr. Med. Vet.» Después de un interludio de cuatro años en la industria farmacéutica emigró a América del Sur, a Ecuador. Allá estudió medicina y bioética. Durante diez años trabajó como profesor de Anatomía e instructor de Medicina Comunitaria en una universidad ecuatoriana. En todo ese tiempo además fungió como docente de cursos de Anatomía y Fisiología y como instructor de un programa de Salud Pública de una universidad estadounidense que mandaba a estudiantes voluntarios a Ecuador para asistir a cursos y prácticas de un semestre de extensión. Aparte del trabajo docente, el doctor Radax se dedicaba y se sigue dedicando a la investigación científica. En la actualidad dedica su tiempo a la escritura de libros de varias índoles: desde la no ficción hasta las novelas de fantasía. Luego de vivir más de un cuarto de siglo en el Ecuador, dispone de profundos conocimientos tanto del país como de sus habitantes en toda su diversidad, de la profesión médica y de la complejidad de la situación política.

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    Las Mentalistas - Johann Franz Radax

    Prólogo

    Lunes, 15 de diciembre de 2003

    El aire le silbaba en los bronquios. El pecho le hervía. Un jadeo agonizante acompañaba cada respiración. El anciano se asomaba por la ventana abierta al jardín, se aferraba al alféizar e inspiraba el aire con avidez. Desesperación estaba escrita en su rostro.

    El gendarme se puso a su lado y le miró con ansiedad. Su uniforme era gris; el cinturón con la funda de la pistola, de un cuero color café con leche. Llevaba la gorra metida bajo el brazo.

    —Deberías tener cuidado, Padre, asomándote al frío del invierno en mangas de camisa. De esa manera vas a tener una neumonía —dijo el uniformado.

    Un ataque de tos sacudió al anciano. Escupió flema amarillenta en la nieve, se estiró y volvió a meter la cabeza en la sala de estar. Temblando, cerró la ventana. Luego, agotado, se dejó caer en el banco.

    —Siéntate, Sepp —dijo, señalando una silla libre al lado de la mesa—. ¿Neumonía? Esa podría ser la mejor solución. Más rápida que consumirse lentamente aquí.

    Sacó el corcho de la botella de vino tinto y sirvió dos vasos llenos.

    —¡Ven, toma! —Agarró su vaso y volcó su contenido en la garganta. Respiró aliviado y se limpió la boca con el dorso de la mano.

    —Te veo preocupado. Pero puedes estar tranquilo. Estamos solos. Mi mujer está de visita con unos parientes suyos. No volverá antes de la noche. Alfred está trabajando. Eres tan hijo mío como él, aunque yo no sea tu padre biológico. Pero yo te he acogido y te he criado. Todavía me desgarra el corazón pensar en cómo terminó todo esto.

    Suspiró con fuerza. Una sonrisa triste se dibujó por sus labios.

    —Y ahora parece que estoy llegando a mi fin. Sobreviví a la guerra y salí librado sin haber sufrido un solo rasguño, lo que raya en lo milagroso. Surgí de la matanza fuerte como un oso. Pero la guerra me ha alcanzado ahora. Entonces, en las trincheras, empecé a fumar. Calentaba los pulmones, me quitaba el temblor de las manos y derretía el miedo helado que llevaba dentro. Un cigarrillo tras otro, y esto continuó después de la guerra. Y ahora me está pasando la factura: Enfisema, insuficiencia cardíaca, agua en los pulmones, dificultad para respirar. ¿No sería la neumonía la coronación de este miserable desgaste para llevarlo a su terminación?

    Rio brevemente. El uniformado guardó silencio.

    —Pero no es por eso que te he pedido que vinieras. Es inútil hablar de mi enfermedad. Ya ha seguido su curso y siento que está llegando a su fin. Pero no puedo desaparecer sin más de esta vida, porque hay un asunto candente que me preocupa mucho. En realidad, sería más correcto decir que me ha preocupado durante décadas, desde la guerra.

    »Sabes que nunca te he hablado de la guerra, tampoco a Alfred. Nunca tuve una buena relación con él. Es mi hijo, pero es tan diferente a mí que nuestra relación nunca ha llegado a despegar. Contigo las cosas son diferentes. Me veo en ti, eres como yo y creo que me entiendes. También pienso que no me tomas por un viejo loco que solo dice tonterías, sino que tomas en serio mis palabras.

    »Al final de la guerra ocurrió algo que de cierto modo me abrió los ojos que, a pesar de tenerlos abiertos, no podían ver con claridad. Al fin y al cabo, era posible ver que había descubierto algo increíble, pero me faltaban los conocimientos y los medios para proseguir el asunto y penetrarlo más profundamente.

    El gendarme apenas pudo ocultar su sorpresa. ¿Qué me está diciendo?, pensó. De niño yo le había preguntado muchas veces sobre la guerra y siempre había recibido solo silencio o respuestas evasivas. Y ahora, de repente, habla de un gran misterio, de un secreto.... ¿Qué es esto?

    El anciano se echó a reír. —Puedo ver en tus ojos que realmente piensas que estoy loco ahora. Pero puedo asegurar que en este momento pienso con la misma claridad que antes. No te arrastraré a este misterioso asunto. Pero me gustaría pedirte que aceptes un encargo –algo que puedes llevar a cabo fácilmente. No te causará ningún inconveniente.

    El gendarme sonrió. —Ten la seguridad de que no creo que estés loco. Debo admitir que estoy sorprendido porque siempre has esquivado mis preguntas sobre la guerra y ahora, de repente, tú mismo empiezas a hablar de ella.

    El anciano se encogió de hombros. —Tal vez de lo que estoy hablando no sea una cuestión de la guerra. Quizá la guerra fuese solo una circunstancia y no tuviera nada que ver con el asunto en sí. No lo sé. Pero sé que algo es cierto: No puedo hablar con Alfred sobre el tema. Es un buen hombre de familia, pero es poco imaginativo, es seco y no me tiene en alta estima. Si le hablara ahora como lo estoy haciendo contigo, simplemente se levantaría y se iría. No hay duda de ello. Por eso repito: ¿Aceptarás este encargo?

    El uniformado asintió. —Sí, padre. Sabes que haría cualquier cosa por ti. Y no solo por gratitud. Te quiero.

    Al anciano se le llenaron los ojos de lágrimas. —Lo sé y no lo he olvidado. Y hay una persona más de la que sé que me quiere. Ese es mi nieto. Lleva mi nombre. Tal vez sea un presagio, en todo caso me parece que es muy parecido a mí. Podría ser tu hijo mucho antes que el de Alfred.

    »Le legaré mi gran secreto, pero debo hacerlo de tal manera que su padre no se entere. Y ahí está tu misión.

    El anciano rebuscó en los bolsillos del pantalón y finalmente sacó una llave. El gendarme reconoció inmediatamente que no era una llave común. Llevaba números y tenía dientes en dos direcciones.

    —Esta llave —continuó el anciano— pertenece a una caja de seguridad. Ya he hablado con el director del banco y he estipulado por escrito que a mi muerte mi nieto tendrá acceso al contenido de la caja de seguridad. Te entrego la llave y me gustaría ir contigo al banco para que tu firma quede registrada. Tú también tendrás acceso al contenido.

    —Podrías legar el contenido de la caja de seguridad directamente a tu nieto en tu testamento —interpuso el uniformado.

    —Es muy cierto lo que me dices. Pero recuerda que mi nieto es aún muy joven. Como estudiante depende de su padre. ¿No crees que Alfred le presionaría para conocer el contenido de la caja de seguridad?

    El gendarme abrió las manos. —¡Es posible!

    —¡Es casi seguro! Y quiero evitar eso a toda costa. El muchacho no debe tener acceso a la caja antes de que se haya independizado. Por eso te entrego la llave. Tú decidirás si ha llegado el momento o no. Esa será tu responsabilidad. ¿Estás preparado para asumirla?

    —¡Estoy listo! —dijo el gendarme.

    —Hay algo más —dijo el anciano. Se levantó con dificultad y se dirigió con pasos arrastrados al armario del salón. Sacó una carta y se la entregó al uniformado.

    —¡Toma! —dijo el anciano—. Esta carta está dirigida a mi nieto. Es de Hans Wolff a Hans Wolff. —Su corta risa fue cortada por un agonizante ataque de tos. Se limpió la boca con un pañuelo—. Toma, ten la carta. Contiene el contrato con el director del banco que le da a mi nieto acceso al contenido de la caja de seguridad. También he escrito unas líneas en las que doy a conocer lo poco de lo que me he enterado de este secreto. Cuando llegue el momento, se lo entregarás a mi nieto junto con la llave. Esa es toda tu misión.

    —¡La ejecutaré como tú lo has ordenado! —declaró solemnemente el gendarme.

    —Tú no conoces a mi nieto, aunque prácticamente eres su tío. Si él se decide aclarar ese misterio, cosa que le insto que lo haga en mi carta, tal vez podrías ayudarle. ¿Lo harías?

    —¡Todo lo que esté a mi alcance!

    —En caso de que ocurra algún imprevisto que te impida cumplir con la misión, dejo a tu criterio las acciones posteriores.

    —¡Actuaré como corresponda! —respondió el gendarme con seriedad.

    —¡Bien! —suspiró el anciano—. Entonces creo que he resuelto mis asuntos en este mundo. —Sonrió—. ¿Tienes tiempo ahora para ir conmigo al banco y registrar tu firma?

    —Por supuesto, enseguida. Mi coche espera fuera.

    Once días más tarde, el tañido del campanario y la esquela mortuoria en la puerta de la iglesia anunciaban el fallecimiento del anciano.

    1 - El Padre ha muerto

    Miércoles, 20 de noviembre de 2019

    La muerte siempre llega de forma inesperada. Aunque una persona lleve mucho tiempo enferma y el pronóstico anuncie la muerte, esta no deja de ser sorprendente. ¿Realmente ya ha llegado el momento? ¿Realmente la vida ha alcanzado su fin? La muerte es definitiva, tan irrevocable como nada más en el mundo .

    Hans Wolff reflexionó para sí mismo. Así es como debe ser. Pero le llamó la atención que la muerte de su padre no le afectara tanto. Era sólo un acontecimiento, una piedra más en su camino, aparentemente sin ningún significado particular.

    Hans estaba consternado por su falta de emoción. Pero, por otro lado, tenía claro que esa falta se debía a su especial relación con su padre o, más bien, a la ausencia de esa relación.

    Hacía quince años que había muerto su abuelo, que se llamaba, como él, Hans Wolff. Por supuesto, Hans había sido mucho más joven entonces, mucho más delicado y sensible. Pero, aun así, recordaba con bastante claridad cómo no había podido reprimir las lágrimas en aquel momento y había llorado con amargura. Había querido a su abuelo, había encontrado apoyo en él, y el abuelo le había guiado y animado.

    También cuando su madre murió hace unos años, Hans no dejó de estar afectado. Había tenido una relación muy cariñosa con ella.

    Pero las cosas eran diferentes con su padre.

    Ahora estaba muerto.

    Se levantó de su silla y se dirigió a la ventana. En las afueras aullaba un viento helado en la tarde gris. Era un típico día de noviembre que por naturaleza abundaba de melancolía.

    Recordó vívidamente que hacía una década y media, en enero, ya estuvo sentado aquí, en este mismo lugar, cuando su abuelo había fallecido. Mi padre no le sobrevivió mucho tiempo, meditó. Solo quince años. Con la muerte de su esposa había perdido todo su interés por la vida. Y entonces llegó ese siniestro diagnóstico: ¡cáncer de próstata! De nada sirvió que los médicos le explicaran que ese cáncer tenía buenas posibilidades de curarse, que solo se desarrollaba lentamente y que había mucho tiempo para resolver el problema con una simple cirugía.

    Su padre no quiso ni oír hablar de ello. Se sepultó en su interior, se encerró en sí mismo y nunca más se formaría una sonrisa en sus labios.

    Durante los primeros años de sus estudios, Hans seguía visitando a su familia todos los fines de semana, pero luego las visitas se hacían cada vez menos frecuentes. Quedaba la excusa de los extenuantes estudios, luego el trabajo que ocupaba todo su tiempo y después el compromiso. Hans y su padre se veían cada vez menos.

    Y entonces le llegó la noticia: ¡Su padre había muerto de un infarto cardíaco! El cáncer le había agobiado tanto que su corazón simplemente ya no podía seguir el ritmo. ¡Se acabó!

    El funeral se había celebrado el domingo. Numerosos amigos del padre habían acudido, muchas condolencias, también desconocidos cuyas caras no significaban nada para Hans. Su prometida Ulli le había acompañado, pero regresó a Viena esa misma noche. El trabajo en el Instituto la llamaba. ¡Sí, claro!

    Hans se había tomado unos días libres para arreglar la herencia. Se lo habían concedido sin problemas. Sin embargo, no había mucho que arreglar. Ayer el notario había ejecutado el testamento. Como hijo único, Hans era el heredero universal en el breve legado: La casa con todo lo que contenía, un poco de dinero en el banco, algunos bonos, un viejo Fiat que casi ya se caía a pedazos en el garaje.

    Volvió a sentarse. Cerró los ojos y dejó riendas sueltas a sus pensamientos en la esperanza de quedarse dormido un poco. La tensión de los últimos días le había causado dolor de cabeza y molestias en la nuca.

    De repente un estruendo ensordecedor le hizo saltar de su asiento. La puerta de entrada estalló en mil astillas bajo violentos mazazos y una horda de hombres barbudos, de complexión baja y fornida, se abalanzó sobre él. Lo abatieron a golpes. Sangre le salía de la nariz y le costaba recuperar el aliento. Y de nuevo un puño zumbó contra su nuca tirándolo de bruces.

    —¿Dónde está? —gritó uno de los malandrines a voz en cuello sacudiendo a Hans por los hombros—. ¿Dónde diablos está? —Al tipo se le desbordaba la paciencia con mucha facilidad. Amenazó con su puño girando en el aire para golpear a Hans en la cara.

    —¡No sé de qué está hablando! —tartamudeó Hans, y una vez más el puño lo castigó, esta vez dándole en la nariz. Un dolor agudo le punzó como un cuchillo el cerebro. Con los ojos llenos de lágrimas se retorció como un gusano en el suelo.

    —Sabes exactamente de lo que estoy hablando. ¿Dónde está el puto plato? —gritó impaciente el barbudo.

    —¿Plato? ¿Qué plato? No tengo idea de...

    Y de nuevo bajó el puño con fuerza y se estrelló contra su mandíbula.

    —¡No me vengas con cuentos de hadas! —la voz del matón temblaba de ira—. ¡Si no lo sueltas pronto, te romperé la cara y te haré papilla con mis manos!

    Había un terrible estruendo en la casa. Cajones y objetos se estrellaban contra el suelo por todas partes, los atacantes gritaban por todos lados, cosas repiqueteaban y sonaban por doquier.

    El torturador, que le había dado semejante paliza a Hans, estaba tan furioso que las babas le corrían por la barba.

    De repente, un silbido estridente cortó la conmoción. Una última vez la cabeza de Hans retumbó bajo un duro golpe, luego se le nubló la vista y perdió el conocimiento.

    Así terminó para él una de estas apacibles tardes de finales de otoño cuando el mundo se preparaba ya para la navidad y el aroma dulce de galletas recién horneadas salía de las casas a las veredas.

    Jueves, 21 de noviembre de 2019

    Cuando Hans volvió en sí, enseguida se dio cuenta de que se encontraba en un hospital. La habitación estaba pintada de blanco y beige y tenía toda clase de aparatos y monitores en las paredes. Él estaba bajo observación porque nada más abrir los ojos, acudió el personal del hospital para hablar con él sobre lo acontecido. Físicamente estaba maltrecho, pero no tenía huesos rotos –excepto una nariz fracturada; pero esto, para los traumatólogos era una bagatela que no valía la pena mencionarla– ni lesiones internas, así le tranquilizaron. Se quejaba de un terrible dolor de cabeza y, por supuesto, se sentía como hecho picadillo. El examen neurológico demostró que, al menos en este aspecto, no sufría secuelas negativas.

    Nada más terminar el examen, un hombre alto y delgado, quien lucía una calvicie incipiente y un bigote densamente poblado, y vestía una gabardina beige sobre un terno color gris, entró en la habitación. Acercó una silla a la cama y tomó asiento. —Doctor Wolff, siento tener que molestarle en este momento tan inoportuno. Me llamo Fritz Trauner y soy inspector del Departamento de Investigación Criminal de la Policía Distrital de Wiener Neustadt. Tengo que pedirle información sobre los sucesos de ayer cuando usted fue asaltado por varias personas, según nos informó un testigo ocular. Hemos emplazado un oficial de policía como guardia fuera para garantizar su seguridad. Nos avisó que usted ya estaría en condiciones de responder a nuestras preguntas para iniciar las indagaciones sobre una base más sólida mediante sus declaraciones.

    Hans asintió. Le comunicó todo cuanto pudo recordar, pero él mismo quedó sorprendido por las amplias lagunas de memoria que le habían quedado como secuelas del trauma.

    El detective quedó insatisfecho con la conversación. La información que había recibido fue más que escasa. Sus manos inquietas jugueteaban con su corbata. —¡Venga! Usted debe recordar más —gimió el oficial.

    Hans se encogió de hombros. —Pero entienda: ¡Como llovido del cielo revienta la puerta, un grupo de hombres se abalanza sobre mí e inmediatamente me comienzan a dar puñetazos! Todo lo que puedo decir es que había unos cuatro o quizás cinco hombres. Ni siquiera de esto puedo estar seguro. Todos eran fuertes, fornidos, con barba corrida... Ahora que lo pienso, es curioso. Todos tenían barbas densas y corridas, oscuras, tal vez de un tono rojizo, bueno, algo así como lo que se conoce de los paletos americanos en la televisión. Y eran de baja estatura, creo, pero tal vez no. Al menos eso fue lo que me llamó inmediatamente la atención. Sin embargo, como ya le dije, enseguida se abalanzaron sobre mí y me empezaron a dar una golpiza. Hombre, eran fuertes como osos, o al menos aquel que todo el tiempo me metió puñetes. Cerré los ojos, por supuesto, para protegerlos. Y ellos no paraban de gritarme: ¿Dónde está el plato? ¿Qué plato?, pregunté. Le digo, francamente, ¡no tengo la menor idea de qué se trataba!

    El detective suspiró fuertemente y sacudió la cabeza. —No es mucho lo que me informa. ¿Se da cuenta de que usted mismo se hace daño si no me lo cuenta todo? Nuestra investigación depende de su cooperación.

    —Sí, soy consciente de ello. Pero como he dicho, no puedo ayudarle con nada más. Realmente no sé qué pasó exactamente ni por qué sucedió. Ni siquiera vivo en esa casa, he vivido en Viena durante años. Tal vez los atacantes se equivocaran de víctima, tal vez fuese un caso de confusión de identidad. Lo único que sé es que me late la cabeza y estoy aturdido.

    El policía respiró profundamente, se levantó y se encogió de hombros. —Bueno, cuando sepamos más, se lo notificaremos. Y espero que también usted nos informe cuando recuerde más detalles. Sé que ahora está en estado de shock y que esto está afectando desfavorablemente a su memoria. Pero poco a poco aflorarán más detalles. Y entonces le pido que nos lo haga saber de inmediato. Le deseo una pronta recuperación. —Con estas palabras, el oficial salió de la habitación sin que se le hubiera escapado una sola sonrisa.

    —Su prometida está aquí, lleva toda la noche esperando a que despierte —le susurró una enfermera a Hans con una sonrisa.

    —¡Dígale que pase, por favor! —respondió. Por cierto, ¿cuánto tiempo he estado aquí?

    —Le ingresaron ayer por la tarde. Ahora es cerca de mediodía.

    —Oh, Dios mío... ¡Casi un día inconsciente!

    Ulrike Bär corrió hacia la cama y abrazó a Hans. Este gimió porque cada roce le provocaba un intenso dolor.

    —¡Perdóname! —gritó Ulli, sobresaltada—. ¡No quería hacerte daño!

    —No, no, no te preocupes, no es tan malo. Es que me han golpeado por todo el cuerpo —gimió Hans, que poco a poco empezó a recordar lo que había pasado—. No deberías haber venido acá. ¿Por qué...?

    —La policía me llamó y me contó lo que te había sucedido. ¿Cómo podría haberme quedado en Viena entonces? Me subí inmediatamente al coche y vine conduciendo como una loca.

    Ulli miró un momento a su alrededor. Dirigiéndose a un médico, le preguntó: —Por cierto, ¿cómo está Hans?

    —Hasta ahora bastante bien. Ciertamente le han golpeado fuerte, pero no encontramos huesos rotos ni lesiones internas. Pero tendrá que quedarse con nosotros un tiempo hasta que estemos seguros de que todo esté bien.

    —Claro, lo entiendo —dijo Ulli, volviéndose hacia Hans. Frunció el ceño—. Me rompe el corazón, pero sabes que tengo que volver a Viena al Instituto. El trabajo me llama.

    —Sí, claro que sí —respondió Hans, recordando poco a poco que no era bueno contradecir a Ulrike—. Pero quizás deberías dormir un rato antes de...

    —No, puedo arreglármelas. Sabes que me necesitan: ¡Clasificación de hallazgos! Ya sabes cómo es eso.

    —Por supuesto. —Hans cerró los ojos y suspiró—: Lo siento, pero la cabeza me late terriblemente como si fuera el badajo de una campana oscilante.

    —En cuanto te den el alta del hospital, ven a Viena inmediatamente −o mejor, ¡llámame! Yo vendré a verte y juntos regresaremos a Viena. Allá estarás más seguro. Deja esa estúpida casa y ven.

    —Seguro.

    Ulli le imprimió un beso ruidoso y fugaz en los labios y se fue.

    Apenas habían pasado unos minutos cuando llamaron de nuevo a la puerta. Entró un anciano. Era delgado, alto, tenía una calva pulida que llevaba con orgullo y sus cejas pobladas daban a su mirada la impresión de agudeza añadida.

    —Discúlpeme por entrometerme cuando ni siquiera me conoce. —El hombre sonrió tímidamente. Se encogió de hombros—. Me llamo Sepp Karner. Fui un buen amigo de su abuelo y también conocí bien a su padre. Solo le digo esto porque tengo algo importante que discutir con usted –no aquí, no ahora, sino cuando se sienta mejor y esté de vuelta en casa, es decir, en la casa de su difunto padre. Entonces le visitaré y le contaré algunas cosas que seguramente le interesarán.

    »Pero por ahora le dejaré en paz. Así que le veré en unos días.

    Con estas palabras, el anciano saludó una vez más a Hans, se dio la vuelta y salió de la habitación.

    A Hans le zumbaba la cabeza. Estaba confundido, y confundido finalmente se quedó dormido. Así por fin logró escapar del dolor atormentador.

    La habitación era pequeña y estaba envuelta en penumbra. Solo una tenue luz azulada emanaba de unos pequeños cristales empotrados en el tumbado. El olor a tierra húmeda y a moho flotaba en el aire. Angir, la anciana, estaba sentada rígida en el suelo de una esquina. Su ropa tosca de color pardo se asemejaba a la túnica de un monje, con capucha y mangas holgadas. Tenía las piernas cruzadas y respiraba con dificultad. Lentamente comenzó a moverse, sacudiéndose la extraña rigidez de sus miembros. Sus párpados se abrieron para revelar la mirada perdida de sus ojos. Poco a poco la claridad volvió a su rostro.

    Gimbor suspiró. Por fin volvió a ser ella misma. —¿Qué has visto? —le preguntó después de darle un tiempo para que regresara a la realidad.

    Le miró fijamente a Gimbor. Era un hombre apuesto, con un espeso cabello castaño y una abundante barba. Sus hombros anchos y sus antebrazos desnudos, tan gruesos como muslos, delataban la inmensa fuerza que habitaba en él. Llevaba la ropa típica de los guerreros enanos, una suerte de uniforme de lona de hilo fino pero extremadamente resistente.

    Esperó pacientemente su respuesta.

    —¡Falló! —dijo ella—, ¡Falló de nuevo! Han pasado 75 años y no hemos conseguido nada. ¡No puedo creerlo!

    —Tenemos que recurrir a otros métodos —respondió Gimbor, que había estado sentado pacientemente frente a ella todo el tiempo—. Debemos ser más violentos –aprovechar todos los medios. ¡Se acabó nuestra delicadeza!

    La anciana frunció el ceño. —Fueron violentos, le dieron una buena tunda, pero no resultó nada. Sentí como si él realmente no supiera nada. También registraron la casa, pero no encontraron nada, nada en absoluto.

    El barbudo negó con la cabeza. —¡No! —gritó—. No fueron lo suficientemente violentos. Tendremos que ser más duros. ¡Entonces otros vientos soplarán!

    La anciana soltó una breve carcajada y se encogió de hombros con resignación. —¿Crees que si lo matamos tendremos más éxito? Tú solo tienes la violencia en tu mente. Pero la violencia no es la clave para solucionar nuestro problema. Él no posee el plato, no lo conoce. Tenemos que adoptar otra estrategia.

    —¿Y cómo te lo planteas? —preguntó Gimbor burlonamente—. ¿Debemos esperar otros 75 años? Hasta ahora hemos tenido la suerte de que no se haya filtrado nada. Cuando la gente se entere de lo que realmente significa ese plato, entonces sí que tendremos un problema, un verdadero problema. Entonces podría ser que la vida tal y como la conocemos se acabe para siempre.

    —No es que podría ser, sino que será así, ¡eso es cien por cien seguro! —la anciana le cortó la palabra—. No vamos a esperar ni un minuto más, peor 75 años. Vigilaremos al joven, día y noche, si es necesario. Tú mismo te encargarás del asunto. Te hago personalmente responsable del éxito. Debes actuar con inteligencia. Debes refrenar tu inclinación a la violencia. Piensa primero. Si es necesario, ¡golpea y golpea duro! ¡Pero piensa primero! Tarde o temprano él dará un paso hacia el plato, ¡y entonces atacaremos!

    Gimbor estudió a la anciana con los ojos entrecerrados. Angir era astuta, intrigante, peligrosa como una víbora y, para colmo, muy sabia. Haría bien en seguir su consejo.

    —¡Vete ya! —graznó la anciana, agitando las manos como si tratara de ahuyentar a una bandada de gallinas—. ¡Anda y recuerda lo que te he dicho!

    Gimbor se levantó sin palabras y, sin despedirse, salió de la habitación. Recorrió un pasillo escasamente iluminado, pasando por unas pesadas puertas de madera a ambos lados, hasta que finalmente llegó a su habitación.

    Entró y se dirigió a un amplio armario de madera. Salió de su vestimenta de guerrero y extrajo del mueble un pantalón vaquero azul, una camisa poco llamativa y una chaqueta beige informal. Después de haberse puesto la ropa y un par de mocasines deportivos, se examinó en un espejo grande. No está mal, pensó. ¡Estamos listos para salir! Metió unas cuantas prendas más en una bolsa marinera voluminosa, ató el cordel que cerraba la tela como una gigantesca bolsita para tabaco, se colgó el fardo sobre los hombros y se puso en marcha.

    Viernes, 22 de noviembre de 2019

    Pobre, parece realmente muy maltrecho, pensó Sepp, cuando veía a Hans saliendo cojo del hospital, lleno de arañazos, hinchazones y moretones. Antes de que éste se dirigiera al puesto de taxis, Sepp se acercó hacia él y le dijo: —Hola, ¿no desea ir conmigo?

    Hans se viró sorprendido y le miró con los ojos muy abiertos.

    Sepp rio. —¡Nada de misterio! —dijo—. Tengo conocidos que trabajan en el hospital. Les pedí que me avisaran cuando le dieran el alta. Y aquí estoy, a su servicio. Ya le he dicho que necesito hablar con usted. Si no le importa, lo llevaré a su casa, es decir, a la casa que fue de su padre, y si se siente lo suficientemente cómodo como para escucharme, me gustaría contarle una historia que probablemente tenga que ver con lo que le ha sucedido.

    Hans levantó las cejas con curiosidad. —Estoy en deuda con usted. No tengo ni el dinero aquí para un taxi. ¿Por qué se preocupa tanto por mí?

    —Su abuelo era mi mejor amigo y, a pesar de ser mucho mayor a mí, de otra generación, era como mi hermano. Y su familia es mi familia. Por eso considero que es mi deber ayudarle. Además, debo confesar que yo mismo estoy interesado en resolver este insólito caso porque soy curioso por naturaleza.

    Al llegar al coche de Sepp, un flamante Renault Kadjar Life TCe 140 PF, que Hans observó con admiración, subieron y partieron.

    Durante el recorrido Hans se sumió en una muda reflexión. Sepp no le interrumpió.

    El viaje no duró mucho. Eran solo siete kilómetros. En silencio el coche rodó por el camino de grava hacia la casa y se detuvo en seco.

    —¡Espero que no hayan regresado y vaciado toda la casa! —dijo Hans abatido.

    —No, no —le tranquilizó Sepp—. La policía ha puesto la casa bajo vigilancia. Nadie se ha acercado al predio sin ser detectado.

    —¿Cómo sabe todo esto? —preguntó Hans asombrado mientras empujaba la puerta de entrada, o más bien, lo que quedaba de ella.

    —Yo era gendarme de profesión y me retiré justo a tiempo antes de que nuestra unidad se fusionara con la policía. Eso no me gustó. Teníamos nuestra propia identidad. Pero qué más da. Es agua pasada.

    —Gendarme, entonces —comentó Hans, mirando con tristeza el campo de escombros que los criminales habían dejado en el salón.

    —Esto no luce nada bien —dijo Sepp—. Pero ahora no es el momento de hacer limpieza aquí, y usted no está en condiciones de hacerlo. Conozco una empresa que puede arreglar este lugar y reemplazar la puerta rota. ¿Quiere que los llame?

    Hans asintió agradecido.

    Sepp hojeó brevemente la guía telefónica, marcó un número y, tras una breve conversación, colgó el teléfono. —Estarán aquí esta tarde para arreglar todo. No se preocupe, conozco bien la compañía. Es una pequeña empresa familiar y he utilizado sus servicios varias veces. Puede dejar que ellos se encarguen de todo tranquilamente.

    —Realmente es usted un ángel —comentó Hans agradecido—. No sé qué haría sin usted.

    —Lo hago por puro interés personal. Soy viudo, pero no soy del tipo casero. He pasado toda mi vida profesional en la calle. Mis hijos ya son adultos, mis nietos me visitan a veces los fines de semana. Pero en general, mi vida es aburrida. Lo que es una gran desgracia para usted, es una aventura para mí, donde puedo poner toda mi experiencia a su disposición. Soy yo quien debe darle las gracias, no al revés. O, para decirlo más simple, ambos nos beneficiaríamos —Sepp sonrió a Hans. Alzó las cejas. —¿Está usted preparado para escuchar mi historia? ¿Está preparado para llevarse una gran sorpresa y hacer que el misterio sea aún más enigmático? Si es así, busquemos un lugar para sentarnos y escucharme.

    —Soy todo oídos.

    Se abrieron paso entre los escombros, enderezaron dos sillones volcados y tomaron asiento.

    —Si no han saqueado el estante de vinos, aún deberíamos encontrar una o dos botellas allí para disfrutar —explicó Hans.

    Y realmente, el botellero estaba intacto. Había cajones por todas partes, ropa sucia, papeles, utensilios de escritura, cubiertos, todo en un caos confuso. Pero, por lo que se veía a primera vista, no faltaba nada. Los delincuentes habían buscado un plato y nada más. ¡Qué locura!

    Descorcharon la botella, dos copas tintinearon y en el vino tinto bailaba el reflejo de las llamas que Sepp avivaba en la chimenea con la pericia del experto.

    Sepp se dejó caer en una silla con un gemido, tomó una copa, contempló soñadoramente el centelleo del vino tinto y luego miró a Hans.

    —Lo que le ocurrió aquí hace dos días no es un hecho aislado.

    —Lo sé —respondió Hans—. La situación de seguridad ya no es como solía ser.

    —¡No, no! No es eso lo que quería decir —le corrigió Sepp—. Lo que quiero decir es que este acontecimiento ya ocurrió antes de la misma manera. Varios hombres de baja estatura, con barba, con golpes brutales, producen un caos total y buscan un

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