Sin duda, la procrastinación es un mal de nuestros días, un virus en expansión que encuentra en el ocio distractor que aportan las nuevas tecnologías a su mejor aliado y potenciador, dinamitando nuestra capacidad de autorregulación. Algunos estudios aseguran que este comportamiento ha crecido hasta en un 400% en los últimos años, generando una enorme preocupación en la esfera educativa por su relación con el fracaso y el abandono de los estudios, algo especialmente grave entre universitarios y profesorado –donde reci- be el nombre de procrastinación académica–, así como en las administraciones públicas y sector empresarial, donde las pérdidas económicas y los daños colaterales por bajo rendimiento alcanzan cotas astronómicas.
Sin embargo, aplazar de forma voluntaria y sistemática, hasta el último momento, la realización de acciones y tareas que nos atañen, hasta el punto incluso de no llegar a iniciarlas o concluirlas, es un comportamiento observado y descrito desde antaño. Aunque parezca mentira, tal y como explica Pier Steel, doctor en Filosofía en la Universidad de Galgary y autor de , los antiguos egipcios ya la reflejaron en sus jeroglíficos hace