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Bajo fuego
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Libro electrónico283 páginas4 horas

Bajo fuego

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Información de este libro electrónico

Un prodigio de narración costumbrista que, a través de las vidas de personajes comunes, recoge los tumultuosos acontecimientos que sacudieron Venezuela entre 1992 y 2003: el intento de golpe de estado, la crisis económica y la agitación política generalizada. Historia sencillas, mínimas pero universales que nos ponen un espejo por delante para conocer tanto el país como a nosotros mismos.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento25 jul 2022
ISBN9788728372395
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    Bajo fuego - Alejandro Varderi

    Bajo fuego

    Copyright © 2013, 2022 Alejandro Varderi and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728372395

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    para Patricia Guzmán y Nicolás Bianco

    por tanta memoria compartida

    Primera Parte

    Qué más se puede decir para sacudir a los venezolanos que me escuchan, y sacarlos de su apatía, de su conformismo, de su cobardía cívica, para alertarlos de lo que puede suceder y va a suceder, si se deja pasar lo que se está diciendo y se está haciendo.

    Jorge Olavarría

    I

    Y Nicolás a veces iba a la hora del lunch hasta la cafetería en el piso 27 del edificio donde Avon tenía sus oficinas, justo detrás del hotel Plaza, para encontrarse con Mark quien trabajaba allí como diseñador gráfico. Mientras lo esperaba en el comedor, o sorbía el café traído por este antes de volver a su despacho, miraba hacia los árboles de Central Park, que en invierno eran la promesa del follaje que vendría después, y escuchaba repentinamente fragmentos del diálogo entre dos representantes Avon. Quedaba entonces detenido ante el exceso de un maquillaje recién estrenado, o del brillante demasiado brillante ajustado al dedo, que la línea de joyas Avon ofrecía con descuento a sus vendedoras, y regalaba en colección de 14 quilates a quienes llevaran más de cuarenta años con la empresa. Todas, masticando la lechuga del sándwich con idéntica ambición puesta a llevarlas hasta la cúspide en el nivel de ventas.

    Mientras los automóviles bajaban por la Quinta Avenida, en días muy grises de lluvia, cuando solo las luces se distinguían entre las ramas sin hojas de los árboles, Nicolás tiraba el vaso vacío del café, y volvía al banco pensando en que su vida hubiera sido muy distinta de haber permanecido en Caracas. Probablemente habría estado ahí comprando armas para defender su casa contra una invasión proveniente de los cerros, o planeando con los miembros de la junta de condominio la mejor estrategia para proteger la urbanización de posibles ataques enemigos.

    Begoña estuvo haciendo cola por siete horas para llenar el tanque de gasolina, le dijo Miriam apenas escucharlo, cuando llamó el primero de enero para felicitarle el año. "Y sentada en casa este primero de enero del dos mil tres, comiéndome unas hallacas que la muchacha ha podido preparar, gracias a que habíamos empezado a aprovisionarnos antes de la huelga, me doy cuenta de que Chávez va a destrozar el país si no lo frenamos a tiempo. Por eso me reúno con amigos, marcho en las manifestaciones, y hablamos todos de organizar a la sociedad civil. Y yo, comiéndome estas hallacas obra de mi naturaleza previsora, herencia española claro, pienso en tantas navidades cuando habría estado esquiando en Vail, y me emociono al evocar a la gente que a esta misma hora debe estar llegando al Met para ver el Don Giovanni, y recuerdo con nostalgia mi apartamentico con vista a Central Park, cual si toda esa vida nunca hubiese existido", siguió diciendo Miriam, en tanto Nicolás intentaba imaginarse a las señoras de Altamira y el Country Club vestidas de bandera, a pie por la autopista del Este con las cacerolas y pitos entre las manos.

    —Mark...

    —¿Sí?

    —¿Qué tal si en vez de ir donde Helen esta noche nos escapamos de fin de semana a Puerto Rico?

    Al decirlo, Mark se rio mucho, pues esas salidas imprevisibles era lo que más le gustaba de Nicolás, sorprendiéndolo siempre a pesar de los dramas y las pérdidas, porque así era él. Constantemente se asombraba de eso, de tantas reacciones de Nicolás, que eran en su imaginario un misterio, y ni aún después de haber viajado juntos a Caracas y Barcelona, conocido a sus amigos y parientes, podía entender o mucho menos prever.

    Mark, con su mesa de dibujo frente a la ventana con vista a la calle 57 donde, a pesar de tener las persianas herméticamente cerradas, se mantenía vital y alerta tras esa protección, mientras miraba fotografías sepia de mujeres bellísimas puestas en fila sobre su escritorio —por detrás de las cuales había impreso un retrato de Nicolás que solo podía verse al acercarle cierta luz especial— junto a las lámparas iluminando perfumes y lociones para fotografiar. A Nicolás le gustaba llegar sin avisar y encontrarlo encantado ante un labial que estaría acomodando sobre la mesa, alumbrado como por una luz interior cuya claridad encendía sus facciones hasta transformarle el rostro en un candil muy particular.

    En un estante guardaba los CDs y más arriba una bolsa con los productos Armani, los únicos que su piel toleraba, y la gorra de beisbolista junto a un oso de peluche regalo de su madre, quien aún conservaba intactos sus juguetes. Autos, trenes, un caballo de madera, con ella balanceándolo en la casa de Connecticut, mientras le decía a Nicolás que en mí no hay lugar para algo distinto al amor por estos objetos, contenido en tantas tardes pasadas con mi hijo meciéndose sobre este mismo caballito. Feliz yo de saberlo parte integral de mi mundo aun cuando ya no esté y viva su vida. Una vida incomprensible para mí pero no pregunto, me quedo callada, pienso y muevo el caballito. Entonces él aparece niño ante mí una vez más, conmigo columpiándolo hasta que creció y dejó esta casa, la seguridad de estas paredes, para vivir donde tú lo encontraste.

    Mark, diseñando un logotipo de la nueva campaña de medias, bromeando con una modelo que habría venido a la sesión fotográfica para el catálogo de Pascua Florida, sonriéndole a la gerente de la sección Avon en español y quien le sonreiría de vuelta con complicidad maternal, guiñándole el ojo a la secretaria del director cuya música clásica a todo volumen en la oficina contigua le enervaba hasta ponerse los audífonos con la suya y apagarla.

    Mark, enviándole notas divertidas a su jefa al otro lado del pasillo, y quien mantenía junto a la computadora un espejo de mano cuya finalidad nadie se había atrevido a preguntar, pero imaginaban podría servirle entre otras cosas para mirarse continuamente a sí misma, mientras ideaba el eslogan justo con que animar a las representantes a que vendieran, reclutaran, distribuyeran, llevaran en fin Avon por todos los rincones del planeta.

    Nicolás pensaba en todo ello cuando descendía por el ascensor hasta la planta baja, saludaba al portero y se iba por la Sexta Avenida, feliz de haber encontrado con Mark la estabilidad que Rex no le pudo dar. Pero entonces era aventura lo que habían buscado, en el tiempo de viajar juntos a San Francisco, por ejemplo, y apenas llegar correr hasta la calle Castro para repasar los bares que, como los de Christopher en Manhattan, habían perdido sin embargo el esplendor de antes; de antes que Nicolás aprendiera a reservarse y entendiera que iba a perder a Rex.

    Mirando llover sobre la avenida, desplegó la vista por el concreto y la neblina, volviendo seguidamente a los recortes de prensa extendidos sobre su escritorio: A mass of Venezuelans, many with whistles, drums, horns and fireworks, clogged downtown Caracas in a protest against President Hugo Chávez... Era chef de un restaurante, pero por los momentos trato de arreglármelas vendiendo panqués en una esquina... Giovanna Dellepiazza, who has been unable to find a marketing job in Venezuela, hopes to get an Italian passport because her grandparents came from the Florence area: ‘I would rather look for a job in a place where I’m not afraid of getting shot’, she said... Aren’t they lovely? Contestants in a pageant rehearsing in Caracas, the capital of Venezuela, a nation with an admitted obsession with physical beauty. In this contest a total of 26 men are vying for the title of Mr. Venezuela... Located at Avenida Andrés Bello in Caracas, Samui is considered by some to be the best Thai restaurant in South America. And judging from the food, décor and presentation, it would be hard to find a better Thai restaurant in most cities in the United States... A police officer stood amid burning trash yesterday in Caracas, Venezuela, during a demonstration by supporters and opponents of President Hugo Chávez. The confrontation between the two sides was the first show of violence since three people were shot last Friday.

    Violencia y destrucción en una imagen del bulevar de Sabana Grande, más cercana a la que en estos días la televisión mostraba del centro de Bagdad, aún resistiendo la invasión norteamericana, que a las del tiempo cuando Nicolás lo recorría con Camila. Tomados ellos del brazo en vía hacia el Gran Café donde se encontrarían con quienes ya habían desaparecido: Roberto, hojeando algún libro acabado de comprar en Suma en tanto esperaba por Israel. Renan, con sus bolsas de Don Disco tomándose un capuchino antes de encontrarse con Samuel. Bruno y Leo, haciendo tiempo mientras llegaba la hora de la función en el cine Radio City. Álvaro, aguardando quizás por algún cliente puesto a resolverle la noche.

    Todos, ocupando un lugar en el recuerdo que Nicolás mantenía activo con los episodios de cada uno, para así reconstruir la vida ya alejada de él. Tal como en Caracas empezó a rehacer su pasado catalán, desde las cartas que los abuelos Grau le enviaban de pequeño buscando mantenerlo vinculado con aquella realidad. Barcelona en la distancia, Caracas bajo la opacidad del humo proveniente de las bombas lacrimógenas, la basura quemada, y él en el piso 40 del Bank of America, con lluvia, y sin saber dónde poner tanta memoria.

    II

    They say that absence in love is a silent presence, recordó Nicolás le había dicho Rex horas antes de extinguirse. Y lo recordó, quizás no tanto por el dolor que pese a los años transcurridos seguía estando allí, cuando algo o alguien le devolvía la memoria de algún momento compartido, sino porque la época juntos había sido para ambos el intervalo donde todo parecía posible: juventud, belleza, salud, dinero, amor, y energía para disfrutarlos sin pensar en las consecuencias. Probablemente porque su generación se sabía condenada a morir por hacer, no la guerra sino el sexo, con la despreocupación aprendida de la generación anterior, ya prácticamente desvanecida, al haber llegado tarde a los medicamentos que los mantenían a ellos aún con vida. Entonces ya no desaparecían en masa sino se iban, uno a uno, cuando la batería de pastillas dejaba de surtir efecto; o el cuerpo simplemente se doblegaba exhausto a un catarro transformado en neumonía, o a alguna infección oportunista que habría logrado abrirse paso entre los intersticios del debilitado sistema inmunológico.

    Nicolás tragó con un sorbo de agua el trizivir de la mañana y saltó de la cama. Mark aún dormía, cansado, pues había regresado de Los Ángeles en un vuelo que se retrasó y no llegó al aeropuerto Kennedy hasta la una de la madrugada. Mientras se afeitaba pensó que esa noche celebraban el cumpleaños de Helen y aún no le habían comprado el regalo. Helen, rehaciendo su vida sola, pero acompañada por el torbellino de dos hijos jugando despreocupados por los traspatios de la comunidad judía establecida en torno a los prados arbolados de Fairlawn, New Jersey. También Helen ha perdido y ganado algo en el vaivén de las transacciones afectivas, se dijo camino a la cocina.

    En tanto la mañana entraba por la ventana de la sala y Nicolás revolvía el azúcar del café, la presencia silenciosa de Rex encontró su lugar junto al New York Times del sábado, dispuesto con varias secciones de la edición del domingo en la mesita de centro. Había dejado de llover y el sol iluminaba con fuerza las dos riveras del Hudson, festoneado por el blanco de la luz reflejándose contra la corriente que a esa altura de Manhattan podía seguirse ininterrumpidamente bajo el puente Washington en su curso hacia el sur.

    Amplitud de un paisaje lindando por el norte con el parque Fort Tryon y el bosque de Inwood, y al oeste con New Jersey Palisades; todo ello visible desde grandes ventanales frente a los cuales dos butacas reclinables permitían hacerse con la vista sin obstáculos. Pese al lujo de espacio, a Nicolás le costó acostumbrarse a aquella nueva geografía, el cambio de río. Aún a veces cuando despertaba, se sorprendía por no tener el tope del edificio Chrysler ante él, ni al león de piedra del balcón de Rex vigilando ahora su propio deterioro.

    Era en estas fechas, por el cumpleaños de Helen, cuando Rex volvía a invadirlo todo, aun cuando los muebles fueran otros y él también; no solo porque los años y el virus no habían sido amables con su cuerpo, sino porque había perdido en el trayecto el placer hacia la vida más allá del radio delimitado por su casa, el trabajo, Mark, y los pocos amigos supervivientes del aniquilamiento o los despidos masivos ocurridos tras la caída de las torres gemelas. The days of wine and roses left and ran away, cantaba Peggy Lee desde el tocadiscos, mientras un remolcador cruzaba frente a los ventanales y el motor de una avioneta atenuaba, volando hacia el norte, el ruido de sus sollozos.

    —¿Cuándo empieza la muerte?

    —Cuando se llega a un punto de la vida en que no se pueden reemplazar más a quienes perdimos y amamos una vez.

    Y Rex le había hecho intempestivamente aquella pregunta a Nicolás, mostrando una sonrisa puesta a abrillantar la depresión de este en su primer invierno neoyorkino, mientras permanecían todos amontonados dentro del estudio de Helen para celebrar su cumpleaños. Habían levantado la cama apoyándola contra la pared. Algunos invitados hablaban sentados en círculo sobre la alfombra, y otros compartían codo a codo los contados metros de casa. Helen sin embargo no paraba de extraer maravillas de su minúscula cocina: cordero con vegetales y arroz salvaje, pollo a la naranja y cuscús, salmón ahumado con puré de castañas. Las botellas de vino pasaban de mano en mano, y Matilde liaba tabacos sin parar sentada en la única silla disponible.

    Nicolás la había mirado fascinado por largo tiempo al llegar, pese a todas las veces que la había visto realizando una operación similar; pues Matilde con su nariz aguileña, labios muy rojos, el cabello negrísimo cayéndole en cascada sobre los hombros, vestido semitransparente, y botas de piel de cocodrilo, era el vivo retrato del desparpajo. Entre sorbo y sorbo de tinto desbrozaba desenvuelta el material y lo desplegaba sobre el vidrio de la mesita, combinándolo seguidamente con tabaco. Colocaba entonces la mezcla en su palma extendida y la cubría con papel de fumar. Un movimiento giratorio de muñecas ubicaba el contenido dentro del papel que Matilde, poniéndole un filtro, liaba precisa y encendía para regocijo de todos.

    En tanto los tabacos cambiaban de manos y las botellas vacías se apilaban junto a la nevera, la curiosidad del uno por el otro fue en aumento. Pero no sería hasta horas después, cuando los amigos se habían ido y ellos lavaban los platos, mientras Helen fumada miraba el techo desde su cama, que tácitamente Rex y Nicolás se entendieron, cual si la armonía generada en el acto de fregar y secar a dúo hubiese sido el adelanto de la complicidad que vendría después.

    Besaron a Helen ya en el sueño, y salieron a aquella madrugada de marzo que paradójicamente los acogió con calidez. Eran solo 25 cuadras hasta la casa de Rex y decidieron hacerlas a pie, pues Nicolás aún vivía con una amiga salvadoreña en un apartamento del East Village, donde únicamente contaba con un colchón, una cómoda y un estante en un ángulo de la sala.

    Subiendo por la Primera Avenida, la calma reinante espejeaba el silencio de sus labios; solo un taxi rompía esporádicamente la tranquilidad del domingo apenas estrenado. Inaugurarse en el día y el comienzo de un amor. Otro, pensó Nicolás, mientras rozaba al caminar la mano de Rex. Así había sido con Álvaro; un encuentro fortuito, otra conversación, ese encantarse sin saber, la incógnita de los cuerpos todavía inexplorados... Sondeo de las miradas desplazándose de la calle a los espacios del sueño. Abrigados ellos por los escenarios del deseo que el camino armaba a su paso: Delis protegidos tras el celofán de sus flores, restaurantes extinguidos, panaderías aletargadas por el calor de los hornos, licorerías suspendidas en anticipada embriaguez, zapaterías inmóviles, tiendas tras cuyos cristales podían distinguirse muebles, ropa y electrodomésticos como bultos dormidos.

    Reposo de las cosas, e intranquilidad de los cuerpos alerta tras esa mampara, que la casualidad del encuentro había alzado entre ellos, porque ni Rex ni Nicolás pensaron que la fiesta de Helen sería más que eso: la fiesta de Helen. Cada uno la había conocido por vías distintas; Rex en un concierto de fin de curso para los graduandos de Julliard, Nicolás porque le pidió el sacacorchos para abrir un vino escuchando a Pavarotti en Central Park. Y de ahí a compartir una pizza o un tabaco fue inmediato, especialmente cuando sentados en el suelo de su estudio después de fumar, Nicolás y Helen medio ciegos, comiéndose una con anchoas y pepperoni, despertaban a la realidad de aquel exceso, y echándose a reír dejaban a un lado lo que quedaba de ella; o alquilando Rex y Helen un auto para recorrer los pueblos cercanos a la caza de antigüedades, mientras Cat Stevens sonaba en el reproductor.

    Pero ciertamente no imaginaron que el encuentro iba a ser tan arrasador, a pesar de haber sabido por Helen de la existencia del otro en un momento de incertidumbres. Nicolás, pues la vida caraqueña dejada atrás aún palpitaba próxima, desde el tiempo con Camila y las imágenes que Noel y Álvaro habían impreso en su memoria al partir. Rex, porque desde su venida a Nueva York nadie había llegado a él para quedarse más allá de lo que tardaría en poseerlo, eyacular y vestirse.

    Spare some change?, balbuceó una mujer arrastrando un carrito con sus pertenencias a la altura de la calle 37. Rex le dio un dólar y Nicolás pensó que era demasiado generoso; un signo de su desprendimiento para con los otros, producto quizás de un malestar con el mundo por no haber sabido quiénes fueron sus verdaderos padres. No tanto porque los adoptivos hubieran dejado de amarlo alguna vez, sino porque la incógnita de su origen había quedado eternamente en el aire, haciéndole ir por la vida como disculpándose de su suerte.

    Nicolás todavía pensaba en la pregunta sobre la muerte, tan fuera de lugar, que Rex le había hecho sin conocerlo. Pero así era también él, impulsivo e impredecible, para que Nicolás nunca se imaginase la vida juntos como dentro de un jardín encantado.

    El portero saludó a Rex con un gesto donde Nicolás captó una cierta complicidad llevándolo a ponerse colorado, pues se había sentido incómodo al saberse en la mira de quien tantas veces lo habría visto llegar con el hombre de turno, distinto en cada ocasión, supuso acertadamente, porque así había resultado siempre. Fascinándose Rex con tipos cuyo gusto por la promiscuidad hacía imposible construir una relación estable. Cuerpos entonces, pasando vertiginosamente ante sus ojos con cada nuevo cuerpo; el suyo apretándose urgente contra el de Nicolás apenas se cerró la puerta del ascensor.

    Cuando Rex abrió la del rellano y encendió la luz, Nicolás dejó escapar un grito de asombro que no le pudo explicar sino mucho después, porque su impresión había sido similar a la experimentada al entrar por primera vez a casa de Noel. Una impresión que iba más allá de las similitudes en la decoración, y se extendía hasta la atmósfera puesta a envolver las cosas; atisbos de una calidez, modelo de la imaginada por él tan pronto tuviera su propia casa.

    Rex fue hasta la ventana del fondo y separó las cortinas. El tope del edificio Chrysler despedía una luz muy intensa que fue cubriendo de plata su piel en tanto se la descubría a Nicolás, inmóvil junto a la cama por deshacer. Desnudo ante el piano, Rex empezó a tocar el adagio del concierto No. 2 de Rachmaninoff, para que Nicolás recuperara a Leyla sin él saberlo. Otra casualidad casi cinematográfica, puesta a combinar en un solo plano— secuencia el mundo de Leyla y el de Noel.

    La música repartió entonces la superposición del tiempo sobre muebles y objetos, tan cercanos a los contenidos en aquellos ochenta metros cuadrados de Noel, donde Nicolás aprendió a vivir hacía tan poco. Ello, sobre la memoria de un cuaderno azul en que había empezado a reconstruir tres lustros atrás a Leyla, reproducirla en otra mujer que fuera para él algo más que la posibilidad de detallar sus gestos a través del círculo armado por sus manos al atarlas a las sábanas, antes de entornar cuidadosamente la puerta del cuarto para no despertarlo cuando era niño. Una mujer, como el lugar al cual remitirse cuando vivir no fuera suficiente para seguir viviendo. Una mujer, en fin, que con Emilio y Ángel intentó sustituir por ella pero sin éxito, porque solo hubo una: Leyla o la única mujer con nombre.

    Leyla o la única mujer con nombre, pensó ahora Nicolás, volviendo a la cocina con su taza vacía, mientras escuchaba a Mark cantando bajo la ducha en la habitación contigua.

    III

    Varios pistoleros descendieron de un par de automóviles y dispararon contra la multitud desarmada e indefensa que protestaba en la Plaza Altamira. Sobre el suelo quedaron tres cadáveres y dos docenas de heridos. Los asesinos formaban parte de los llamados círculos bolivarianos.

    Firmas Press. Madrid

    Nicolás fue hasta el cuarto y empezó a hacer la cama, deprisa porque eran ya las once y tenían que salir para comprarle el regalo de cumpleaños a Helen. Al poner los cojines sobre una silla volteó hacia la cómoda de las fotografías y su mirada quedó suspendida en una donde, sobre un paisaje de árboles y sol, con Emilio y Ángel bordeaba el vestido azul de Leyla. Los cuatro, sentados al borde de la fuente en la Plaza Altamira antes que la restauraran. Clic y el tiempo se detuvo en el presente de una respiración y un ángulo solar precisos, un grado muy definitivo de claridad en la superficie verde de las hojas, a cuyos lados los automóviles se sucedían sin pausa, en el caos urbano desde el cual la ciudad no dejaba de generarse continuamente a partir de lo que la sostiene, completó Nicolás sacudiendo las almohadas.

    Mucho había cambiado desde que un transeúnte se detuvo

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