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Casualidad mortal
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Libro electrónico410 páginas5 horas

Casualidad mortal

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Información de este libro electrónico

Miami Beach fue la ciudad que escogió Peter Scott para vivir sus sueños, pero su suerte se truncó cuando cruzó caminos con Logan Hepworth, su nuevo compañero de piso. A partir de ese momento, nada volvió a ser igual. Un error fatal marca el principio. Peter intentará descubrir qué misterios oculta Logan y sobrevivir al mismo tiempo. Asesinatos, mentiras y secretos harán que su vida emprenda un peligroso rumbo hacia un destino que jamás imaginó para él.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2022
ISBN9788411149716
Casualidad mortal

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    Casualidad mortal - Sandra García Sánchez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Sandra García Sánchez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1114-971-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    PRÓLOGO

    No podía ser. Sinceramente no. Me acababa de volver a dejar llevar. Miré al chico, tendría unos veinticinco años. Acababa de ser mi última víctima hasta el momento. Tenía que haberme frenado. Pero no lo conseguí. Acababa de acabar con otra persona. Y de una manera muy cruel. Miré mis manos. Estaban teñidas de un rojo muy intenso. Sangre. No, no me daba grima ni mucho menos. Me llevé las manos al pequeño maletín y saque unas toallitas.

    Me froté los dedos con parsimonia. Todo lo que debía hacer ahora era llevarme las pistas y limpiar el escenario. Volví a dirigir mi vista al joven. Tenía una expresión de dolor en el rostro. Tumbado bocarriba, parecía un muñeco. Me agaché, y con cuidado, saqué el cuchillo que el chaval llevaba clavado en el abdomen. Fregué todo rastro de sangre y arrastré al chico, llevándolo hacia la cocina. Como pude, le senté en una silla y puse el afilado cuchillo con el que lo había matado delante de él. Eso entretendría a los agentes. Me aseguré de que todo estaba intacto y salí del piso, cubriéndome lo máximo posible con la capucha de la sudadera. Me acerqué hasta mi coche, introduje el maletín y la bolsa con las toallitas en el maletero y me subí al asiento del conductor. Arranqué y salí de aquel sitio.

    Durante el camino de vuelta, Alexa se coló entre los rugosos pasadizos de mi mente, rellenando de luz toda aquella oscuridad. Mi hermana tenía un par de años menos que yo. Siempre nos habíamos llevado bien. Que yo recuerde, casi nunca nos peleábamos de niños, éramos uña y carne. Todo se enfrió cuando yo me mudé a Miami Beach, en el estado de Florida. Mi madre era española, nacida en Extremadura, mientras que mi padre era natural de Orlando. Nosotros nacimos en Extremadura, pero al poco tiempo nos mudamos a Orlando, donde habíamos pasado la mayor parte de nuestra infancia. Mis padres se conocieron en España, durante un viaje cultural de mi padre. Decidieron asentarse en el territorio español y se casaron, pero al poco tiempo mi progenitor fue desplazado a la otra punta del mundo, a su ciudad natal, por motivos de trabajo, y, por lo tanto, nos llevó a nosotros y a nuestra madre con él, pues era la única manera de permanecer juntos. Hace un tiempo me vine aquí, a Miami, en busca de un buen trabajo, uno con el que me ganaría el vivir sin preocupaciones durante toda mi existencia, pero lo que encontré aquí fue muy distinto.

    En casa, siempre había sido un niño que había generado demasiados problemas, por lo que en cuanto tuve oportunidad de alejarme del ambiente familiar que se vivía en mi domicilio en Orlando, me vine a Miami. Lo único que reprochaba era dejar atrás a mi hermana, que todavía era menor de edad.

    Quería llegar a ser un exitoso emprendedor, ese había sido mi sueño americano, pero mi camino se torció del todo cuando conocí a Logan, el chico con el que se supone compartiría piso, ya que no me lo podía costear yo solo. Por aquel entonces yo tendría unos veintipico años y no tenía ni idea de lo que se me venía encima.

    1. EL PRINCIPIO DE TODO

    —Logan Hepworth, ¿verdad? —le pregunté al chico que me abrió la puerta a mi futura y, esperaba, temporal casa. Era un tipo de estatura normal tirando para alto. Llevaba el pelo corto, pelirrojo y no contaba con vello facial. Sus facciones eran duras, ojos verdosos de un tamaño estándar, ni muy grandes ni diminutos, nariz recta y aguileña y labios finos y pálidos. Al fijarme bien, noté algunas pecas en la zona de la nariz. Su cuello, largo y estilizado, destacaba por tener un pequeño lunar en un lateral. Su cuerpo estaba trabajado, bien definido. Imponía bastante respeto. Iba vestido con unos vaqueros oscuros y una camisa blanca. También me llegó un fuerte olor a tabaco, en concreto Newport. Conocía la marca y sabía identificar su aroma, pues era la favorita de mi padre. Sin querer, me relajé al toparme con un olor familiar.

    —Exactamente. Debes de ser Peter Scott —dijo Logan, tendiéndome una mano.

    —Pedro en realidad, pero puedes llamarme Peter.

    Me adentré al piso. Nada más entrar, me recibía un amplio comedor; de paredes lisas blancas y suelo porcelánico, unido a la cocina con una isla. Destacaba un sofá esquinero de cinco plazas en la zona destinada al salón. Logan me enseñó el resto de la vivienda, que tenía dos habitaciones, ambas con suelo de madera y paredes azules y lisas, cada una con su respectivo baño, muy amplio.

    —Guau.

    No pude ocultar mi sorpresa. Era impresionante. El piso también tenía un balcón de unos quince o veinte metros cuadrados al que se accedía desde el comedor, que daba a la playa. Me impactó tanto el color del agua, cristalina, como el resplandecimiento de aquel mar sosegado y tranquilo.

    —Es tu casa. Puedes hacer lo que quieras a tus anchas. Pero hay condiciones. No puedes traer familiares, ni amigos. A nadie.

    Lo miré extrañado. Entonces no podía hacer lo que quisiese, a mis anchas.

    —¿Por qué? No estaba en las premisas.

    Logan me fulminó con la mirada.

    —Hazme caso si no quieres tener problemas —me advirtió.

    Me vi rápidamente amedrentado.

    —Bien, entendido eso, la siguiente norma es que bajo ningún concepto entrarás a mi habitación. Totalmente prohibido. Cada uno debemos mantener nuestra privacidad. Si lo hicieras, tendría que matarte.

    A no ser por la amplia, aunque algo siniestra sonrisa que asomó en su rostro, hubiese asegurado que iba en serio.

    —Dicho esto, me falta decir que cada uno se limpia y friega lo suyo. Te deseo una buena estancia —dijo, riéndose.

    Una vez se retiró a su cuarto, coloqué mi equipaje en la habitación, ordenándolo todo. Me fijé en las puertas del habitáculo. No llevaban pestillo, que era a lo que estaba acostumbrado. Acomodé una fotografía que tenía con mi hermana en la mesilla de noche. Tras mirarla con atención por unos instantes, la rocé con los dedos.

    —Te prometo que en cuanto cumplas los veintiuno iré a buscarte y te traeré conmigo —susurré.

    Los meses pasaron, y poco a poco acabé desvelando que Logan y yo congeniábamos perfectamente. Descubrí que era un tipo afable, entusiasta, entregado a todo lo que se proponía y muy ágil de mente, capaz de tomar decisiones con rapidez. Siempre sabía mantener la compostura, podría decirse que incluso podía llegar a mostrarse algo frívolo. Cuando se requería, me sorprendía lo firme y convincente que podía ser. Más tarde me explicó que había estudiado algo de psicología.

    Hubo una vez en la que nos sentamos a ver una película en casa debido al mal tiempo que hacía fuera. Cuando esta acabó, encendimos la televisión, donde solo daban malas noticias:

    —Volvemos con el caso Roger Bell. Un periodista de esta misma cadena, muy querido por gente de todo el país, fue hallado asesinado en su casa este pasado martes. Las pistas indican…

    Harto de todo aquello apagué el televisor. Tras mirar a Logan, que aún parecía ensimismado por la pantalla a pesar de su absoluta negrura, la curiosidad y la necesidad por un cambio de tema me impulsaron a preguntarle algunas cosas, muchas de las cuales ya le había preguntado antes, pero siempre había encontrado alguna excusa para no contestarme.

    —¿Cuántos años tienes?—pregunté, aun sabiendo la respuesta a esta pregunta, pues lo supe la primera vez que leí su ficha en aquel portal de alquiler online. Aun así, creía que era una buena forma de empezar mi interrogatorio.

    Logan alzó una ceja.

    —Tengo treinta. ¿Tú veinticinco? —tanteó.

    Asentí.

    —Bien, soy mayor, me hace más poderoso —dijo, riendo.

    Le miré de nuevo.

    —Eh, ¿y en qué trabajas? Siempre evades la pregunta. Tranquilo, no te voy a juzgar.

    La cara de Hepworth cambió drásticamente, al igual que el resto de veces que ponía los pies en ese terreno.

    —De verdad, no quieres saberlo —contestó con dureza.

    —Te seré sincero: llevo aquí un tiempo y no consigo un puesto de trabajo fijo. Me estoy quedando sin ahorros entre el dinero del piso y la compra. Necesito un puesto que me otorgue confianza, algo, por favor, pregúntale a tu jefe o a alguien que conozcas.

    —Soy mi propio jefe.

    —¿Pero tienes algún trabajador?

    —Algo así.

    —No te entiendo.

    —No quiero que me entiendas. Si lo hicieses, tu vida se arruinaría.

    —No quiero volver a Orlando, aquí estoy de fábula, pero necesito el dinero para vivir. Mi sueño de trabajar en una reconocida y prestigiosa empresa de Miami se ha ido al garete y tengo que vivir de algo.

    —No te empeñes más.

    —Vamos, Logan, si es por el dinero, puedes pagarme solo la mitad.

    —La conversación se acaba aquí —zanjó, retirándose a su cuarto. Me levanté del sofá y apagué la televisión, dándome por vencido.

    Acabé por retirarme a mi habitación y quedarme dormido, no sin antes mandarle un mensaje a Alexa, indicándole que todo seguía bien por Miami.

    Al amanecer, los luminosos rayos del sol empezaron a colarse por la ventana, tiñendo el cuarto de claridad. Unos golpes secos en la puerta lograron evocarme de mi placentera somnolencia.

    —Peter, me voy a atender unos asuntos. Volveré tarde.

    La vibrante voz de Logan afloró al otro costado de la puerta. Asentí sin mucha convicción, a pesar de que no pudiese ver mi leve gesto. No era la primera vez que se marchaba de esta forma. Cuando escuché el cerrar de la puerta principal, me asomé a la ventana de mi cuarto para verle salir del bloque unos minutos después con su coche. Esta era mi oportunidad, debía aprovecharla.

    Me aproximé a la habitación de Logan. Seguro que podría conseguir algo que me indicase dónde trabajaba o a qué se dedicaba. Agarré el manillar de la puerta y tiré hacia abajo con exquisito cuidado. No cedía. Como si estuviese candada del otro lado, pero eso era imposible, no había cerradura. En un acto de desesperación, tiré del manillar hacia arriba. En ese momento, la puerta cedió.

    —¿Qué acaba de suceder? —balbuceé, atónito. Jamás había visto una puerta que se abriese de esa forma tan extraña y peculiar. Me adentré en la estancia.

    Lo primero que noté fue que todo estaba muy ordenado y limpio. La habitación en sí tenía lo básico: una cama, armarios de madera blanca, cajones del mismo material y un escritorio. Empecé a mirar a mi alrededor. No tenía fotos de ningún tipo, tampoco nada que favoreciese a la decoración, como cuadros o lámparas complementarias. Aquel lugar, desconocido para mí, era muy frío y distante, en desacuerdo con la personalidad natural de Logan.

    En una de las paredes laterales, había un armario empotrado, cerrado con candado. ¿Y la llave? Una sonrisa se clavó en mis labios. Empecé a rebuscar en los cajones que había debajo del escritorio y de la cama, intentando no sentirme mal por invadir la privacidad de mi amigo. Los muebles estaban llenos de ropa de distintos tonos, tamaños y estilos. La saqué a montones buscando la llave, desdoblando camisas, pantalones, jerséis, chubasqueros… en fin, de todo, y volviendo a doblarla para colocarla en su sitio. No se me olvidó buscar debajo de la almohada o de las alfombras, detrás de armarios y entre algunos huecos que quedaban por la habitación. Desvié mi vista hacia el escritorio.

    De repente, me percaté de algo que había pasado por desapercibido antes. Una maceta con tres rosas dentro se dejaba ver encima de aquella mesa. ¡Era el sitio idóneo para esconder una llave! Rebusqué entre la tierra, intentando no manchar nada, hasta que por fin di con lo que buscaba, una fina pieza metálica. Alcé la llave, victorioso. Caminé hacia el armario y la introduje. Cabía a la perfección. La giré hacía la izquierda. El armario se abrió. Antes de poder echar una mirada a su interior, un fuerte y desagradable olor invadió mis fosas nasales. Me eché hacia atrás instintivamente y cerré la puerta del armario.

    —Tengo que coger algo para taparme —susurré. Me hice con una toalla que había en la habitación y la utilicé para cubrirme la nariz. Volví al armario y lo abrí de nuevo. El olor no era tan intenso como antes. El mueble estaba dividido en tres estancias. La primera tenía una lavadora. ¿Para qué quería una lavadora en la habitación, teniendo una en la cocina? La segunda estancia estaba llena de carpetas. Saqué una al azar. Eran expedientes de personas. En los folios ponía su nombre, si tenían familia, dónde vivían, edad… ¿Serían sus empleados? Había por lo menos seis carpetas con unos cuatro expedientes cada una. Me saltó a la vista un nombre específico, Roger Bell. ¿Dónde lo había escuchado antes?

    Devolví las carpetas a su sitio y me dirigí a la tercera estancia. Estaba llena de bolsas por todos los lados, no quedaban huecos. Noté que estaban fuertemente cerradas, con pinzas y nudos. ¿Por qué tanta protección? La curiosidad me impulsó a abrirlas. Deshice el nudo que portaba una bolsa amarilla. Me asomé a su interior y me quedé petrificado. Di un paso hacia atrás. La bolsa tenía unos guantes empapados de sangre. ¿Qué haría Logan con ellos? Cerré la bolsa de nuevo y la devolví a su sitio. Seleccioné otra y la abrí con manos temblorosas. En esta había cuchillos, todos limpios. Eran cuchillos jamoneros, de gran tamaño. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Hice lo mismo que con la anterior bolsa y saqué otra. Esta última tenía una escopeta y un revólver.

    De pronto, me pareció escuchar ruidos fuera del dormitorio, pasos aproximándose. ¿Sería Logan? Dijo que estaría fuera hasta tarde. Las piernas me empezaron a tiritar ligeramente. Las crecientes ganas de salir de allí me sobrecogieron al instante.

    Me disponía a cerrar la bolsa cuando repentinamente noté algo frío en el cuello. Era un cuchillo.

    —No deberías haber entrado. Tal y como te dije cuando te mudaste, tendré que matarte. —La atormentada voz de Logan se hizo paso a través de mis canales auditivos, enviándome una señal inequívoca de peligro al cerebro.

    Empecé a sudar. ¿Cómo era posible que no le hubiera oído acercarse?

    —Se me había olvidado el móvil, por eso he vuelto a subir —aclaró.

    —No me matarás —dije, forcejeando.

    Noté cómo el filo empezaba a presionar mi piel.

    —¿Cómo se te ocurre entrar? —me preguntó. Tragué saliva, proceso que nunca antes se me había hecho tan enrevesado.

    —¿A qué te dedicas, Logan, qué haces con esas armas? —pregunté, temiendo por mi vida.

    Se giró hacia mí y me miró hitamente.

    —¿Quieres saberlo? —Parecía confundido.

    Asentí ligeramente.

    —¿Tengo más opciones?

    Logan retiró el cuchillo de mi piel.

    —Tú sabrás. Es eso o morir.

    Resoplé fuertemente, intentando esconder mi miedo. Era una broma, ¿verdad? Desde luego que no lo parecía.

    —Empieza —dije, procurando mostrarme lo menos intimidado posible, cuando la realidad era bien distinta. Hepworth me agarró por los hombros y me condujo suavemente hasta el salón, como quien no quiere la cosa, donde nos sentamos frente a frente.

    —No quiero que me interrumpas mientras hable —dijo. Se levantó y fue hacia la cocina. Cuando volvió, se sentó de nuevo, tendiéndome una de las dos cervezas que llevaba en la mano. La cogí, aunque instantáneamente la dejé sobre una pequeña mesita que teníamos delante.

    Intenté que Logan no notase mi nerviosismo. ¿De qué iba todo aquello? ¿Por qué había tenido un cuchillo al cuello? ¿Qué estaba pasando? Logan abrió su bebida y sorbió. La volvió a dejar sobre la pequeña mesa que yacía a nuestros pies y sacó un paquete de tabaco blanco y azul a rayas del bolsillo, para después encender uno de sus cigarrillos Newport.

    —Todo empezó hace unos tres o cuatro años. Me mudé aquí, a esta zona de Miami, buscando tranquilidad. De pequeño, mis padres me habían tenido internado en un colegio para niños con problemas de conducta. Buscaban mi mejora. Pero aquel sitio solo empeoró mi carácter. Cuando cumplí los dieciocho y pude salir, me busqué este piso, aquí en Miami Beach. El dinero para pagarlo lo conseguí con estafas a gente. Falsos boletos de entradas para conciertos, partidos… Cualquier tontería me servía. Poco a poco recaudé el dinero suficiente para comprar el piso. Y cuando digo poco a poco, me refiero a unos siete u ocho años, la mitad de los cuales pasé viviendo en apartamentos temporales, y más tarde, en una casa en el extrarradio de la ciudad. Me busqué mi propio grupo de amistades, salía todas las noches, incluso encontré trabajo en una empresa que se dedicaba a fabricar instrumental de cocina. Todo iba perfecto, ya no necesitaba arriesgarme con actividades ilegales para llevar la vida con la que tanto había soñado.

    La cara de Logan se ensombreció.

    —Hasta que un día mis padres y mi hermano llamaron a la puerta. Alegaban que no sabían nada de mí y que querían formar parte de mi vida. Qué inútiles. Les cerré la puerta en la cara. No quería saber nada de ellos. Los odiaba por haberme internado en ese colegio. Pasaron varios meses y ellos seguían intentando acercarse a mí. Cuando realmente todo se torció fue cuando la empresa para la que trabajaba se trasladó a Canadá. Me despidieron. A mí, uno de los mejores fabricantes que tenían. Mi jefe era un capullo integral. No quiso saber nada más de mí. Yo no sabía cómo iba a ir mi vida a partir de ese momento, sin encontrar trabajo en ningún lado. Tuve que dejar este piso en stand by y alquilarlo, pues era una acción cómoda y factible, y me mudé a mi primera casa aquí, a las afueras. Entonces, un día en el que mi hermano volvió a llamar a la puerta, le dejé entrar. Con una sonrisa falsa, le invité a cenar, simulando que quería saber todo de su vida. Aquel día descubrí que estaba felizmente comprometido con una chica unos meses menor que él. Jake, así se llamaba mi hermano, era arquitecto, y no le cabía el dinero en los bolsillos. Estuve un par de semanas preocupándome por mi familia, quedando con ellos e incluyéndolos en todos mis planes, con el único fin de conseguir dinero. Un día que me encontraba a solas con Jake, en su piso en Nueva York, dejé caer indirectamente que necesitaba dinero. Él captó el mensaje, pero el muy tonto se negó a dejármelo, protestando, decía que llevábamos mucho tiempo separados y que de repente esta cascada de confianza podía ser peligrosa. El tío ya se olía algo. Estuvimos discutiendo varios minutos hasta que la cosa se acaloró y me pidió que me fuese de su casa. Me negué y me intentó sacar a la fuerza. No lo consiguió, y en escasos minutos todo se convirtió en un bosque de puñetazos y patadas. Hasta que conseguí agarrarle del cuello. Presioné con todas mis fuerzas, ciego de rabia, hasta que Jake dejó de respirar. Llegó un momento en el que paró de resistirse y cuando lo solté, cayó al suelo como el plomo.

    Me bebí la cerveza de dos tragos. Un sudor frío empezó a resbalar por mi espalda. ¿Con quién exactamente estaba sentado?

    —Me costó creer que le había matado. Pero no traté de reanimarlo. Su muerte me daba igual. Se lo merecía. No se sabría que había sido yo, porque nadie sabía que estuve con Jake ese día. Me deshice del cuerpo, y de vuelta a Miami, en el coche, me imaginé la cara de Sofía, su pareja, cuando no encontrase a mi hermano por ningún lado. Ese fue mi primer asesinato.

    Le miré horripilado, a la par que él le daba una calada a su cigarro, serenamente.

    —¿Tu primer asesinato? ¿A eso te dedicas? ¿A matar a la gente?

    Logan clavó su mirada, apisonadora, en mí.

    —No me «cargo» a la gente así porque sí. Tengo motivos para hacerlo.

    Sin saber cómo asimilar aquella información, una duda surgió en mi cabeza.

    —¿Qué pasó con el caso de tu hermano? ¿Se investigó? —Hepworth dibujó una irónica sonrisa en su rostro.

    —La policía pensó que se habría marchado por voluntad propia. Nunca se encontró el cuerpo. Aunque Sofía, su prometida, ha dado muchos problemas. Ha pagado varias veces a la policía para seguir con la investigación, aunque no le ha servido de nada. De lo último que he sabido de ella, se metió a estudiar criminología para formarse como detective.

    Pobre chica, pensé. Logan Hepworth era un monstruo feroz disfrazado de ángel.

    —¿Qué quieres de mí? —le pregunté.

    —Quiero que seas mi aprendiz.

    La garganta se me secó.

    —¿A qué te refieres?

    Sorbió fuertemente del cigarro antes de responder, como si quisiese alargar el momento.

    —¿Querías dinero verdad? Yo te pagaré por cada víctima que te cobres. Además, si renuncias, serías uno más, y tu expediente pasaría a una de las carpetas que hay en mi cuarto. —En ese instante recordé uno de los nombres de las carpetas, Roger Bell. Era el periodista asesinado.

    —¿Mataste tú a Roger Bell? —me aventuré.

    —Sí. No decía más que estupideces por la televisión. Me cansé de él.

    Esto no me podía estar pasando.

    —Tú verás qué haces —advirtió gravemente—. Te doy hasta las diez de la noche. Voy a pasar el día con unos amigos. Y acuérdate de esto: si escapas, te encontraré, y me encargaré personalmente de ti. No solo estoy yo. Tengo más gente que ahora mismo sabe de tu paradero y no dudarían en venir por ti. Por lo tanto, no te lo recomiendo. Ah, sí, otra cosa, no solo iré a por ti, sino que mi primer objetivo será tu hermana. —Acto seguido, se marchó.

    Mi primer pensamiento fue llamar a Alexa, aunque no tardé en desechar tal idea.

    —No puedo hacerle esto —me dije a mí mismo. Gemí desesperado. ¿Qué podía hacer en una situación como esta? Podría acudir a la policía, pero la última amenaza de Logan me hizo dudar. Me encontraba entre la espada y la pared. La idea de matar a alguien me causaba repugnancia. Yo no era un asesino, casi ni podía creerme que mi compañero de piso sí lo fuera.

    Tendría que aceptar la propuesta de Logan, sería lo mejor. Más tarde me escaquearía de todo lo que tuviese que hacer. Pondría a Alex a salvo y dejaría el asunto en manos de las autoridades.

    Ojalá fuese una broma y Logan entrase ahora por la puerta de casa, argumentando que todo era mentira y que solo se estaba quedando conmigo. Ese momento nunca llegó.

    No comí en todo el día. Tampoco navegué por Internet, ni encendí la televisión. No quería distracciones, pues solo obviarían lo inevitable. Las horas pasaban lentamente. Cuando escuché el tintineo de las llaves al otro lado de la puerta, llegué a una conclusión. Logan Hepworth estaba loco. Nadie en su sano juicio llegaría a estos extremos.

    Pero lo que era aún peor, yo iba a seguir su mismo camino.

    2. ELECCIÓN ENTRE LA VIDA

    Y LA MUERTE

    —¿Has tomado una decisión? —fue lo primero que dijo Logan al abrir la puerta.

    —Acepto —dije sin ganas.

    Me miró con compasión.

    —Yo no quería que esto pasase, Peter. Te ordené de forma expresa que no podías entrar en mi cuarto. No te he matado porque después de este tiempo te tengo algo de cariño. Espero que esto te sirva de lección y la próxima vez que se te ordene algo, lo cumplas.

    Aquella noche puse la silla de la habitación contra la puerta. Solo era un chaval de veinticinco años. ¿Qué pretendía hacer? ¿Quién me mandó a mí dar con Logan? De toda la gente que había en los Estados Unidos, había ido a dar con una de las ínfimas personas que podían existir. Había estado a tiempo de evitar todo esto. ¿Por qué narices entré en el cuarto de Hepworth? Sollocé como un niño pequeño. Llevaba años sin derramar una sola lágrima, ni cuando me separé de mi hermana me lo permití. Me metí en la cama y me arropé hasta la barbilla. Había sido un día demasiado largo y pesado. Soñé con un Logan más joven, con Jake, su hermano, y con Sofía. Todos víctimas del chico con el que compartía piso.

    Unos rutinarios golpes en la puerta me despertaron a la mañana siguiente.

    —Peter, vístete y sal. Creo que tenemos que hablar.

    Resoplé y gruñí por lo bajo. Hice lo que pedía y me lo encontré sentado en una silla de la cocina, fumando.

    —¿Qué quieres? —le apremié, de mal humor.

    —Quiero que sepas un par de cosas. Aquí tienes que sentirte seguro. No te voy a hacer nada. Has aceptado trabajar para mí. Ya está, no hay más.

    —¿Que no hay más, en serio?

    —Sé que no lo entiendes ahora.

    —¡Lo entiendo perfectamente! Matas a gente por diversión. ¿Me equivoco?

    —Totalmente equivocado. No mato para divertirme. Escojo a mis víctimas con cuidado. Me paso por una cafetería, un bar o algo por el estilo. Las observo hasta pillarlas haciendo algo que no me gusta, algo incorrecto. Entonces doy el golpe final.

    —Eres un psicópata.

    —No te confundas conmigo. Tengo razones para matar a esas personas. Mis padres hicieron lo incorrecto conmigo. Cometieron un error. Me complicaron la vida, y no quiero que eso le suceda a nadie más, lo que pretendo es que se extingan aquellas personas que tan solo entorpezcan la vida de otros. Hay algunas, incluso, que compensan sus errores y me apiado de ellas. No soy un psicópata. Soy un hombre razonable.

    —Lo que eres es un asesino en serie.

    —Piensa lo que quieras. Pasando a otro punto, me voy a encargar personalmente de entrenarte. Tienes buena forma física, pero en algunos casos es necesario pelear contra tus víctimas y reducirlas, necesitarás tener más fuerza que ellas.

    —Ahora, voy a ser yo quien destaque un punto —interrumpí.

    Logan me miró con la ceja alzada, interrogante.

    —¿Qué requiere el señor?

    —Mi familia no se va a ver involucrada en esto. No les vas a tocar un pelo —comenté, pensando en Alexa.

    —No te preocupes por eso, Peter. Me gusta tu comportamiento protector. Si me haces caso, llevaremos una buena relación y tu familia no se verá amenazada de ninguna forma. Eso sí, no intentes defraudarme o te arrebataré lo que más quieres. —Sin demora, se desplazó a su habitación. Le seguí y le observé con detenimiento. Abrió el armario donde estaban los expedientes y sacó un papel con una foto de Alexa y todos sus datos, incluyendo edad, dónde estudiaba, qué horarios tenía… Apreté los puños, haciendo que la sangre se concentrase en ellos a borbotones.

    —Ni se te ocurra acercarte a ella.

    Logan se echó hacia atrás.

    —No te preocupes, gatito, no es hora de sacar las uñas —se burló.

    —¿Cómo sabes todo sobre ella?

    Él rio ante mi pregunta.

    —Soy un genio. Yo lo sé todo, Peter. Todo.

    A partir de ese momento, mi rutina cambió. Tenía que hacer deporte tres horas al día. Lo hacía en el salón, donde Hepworth había instalado unas máquinas de correr, unas barras e incluso una bicicleta estática. En poco tiempo tenía un cuerpo casi escultural, aunque Logan

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