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Trabajo, institución y salud mental
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Libro electrónico359 páginas5 horas

Trabajo, institución y salud mental

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La obra posiciona la discusión en la relación entre el trabajo y la producción de subjetividad, considerando las temáticas como producción, división del trabajo, salud mental y explotación en sus nuevas formas que han transitado en las instituciones
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento29 jun 2022
ISBN9789560015082
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    Trabajo, institución y salud mental - Horacio Foladori Abeledo

    Presentación

    La relación entre el trabajo y la subjetividad abarca una innumerable cantidad de variables, lo que hace que el tema pueda ser abordado desde muchas perspectivas. Para esta publicación¹ se ha privilegiado considerar la relación entre la organización del trabajo y la salud mental, vale decir, la manera en que, en el capitalismo, el trabajo es estructurado en sus relaciones de producción, y el factor de poder que determina a su vez la organización posible. De ahí la vertiente institucional que se pretende mostrar. Así, no se trata solamente de la manera en que el grupo organiza la producción sino quién decide acerca del lugar que le corresponde a cada quien en el proceso productivo y de qué manera dicha inserción resulta determinante, en muchos casos, para la afectación de la salud mental del trabajador. Dicho de otro modo, las relaciones de producción están ya estructuradas antes que el trabajador ingrese al mundo del trabajo.

    En la última época otros discursos se han hecho presentes en el espacio social, poniendo en la discusión temas extraordinariamente relevantes, como pueden ser las reivindicaciones identitarias, feministas, ecológicas, etc., problemáticas en las que en el fondo de la cuestión no puede soslayarse el asunto del trabajo. Claro está, estos discursos muy bien le sirven al Estado para desplazar los centros de interés del verdadero foco aunado a que los trabajadores organizados no han podido sostener sus planteos de manera consistente. Cierto silencio pareciera mostrar que lo que ocurre en el trabajo está «pasado de moda», cuando en el fondo, por ejemplo la demanda de virilización capitalista, es determinante de los problemas asociados al trabajo.

    La relación entre la estructura institucional del trabajo y la subjetividad resulta compleja, distanciándose de todo vínculo mecánico o automático. Si bien es válido el principio general de que el ser social determina la conciencia, este no supone relaciones fijas ni tampoco una estructura de determinaciones que puedan a priori establecer respuestas más o menos preestablecidas.

    Sin embargo, no se puede plantear que pueda ocurrir cualquier cosa. Estamos ante un escenario de un aumento de la producción de investigaciones que entregan hipótesis sobre las posibles articulaciones entre esta subjetividad –al mismo tiempo creativa y sufriente– con las estructuras sociales. Este es un asunto central, con ribetes jurídicos, ya que la preocupación de las teorías de la subjetividad en el trabajo (clínicas del trabajo, teorías de la identidad, ergonomía, entre otras) se instala en la tarea de una y otra vez poder determinar la incidencia de ciertas prácticas laborales en la subjetividad, y en consecuencia en la producción de patologías.

    Es así ya como se han establecido comportamientos patológicos claramente producidos por ciertos trabajos tanto como la descripción de nuevas enfermedades como efecto del desarrollo de diferentes relaciones laborales, tanto como producto de los cambios tecnológicos y también a partir de diseños organizativos del trabajo. Las nuevas estrategias de gestión como políticas laborales han incidido tanto en las acomodaciones del cuerpo como en las relaciones entre los propios trabajadores entre sí (relación de pares) y con el vínculo con los superiores (relaciones jerárquicas).

    Con una intención distante epistemológicamente de la predicción de factores o hipótesis causales de las corrientes higienistas del trabajo, se puede observar que las prácticas de gestión del nuevo discurso del management (cada vez más instalado y menos novedoso) socava la cooperación entre pares, habilidad central para hacer avanzar un oficio. Ahí las evaluaciones individuales y la construcción de un camino o «carrera profesional personal» destruyen el pensamiento y la posibilidad de la actividad conjunta, eliminando toda cooperación.

    En el campo del management, el reconocimiento es instrumentalizado y desvirtuado de la noción de encuentro con otro que colabora con su sociedad y con la construcción de un mundo en común. La tarea «bien hecha», central en la responsabilidad del trabajador con la sociedad y sus colegas, es solo convocada cuando se quiere mejorar la productividad. Aparece entonces la realización personal, la sobreimplicación en el trabajo, el heroísmo, como los factores que dan vida al sujeto, hasta que se transforman en yugos parecidos a las sustancias adictivas y en espacios para la autoexplotación.

    Ciertos enfoques sobre la productividad han puesto sobre el tapete la necesidad de considerar periodos de descanso durante la jornada laboral o la consideración de ciertas flexibilidades en materia de responsabilidades u horarios. Siguen proliferando espacios para el autocuidado en los lugares de trabajo que, guiados por la palabra de una «psicología positiva», sin conflicto, sin problemas, vienen a canalizar el deseo de encontrar espacios de calma laboral y que está en clara concordancia con las teorías funcionalistas de organización del trabajo. Esos momentos, valiosos sin duda para algunos trabajadores, son tapones de la subjetividad que pretenden canalizar la necesidad de los sujetos de parar, pensar y elaborar lo que les pasa. Si algo hemos aprendido del éxito de este «autocuidado» es que el dolor está en el cuerpo; por lo tanto, desde teorías críticas (o post-críticas) es a ese cuerpo al que debemos hacer hablar, permitirle que se exprese, para después elaborar y pensar las razones que lo tienen acongojado. Afirmamos que estas acciones de autocuidado funcionalista son formas que el sistema destina finalmente a la precarización de las relaciones laborales y, en el fondo, para aumentar la explotación, aunque en un plano pueden resultar algo satisfactorio para los trabajadores.

    Y aquí las distintas profesiones y oficios tienen sus particularidades. Parece pertinente pensar la subjetividad desde los distintos trabajos, salarios, tareas, actividades, empleos y sistemas de organización. No es lo mismo el cuerpo en una cooperativa, en una fabrica sin patrón, en el retail o en la escuela.

    Otro aspecto esencial a tomar en cuenta tiene que ver con el lugar que el grupo o equipo de trabajo tiene en la consideración de la producción en sí, grupo que canalizará no solamente un trabajo de pensamiento acerca de las dificultades que el trabajo concreto presenta como desafío a diario, como acerca de lo que implica habitar como grupo un espacio (como el de la fábrica). Ello implica riesgos y peligros que complican el desarrollo del trabajo, por cuanto el autocuidado del grupo es esencial para garantizar la no concurrencia de los accidentes, si se dan las condiciones para que todos se cuiden entre todos, evitando el imposible de que cada uno se cuide en soledad, como pretenden ciertas agencias de «seguridad» laboral. Pero no se trata del autocuidado individual: es un cuidado de equipos y un cuidado de las personas en tanto son parte del colectivo.

    Todas estas apreciaciones, y algunas más que podrían hacerse, no dejan de abrir preguntas acerca del estatuto de la subjetividad individual y colectiva que se pone en juego en cada caso y frente a cada condición, en primer lugar, para conocer sus facetas y característica, y más tarde para poder determinar en qué situaciones la producción de malestar transita sistemáticamente hacia la generación de un sufrimiento que implicará patología.

    Una amenaza que también hay que considerar, aunque aún a cierta distancia, es el asunto de la robotización de la producción, lo que implicará por un lado un «trabajo» sin límites frente a una gran masa de desocupados para los que no habrá posibilidad de trabajo alguno.

    Así, es fácil encontrarse con ciertas posturas gerenciales que culpan a los trabajadores por sus males, enfermedades, trastornos de origen psíquico, etc., aduciendo que el trabajo, y sobre todo que la organización institucional del trabajo, nada tiene que ver, sobre todo, con la estructura psicopatológica del trabajador sufriente. Y como el sistema provee siempre de un índice de desocupación necesario, finalmente siempre es posible cambiar al trabajador por uno de repuesto si este se enferma sin tener que hacerse cargo de aquello que la institución misma genera como «enfermedad». Aquí, las teorías de los riesgos psicosociales pueden entenderse desde el higienismo o como la posibilidad de pensar qué nos está enfermando en la institución.

    Por otra parte, resulta sorprendente que los agrupamientos de trabajadores, sindicatos, centrales, etc., aún estén muy distantes de considerar estas cuestiones de manera sistemática y constante, afiliándose a un economicismo coyuntural y presente en el cual se pierden ciertos nortes a futuro. En algunos casos, las consideraciones por la subjetividad han sido tildadas de «preocupaciones pequeño burguesas»; en otros, tal vez el desconocimiento profundo de sus efectos pudiera conducirlos a creer las «verdades» que las instituciones estatales y privadas pregonan una y otra vez.

    Pues bien, algo de esto es el tema de este libro, que reúne estudios y aportes de diversos investigadores, los que a su vez se afilian a marcos referenciales disimiles pero con la preocupación de pretender responder algunas de las interrogantes que se han formulado. Así, se muestran trayectorias tanto como patologías que resultan, hoy por hoy, en el resultado de cierto modelo socioeconómico que poco toma en cuenta el asunto de la humanidad que está presente en la fuerza de trabajo que el sistema requiere para producir plusvalía.

    Las investigaciones que aquí se presentan están realizadas con múltiples formas de financiamiento: algunas solo con la voluntad, otras son la sistematización de una consultoría, otras con los fondos estatales, entre muchas otras posibilidades de hacer investigación pensando en los trabajadores. Todos los artículos que aquí convocamos son un esfuerzo por construir una investigación implicada o comprometida, con esfuerzos por darles espacio a nuevas generaciones y producir los recambios, situación que debiera darse en todos los oficios que están medianamente sanos.

    En este libro se piensa la actividad en el trabajo desde distintas perspectivas. La primera corresponde a las perspectivas identitarias relacionadas con el reconocimiento en el trabajo, tomando en cuenta las vicisitudes de la subjetividad y el sufrimiento contemporáneo. Un segundo grupo se inspira en un paradigma clínico y socioanalítico del trabajo, donde la actividad laboral no se da solo en el empleo, sino en las múltiples formas de participación social. Aquí se trabaja la articulación de lo psicológico y lo organizacional desde perspectivas psicodinámicas. En un tercer grupo, se trata de experiencias ligadas a las corrientes institucionalistas, donde es posible pensar la institución y las iniciativas contrainstitucionales con su correlato de pensar otra forma de trabajar para pensar además organización social.

    Esto nos da una escritura implicada y cuidada que nos ayuda a pensar y darle un estatus relevante al pensamiento teórico sobre la realidad observada. En rigor, es una manera de reflexionar acerca de lo que nos ocurre… como trabajadores.

    Horacio Foladori y Patricia Guerrero

    Diciembre de 2018.


    1 Un texto anterior de los editores aborda el asunto desde el malestar, vale decir desde los diversos grados de sufrimiento que el trabajo produce y acerca de ciertos modelos psico-socio-institucionales posibles que persiguen intervenir para mejorar las condiciones laborales. Ver en esta misma editorial Foladori, H. y Guerrero, P. (2017) Malestar en el trabajo. Desarrollo e intervención.

    Gestión del trabajo y apropiaciones de la subjetividad

    José Newton Garcia de Araújo

    Introducción

    Hace algunos años, en un congreso de Psicología Organizacional, un eminente conferencista afirmo que, cuando las teorías y prácticas organizacionales comenzaron a considerar la subjetividad del trabajador, se tornaron libertarias. Pese a que el conferencista no haya definido el significado de «libertario», tal afirmación me pareció cuestionable.

    Por lo tanto, este texto pretende discutir la hipótesis, en este caso, bastante genérica, según la cual el recurso a la subjetividad del trabajador, hoy tan presente en las tecnologías de gestión de las organizaciones, sería, automáticamente libertario o emancipatorio, incluso si esta hipótesis pretende señalar una superación de la racionalización taylorista que reduce al trabajo a una mera fuerza de trabajo. En efecto, se puede pensar, a primera vista, que esa hipótesis apuntaría a un choque entre, por un lado, las prácticas funcionalistas y autoritarias que tienen como objetivo, en primer lugar, adaptar y someter al trabajador a los intereses de la organización capitalista; por otro lado, las prácticas que lo consideran como un sujeto capaz de resistir y construir nuevas formas de significado y acción en los espacios de trabajo. Sin embargo, esa distinción nos lleva a interrogar el estado mismo de la subjetividad. En otras palabras ¿será que las antiguas prácticas de gestión, disciplinarias y alienantes, ignoraban o no se apropiaban de la subjetividad del trabajador?

    Para discutir el tema, recordemos primero que el término sujeto puede referirse a dos categorías de actores sociales: el primero hace referencia a aquel que crea, al que resiste, al que hace historia; el segundo se refiere, a la luz de las nuevas tecnologías de gestión, al «individuo preso en la estructura estratégica». (Enriquez, 1997). En otras palabras, hablamos aquí, de forma general, de las distintas dimensiones de autonomía y de heteronomia, inertes a los destinos de la subjetividad e inscritas en nuestras historias individuales y colectivas.

    Para Enriquez (1992), los sujetos están vinculados a la organización no solo por vínculos materiales, sino sobre todo afectivos e imaginarios. En este contexto, se refiere doblemente a nuestra actividad imaginaria: a) La imaginaria motora –aquella que favorece la diferenciación entre los sujetos, que impide una visión monolítica de un proyecto colectivo e incita a la inventiva, en oposición a la repetición; b) El imaginario engañoso, a través del cual los individuos son llevados a interiorizar, como suyos, los valores defendidos e impuestos por la organización. Genera la pérdida de capacidad crítica e induce a la homogeneización de pensamientos y afectos, momento en que los sujetos ya están alineados con el discurso de salvación de la organización, el que les promete éxito, seguridad, salud, beneficios presentes y garantías futuras. Además de eso, continúa el autor, tal tipo de organización acaba con las iniciativas, la participación efectiva y el posible grado de autonomía de los sujetos.

    Esta distinción propuesta por Enriquez (2002) ya nos permite cuestionar la hipótesis en juego escrita al inicio de este texto. Así, tanto el imaginario motor como el engañoso movilizan fuertemente la subjetividad. Sin embargo, el segundo nada tiene de emancipador o libertario. Al contrario, mantiene al trabajador en la trampa de la gestión estratégica. Recordemos, de pasada, que el asunto de la autonomía y la heteronomia remite al doble sentido de la expresión «uso de sí» propuesta por Swartz (2000), o sea, «uso de sí por sí mismo» y el «uso de sí por los demás», nociones que evocan el «sí» de la subjetividad, pero que apuntan hacia caminos opuestos, en relación con la idea de emancipación en el trabajo.

    Desde otra perspectiva, en un texto que discute las articulaciones entre las nociones de sujeto y poder, Foucault (1995) atribuye dos significados a la palabra sujeto: «sujeto a alguien por el control y dependencia, y sujeto a su propia identidad por una consciencia o autoconocimiento. Ambos sugieren una forma de poder que somete y lo sujeta» (Foucault, 1995, p. 235). Desde esta perspectiva, el autor analiza las modalidades de ejercicio del poder, que no ocurren, necesariamente, bajo una forma de violencia. Para él, la violencia pura, somete, destruye, cierra las posibilidades, pues solo tiene la pasividad del otro delante de él. Una relación de poder, por el contrario, se basa en dos elementos fundamentales (pensemos, por ejemplo, en los luchadores ejecutivos de una empresa, en los fervorosos fieles de una iglesia o secta religiosa, en los férreos militantes de un partido político). Para Foucault, es esencial que el sujeto sobre el cual se ejerce el poder «sea plenamente reconocido y mantenido hasta el final como sujeto de acción; y que se abra, frente a la relación de poder, todo un campo de respuestas, relaciones, efectos, invenciones posibles» (Foucault, 1995, p. 243).

    Esta afirmación tiene algo que la aproxima al «imaginario engañoso». Sugiere que, si los mecanismos de sujeción suponen siempre procesos de explotación y dominación, estos mantienen, sin embargo, relaciones complejas y circulares con otras formas sutiles de ejercicio de poder. De hecho, el poder no implica la supresión de la libertad del otro. Por lo tanto, quien tiene el poder no actúa directa o inmediatamente sobre el otro, no coacciona, no obliga explícitamente. Deja al otro actuar, le incita, induce, facilita u obstaculiza –claro, siempre que las iniciativas de ese otro sirvan a los propósitos de quien tiene el poder.

    Para Foucault (1995), no hay relación de poder ahí donde las determinaciones están saturadas. La esclavitud, por ejemplo, no se ajusta a esta relación, porque al esclavo se le niega el lugar de sujeto. El ejercicio del poder consiste, entonces, en producir conductas, en operar sobre un campo de posibilidades. Es un modo de acción sobre las acciones de los otros, es el gobierno de los hombres, los unos para los otros, sin que la libertad sea allí suprimida.

    El poder solo se ejerce sobre «sujetos libres», en tanto «libres» –es decir, sujetos individuales o colectivos que tienen delante de sí un campo de posibilidades en el cual pueden acontecer diversas conductas, relaciones y modos de comportamiento [...] por lo tanto, no hay confrontación entre poder y libertad [...] en este juego, la libertad aparecerá como condición de existencia del poder… (Foucault, 1995, p. 244).

    Si las relaciones de poder, en la óptica foucaultiana, no implican, necesariamente, el uso de la violencia, esto no excluye, como puede verse, que los sujetos «libres» sean inducidos, conscientemente o no, a lealtades previas, sumisiones o adhesiones acríticas a la violencia. Así, el militante de un partido político o de una secta religiosa solamente será «libre» para llevar a cabo los proyectos de ese partido o secta, no los proyectos de las sectas o partidos opositores. Si lo hiciera, pronto sería castigado o excluido del grupo.

    En el caso de las organizaciones laborales, recordemos lo que dice Sennett (1999) sobre el régimen flexible en el nuevo capitalismo, en el cual, por ejemplo, la estrategia de concentración sin centralización substituye a la organización piramidal por las estructuras en red. Esta descentralización del poder, que «les da a las personas en las categorías inferiores de estas organizaciones más control sobre sus actividades» (Sennett, 1999, p.63), solo es aparente. En el caso del horario flexible, en el que las personas trabajan a ritmos o en lugares diferentes e individualizados, como en el modo de oficina en casa, el trabajador sería «libre» de usar su tiempo. Sin embargo, esta libertad es ilusoria:

    En la lucha contra la rutina, la apariencia de nueva libertad es engañosa. El tiempo en las instituciones y para los individuos no fue liberado de la jaula de hierro pesado, sino sometido a nuevos controles de arriba para abajo. El tiempo de la flexibilidad es el tiempo del nuevo poder. (Sennett, 1999, p. 69)

    Lo que pretendo argumentar, a lo largo de este texto, es que, en el ámbito de las organizaciones del trabajo, especialmente en el contexto de la gestión neoliberal, que apunta a la subjetividad del trabajador, no se observan –o raramente se observan– prácticas organizacionales emancipatorias o libertarias.

    Otra observación: si el ejercicio de poder, según el análisis de Foucault (1995), excluye a la violencia, existen muchos otros contextos en los cuales ese poder se ejerce por medio de formas bárbaras de explotación del otro. Esto siempre ha ocurrido a largo de la historia humana, en los regímenes de esclavitud, en los regímenes totalitarios de gobierno o en las oscuras conductas de amedrentamiento de otro, en la vida pública o privada, en la empresa, en la familia, en la escuela, etc., y que continúa ocurriendo en la actualidad. En este sentido, Barus-Michel & Enriquez (2002) ya hacían referencia a una figura mortífera del poder, la cara del poder asociada a la muerte:

    Campos de concentración, genocidio y etnocidio, pueblos sometidos a la esclavitud, individuos tratados como animales, y más común, individuos explotados, vistos como máquinas a los cuales se les quita la posibilidad de hacerse cargo de su destino y a los cuales les es destinada una existencia sin sabor, sin sal, sin vida, perfectamente repetitiva. (Barus-Michel & Enriquez, 2002, p. 220)

    Específicamente en el mundo del trabajo, esa violencia puede ser traducida en números. La Organización Internacional del Trabajo (International Labour Organization - ILO, 2018) nos muestra datos dramáticos al respecto. Levantamientos estadísticos realizados en 2016 revelan que: existen 24,9 millones de personas que viven del trabajo esclavo en todo el mundo. Además, otras 16 millones son explotadas en sectores privados, como el trabajo doméstico, la construcción y la agricultura. Y encima de eso: 4,8 millones de personas son sometidas a explotación sexual forzada; otras 4 millones son sometidas a trabajos forzados por autoridades estatales. A nivel mundial, hay 5,4 víctimas de la esclavitud moderna por cada 1000 habitantes, y de cada cuatro víctimas, una es niño.

    En relación con los accidentes de trabajo, este mismo organismo internacional informa que 2,3 millones de personas mueren y 300 millones quedan heridas, cada año, en espacios de trabajo. Sin embargo, estos números representan solamente la «punta del iceberg», pues gran parte de los accidentes no son notificados (Rede Brasil Atual, 2018).

    Pero no es de este poder mortal del que estamos tratando aquí. Ciertamente aquel no está destinado a cooptar, seducir, manipular conductas o reglas. Dejemos, entonces, de lado, las modalidades de explotación violenta del otro, que generan muertes, accidentes graves, mutilaciones, invalidez permanente, enfermedades del cuerpo y enfermedades mentales irreversibles, aunque todo esto aun suceda, con altísima frecuencia, en la actualidad. De hecho, este poder perverso no está interesado en modelar subjetividades, sino simplemente en absorber al máximo la «fuerza laboral» del trabajador.

    El supuesto descubrimiento de la subjetividad

    Nuestro interés, en este estudio, es discutir como la gestión del trabajo moviliza el cuerpo, la inteligencia y los afectos, o sea, como ella se apropia de las subjetividades, con la finalidad de garantizar la adhesión de los trabajadores a los objetivos de la organización, sin que exista ahí algún propósito libertario.

    Tomemos el ejemplo de las técnicas de motivación, ampliamente promocionadas por la psicología organizacional. Observemos, para este propósito, que no se motiva a una máquina o animal, sino que a un sujeto. Es lo mismo que decir: motivar al trabajador es tocar su subjetividad. ¿Y no fue eso lo que hizo la psicología industrial, en su nacimiento, especialmente a partir de Elton Mayo? Téngase en cuenta que los descubrimientos de Mayo fueron el resultado inesperado de su investigación-intervención dentro de la Western Electric Company, en Hawthorne, un barrio de Chicago, entre 1924 y 1927. Los investigadores de la administración estaban preocupados, en esa época, de las condiciones ambientales del trabajo (luz, humedad, ventilación, frío, calor, etc.). Para ellos, si esas variables estaban correctamente controladas, los trabajadores producirían más y mejor. Ahora, según Brown (1954), aunque el concepto de eficiencia solamente estaba relacionado con el bienestar corporal, la fábrica ideal se asemejaba a un modelo estable. Por lo tanto, el trabajador no era un sujeto, sino que un animal noble que produce más cuando las condiciones ambientales le son confortables.

    Mayo, sin embargo, superó esa hipótesis psicofisiológica. Los datos que encontró mostraron que los intercambios grupales, la necesidad de reconocimiento, el sentimiento de seguridad y de pertenencia a la organización, entre otros factores humanos, eran más importantes que las condiciones ambientales para elevar la moral de los trabajadores y aumentar su productividad.

    Fue así como, en sus experimentos, descubrió que la fábrica no es solamente una organización técnica y económica, sino una organización social. O que, en el ambiente de producción, la comunicación informal es, a veces, más eficaz que la formal. Es más: que se podía obtener la cooperación de los trabajadores sin una imposición rígida de estandarización y control, como proponía Taylor. El trabajo de Mayo fue considerado, en la época, como una humanización de la gestión, en relación al taylorismo. En este caso, se puede sugerir que fue uno de los pioneros de la gestión de la subjetividad, con el fin de que los trabajadores trabajasen en cooperación con la gerencia. Él escribió, por ejemplo:

    Los individuos que componen un taller de trabajo no son simplemente individuos, forman un grupo, dentro del cual desarrollan hábitos de relaciones entre ellos y, luego, con sus superiores, con su trabajo, con las regulaciones de la empresa (Mayo, citado por Anzieu & Martin, 1968, p. 75).

    ¿Pero estaría ahí el embrión de la gestión emancipatoria de los operarios? Enriquez (1987) no está de acuerdo con esta hipótesis. Para él, el trabajo de Mayo, al enfatizar el lado humano de la empresa, al mostrar la necesidad de considerar la afectividad y la lógica de los sentimientos, no se hizo más que una prolongación del sistema taylorista, permitiéndole mantenerse y perdurar. Para este autor, lo que Mayo descubrió, pero poco después encubrió, es que la solidaridad primaria e informal de los grupos no estaba dirigida a la cooperación con la empresa, pues se trataba, principalmente, de una solidaridad de lucha y de resistencia –esta, si, libertaria– de las presiones de la gestión. Pero ese «descubrimiento» no aparece en los escritos de Mayo ni fue comentado por él. Al contrario, al igual que Taylor, predicó una cooperación armoniosa, sin conflictos con la empresa –ahí estaba la negación del conflicto estructural entre el capital y el trabajo– importando poco los posibles casos de explotación y sufrimiento del trabajador.

    Los gerentes deberían, en opinión de Mayo, satisfacer las «necesidades sociales» de los trabajadores, para que colaboran con la organización y no conspiraran en contra de ella. Enriquez (1987) afirma que la llamada escuela de las relaciones humanas, con Mayo, no rompió con el taylorismo, sino que dio continuidad a la tesis taylorista de la cooperación (siempre coopere, nunca discuta) entre el trabajador y la empresa, a través de la idea de participación, así como de la noción de motivación del operario.

    Para Mayo, psicólogo/ideólogo del capitalismo, los conflictos no surgieron de las justas demandas de los dirigentes sindicales, sino que fueron proyecciones, en el campo social, de sus perturbaciones patológicas infantiles. Para él, «estos hombres no tenían amigos, sus historias personales eran historias de exclusión social... una niñez desprovista de relaciones normales y felices con otros niños… en el trabajo y en el juguete» (Mayo, citado por Chacon 1979).

    Hay aquí una perversa reducción al psicologismo de un fenómeno social y político, en un intento de vaciar la lucha de los trabajadores. Y no es casualidad que el asesoramiento hiciera parte de las intervenciones

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