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Reconéctate: Descubre el poder del ser auténtico
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Reconéctate: Descubre el poder del ser auténtico
Libro electrónico188 páginas2 horas

Reconéctate: Descubre el poder del ser auténtico

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¿Cuántas veces has sucumbido ante lo que la sociedad te dicta como "correcto" o "apropiado", dejando que tu ser se desvanezca? ¿Hasta cuándo estás dispuesto a dejarte llevar por la corriente sin comprenderte a ti mismo?.
A veces, la voz más compleja de escuchar es la nuestra, por eso, Reconéctate procura que quienes van flotando a la deriva sin lograr entenderse, comiencen un proceso de sanación interior que les permita llegar a su centro para comenzar de nuevo, dejando de lado todo lo impuesto y permitiendo que su luz interior comience a guiar sus acciones.
A través de experiencias propias de la autora, y de ejercicios de introspección, el lector podrá comenzar este camino en el que su ser podrá brillar en todo su esplendor, al tiempo que comprende sus orígenes y el porqué de las situaciones que le acompañan en este camino de vida. Es tiempo de dejar de escuchar las voces de los otros y poner atención a lo que tu cuerpo y mente piden a gritos.
Es momento de reconectarte contigo mismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2020
ISBN9789585541887
Reconéctate: Descubre el poder del ser auténtico

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    Reconéctate - Alexandra Santos

    Capítulo

    Vínculo

    SE NOS HA OLVIDADO SER AUTÉNTICOS.

    Se nos ha olvidado esa huella única con la que fuimos enviados al mundo. Vivimos sumergidos en redes sociales, espiando la vida de los demás, soñando sueños ajenos y viviendo realidades que ni siquiera nos apasionan a nosotros mismos.

    Pero, ¿Qué significa ser auténtico? Ser auténtico es simplemente ser yo mismo. Aceptarme desde mi esencia, mi vida, mi cuerpo, mi historia. Amarme tal cual soy. Y claro, perdonarme por esas cosas que creo hago mal.

    Estamos tan preocupados por encajar que a veces olvidamos nuestros propios sueños y le damos un cheque en blanco a las personas con nuestra vida para que puedan hacer y decidir según su antojo. Cuantas personas han estudiado una carrera que ni siquiera les llamaba la atención por una simple razón: complacer a sus padres o peor aún, porque era el sueño de ellos; o cambiamos nuestra forma de vestirnos o vernos por gustarle a una persona, haciendo dietas innecesarias para llegar a tener el cuerpo de alguna celebridad, creyendo que por esa razón vamos a tener más éxito o amor en nuestras vidas.

    Hemos feriado quienes somos para ganar afecto. Para entrar en un círculo social o hacer «amigos». El tema, es que de alguna manera todos hemos pasado por ahí. Hasta la persona más segura del mundo entero, la más adinerada o hermosa, y lo digo con plena seguridad. ¿Y saben por qué? Porque crecimos en una sociedad donde es absolutamente normal compararse. De hecho, nos lo enseñan a hacer desde que somos muy pequeños.

    Sí, desde que estamos en el jardín de preescolar, o aun antes, nos han invitado a seguir el mismo camino, hacer las mismas actividades, mejor dicho, a ver la vida desde un mismo punto.

    Recuerdo que cuando era niña me costaba adaptarme, con tan solo tres o cuatro años me señalaban de indisciplinada cuando quería jugar en lugar de quedarme sentada viendo a la profesora anotar una lección que poco me llamaba la atención. El diez perfecto se lo llevaba aquella niña o niño que se adaptara mejor al sistema, es decir que hiciera caso. Todos hacíamos el mismo dibujo, la misma fila y soñábamos con la misma carita feliz. Cuando te salías de esa pequeña línea nadie te explicaba el por qué, solo te hacían entender que estaba mal y punto. Perdí la cuenta de cuantas veces me castigaron mirando a la esquina del salón o incluso me sacaron de él por hacer una sencilla pregunta. Con el tiempo decidí, o más bien me rendí, y no me quedó más alternativa que unirme al grupo, al sistema y convertirme en una más.

    Cuando tenía cinco o seis años, con dificultad me estaba adaptando a las reglas, pues después de varios regaños y enviadas a la esquina sin poder hablar, decidí simplemente estar callada y no volver a preguntar.

    Esa niña extrovertida y auténtica se iba apagando poco a poco al tiempo que aprendía a seguir un patrón que ella no entendía ni había escogido. Seguramente su familia tampoco, pero en algún momento ellos también renunciaron a preguntar y simplemente se adaptaron al molde para poder encajar y no recibir un castigo, porque con los años, preguntar por qué es más difícil, más duro y mayormente sancionado.

    Recuerdo que cuando tenía cinco años, nos avisaron que se abrirían los telones del auditorio del colegio para darle paso al día de los talentos. Debo reconocer que desde pequeña ame estar en los escenarios. Me encantaba soñar y jugar a que yo era cantante y que el público aclamaba cada una de mis canciones. Se me llenaba la barriga de mariposas de tan solo pensar en ese momento en el que todo el colegio iba a estar reunido para ver mi show.

    Lo planee por semanas, escuché distintas canciones, —las que veíamos en clase me parecían muy comunes—, yo quería algo único y distinto que sorprendiera a mis compañeros, sobre todo a los más grandes.

    De pronto, en una reunión familiar, mi primo de quince años empezó a cantar una pegajosa y a la vez polémica canción. Los que nacieron en los ochenta la recordarán, se llamaba Pilar y decía así: «Pilar no tiene bicicleta, pero tiene un buen par de tetas… que nos las enseñe, que nos las enseñe»… para mí estaba más que claro que aquello se trataba de una grosería, una palabra prohibida, por lo que me llamaba más la atención. Y aunque me encantaba ser irreverente, los constantes regaños de mis padres, familiares y profesoras me llevaron a ir ocultando cada vez más esa parte de mí.

    Sin embargo, ante el llamado inminente que me hacían en el día de los talentos, tenía que arriesgarme una vez más. Pero con gracia, sin ser grosera. Con miedo y nervios me inscribí a esa fecha tan esperada. Practiqué mi canción una y otra vez, pero con una adaptación inocente y la vez juguetona. Mi canción o la que muchos niños cantaban era así: «Pilar no tiene bicicleta, pero tiene un buen par de PECAS… que nos las enseñe».

    Decidí no contarle ni a mi hermana (mi mayor confidente), para que fuera una sorpresa total para ella, mis primos que estudiaban en el mismo colegio y los demás alumnos de primaria.

    Al llegar el tan esperado día, llamaron mi nombre. Recuerdo ser la única de mi curso en atreverse a pasar a la tarima, claro que éramos los más pequeños de todo el colegio.

    8:30 a. m.: —A continuación: Alexandra Santos de transición, —dijo la rectora del colegio. Todos los mayores respondieron con un «Ahhhh» de ternura.

    Mientras tanto, subía cada escalón del escenario con una fuerza más grande que yo y mi corta estatura. Mi corazón latía más fuerte que el de un colibrí, pero nada podía separarme de mi destino, de ese momento de gloria tan esperado que había imaginado una y otra vez.

    Entonces, por fin tuve el micrófono en mis manos y empecé mi canción. En cuestión de segundos los rostros de mis maestras se transformaron. Parecía que estuviera cometiendo un pecado capital en pleno Vaticano. Los niños más grandes se reían, los pequeños no podían creer esa canción que yo me había atrevido a cantar. Sin poder terminar bien la segunda estrofa o aclarar que no iba a decir «tetas» sino «pecas», de pronto, de la nada, salieron profesoras, mi hermana y hasta la psicóloga que hasta el momento no conocía, a bajarme de la tarima. No podía entender el porqué, solo escuchaba un regaño tras otro sin parar. Y mi hermana amenazaba con contarle a mis papás acerca de ese acto de indisciplina imperdonable que había pasado en el colegio.

    Lloré por horas. Ya no me importaban los regaños, ya estaba blindada contra ellos, pero me sentía pequeña, —diminuta, a decir verdad—, sin esperanza y humillada.

    El tema con la humillación, es que nos hace sentir tan poca cosa, que es difícil levantarnos y dar a conocer de nuevo nuestros sueños o, como en mi caso, nuestra voz. Hoy, me pregunto por qué nunca fui capaz de ser cantante. Por años me escudé en que no había nacido con ese talento, es más, hice una y mil bromas al respecto. Me negué a cantar en público y como máximo me arriesgué a cantar en un coro de niños, donde mi voz solo era parte de un colectivo y se perdía en la nada. Lo mismo pasó con mis gustos, opiniones, puntos de vista y hasta con mis propias metas.

    Al pasar los años, se me olvidó un poco quién era yo. Dejé de lado a esa niña que se sentía capaz de todo, que le gustaba ser irreverente, divertida, que se reía a carcajadas hasta quedar sin aire, que lloraba apasionadamente por lo que le dolía.

    ¿A cuántos les ha pasado lo mismo? Que dejaron ese ser auténtico de lado, a ese niño interior que no le temía a nada atrás, sin voz, y todo porque alguien decidió decirnos que estábamos mal, y nosotros al no saber que había otra opción simplemente les creímos.

    Y al igual que muchos de ustedes, sin darme cuenta me empecé a esforzar por encajar, ser igual, verme igual y pensar de la misma manera. No saben el daño que este sistema educativo le hizo a mi creatividad y sobretodo individualidad. Tanto así que deje de esforzarme por ser la mejor, porque de alguna manera eso me iba a poner en el ojo público y podía correr el riesgo de ser diferente. Que mayor distorsión.

    Después de unos buenos años, golpes y aprendizajes he emprendido una nueva lucha: redescubrir a esa niña inquieta, guerrera, preguntona y con ganas de devorarse el mundo. Hoy, a mis 36 años, sigo en la lucha contra esas creencias que permití que la gente dejara marcadas en mí. Me duele haber dejado tantos años atrás mi esencia, me duele pensar cuántos dejaron también parte de su interior en el camino.

    Algunos se negaron a ser parte del juego, a ser una ficha más. Hoy, aplaudo y de pie a aquellos que no perdieron la batalla y que hacen parte de la historia: Steve Jobs, Oprah Winfrey y hasta el mismo genio de la creatividad Walt Disney, ellos son un claro ejemplo de que se triunfa cuando no se permite que el miedo venza al espíritu.

    Si todavía tienen dudas de cómo encontrar ese ser único que son, es porque están mirando en el lugar equivocado una vez más: afuera. Así que paren, respiren y escuchen ese instinto, esa voz que callamos por mirar al celular, trabajar en exceso o ver serie tras serie de televisión. Esa es la voz que sí debemos escuchar, y que nos liberará de ser uno más.

    LA CONFESIÓN

    No me creo libre, mucho menos el mejor ejemplo de la autenticidad, pero algo sí les digo y con toda la certeza: mi vida ha sido un camino de aprendizajes que me han llevado a creer cada día más en mí, en lo que siento, en lo que soy.

    Por eso, a través de estas páginas, abriré mi corazón para compartirles las vivencias de una mujer que muchas veces se sintió perdida en la búsqueda de su verdadero ser.

    Les confieso que más de una vez me he hecho daño, me he faltado al respeto, me he herido, y todo por agradar a los demás. He llegado a tal punto que no quiero estar en mi piel, en mis zapatos. Crecí sintiéndome incómoda por como yo era, de donde yo venía. Estaba buscando en vidas ajenas esa respuesta que solo podía encontrar en mí; en mi vida, en aquello que me había negado a sentir tantas veces, en esas experiencias que quería ocultar, en esa genética que me narraba con mis curvas una historia familiar, en mi pecho que vibraba y yo decidía ignorar. No me daba cuenta de que la magia estaba ahí, en ser normal, en ser yo misma.

    Siempre creí que esto era algo que vivía y sentía yo sola, que algo en mí estaba roto, que los demás estaban tan seguros y tan felices con su cuerpo, su vida y su esencia que por eso decidí en algún momento y de manera errada tratar de convertirme en una de esas personas. Trataba de tener su cuerpo y para alcanzarlo me sometí a tantas dietas que le hice un daño irreversible a mi propio cuerpo, me alejaba de mi familia si me cuestionaban o simplemente no se ajustaban a ese libreto perfecto que la sociedad creó a través de sus estereotipos. Me alejé de mis pasiones por perseguir sueños ajenos, entregué parte de mi vida y de mis sueños a cambio de ilusiones de una sociedad que vive de espejismos.

    Nada más lejano a la realidad que un cuerpo 90-60-90, que una familia perfecta, que una vida sonriendo y sin preocupaciones. En ese momento yo no lo sabía, o simplemente no lo quería ver. Por eso, enterré mi esencia y le abrí la puerta al mundo para que tomara decisiones por mí y construyera un libreto de lo que mi vida debería ser a partir de simplemente querer ser aceptada por los demás.

    Y sí, hoy lo reconozco, tenía miedo al rechazo. De chiquita lo sentí y no me gusto, creo que a nadie le gusta, y entendí que este mundo funciona con una regla básica, lo diferente se discrimina y lo parecido se acepta. Como hija menor y sobrina menor de un buen grupo de primos lo aprendí, y en el colegio lo corroboré.

    A ningún líder le gusta que le cambien las reglas, que se salgan de los patrones o que llegue alguien nuevo, porque puede ser atractivo en algún punto para los demás. Y esto no solo funciona en la política o en la vida adulta. En la infancia también.

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