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Mundos impredecibles: Relatos
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Libro electrónico268 páginas3 horas

Mundos impredecibles: Relatos

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Información de este libro electrónico

Una profesora controla a sus estudiantes con un microchip comestible. Una periodista se convierte en un rinoceronte. Los esfuerzos de una pareja por consumir comida local tienen resultados desastrosos. Si buscas sorprenderte, asombrarte, o simplemente entretenerte, toma este volumen. ¡Hay algo para todos! 

 

Con más de veinte años en proceso, Mundos impredecibles contiene toda la ficción corta publicada y premiada de Jessica Knauss hasta marzo de 2015, y unos cuantos de sus mejores cuentos, nunca antes vistos en forma impresa ni en ebook. Tramas alocadas y personajes escandalosos desafiarán tu credulidad y tocarán tu corazón. 

 

ADVERTENCIA: Estos cuentos contienen exageración, elisión, y desprecio hacia el "mundo real". Algunos incluso tienen un tono descaradamente optimista. Si embargo, respetan los patrones del habla humana, admiran la buena gramática, y sienten la más alta estima por una correcta puntuación.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jul 2022
ISBN9798201962654
Mundos impredecibles: Relatos

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    Mundos impredecibles - Jessica Knauss

    Mundos impredecibles: Relatos

    Jessica Knauss

    2022

    Copyright © 2022 by Jessica Knauss. All rights reserved.

    Cover design © 2020 by Jessica Knauss. All rights reserved.

    Cover image: The Shipwreck (detail), Hubert Robert (1733-1808), en el Worcester Art Museum. Foto de Jessica Knauss.

    Versión al español de Unpredictable Worlds: Stories por Jessica Knauss de Carlos Orlando Castaño Franco.

    This is a work of fiction. Any resemblance to actual persons, living or dead, or actual events, is entirely coincidental. All rights reserved.

    No part of this publication may be stored in a retrieval system or transmitted in any form or by any means electronic, mechanical, or otherwise, excepting short excerpts for review and criticism, without written permission from the publisher. For information regarding permission, write to acedrexpublishing@yahoo.com

    Açedrex Publishing

    La lectura es el pasatiempo más noble.

    Zamora

    www.jessicaknauss.com

    *Hemos editado este libro con esmero y queremos que quede sin errores o problemas. Si encuentra algún problema con este libro digital, favor de describirlo para nosotros en acedrexpublishing@yahoo.com. Haremos todo lo posible para corregirlo sin costo adicional.*

    Realismo mágico

    Factores impredecibles de la obediencia humana

    Me dirigía a la cena de caridad porque, ya que trabajaba en la escuela, era gratis. Ese es el tipo de caridad que un profesor realmente necesita. Como muchos, no me hice profesora por el dinero. Pero tampoco lo hice porque me agradaran los niños. Tampoco creo que sean nuestro futuro (todo lo contrario).

    La única razón por la que he tenido éxito como profesora es que mi ex prometido desarrolló un chip de computadora biológico y programable, y estuvo dispuesto a probarlo en humanos. No hice ninguna pregunta: no soy científica. Puse un único chip diminuto en cada galleta de la fortuna que repartí el primer día (asistencia completa, cero desconfianzas), supuestamente como predicción del año de clase. Aquellos cuyas lenguas tocaron la molécula exacta del chip mencionaron cierto sabor amargo, pero la mayoría de los treinta estudiantes de cuarto grado masticaron felizmente.

    Los niños que no recibieron educación en cuanto a la obediencia tampoco recibieron desayuno ese día, por lo que no se iban a quejar cuando se les presentara comida alguna, mucho menos una inocente galleta de la fortuna.

    Al día siguiente, les di espinacas (pulposas, apestosas, asquerosas) y les dije:

    —Coman sus espinacas, niños —de la misma manera que mi madre me decía que comiera cosas asquerosas; esa manera que me ponía obstinadamente en contra de lo que fuera—.

    A pesar de sus miradas de espanto, e incluso de terror, todos y cada uno de ellos tomaron el tenedor de plástico que se les había dado y se llevaron un bocado de la sustancia verde a sus bocas.

    ¡El chip había sido un rotundo éxito!

    Pronto, las oficinas administrativas se vieron inundadas de llamadas y cartas agradeciendo y felicitando a la señorita Matheson (aún no me había casado) por los increíbles cambios en el comportamiento de mis estudiantes de cuarto. Ya que yo era principiante, mi profesora asistente llevaba muchos años en la escuela, y esparció por todas partes el rumor de que no había nada especial, ni siquiera muy bueno, en lo que estaba haciendo en el aula. Empecé a sentirme perseguida por los otros docentes, quienes querían averiguar por qué una profesora en su primer año era tan efectiva, y por qué mis estudiantes reaccionaban como lo hacían cuando se les preguntaba.

    —Cody, a todos nos parece maravillosa la manera en la que ha mejorado tu concentración desde que estás en la clase de la señorita Matheson. ¿Puedes decirnos qué te gusta de la señorita Matheson?

    Cody miró al suelo y respondió sinceramente:

    —Nada.

    Con el ceño fruncido, el preocupado consejero presionó:

    —¿Qué es lo que más te gusta de la clase de la señorita Matheson?

    —Nada.

    No había manera de mejorar el proyecto. Los niños se hicieron perfectos, lo quisieran o no, y no se quejaban porque no se daban cuenta de lo que estaba pasando. El chip no podía ser encontrado por detectores de metal ni por ningún examen médico de rutina. Incluso si lo hubieran sabido, o si hubieran objetado, todo lo que yo habría tenido que hacer era ordenarles no quejarse ni decir nada. Es increíble cuán lejos un poco de obediencia puede llevarte.

    Porque se los ordené, los niños se empezaron a tomar en serio sus tareas, y pronto pude presentarles material de quinto grado. Hice que los más brillantes usaran libros de lectura de sexto grado, bastante fáciles de obtener de los salones de sexto, a cambio de nuestros libros de cuarto, que era más o menos lo que esos niños podían asimilar.

    En ese punto, los profesores acreditados y experimentados comenzaron a levantar sus manos en desesperación. La obediencia y la buena conducta ya eran un misterio suficiente en sí mismas, ¡pero leer más allá del nivel de su grado, y hacer experimentos de física en lugar de cientos de ejercicios de adición y sustracción! Empezaron a acercarse a mí, humildes y sometidos, ya sin hacer preguntas, solo suplicando.

    Quería ayudarles. No era justo que solo treinta niños por año pudieran ser perfectos. Quería ofrecerme a visitar sus aulas, llevando sándwiches, pero necesitaba más biochips. Así que llamé a mi ex prometido, allá en Silicon Valley.

    —Hola, Joseph. Gracias por esos chips experimentales, En realidad funcionan.

    —¡Genial! ¿Hay algún efecto secundario?

    —No que yo sepa. ¿La perfección total cuenta como efecto secundario?

    —Guau —suspiró aliviado—. Nunca he llevado a cabo un proyecto que involucre humanos sanos y plenos. Tantos factores impredecibles. No puedo creer que esté yendo tan bien. ¿Son completamente obedientes?

    —Sí, y ahora que lo he sugerido, ni siquiera parece que quisieran resistirse. Y por eso te he llamado. Los otros profesores tienen mucha envidia y me gustaría ayudarles. ¿Puedes enviarme unos mil chips más?

    —¿Mil? Un momento. ¿Me estás diciendo que ya usaste los treinta chips?

    —Claro. ¿No debía hacerlo?

    —Simplemente no puedo creer que obtuvieras el permiso para tantos...

    Me alegré de que no pudiera verme. Debo haber estado roja de vergüenza y culpa.

    —Ah, sí... no hubo ningún problema —balbuceé.

    —¿En serio? ¿Treinta pares de padres y tutores te dieron permiso para cambiar la química cerebral de sus hijos?

    —Bueno, no lo expliqué exactamente de esa manera.

    —¿De qué otra manera explicarías que cuando el chip entra en el flujo sanguíneo, empieza a multiplicarse y a hacer cálculos en cada célula de sus cerebros?

    —Oh, ya sabes... no son tan sofisticados como tú y yo. Simplemente como que se los resumí.

    —Nunca imaginé que los padres pudieran ser tan laxos.

    —Ser padre hoy en día es muy diferente a cuando éramos niños. Pero esa era la otra cosa que quería preguntarte. No creo que pueda conseguir mil permisos. Quiero decir, son bastantes. ¿Hay algún modo de hacer que los chips salgan de sus sistemas después de casi un año? ¿O tal vez hacerlos más enfocados en ciertos problemas de la infancia? Tal vez así serían más llamativos.

    —En este momento estamos desarrollando un chip temporal —dijo automáticamente, distraído por la ciencia—. Si supiéramos que tenemos un grupo de prueba, podríamos tenerlo dentro de un año o dos.

    —Bueno, mantenme al tanto. Envíalo tan pronto lo tengas.

    Afortunadamente, su entusiasmo por el descubrimiento hizo que volviera a agradarme. Tras colgar, llevé mi preocupada mente con el resto de mí al clóset y saqué la caja que había guardado del primer paquete de biochips. Bajo un montón de bolitas de espuma de embalaje había algo que solo podría describir como un manuscrito, y que había obviado por completo. Por supuesto, explicaba detalladamente el proceso que Joseph mencionó, e incluía formatos de permiso para los padres y esquemas de los tipos de reportes que debía hacer con los datos para entregar al laboratorio. Casi sentí como si fuera yo estudiante de nuevo, y el problema me frustró. No podía recordar nada que hubiera sido tan complicado cuando era una adolescente, o cuando estaba en la universidad. No podía acostumbrarme a ser una adulta de verdad.  

    Sencillamente, las cosas ya no eran tan simples.

    Por una parte, ya había cambiado a treinta niños y el curso de sus vidas para siempre, sin consultárselo ni siquiera llegar a conocerlos, y no había manera de devolverles la decisión que yo ya había tomado. ¿Alguna vez habrían pensado en convertirse en grandes artistas o científicos si yo hubiera olvidado sugerirlo? Por la otra, les iba muy bien en sus exámenes, y en junio recibí varios premios diferentes, así como un pequeño aumento de sueldo, por no mencionar un subsidio para diseñar un programa de mejora para todos los grados de la escuela. Mi foto estuvo en el periódico y fui entrevistada para el Canal 5. Mi esposo, Claude, era el camarógrafo. No nos habríamos encontrado el uno al otro en ninguna otra parte, así que tuve que concluir que el experimento entero estaba destinado a ser. Tal vez vendí mi alma para poder encontrar mi alma gemela. Bastante O. Henry, pero sí que valió la pena. Mi alma era una vieja desgraciada, solitaria y hambrienta de poder, antes de Claude. Solitaria ya no es.

    Mientras tanto, hacía que Joseph enviara un flujo constante de chips prototipo para estar bien abastecida ante cualquier ocasión que pudiera surgir. Mi programa de mejora financiado con subsidios resultó ser una serie de conferencias basada en la idea que originalmente había tenido de tener piedad de los otros docentes. Iba a todas las aulas en las que me solicitaran, y daba un taller de habilidades de estudio a un grupo de estudiantes que, invariablemente, empezaba revoltoso, incluso inquieto, pero que empezaba a mostrar verdadera dedicación tras el recreo, durante el cual yo les había repartido chips de tortilla adulterados con varias salsas.

    Por supuesto que la diferencia entre el momento antes de que visitara la clase y después de haberlo hecho, era marcada y fenomenal. Todos los docentes lo afirmaban.

    Experimenté con la dosis, y me di cuenta de que en los niños mayores (sexto en adelante), un solo chip no producía los dramáticos cambios de comportamiento que estaba acostumbrada a ver en los más chicos. Tendían a hacer sus actividades a regañadientes, y su actitud general seguía siendo muy rebelde. Dos chips, sin embargo, producían robots que incluso yo encontraba desagradables. Reduje mi contacto con los grados superiores, y consideré a los estudiantes de la escuela intermedia una causa perdida.

    Entre observaciones como esa, fingida estupidez, y excusas como la preparación de mi boda, pude mantener a los de Silicon Valley (siempre ávidos de reportes científicos y cientos de firmas) levemente apaciguados, o al menos, a raya.  

    Los chips modificados llegaron hermosamente a tiempo, casi un año después de haberlos pedido, justo a tiempo para las fiestas de Navidad. Había mil de ellos en solución salina, y de nuevo ocuparon mucho menos espacio que los libros de acompañamiento.

    Esta vez me esforcé por asegurarme de haber encontrado todas las páginas entre los materiales del paquete, y me senté a leer enseguida. Me di cuenta de que lo que recordaba de química de la secundaria, refrescado por los experimentos que hacíamos en clase en lugar de hacer sumas, era todo lo que necesitaba para comprender las palabras repartidas entre los símbolos y diagramas bioquímicos.

    Básicamente, los chips podían surtir efecto durante seis semanas, tras las cuales se apagaban y se expulsaban del sistema, dejándolo tal y como si nunca se hubieran introducido en primer lugar. Los usos eran infinitos.

    Claude llegó a casa en una hora normal, pues no tenía ninguna transmisión en vivo, y me encontró con la guardia baja en la silla grande y mullida, con los libros amontonados metódicamente a mi alrededor en los brazos y en el piso, y diciendo:

    —¡Ah! ¡Ajá!

    —Oye, ¿qué es todo esto? —preguntó.

    Levanté la mirada y me pareció que él estaba flotando en una nube de Cs, Hs, Os, y otros elementos. Pensé en el frasco de solución que había sobre el comedor, justo detrás de él. Mi inclinación fue responder sinceramente y contarle toda la historia (básicamente, la razón por la que llegamos a conocernos), pero cuando la nube se dispersó y vi sus inocentes ojos celestes, mirándome tan ingenuamente, aparté mi mirada y dije:

    —Ah, simplemente algunos materiales de enseñanza nuevos que un amigo me envió.

    Estuvimos en la cocina preparando arroz cubano para la cena, y después me contó sobre la entrevista al congresista que había grabado esa mañana. Le hice una pregunta cuya importancia tal vez él nunca llegaría a adivinar.

    —¿Eras obediente de niño? —Nuestro compromiso no había sido muy largo; este tipo de preguntas inevitablemente aparecerían.

    —No en realidad. No recuerdo que nunca me importara nada hasta después de la secundaria. Desearía haber sido un poco más obediente. Así habría pasado directamente a la universidad, y habría sido un mejor ciudadano, en general.

    Dejó de revolver, y me miró.

    —¿Por qué la pregunta?

    Me atravesó con sus ojos azules. Mi Claude, mi perfecto Claude, estaba diciéndome que podría haber sido mucho más perfecto. Podría estar cenando en aquel momento con el alcalde, o con un profesor de Estudios Cinematográficos, en lugar de un camarógrafo del Canal 5. No quiero decir que ese sea un mal trabajo.

    —Me pregunto si la cena de caridad estará aceptando botanas. Tengo ganas de llevar galletas con mantequilla de maní mañana.

    Él nunca se daría cuenta de lo apropiado que fue ese comentario.

    Puse más de cincuenta galletas saladas en una enorme bandeja de la época de la boda de mis padres, las unté todas con mantequilla de maní, y luego, cuando Claude ya estaba en la estación para la transmisión matutina, usé un cuentagotas para poner exactamente un chip en la esquina superior derecha de cada montoncito de mantequilla de maní. A algunas les puse palillos, y una envoltura de plástico encima de estos, haciendo una pequeña carpa para asegurarme de que nada perturbara los chips.

    De hecho, no estaban recibiendo botanas en la cena de caridad, y mi elegante bandeja se quedó en la penumbra sobre el mostrador de la cocina de la escuela, junto a montones de ravioles de carne enlatados, seguramente dispuestos para el almuerzo caliente de la semana siguiente. Supongo que, para presumir la escuela, o tal vez para mostrar cuánto necesitábamos la caridad, habían decorado austeramente la sala multiusos, con serpentinas y manteles de papel multicolor, y allí sirvieron la comida ($100 dólares por plato) a personas en jeans y sudaderas. Presentes estaban todos los magnates de la ciudad (el consejo municipal, el escolar, los canales de televisión), precisamente los blancos de mis galletas de mantequilla de maní. Con los adultos poderosos obedientes ante mi autoridad, incluso si fuera solo temporalmente, ¡las mejoras serían más que fenomenales! Me quejé de que la comida no tenía suficientes proteínas, con la esperanza de poder traerles los bocadillos de la cocina más tarde, para calmar sus rugientes estómagos.

    El director, estereotípicamente venerable con su cabello gris y su chaqueta de parche en los codos, se levantó para decir unas palabras.

    —Amigos: como saben, están aquí esta noche para ayudar a nuestra escuela, nuestro crisol del futuro. No podríamos crear los ciudadanos responsables del mañana sin ustedes, los ciudadanos responsables de hoy. Como también saben, las ganancias de esta cena se utilizarán para financiar un programa para la mejora, creado por una mujer que ya ha hecho tanto en su corta carrera: Emily Matheson.

    (No había cambiado mi apellido cuando me casé).

    El director no me había avisado que se me homenajearía de esa manera, y quedé pegada a mi asiento mientras me incitaba a ponerme de pie para recibir el aplauso. Cuando empezaba a moverme, vi con el rabillo del ojo que algo se movía fuera de las ventanas. Me di la vuelta e identifiqué a cinco de los estudiantes mayores, mirando hacia adentro con sus ojos rebeldes. Salieron disparados cuando se dieron cuenta de que los había visto.

    —Ese es exactamente el tipo de cosas que tenemos que mejorar en esta escuela —les dije a todos, y salí apresurada por la puerta, agazapada bajo mis sospechas.

    Mientras caminaba a lo largo del edificio, en su mayoría a oscuras, me di cuenta de que estaba dejando un rastro de adultos preocupados por donde pasaba, mientras todos los ciudadanos responsables me seguían, curiosos por mi ahora famoso instinto de crianza. Los traviesos no estaban por ninguna parte.

    —Tal vez vieron cuántos somos y se asustaron —le dije al grupo, pero mientras lo hacía, uno de los niños de doce años asomó su cabeza por la entrada principal y gritó algo completamente ininteligible, antes de volver adentro corriendo. Le dije a Claude que mantuviera calmado al gentío, y seguí al chico con el director tras de mí. 

    Los tres nos precipitamos hacia el vestuario de los chicos, en el que, sabrá Dios por qué, había una bañera junto a las duchas. De ella salía un vapor que se metía prácticamente a chorros en el ducto de aire sobre ella. Los chicos miraban atentamente la bañera, supervisando, pero cuando sintieron nuestra presencia, retrocedieron y nos hicieron señas para que nos acercáramos.

    Nos inclinamos sobre la bañera. En ella había un dramático líquido azul, que empezó a arremolinarse y a burbujear.

    —¿Qué es? —me preguntó el director.

    —Esta es la jugarreta más tonta que he visto —dije, dirigiéndome a los niños—. ¿Por qué debería importarnos que pongan colorante azul en la bañera?

    Pero luego mis ojos empezaron a arder.

    Cuando vio que empezábamos a lagrimear, el niño mensajero gritó:

    —¡Todos los que están en esta escuela van a morir! —y salieron corriendo del vestuario, sin tomarse la molestia de dejarnos encerrados.

    Corrí tras ellos. Se dirigían a la entrada principal, pero pensé rápidamente mientras pasaban por la cocina. Tomé un par de latas de raviolis y, con sorprendente puntería, le di al último niño en la cabeza con una de ellas. Cayó y quedó ahí, ensangrentado, pero los otros cuatro siguieron corriendo. Tenía la esperanza de que Claude y los demás fueran suficientes para detenerlos, y, antes de hacer cualquier otra cosa, desenvolví la bandeja de galletas de mantequilla de maní. Le di la vuelta al niño herido y forcé un dedo lleno de mantequilla de maní de la esquina superior derecha en su boca. Cuando despertara, sería un hombre diferente. Luego recordé que aquellos eran chips temporales, así que agarré al niño y le di otras dos pizcas, por si acaso.

    Me di cuenta de que el director y los otros docentes aún no llegaban, pero decidí salir por el frente. Los adultos me miraron aliviados: aquí estaba alguien en control de la situación. Pude ver que eso era lo que pensaban. Estaban reteniendo a la fuerza a los últimos cuatro niños, varios

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