Centella
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Centella - Diego David Alarcón
Centella
Copyright © 2019, 2022 Diego David Alarcón and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726975710
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
a M. y J.
Qué dios, o qué terrible rey sin conciencia, me ordena para que, a pesar de los naturales deseos del amor, continúe sintiéndome empujado y arrastrado a hacer lo que mi corazón no puede ni siquiera concebir.
Herman Melville. Moby Dick. Capitán Ahab.
I
1.
Durante el día Matías tenía una frase en la cabeza que no alcanzaba a recuperar. Se la había escuchado o adivinado al perro de un sueño, pero no estaba seguro.
Matías se fue de casa a los 17 años. Trabajó para un expreso, hacía mudanzas. Con eso se mantenía en una pieza en una pensión. Era un rectángulo en donde estaban la mesa y la cama, y no mucho más. La ropa en cajas, un televisor sobre la mesa. La cocina y el baño eran compartidos, estaban en otra parte, cruzando una especie de patio común.
En ese tiempo, calcula Matías, de dos años más o menos, no vio a nadie. No pisó más su antigua casa. Su madre, su hermana, su hermano, querían visitarlo pero él no los dejaba. Después se le pasó la tara y se relacionó nuevamente.
Su vida fue una ruina a partir de ese momento, pero antes también lo era, y últimamente ha descubierto que siempre ha buscado la ruina, como un raro e inevitable norte magnético.
Su cabello se volvió tenuemente ondulado desde entonces. Aún hoy tiene unos rulos incomprensibles y al parecer definitivos.
Todo esto fue hace mucho.
Hace poco ha localizado a Nicanor, su padre. Eso parece al menos.
Vive en un departamento, por Cañada, en un complejo de edificios. Matías camina todos los santos días por ahí. Dos veces al día, al menos.
Un tiempo atrás tenía algo de plata (no gasta en nada, eso ahorra) y contrató a un detective privado con el encargo de encontrar a su padre. Para localizar personas, tanta plata; pagó.
Y lo localizó el desgraciado, pensaba Matías.
Tiene que agarrarle la mano a los horarios porque cuando pasa por el frente siempre encuentra la persiana baja. Es el 2º A del primer edificio, el que da al frente. Cuando pasa nunca está Nicanor.
Nunca toca el timbre. Solo pasa caminando por el frente en algún momento de sus paseos.
Como ve cerrado deduce que no está. Si viera abierto deduciría que sí está, y seguiría caminando.
Salvo que su padre viva con la persiana baja, cosa rarísima.
No lo ha visto todavía desde que lo localizó. Pero a veces se sienta en la Cañada y se queda contemplando horas su ventana. Le da la impresión que algo saca con eso. Está enganchado.
Ocasionalmente se prende un pucho. Fuma poquísimo.
Esto va a ser largo, presiente Matías. Esto va a terminar en cualquier cosa.
Mira la persiana y le golpea el corazón en el pecho. Él podría ser de cualquier manera. Pero es posible que sea como en la foto que le mostró su madre cuando niño, aunque más viejo.
Su vida ha cambiado en un solo golpe. Va a tener que vigilar el departamento.
Aquí comienza todo. El día está más transparente que lo normal. Y Matías temblando.
Debería vivir como mendigo acá para vigilar tranquilo, piensa Matías.
Si me viera no me reconocería. Estoy viejo, flaco, con los ojos rojos.
Como mendigo es una exageración, piensa Matías. Además ya no existe ese concepto, indigente es otra cosa. Y tendría que cambiarme de ropa, ensuciarme, aparentar un mendigo.
Simplemente podría vigilar recostado en la Cañada.
O sentado, apoyado contra su muro.
Tendría que dejar el trabajo para vigilar, piensa Matías. Eso sería una exageración también. Pero si no, ¿cómo hacer? Tarde o temprano, y va a ser más temprano que tarde, voy a tener que pasar todo el día acá. Con una semana full time ya sabría sus horarios. Tendría entonces que zafar una semana del laburo. Veremos, piensa Matías.
Se alcanza a ver personas bajas, marrones, opacas. No les da la luz del sol a esta hora, o a ninguna.
La torre es de ladrillo visto. Lindo. Una plaqueta que dice algo. La entrada está protegida por rejas y hay un puesto que a la noche debe ocupar un guardia. Es una suposición. Hay arbustos y césped brilloso. La luz alcanza a uno de esos arbustos. Las paredes comunes, única parte distinta al ladrillo visto, alcanzan hasta el primer piso, son blancuzcas, sucias. Manchadas por franjas oscuras. Los vidrios de las puertas de la entrada reflejan la Cañada.
Esta sombra en la que me encuentro es buena, piensa Matías. Está fresco y corre aire, mientras que fuera de su protección hace calor. Estos árboles son enormes, coposos, rebosantes, piensa Matías. Los troncos se retuercen ominosamente. Y todos se inclinan con misterio sobre la Cañada. ¿Buscan el agua? ¿Esa agua turbia con algas en el fondo que corre tan despacio y arrastra una botella de plástico? Despide un perfume mohoso, algoso y pesado. Como si viniera de cavernas y acueductos, selvas, y en su arrastrarse se filtrara, y llegara hasta aquí solamente con la suciedad elemental.
Las palomas bajan de las ramas de los árboles y, como lo ven quieto a Matías, caminan sin cuidado cerca suyo. Hay otros pájaros a los que no les sabe el nombre. Inhala profundamente. Puede pasar del constante murmullo de autos que transitan, al del agua que corre y viceversa.
Las palomas deben pensar que soy otro árbol, piensa Matías. Deben pensar: si no se mueve es un árbol, y deponen todo recelo.
No hay mucho que ver en la ventana. Las persianas bajas hasta el tope, como en un galpón o en un negocio cerrado.
Mi viejo es un tipo extraño, parece, piensa Matías. No es fácil de ver. Seguramente llegará a partir de las cinco. No sé. Pero me tengo que ir. Hay cosas que hacer. Hay que comer, es la hora.
¿Será ese que entra ahí ahora?, piensa Matías. No, no encendió la luz ni abrió la ventana ni subió la persiana. Hizo mal, le parece, en rechazar las fotos del detective sin mirarlas. Fue lo que se llama un impulso.
Entra gente rara en este complejo. Nicanor es abogado, según el detective. O sea que sigue siendo abogado, su madre le había dicho que su padre era abogado.
¿Ese dato de dónde lo habrá sacado el detective? ¿Le habrá preguntado? ¿Lo siguió a Tribunales y dedujo? ¿Le vio un sello en algún papel? No importa.
¿Quién es esa mujer?, se preguntó Matías.
Salió del edificio, miró un momento un departamento y siguió andando. La zona en que miró era la del departamento de Nicanor. Al segundo A, primero A, o tercero A. Cuarto A, como máximo; pero no, hubiera levantado más la cabeza.
¿Será algo de Nicanor esa pendeja?, se preguntó Matías. Pendeja era otra exageración.
Empezó a seguirla a mediana distancia. En una parada de colectivo esperó con ella. Le preguntó si hacía mucho que esperaba. Era hermosa y simpática, y de unos treinta, veintinueve, veintiocho años. Conversaron. Él podía ser bueno con las mujeres cuando la ocasión lo requería.
Subió al ómnibus. Pasó la tarjeta. No tenía crédito. Pidió prestado y una mujer le dio la suya. El chofer lo fusiló con la mirada. La mirada que tienen, la cara que ponen para con los pobres diablos, la autoridad que tienen, pensó Matías.
La chica se sentó en un asiento de la fila de un asiento solo. Matías, tres más atrás, en la misma fila. La chica se bajó, él también, e inmediatamente se metió en la entrada de un negocio para ganar distancia. La siguió con prudencia. Ella entró en el único edificio en varias cuadras a la redonda.
Vivía con su familia, parecía, con los padres, o con la madre y alguna hermana, o con el padre solo. También podía ser casada, tener hijos y vivir con ellos. Pero no parecía. Matías volvió al centro y a la Cañada.
Decidido. Viernes y sábado la vigilaría desde las 22hs. Muy probablemente ella saldrá. Es una chica joven, o una mujer joven. Si no, veremos, pensaba Matías. Él la seguiría.
Al menos ese era el plan. Si resultaba, se sacaría mucho del intento. Saber quién es. Cómo es. Qué es la pendeja de Nicanor, si es algo, pensaba Matías. Por ende, algo de cómo es Nicanor.
Se consideraba un excelente lector.
El viernes se mantuvo hasta las cuatro de la madrugada parado en una esquina. Por suerte no había guardia en esa cuadra, de lo contrario se hubiera complicado un poco. Era un barrio muy cobarde, con guardias por todas partes.
No salió nadie. O sea, la chica no había salido esa noche.
Sábado. A las dos de la mañana frenó un taxi. Ella salió del edificio, subió y desapareció. Matías veía alejarse el auto amarillo y pensaba en lo estúpido que era. ¡Qué se creía! ¿Que se iba a ir caminando?
Lo más natural del mundo era que se moviera en taxi o en auto o en moto o que la pasaran a buscar en auto, en moto o en taxi. Lo menos natural del mundo era que a esa hora (o incluso más temprano, a la una, a la cero) se fuera caminando a tomar el bondi, que ya no pasaba a esa hora; e incluso si pasara, sería lo más innatural del mundo que ella hiciera eso.
Así que la perdió. Se tomó vacaciones en su vigilancia. Volvió el otro viernes en la moto del Tigre, un amigo (reacio a prestársela).
No salió.
Volvió el sábado. Salió a la una y veinte. Matías miró al cielo y el cielo de madrugada parecía ominoso.
Tenía la moto escondida bajo un árbol. Le dejó una cuadra y pico de ventaja. Siguió el taxi a prudente distancia. Por suerte el taxista iba tranquilo, no se volvía loco manejando. Todo el trayecto estuvo lleno de una expectativa silenciosa, como un animal de caza. No sabía lo que hacía. Pensó que bien podría no obtener ningún resultado. Era consciente de que cada acto podía caer en el vacío. Pero algo iba a conseguir.
En cierto momento el taxista agarró por Cañada y Matías se estremeció, pero la chica bajó en la puerta de un pub.
Saludó y abrazó a unas tres amigas, ruidosamente, dando grititos. Las amigas parecían más jóvenes. Fueron hasta la esquina, compraron cigarrillos, volvieron y entraron. Para seguirlas en ese traslado (temía que se fueran a otro lugar) Matías realizó una peligrosa maniobra, con la moto apagada, de avanzar y retroceder con ayuda de los pies, y recibió uno o dos bocinazos en el retroceso.
Bien, sería en ese pub nomás la cosa. Fue a dejar la moto en un estacionamiento, preguntó el precio por toda la noche y volvió, caminando, despacito. Tenía toda la noche. No suponía nada. Solo sabía que hacía calor y le palpitaba el corazón.
Le cobraron 50 mangos para entrar, le dieron un plástico para cambiarlo por una cerveza. Había ido muchas veces. Sabía cómo era. Pero hacía mucho que no iba. Hacía mucho que no iba a ningún lado. Que no iba hacia ningún lado.
Había algo de gente, pero nada que ver con lo que sería más tarde. Se llenaba de una manera obscena. Uno se movía entre grumos de gente, calor y aire viciado.
Pero ahora no. Había unas pocas personas. Su objetivo estaba en una mesa con sus amigas. Su objetivo tenía más o menos su edad, y sus amigas menos que su edad, ahora era evidente. Matías pidió su consumición.
—Cerveza —dijo.
Le llenaron un vaso gigante. Se sentó en una butaca contra la barra. Le invadió un placer intenso. Tomó un trago. Se encontraba incentivado, sereno, en control y contento.
Miró a la gente. Eran fascinantes. De noche todo era fascinante. Miró las pantallas de las teles. Un partido de fútbol en una, un video de música en otra. La televisión era hermosa sin su sonido propio. Ya lo había experimentado. En la intimidad,