El secreto de Elías
Por Nancy Villescas
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Un secreto que no pudo guardar la enfermedad del olvido.
Es la historia de un secreto en medio de la guerra y de la enfermedad del olvido. Es de Elías, pero también de Martina. La violencia de un país se va asomando por cada rincón de la narración y grita de dolor. Un dolor familiar. Un dolor personal. Elías empieza un recorrido en busca de su pasado, que no es solo el suyo, también pertenece a cada persona de su hostil entorno, Ricardo, Rogelio, Melisa y Lucila.
Su búsqueda, en medio de la insensatez, le desvelará un secreto del que muchos tendrán que dar cuenta.
Nancy Villescas
Nancy Villescas Sánchez nació en Bogotá. Si bien ejerció el periodismo, buena parte de su vida la ha dedicado a aprender otras formas de comunicación con comunidades vulnerables. De esta fuente bebe para escribir sus historias. Historias del corazón.
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El secreto de Elías - Nancy Villescas
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
El secreto de Elías
Primera edición: noviembre 2017
ISBN: 9788417234454
ISBN eBook: 9788417321796
© del texto:
Nancy Villescas
© de esta edición:
, 2017
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España — Printed in Spain
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A quienes creyeron.
Capítulo 1
Si no hubiera sido por ese espejo, Martina nunca se habría arriesgado a irse. Nadie la creía capaz, ni ella misma. Cada vez que salía se aseguraba de estar bien abrigada, incluso cuando había sol revisaba una y otra vez la cartera y escondía los billetes en el fondo de la pequeña monedera, caminaba rápido, mirando atrás de vez en cuando. Antes de que pasase una hora ya el aire comenzaba a faltarle, así que volvía veloz a su hogar.
Al entrar lo primero que veía era su rostro en el enorme espejo del salón, testigo mudo de los secretos de la familia. Prácticamente ocupaba una pared entera. En el cristal se reflejaba la inmaculada mesa del comedor, el espaldar de una poltrona blanca, la pared con el mosaico de fotografías de los días felices, la ostentosa vitrina con trofeos al mejor jugador de fútbol y la lámpara con base de madera imitando una vieja rueca, único objeto que contrastaba con la rigidez del resto del mobiliario.
Ese día, la cuadriculada armonía se había alterado por los vidrios rotos de una botella sobre la alfombra, dos vasos con bebidas no terminadas en una pequeña repisa junto a la poltrona y una macha roja en el ángulo derecho de la cortina de encaje, que cubría de lado a lado los ventanales. Incluso el árbol de Navidad estaba un poco inclinado. La estrella principal se había rajado casi en el centro y por su ranura salía una luz que, como un rayo láser, apuntaba a la esquina inferior derecha del espejo, donde se veía el arma, justo en la cintura de Rogelio.
Martina nunca había visto el revólver, ni siquiera aquel día en que él llegó de sorpresa a su trabajo y la amenazó, ni cuando la entró a empujones al restaurante sin mediar palabra. Ahora era distinto, no había tiempo para indecisiones. Aprovechó que Rogelio se había encerrado en el baño a lavarse las manos y a limpiarse las manchas de sangre del pantalón. Fue a su habitación, abrió la puerta de la casa de par en par y arrancó a correr con todas las fuerzas que pudo, alimentada solo por el miedo.
‘Si llego hasta esa luz nos vamos a salvar’, se dijo Martina y escapó como nunca antes lo había hecho en su vida, sin mirar atrás, sin darse cuenta que Rogelio, en mangas de camisa, había salido, persiguiéndola, pero en dirección opuesta, hacia el paradero de buses ubicado en la calle de atrás de la vivienda, y de allí había subido por la Avenida 5ª, justo a tres calles de distancia de donde ella se encontraba.
‘Lo lograremos, solo faltan unos pocos metros’, se repetía mientras intentaba hacer cada paso más largo que el anterior y abrazaba con fuerza su dulce carga.
Contrario a su habitual temor, se sentía resguardada por la oscuridad del camino. La Virginia era una calle pequeña del barrio, donde los automóviles circulaban en un solo sentido. A lado y lado se alzaban las fachadas de las casas de un piso y, aunque no tenían la misma arquitectura, su estructura era similar: puerta principal y un par de ventanas. Cada frontón competía en colores con el otro. Todos brillantes, escandalosos y llamativos. A la derecha, en el tercer poste, como era costumbre, un muñeco de tamaño humano, relleno de fuegos artificiales, vestido con pantalón, saco y un viejo balón de fútbol por cabeza esperaba pacientemente que, en pocos días, lo convirtieran en un festival de pólvora callejera. Cada tanto, frente a la puerta de entrada de algunas casas, estaban las bolsas de basura esperando a ser recogidas por el camión del turno de las 3 de la mañana. Si se les miraba en conjunto parecían una enorme serpiente que acechaba a los solitarios caminantes.
‘Me voy a esconder. Yo sé dónde. Él no me va a volver a ver’, se repetía. Martina no se permitía bajar el ritmo de su carrera pero teniendo cuidado de no caerse. Su cuerpo estaba empapado de sudor. Para su fortuna, los tenis amortiguaban el sonido de sus saltos. Llegó hasta una luz amarilla, que era el aviso de un pequeño local donde se encontraban los últimos habitantes de la noche.
Había dos mesas de plástico para cuatro personas, sillas de diversos colores, una pila de canastas con gaseosas color rojo, un juego mecánico para niños con un letrero escrito a mano con la palabra ‘Dañado’, un papagayo multicolor tallado en madera de casi un metro de alto y un aviso de luces led en el que se leía ‘Abierto’. La música carranguera estaba a todo volumen y, por ser la noche de Navidad, solo había unos pocos clientes, algunos de ellos a punto de convertirse en borrachos.
Martina se paró en la puerta. Todos se volvieron a mirar a ese fantasma que los había sacado de su alegría. Vestía un pantalón de algodón azul, zapatillas grises y un suéter negro con capucha gruesa y abierta que la hacía lucir un poco más ancha de lo que en realidad era. Respiraba con mucha dificultad y sus mejillas estaban rojas. De su rostro sobresalían unos ojos verdes intensos enmarcados por una melena furiosa y negra. Recostado en el pecho iba su bebé, envuelto en una manta blanca, cubierta la cabeza con un gorro de lana que le tapaba las orejas y, bajo la pequeña cobija, asomaba su pequeño pie. No tendría más de seis meses. La madre miraba a los presentes con los ojos muy abiertos. Pero ellos ya no la observaban a ella. La mancha roja, que como un hilo bordado atravesaba toda la frazada infantil, los tenía perplejos.
—Ayúdenme, mi marido nos va a matar, dijo por fin Martina.
Miró hacia atrás y solo vio la calle oscura. Ni un alma había. Se le puso la piel de gallina de solo imaginar a Rogelio. Retuvo las lágrimas hasta que los alaridos de Don Gregorio la volvieron a la realidad.
—¡Lucila!, venga que la necesito, gritó el hombre al tiempo que se levantaba y le ofrecía a Martina una silla.
No se quiso sentar. La verdad no podía moverse. Estaba paralizada, quería decir un montón de cosas pero de su garganta no salía nada.
—¡¿Qué pasó?!.... ¿Cuál es la urgencia? Entró corriendo Lucila y frenó en seco cuando vio a Martina.
—¡Dice que el esposo la va a matar!, contestó Don Gregorio.
—¡¿Y te quedas ahí parado sin hacer nada?! Le recriminó.
Se abalanzó sobre la madre y su hijo, se los llevó al fondo de la tienda y abrió una puerta que comunicaba con su vivienda.
—Y cuidadito con decir que Martina y su hijo están aquí, les gritó amenazante a todos los hombres que todavía no salían de su asombro y rodeó con sus brazos fornidos el cuerpo de los inesperados visitantes. Cerró con tal fuerza tras de sí que le pareció que el portazo se había escuchado en toda la calle.
—¿Usted me conoce?, preguntó Martina.
— Ya sabe lo que dicen: pueblo chico, infierno grande. Yo sé quién es usted, dónde vive y tengo muy claro quién es su señor marido, puntualizó la última frase.
En