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Los Niños Monstruo: Lockwar, #1
Los Niños Monstruo: Lockwar, #1
Los Niños Monstruo: Lockwar, #1
Libro electrónico193 páginas2 horas

Los Niños Monstruo: Lockwar, #1

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Información de este libro electrónico

Santiago de Chile, invierno de 1984. Llueve mucho. Juan González tiene techo seguro, pero pasa frío y la plata no le alcanza ni para comprar una bolsita de té. Por eso acepta un trabajo como junior en una oficina sin nombre, en pleno triángulo militarizado del barrio República. 

 

El trabajo de Juan es rutinario y aburrido. Lleva sobres dentro de sobres a otros edificios del barrio. Camina al centro para pagar cuentas. Y finge que no sabe lo que ocurre a su alrededor. 

 

Hasta que un día le toca llevar el Opala sin patente de su jefe, un poco más arriba de San José de Maipo, junto al río y entre las montañas. Allá Juan entra en un valle maldito, embrujado, donde los pobladores aseguran que han visto al Diablo; donde criaturas de pesadilla duermen bajo tierra en patios de casonas abandonadas; donde nacen los niños monstruo.

 

«Los Niños Monstruo» es una novela autoconclusiva de la serie «Lockwar».

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2022
ISBN9798201185138
Los Niños Monstruo: Lockwar, #1
Autor

Dan Guajars

Dan Guajars = Daniel Guajardo Santiago, 1977. Dan Guajars escribe las historias y su otro yo, el tenebroso, las disfruta. Se lo puede encontrar con el nombre de Daniel Guajardo en Providencia, Chile. Periodista de profesión, lector y autor de fantasía y ciencia ficción desde muy joven. Trabaja en una agencia de marketing online y hace clases de Internet para periodistas y de Analítica Web para profesionales. Felizmente casado con Lucía Gabriela y orgulloso padre de Amanda y Margarita.

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    Vista previa del libro

    Los Niños Monstruo - Dan Guajars

    Índice

    Aquí duerme el diablo

    Los niños monstruo

    El despertar de los brujos

    Acerca de esta novela

    H. Potter y el Perro Negro

    El Wif

    El texto olvidado y las escenas perdidas

    La Banda Sonora

    No es una promesa

    Acerca del Autor

    Copyright

    Aquí duerme el diablo

    Juan González maneja un Opala marrón sin patente, por caminos de tierra negra en plena cordillera de los Andes. Sube lento por el límite oriente de San José de Maipo, dando saltitos en el terreno irregular de una huella para ganado y carretas. Es un territorio descuidado junto al estero San José, entre árboles bajos, arbustos desordenados y zarzamoras.

    Ssuiiiit carooolaainnnn… pam pam paamm —canta Juan de memoria, con un castañeteo de dientes y polillas que danzan en su estómago.

    Lo que Juan quiere, lo que Juan desea con toda su alma, es no mandarse una cagada en el auto de su jefe. Por eso va con la radio apagada, no se vaya a romper algo si da vuelta una perilla con más fuerza de la necesaria.

    Esta mañana Juan fue a trabajar como todos los días. Llegó a las ocho de la mañana en punto a la oficina, ubicada en la esquina de Avenida España con Toesca. Vestido formal, peinado y afeitado. Ya había entrado en calor, luego de la caminata de cuarenta minutos desde su departamento en la villa Portales. Fue directo a la puerta de atrás, en Toesca, a la vista de los carabineros con casco y ametralladoras uzi israelíes apostados en la segunda comisaría de Santiago, varios metros más al oriente. Y en la puerta se encontró con Orozco, el «Guataca», que estaba de pie sobre el peldaño de la puerta fumando un último pucho apurado.

    El Guataca se puso muy alegre cuando vio a Juan. Le dijo que tenía una diligencia importante para él. Se sacó de un bolsillo de la chaqueta la llave del Opala del jefe y se la pasó a Juan, junto con un mapa dibujado en una hoja de cuaderno. Le dijo que el jefe Reyes quería que le llevara su auto. Le dio una palmada en el brazo y apuntó hacia la avenida España, donde Reyes estacionaba su joya.

    A Juan le dio un apretón en la guata al pensar en su jefe, Arturo Reyes, que anda siempre enojado y armado. Pero no podía negarse, porque Juan era el joven de los mandados y esta era su segunda semana en el puesto. Así que aceptó el encargo sin chistar, aunque cagado de miedo.

    Eso sí, antes de partir entró a la oficina para usar el baño.

    La oficina es una casa antigua que solía ser un hogar para estudiantes de la Universidad de Chile antes del golpe, con salones altos que ahora se usan para acumular cajas con carpetas y papeles viejos. Tiene una decena de habitaciones, protegidas por una galería de ventanales altos que a su vez envuelven un patio de luz con plantas grandes en maceteros.

    Al lado de la puerta trasera hay una enorme cocina. Cada vez que Juan llegaba o salía de la oficina para hacer los mandados, aprovechaba de pasar por la cocina y se metía al bolsillo lo que pillara que se pudiera comer. Esquinas de empanadas, migas de marraqueta, alguna cáscara de queso. A veces había restos de comida fría y les pegaba un par de mascadas rápidas, si es que no había nadie a la vista.

    Esta mañana, cuando Juan entró a la cocina, no había nada encima de la mesa de diario ni sobre los muebles. No había ni olor a comida. Solo se sentía ese vaho persistente de desagüe de casa vieja. Decepcionado entró al baño chico de servicio que está en el extremo de la cocina, porque el otro baño seguramente estaba ocupado por el tétrico Silva.

    Juan se alegró de no ver a Silva. Esos ojos vacíos que lo miraban desde arriba, las mejillas hundidas y las ojeras verdosas. Le daban escalofríos, siempre.

    Al salir del baño chico, vio a Orozco muy sentado en la mesa del comedor de diario, organizándose para tomar un desayuno contundente. Con el diario La Tercera encima de la mesa y un té caliente, al tiempo que desenvolvía un sánguche de pernil con mayonesa. Orozco es de los que no dejan ni una miga.

    Pedro Carmona tampoco estaba a la vista, o ya lo habría escuchado quejándose de Orozco y de Silva. Si había alguien adecuado para llevar el auto del jefe al Cajón del Maipo, ése era Carmona. El mano derecha del jefe Reyes.

    Juan se aguantó el hambre y salió de la oficina por la misma puerta de Toesca. Caminó hasta la esquina de avenida España, donde estaba estacionado el auto de su jefe. Tenía que llevarlo. Él era el joven de los mandados. Solo tenía que manejar el Opala impecable de su jefe matón hasta algún rincón olvidado de la cordillera y entregarlo sin un rasguño.

    Ahora en plena cordillera, Juan evita un bache en el camino de tierra. Pero se acerca peligrosamente a las zarzamoras de la izquierda. Baja la velocidad y maniobra para no rayar el auto.

    Ssuiiiit carooolaainnnn… pam pam paamm —canta Juan. No sabe mucho más de la letra, solo el estribillo. Es una de Elvis, pero le gusta más la versión de Neil Diamond.

    No sabe nada de inglés. «Dulce Carolina», es lo que cree que dice la letra. La canta de memoria, pero sin entenderla. Para él es una canción masoquista. Cada vez que la canta se le llena el estómago con polillas. «Dulce Carolina» y ¡saz! Aleteos frenéticos.

    El auto de su jefe se ve y se siente como nuevo, con olor a cuero, tabaco y colonia Brut. Juan quiere mantenerlo así. Tiene la calefacción al máximo, apuntando hacia sus pies. Al principio fue maravilloso, todo ese calor del motor envolviendo su cuerpo entumecido. Pero ahora no parece que sea suficiente.

    El sol de la mañana está bloqueado por nubes grises que amenazan con tormenta. A Juan le gustan los días nublados y especialmente las noches lluviosas. Pero esto es como mucho. Ya va una semana de días cubiertos y lluvias intermitentes. Días helados. Una semana de levantarse entumecido, lavarse con un calcetín viejo y agua caliente de la tetera. Y de salir sin desayuno cuando todavía no amanece, para llegar caminando a esa casa vieja montada como oficina, que huele a desagüe y tabaco. Sin calefacción. Y vuelta a salir de inmediato a hacer diligencias, con hambre y con frío.

    Por lo menos tiene un empleo, que no es del PEM ni del POJH. Y a fin de mes, en dos semanas más, le van a pagar seis mil quinientos pesos por gastar las suelas en media jornada. Con eso le debería alcanzar para el almuerzo todos los días y pagar algunas cuentas, aunque no mucho más.

    El camino por el que transita sigue mojado por la lluvia del día anterior. Las calles están prácticamente vacías. Ni personas ni perros ni vacas ni pollos a la vista. Solo barro, malezas, arbustos pelados, árboles chuecos. Y basura a los costados del camino, botellas rotas y papeles cagados.

    En el pueblo de San José vio a poca gente. Un huaso a caballo que venía medio dormido. Una pareja de viejos bien abrigados que iban caminando lento. Un joven pelucón en una esquina de la plaza de armas, vestido de mezclilla, que se abrazaba cagado de frío mientras fumaba un pucho tiritón.

    Ahora Juan se detiene. Revisa otra vez el mapa dibujado a la rápida en la hoja de cuaderno. Ya pasó por la bifurcación correcta, que lo trajo por el camino de Lagunillas. Y cruzó el estero San José por un puente viejo.

    Debería haber llegado hace rato a la X dibujada en el mapa.

    Se siente perdido. Está donde debería estar, rodeado por montañas en un pequeño valle junto al estero. Pero no ve nada que se parezca a «una casona vieja».

    Avanza otro poco en el Opala. Tiene miedo de quedarse atascado en un camino sin salida y no poder dar la vuelta.

    Continúa un poco más. Ascendiendo por una pendiente.

    A lo lejos, entre los matorrales a su derecha, hay algo que parece un tejado. Sigue otro tanto y por entre los troncos de los árboles chuecos reconoce la silueta de una casa. Allá tiene que ser, por fin.

    Entregar el vehículo y marcharse de regreso a la oficina. Ésa es la misión.

    A la distancia se distingue la casona y la cal resquebrajada que se desprende de los muros de adobe. El techo de teja muslera, colonial. Un muro bajo de pircas invadido por musgos y pastos secos. Y otro auto estacionado.

    Juan llega a una curva cerrada que dobla hacia la derecha. La casona está ahí, a pocos metros.

    Dobla con el cambio en primera y el motor ruge su descontento.

    Oye un chirrido.

    Es el quejido agudo que produce la espina de una zarzamora que se ensaña con la puerta del copiloto.

    —¡Nooo! —dice Juan y da golpes al manubrio—. ¡Puta la hueá, puta la hueá, p-puta la g-hueá!

    Después de la curva maldita, avanza otros veinte metros en línea recta hacia la casona. Tiene el grito en la garganta, pero no lo puede sacar entero. Suena como el quejido de un gato enfermo.

    Accede a un claro de pastos largos que termina en el muro de pircas. La entrada al terreno de la casona no tiene reja ni puerta. Solo queda el vestigio de un arco de madera podrida, derrotado al interior de la propiedad.

    A este lado de las pircas hay una camioneta de Carabineros estacionada, a la derecha de la entrada. Una Ford que parece sacada de una película de gánsters.

    Juan se estaciona al costado izquierdo de la camioneta. Justo delante de la entrada al terreno. Acciona el freno de mano con sonido de matraca. Pero no se baja del Opala.

    Está temblando de frío y de rabia y de angustia. Quiere encender un cigarrillo, pero le da miedo dejar cenizas o que se le caiga la brasa y quede una quemadura en el asiento. Quiere dar media vuelta y arrancar. Estaba todo tan bien y ahora tendrá que dar explicaciones. Tendrá que aguantar que lo gritoneen. Y esperar con ninguna fe a que no le descuenten de su sueldo el arreglo de la puerta.

    Debería bajar, pero no se mueve. Se queda con la mirada fija en el edificio viejo que tiene enfrente.

    La casona es enorme. Es el tipo de casa patronal que parece una cárcel de monjas cuando se la ve desde afuera. Donde viven los jutres a caballo con poncho caro y chupalla fina. Que seguramente tiene un patio interior maravilloso, con noria y arbolitos, una docena de habitaciones y salones con nombre. Y una capilla. Seguro que hay una capilla, para pedirle perdón a la virgencita.

    El frontis de la casona tiene cien metros de ancho, tal vez más. Es un muro alto de adobe pintado con cal descascarada. Dos ventanales grandes tapiados por dentro con tablones, resguardados con barrotes de fierro oxidado. Una puerta ancha de dos hojas desencajadas, en el centro del muro. Todo coronado con el techo de teja colonial. El techo tiene musgo seco entre las grietas, que son muchas.

    A la izquierda de la puerta de la casa se lee claramente un mensaje tallado sobre la cal.

    «AQUÍ DUERME EL DIABLO».

    Juan siente un escalofrío que parece una convulsión.

    —¿Y el Orozco? —dice una voz a lo lejos. Juan oye la decepción con claridad.

    Ve de reojo a alguien que se mueve entre las sombras, por el costado izquierdo de la casona.

    Allí hay un pasadizo angosto y oscuro que penetra en la propiedad. Al final del pasadizo, se reconoce la silueta de un hombre. Alto, delgado, pelo corto, sin abrigo, con la camisa blanca y corbata negra. Un poco encorvado. Trae un brazalete amarillo con el escudo de Chile envolviéndole el bíceps izquierdo.

    Es Pedro Carmona.

    A Carmona lo conoció en su anterior empleo. Era uno de los clientes recurrentes de la tienda de repuestos y electrodomésticos en la calle Tenderini, donde Juan era vendedor. Iba seguido el Carmona, a preguntar por fusibles para generador o baterías de moto.

    Juan hacía meses que quería cambiar de trabajo. En la tienda no ganaba suficiente para pagar las cuentas o para arreglar el calefón. Y su jefe lo retaba todos los días por cualquier lesera, como a un cabro chico. Y mira la coincidencia, un día llegó Carmona preguntando por cables con pinza de cocodrilo y si conocía a alguien que quisiera un trabajo de media jornada y bien pagado en el barrio República.

    Así llegó Juan hace dos semanas y tomó el puesto de junior. Camisa celeste, corbata y vestón azul marino, pantalón negro y zapatitos lustrados, como en el colegio. Nada de brazalete. Con la promesa de un sueldo fijo.

    El junior anterior renunció al tiro, después de unos días en el trabajo. Según le contó el mismo Carmona, ningún goma duraba el mes completo. Todos eran perejiles, decía Carmona. Nadie quería trabajar en una oficina de matones, aunque fuera por buena plata. Por eso Juan parecía perfecto.

    —¡Ya poh hueón! —dice Carmona desde lejos.

    Carmona expulsa nubes de vapor con cada exhalación. Se acerca con pasos cansados por el pasaje al costado de la casona. Llega hasta el límite del muro y ahora se distingue mejor, bajo la luz tenue del día nublado. Está muy enojado. Y da tres golpecitos con un dedo sobre el reloj de pulsera en su muñeca izquierda. Un Seiko 5 automático que se carga con el movimiento del brazo y que se puede leer en la oscuridad.

    Juan sueña con el día en que tendrá ahorros suficientes para comprar un reloj como ése. Solo tiene que mantener su trabajo varios años más. Y ahorrar.

    Apaga el motor y abre la puerta del Opala. El aire frío de la montaña se siente como una cachetada que le entra por el cuello de la camisa.

    El olor del bosque cordillerano y la tierra húmeda le traen recuerdos extraños, de alguna vacación en la casa de sus parientes en el sur. Tal vez. Pero en esa época apenas sabía caminar. No parece un recuerdo real.

    Juan sale del auto, cierra la puerta del Opala con cuidado y le pone llave. Guarda el llavero en un bolsillo del pantalón.

    Está temblando de pies a cabeza. Abotona el vestón, aunque eso no sirva de mucho. Y se queda con las manos en los bolsillos del pantalón.

    Entra con cautela al terreno. Pisa donde no hay barro, pero está difícil no ensuciarse.

    Pasa por encima del portón caído. Mira de reojo el mensaje escrito en el muro de la casona. Y luego mira hacia atrás, al Opala estacionado. Desde allí no se ve la

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